lunes, 4 de mayo de 2015

SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 7





Debería haber ayudado a quitar los platos, pero no podía levantarme y mucho menos caminar. Las caricias bajo la mesa me habían vuelto loca. Estaba tan cerca que la desesperación me mataba, pero Pedro siguió acariciándome hasta que tuve que apretar los muslos para que parase.


Podía sentir su miembro creciendo bajo mi mano y al ver que sus ojos parecían más oscuros que antes, casi negros, sentí un escalofrío. Me preguntaba qué tendría que hacer para que bajase la guardia como había hecho en la boda. Nunca lo había visto reír, pero se me ocurrió que tampoco lo había visto expresar ninguna otra emoción.


Salvo deseo.


No podía disimularlo, estaba en sus ojos. Miré su boca y recordé lo que había sentido cuando me besó. Sabía que su mandíbula era dura, con barba incipiente, y quería volver a tocarla.


Estaba tan absorta que no me percaté de que mi hermana volvía con el pudín navideño, una torre perfecta de fruta deshidratada regada con alcohol como regalo para nuestros invitados. Había puesto una ramita de acebo en el centro del pudín y lo prendió, en el tradicional estilo británico. Lo que no resultó tan tradicional fue que cuando lo dejó sobre la mesa las llamas incendiaron una servilleta.


Pedro se levantó y, con calma, apagó las llamas con una jarra de agua y luego tomó un montón de servilletas para secar el mantel. Y todo sin estropear el pudín.


–Bien hecho –lo felicitó mi hermana, mirándome con una sonrisa en los labios, como si aprobase mi elección.


También yo estaba empezando a aprobar mi elección. Era poco comunicativo, pero eso resultaba bueno en momentos de crisis. Primero mi vestido y ahora aquello. Pedro no era un hombre que vacilase y, además, ayudó a mi hermana a limpiar la mesa antes de volver a sentarse.


Me sorprendía que el pequeño incendio no hubiese hecho saltar la alarma, pero Pedro y yo estábamos produciendo más calor que las llamas del pudín, así que seguramente la alarma estaría inconsciente.


Yo había dejado de comer y él también. Ojalá hubiese alguna manera de alargar aquel almuerzo navideño para siempre. No quería que terminase, pero en la vida real las cosas buenas siempre terminan antes de tiempo.


–Tenemos que irnos –Pedro hablaba en voz baja para que nadie más lo oyese. Aunque nadie estaba prestándonos atención. Todos estaban demasiado interesados en el pudín y en la conversación.


–Sí, claro –asentí yo. No había esperado que se fuera tan pronto y era casi imposible disimular la decepción. Había decidido que solo tendría relaciones basadas en el sexo para evitar esos disgustos, pero debía estar haciendo algo mal–. Imagino que Chiara y tú tendréis cosas que hacer.


–No me voy con Chiara –dijo él–. Me voy contigo.


–¿Conmigo? –mi boca estaba más seca que la depilada pata del pavo, pero no podía decir lo mismo sobre la parte de mí que estaba bajo sus dedos–. No puedo irme, vivo aquí. Y es Navidad.


Pedro miró a nuestros amigos, que para entonces reían de manera incontrolable.


–Ellos están contentos y yo tengo que darte mi regalo.


–¿Me has comprado un regalo? No tenías que hacerlo –me sentía un poco avergonzada porque yo no tenía nada para él, pero tal vez Pedro lo consideraba una obligación hacia sus anfitrionas–. ¿Por qué no se lo has dado a Raquel?


–No es para Raquel, es para ti. Es algo personal.


–Podrías dármelo ahora.


–No, no puedo.


Pedro tomó un trago de agua y me pregunté si no beber alcohol sería parte de su coraza. Me asustaba cuánto desearía robarle ese autocontrol para exponer al auténtico Pedro, pero tal vez era porque yo había estado expuesta unos días antes y, en mi opinión, era su turno.


–¿Por qué no?


–Porque mi regalo es solo para ti. No se puede compartir.


–¿Cómo sabes que me va a gustar?


Di un respingo cuando alguien abrió una botella de champán, pero el movimiento incrementó la fricción contra su mano y estuve a punto de soltar un gemido.


–Sé que es algo que te gusta, Paula.


–¿Cómo lo sabes?


–Porque lo has escrito en el buscador.


Yo estaba tan distraída por las sensaciones que provocaban sus dedos que tardé un momento en entender.


Cuando lo hice, volví a mirarlo.


Sus ojos eran como terciopelo oscuro, clavados en los míos. 


Había un brillo de humor en ellos y algo más… algo que hizo que mi estómago diese un vuelco.


–¿El buscador?


Pedro se acercó un poco más, sus labios rozando mi oreja.


–¿Has logrado encontrar el Pedro?


Yo tuve que hacer un esfuerzo para tragar saliva. Si estaba esperando que respondiese iba a esperar mucho tiempo porque no era capaz de formar una sola frase y me limité a emitir un gemido inarticulado que llamó la atención de Raquel.


Mi hermana me miró con el ceño fruncido y cuando estuvo convencida de que no requería una maniobra de resucitación volvió a llamar la atención sobre sí misma contando un chiste.


¿He mencionado que adoro a mi hermana?


Pedro no parecía importarle lo que pensaran los demás.


Estaba concentrado solo en mí y era la experiencia más sexy y más intensa de mi vida. Mauro solía mirar por encima de mi hombro, como si conversar conmigo fuese una tarea insoportable. Y el novio que tuve antes que él solía hablar continuamente de sí mismo.


Nunca había tenido un hombre que estuviera pendiente de mí, como si todo lo demás careciese de importancia.


–No sé de qué estás hablando.


Sus ojos eran dos pozos oscuros cargados de promesas.


–¿No? Porque yo sé dónde puedes encontrar lo que estás buscando.


Dios, qué voz más sexy tenía aquel hombre. Y cómo calentaba mi cuello con su aliento.


–¿Ah, sí?


–Claro que sí –respondió Pedro–. Pero tendrás que ir conmigo.


–¿Estás sugiriendo que me vaya de mi propio almuerzo navideño?


–No has hablado con nadie más que conmigo.


Una carcajada hizo que girase la cabeza y Raquel me hizo un guiño mientras levantaba su copa. Otra persona se enfadaría al pensar que iba a tener que lavar todos los platos sola, pero mi hermana no era así.


Había preparado aquello para mí.


Era mi regalo de Navidad.


Y yo debía aprovecharlo todo lo posible.


Decidiendo que era un regalo que debía desenvolver en privado, me volví hacia Pedro.


–Vámonos.







SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 6



¿Cómo?


¿Mi hermana lo había invitado sin decirme nada?


No sabía si matarla o besarla.


Chiara me miraba con expresión angustiada.


–Estamos encantados con la invitación. ¿Seguro que te parece bien?


No, no me parecía bien.


¿Por qué Raquel no me había dicho nada?


“Cobarde”.


Volví la cabeza para mirar a mi hermana con expresión acusadora. Me daban ganas de gritarle: “¡gallina!”, pero eso podría ser desconcertante porque Raquel tenía la cabeza enterrada en el pavo.


De modo que esbocé una sonrisa, aunque debía parecer más bien una mueca de dolor.


–Por supuesto que sí.


–La comida tardará un rato –dijo Raquel–. ¿Por qué no vais al salón con el resto de los invitados? Tomad una copa, charlad, conoceos mejor. Jugad a algo.


Yo echaba humo por las orejas. No me apetecía tomar una copa y en cuanto a juegos, ya había suficientes jueguecitos en aquella cocina. Y, desgraciadamente, nadie me había dado las instrucciones.


Una mirada al rostro de Raquel me dijo que no solo había ganado una partida sino que se creía la ganadora del juego.


Mi hermana pasó a mi lado murmurando:
–Feliz Navidad. Que disfrutes de tu regalo.


¿Pedro era mi regalo?


¿Era a eso a lo que se refería cuando dijo que llegaría más tarde?


Me pregunté entonces si le había dicho a él que era mi regalo. Sinceramente, esperaba que no, pero conociendo a mi hermana podría pasar cualquier cosa.


La seguí al salón, evitando la mirada de Pedro, no porque yo sea particularmente tímida sino porque llevaba varios días pensando en acostarme con él y temía que lo viera en mis ojos.


Menos mal que no era capaz de leer mis pensamientos.


Pedro se sentó en el sofá, apartando a un lado mi ordenador portátil. Llevaba unos vaqueros negros que se ajustaban a sus largas y poderosas piernas como si no quisieran estar en ningún otro sitio. Y era comprensible. De hecho, yo envidiaba esos vaqueros. Por el cuello de la camisa asomaba una mata de vello oscuro sobre una piel bronceada…


Estaba preguntándome si debía aceptar un regalo que no sabía que era un regalo cuando él tomó mi ordenador.


–Normalmente no trabajo en Navidad, ¿pero te importa si compruebo una cosa?


Yo abrí la boca para decir que no me importaba, pero entonces recordé que no había cerrado la página y mi última búsqueda había sido: vibrador El Pedro.


Me lancé sobre él, pero ya era demasiado tarde. Pedro estaba mirando la pantalla y me sentí humillada por segunda vez en cuatro días. Parecía mi destino humillarme delante de aquel hombre. Primero me había visto desnuda de cintura para arriba en una capilla y ahora estaba viendo mis pensamientos, igualmente desnudos.


Estaba condenada al fracaso.


Pedro siempre está comprobando cómo van sus casos –Chiara se acercó a mí con los cuencos de nueces y patatas fritas que le había dado mi hermana–. Normalmente lo hace por teléfono, pero anoche desenchufé su cargador y ahora está enfadado conmigo.


No tan enfadado como lo estaba yo.


Mierda y mierda.


Esperé que me traspasase con una de sus severas y desaprobadoras miradas, pero no lo hizo. En lugar de eso empezó a teclear con esos dedos largos y fuertes, que sabían muy bien cómo volver loca a una mujer, y comprobó lo que quisiera comprobar.


Era el hombre más inescrutable que había conocido nunca. 


De hecho, se mostraba tan serio, tan contenido, que me pregunté si me fallaba la memoria. Tal vez había cerrado la página. Debía haberlo hecho o Pedro me habría fulminado con la mirada.


El timbre sonó de nuevo y empezaron a llegar más invitados, de modo que no tuve oportunidad de seguir pensando en ello.


Por suerte, Raquel había comprado muchos regalos extra porque pronto éramos doce personas. Yo conocía a ocho de ellas, pero daba igual porque no estaba mirándolas. Era como si no estuvieran allí. Para mí, solo había un hombre en la habitación.


Abrimos los regalos y varias botellas de champán y luego ayudamos a llevar la comida a la mesa. Durante todo ese tiempo, solo podía mirar a Pedro por el rabillo del ojo. Chiara se había convertido en el alma de la fiesta, pero él apenas había abierto la boca. Lo sabía porque no dejaba de mirarla. 


Me encantaba la forma de sus labios y no dejaba de recordar cómo eran mientras se movían sobre los míos.


–Debería devolverte la chaqueta –dije de repente, deseando tener un diez por ciento de su autocontrol.


–No hay prisa.


¿Eso era todo lo que iba a decir?


El ambiente era tan tenso que cuando mi hermana colocó la bandeja sobre el mantel yo estaba más caliente que el pavo.


Como en la mesa solo cabían ocho personas y éramos doce, estábamos muy apretados. Me senté a un lado porque así al menos solo tendría que estar apretujada contra una persona…


Pedro se sentó a mi lado.


Mi corazón se volvió loco. Quise pensar que era un accidente que se hubiera sentado allí, pero enseguida decidí que Pedro Alfonso no era un hombre que hiciese nada por accidente.


No me miraba y, como siempre, no había nada en su expresión que me diera una pista de lo que estaba pensando. Su brazo rozó el mío. Estábamos apretados como átomos en una molécula. Cualquiera que nos mirase pensaría que era por falta de espacio, pero yo sabía que no era así.


Me gustaría decir que la comida fue deliciosa, pero la verdad es que no podría decirte qué comí porque solo podía pensar en el hombre que tenía a mi lado.


Cuando sirvió el pavo en mi plato, lo único que veía eran unas manos bronceadas, grandes, y unos antebrazos cubiertos de vello oscuro porque se había remangado la camisa sin que me diera cuenta.


–¿Suficiente?


Yo lo miré, sin entender.


–Pavo –dijo Pedro.


–Ah, sí, gracias.


¿Qué tenían los antebrazos de un hombre? Aunque, si debo ser sincera, no eran solo los antebrazos. Era todo en él.


Se incorporó un poco para servirse puré de patata y cuando volvió a sentarse quedamos muslo contra muslo. Nuestras piernas parecían pegadas con pegamento. Con idea de hacer un experimento, moví un poco la pierna hacia un lado, pero él hizo lo propio.


Mi corazón se elevó como un paracaídas en medio de una ventisca y mi humor también.


Raquel me miró.


–¿Está rico?


–Sí, sí –yo señalé el plato, aunque sabía que no estaba hablando del pavo–. Estupendo, te ha salido estupendo.


Los invitados contaban historias sobre sus tradiciones navideñas, pero yo no escuchaba una sola palabra porque en mi cabeza no dejaba de sonar una alegre campanita.


Pedro estaba allí.


Sentado a mi lado.


Y aunque en el pasado apenas hubiéramos tenido relación, en aquel momento era ardiente y eléctrica.


Decidí que uno de los dos tenía que decir algo o llamaríamos la atención de los demás.


–¿Qué tipo de Derecho practicas?


Él tomó su copa… de agua. Tal vez temía perder el control si bebía alcohol.


–Del bueno.


–Esa no es una respuesta –giré la cabeza para mirarlo y, por supuesto, eso fue un error porque aquella no era una cara que una quisiera dejar de mirar. Podría estar mirándolo hasta que me muriese de hambre, sed o frustración sexual, lo que llegase antes. Y, a este paso, estoy segura de que sería frustración.


Y, por supuesto, él lo sabía.


–¿De verdad quieres hablar de eso? –me preguntó, en voz baja.


Estaba a punto de responder cuando sentí que ponía su mano sobre mi muslo. El calor de la palma atravesaba mis vaqueros y estuve a punto de saltar de la silla.


No podía seguir fingiendo que aquello era un accidente o que estábamos apretados por falta de espacio. Pedro dejó la mano allí, como para ver si yo me apartaba, y cuando no lo hice empezó a mover la mano hacia arriba.


Daba igual lo que la gente dijese de algunos hombres, yo te puedo asegurar que Pedro Alfonso tenía un gran sentido de la orientación.


Se me encogió el estómago, tan excitada que estaba al borde del infarto. No entendía esa reacción, aunque la química era lo mío. Podía explicar la fusión nuclear, pero no podía explicar aquello. Lo que sentía no tenía sentido y tampoco la frustración de estar en público mientras Pedro me tocaba.


Siempre había algo interponiéndose entre la satisfacción sexual y yo. En este caso, el pantalón vaquero y una habitación llena de amigos.


Ojalá me hubiese puesto un vestido en lugar de los vaqueros, pero Pedro era un hombre que no se dejaba amilanar por los obstáculos y siguió moviendo los dedos hacia arriba… hasta que me tocó precisamente ahí.


Yo tiré mi copa de vino sin querer. Afortunadamente, ya me la había bebido casi toda, así que dejó una manchita, no un charco.


–Ay, porras.


Mi hermana lanzó sobre mí una mirada y una servilleta. Y luego se volvió hacia la persona que tenía a la derecha y siguió charlando alegremente.


Pedro no volvió a mover la mano, pero tampoco relajó la presión. Como he dicho, es un hombre que no se deja amilanar por los obstáculos. Y yo estaba ardiendo, tanto que me sorprendía que no saltase la alarma anti-incendios.


Decidí que debía arriesgarme y rocé su pantorrilla con un pie.


–¿Más pavo, Paula? –un chico al que conocía vagamente del gimnasio de Raquel me sonreía desde el otro lado de la mesa y yo le devolví la sonrisa, negando con la cabeza y murmurando una respuesta más o menos aceptable.


Me sorprendía ser capaz de articular una frase porque la deliciosa fricción de los sabios y persistentes dedos de Pedro me estaba volviendo loca. La frustración era insoportable y, pensando que debía compartir un placer tan increíble, deslicé una mano por su muslo hasta llegar a la bragueta. Si necesitaba alguna confirmación de que Pedro sentía lo mismo que yo, allí estaba.


Su dura erección presionaba contra la tela de los vaqueros. 


Por un momento sentí la tentación de bajar la cremallera, pero decidí que ya había habido suficientes exhibiciones públicas en la boda.


–Contéstame a una pregunta… –dijo él, en voz baja, solo para mí.


Y por el sitio en el que estaba mi mano, me preocupaba cuál sería esa pregunta.


–¿Solo una?


Yo tenía millones de preguntas que hacerle, pero enseguida recordé lo del sexo sin complicaciones. Nunca antes lo había hecho, pero el sexo sin complicaciones era solo sexo. Hacer preguntas sobre otras cuestiones, particularmente sobre la familia, era la mejor manera de convertir aquello en algo que yo no quería.


Al otro lado de la mesa, Chiara estaba riendo con un chico que iba al gimnasio de Raquel. O Pedro no se había dado cuenta o le daba igual. Evidentemente, no era el guardián de su hermana.


–¿Tienes el corazón roto?


Me había hecho esa misma pregunta en la boda y yo no había respondido. ¿Por qué iba a contarle algo tan personal a alguien que siempre me criticaba?


–No –respondí por fin, con un hilo de voz–. No tengo el corazón roto.


Pedro me miró durante unos segundos, pero no dijo nada.


–¿A qué hora suele terminar la comida navideña?


–A veces dura hasta Año Nuevo. Una vez tuvimos un invitado que se quedó hasta que lo echamos el día dos de enero. Estábamos a punto de cobrarle alquiler.


La mirada de Pedro fue hacia mi boca y se quedó allí.


Qué serio era. Serio de verdad. La mayoría del tiempo yo hablaba de broma porque el instinto me decía que lo hiciera, aunque a veces intentaba controlar esa parte de mí, especialmente con la familia de Mauro, que siempre había dejado claro que mi sentido del humor les parecía inapropiado (y eso fue antes de lo del vestido).


Pedro me desconcertaba. Había pensado que no le caía bien, pero allí estaba, con la mano… donde la tenía.


Algo latía bajo esas capas de autocontrol. Había algo más bajo la cara de póquer que presentaba ante el mundo.


Me pregunté qué secretos tendría.


Todo el mundo tenía secretos, ¿no?


Y no me habría importado descubrir algunos de los suyos.


Por una vez deseé que nuestro apartamento fuese más espacioso. Me encantaba, pero no era lo bastante grande como para ir al dormitorio sin que las doce personas que estaban con nosotros se dieran cuenta. Era un milagro que no se hubieran fijado en lo que Pedro y yo estábamos haciendo bajo la mesa. Menos mal que los almuerzos navideños eran caóticos.






SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 5







–Oye, despierta. Lleva nevando toda la noche.


Yo metí la cabeza bajo las mantas, irritada por la energía matinal de mi hermana.


–Es muy temprano.


–Es Navidad. Tenemos que abrir los regalos y hay muchas cosas que hacer.


–Porque tú insistes en invitar a comer a la mitad de Londres –asomé la cabeza por encima de las mantas y miré por la ventana.


La ciudad estaba cubierta por otra capa de brillante nieve blanca. Era casi como de cuento de hadas, salvo que yo tenía que levantarme y cocinar para un montón de gente a la que seguramente no conocía cuando lo único que quería era seguir durmiendo, ver películas en televisión e intentar olvidar la desastrosa boda.


Raquel se sentó en la cama; su pijama de margaritas era una alegre rebelión contra el frío invernal.


–¿Prefieres que no invite a nadie?


Yo estaba a punto de confesar que un año estaría bien comer bocadillos de pavo y tumbarnos frente a la tele, pero al ver un brillo de emoción en sus ojos supe que nunca, jamás, le pediría que dejase de organizar el almuerzo. 


Además, entendía por qué lo hacía. No podíamos tener una Navidad familiar, así que Raquel quería una Navidad con amigos.


Estaba decidida a vivir su cuento de hadas navideño y yo la admiraba por ello.


–No, me parece muy bien que invites a quien quieras –le dije.


Y era verdad. Gracias a mi hermana, nadie tenía que pasar el día de Navidad solo. Todo el que no tenía dónde ir estaba invitado y eso significaba que algunos años nuestro apartamento se llenaba de gente, pero en realidad no me importaba.


–¿Estás segura? Puede que prefieras un día tranquilo.


–No, para nada.


Raquel y yo nos peleábamos como todas las hermanas, pero siempre por cosas sin importancia. Cuando tenía algo que ver con nuestro pasado, éramos un frente unido.


De modo que abrimos los calcetines que habíamos colocado la noche anterior (ella llenaba el mío y yo el suyo. El año pasado nos dimos un cabezazo cuando íbamos a guardar las cosas al mismo tiempo). Eran regalos pequeños y baratos y gracias al estrés de la boda, yo había comprado los míos por Internet. No sabía dónde o cuándo había ido de compras Raquel, pero de repente mi cama estaba cubierta de bombones, agendas, una llama de peluche preciosa, un conjunto rojo de ropa interior rematado con piel blanca y una caja de preservativos con una nota que decía “no usar hasta Año Nuevo”.


Yo enarqué una ceja.


–No recuerdo haberle pedido esto a santa Claus.


–Él sabe que has sido buena chica este año, pero también que pronto vas a ser una chica muy mala –Raquel me hizo un guiño–. Y quiere que estés preparada.


Mi hermana era tan sutil como la coz de un reno, pero estaba encantada con los regalos que había elegido para ella. Sobre todo con el regalo importante: un bolso de piel de color café que habíamos visto en un escaparate en noviembre.


–Me encanta –Raquel me miró, con expresión enigmática–. Tu gran regalo llegará después.


Yo me preguntaba cómo iba a llegar después cuando el día de Navidad no había Correos ni servicio de mensajería, pero no tuve tiempo de seguir pensando en ello porque estábamos esperando a un montón de gente y había que hacer la comida.


Rindiéndome ante el inevitable maratón en la cocina, me duché a toda prisa y me puse mis vaqueros favoritos con unas botas altas y una blusa preciosa con botoncitos de perla.


Debajo llevaba mi nuevo conjunto navideño de ropa interior (incluyendo el sujetador, en caso de que te lo preguntes. 
Que nadie diga que no aprendo de mis errores).


Acababa de entrar en la cocina cuando Raquel apareció con un pavo en brazos. Había pasado la noche en el pasillo, supongo que para que estuviese a temperatura ambiente.


–Hay que encargarse de esto. ¿Te importa hacerlo mientras yo preparo el relleno?


Yo miré el pavo con cara de recelo porque lo mío no es la cocina.


–¿Qué hay que hacer?


–Hay que quitarle las plumitas que quedan.


¿Quería que desplumase al pavo?


–Desplumar aves de corral no es mi especialidad –empecé a decir, pero estaba hablando conmigo misma porque Raquel había salido de la cocina y estaba canturreando villancicos. 


Y te aseguro que mi hermana es mejor bailarina que cantante.


Miré al pavo con cara de pena. Tenía barba en una pata. La persona que lo había preparado debía tener prisa por salir del trabajo.


Miré las plumas en la pálida pata y me sentí hermanada con él. No era fácil ir siempre bien depilado. ¿Pero cómo iba a hacerlo?


Saqué el móvil del bolsillo para comprobar los mensajes, pero no había ninguno de Pedro. Aunque no esperaba un mensaje de felicitación, pensé que al menos llamaría para pedir que le devolviese su chaqueta.


–Deja de mirar el teléfono –Raquel estaba de vuelta en la cocina, echando zumo de naranja en un cuenco de arándanos–. No va a llamarte.


–No sé a qué te refieres. Estaba comprobando mis mensajes.


–¿El día de Navidad?


Me pregunté entonces por qué estaba tan segura de que Pedro no iba a llamar. Yo tenía su chaqueta, una Tom Ford, y él debería querer recuperarla. Un hombre como él iría a muchas cenas elegantes.


–Este proyecto es importante. Además, tú también trabajas en vacaciones.


El teléfono de Raquel no dejaba de sonar. Sus clientes querían que los pusiera en forma para ir a esquiar o al Caribe… claro que en febrero olvidaban sus buenas intenciones para el nuevo año y volvían a ser gordos inactivos.


Entonces sonó el timbre. No estábamos preparadas para recibir a nadie y miré a mi hermana, horrorizada. Pero Raquel estaba sonriendo y, considerando que teníamos un pavo peludo entre las manos, me pareció una reacción muy positiva.


Cuando mi hermana fue a abrir la puerta yo decidí que la vida era demasiado corta como para desplumar un pavo con pinzas. Necesitaba resultados rápidos y formulé un plan, felicitándome a mí misma por mi ingenio.


El apartamento empezaba a llenarse de gente y Raquel tardó unos minutos en volver.


–Paula, tienes que… –mi hermana me miró, incrédula–. ¿Le estás haciendo la cera al pavo?


–¿No me has dicho que le quite las plumas? –tiré de una banda de cera, arrancando las plumas y gran parte de la piel–. Ay, vaya. En fin, no quería quitarle la piel.


–¡Solo tenías que quitarle las plumas!


–No me da tiempo a quitar pluma a pluma –respondí yo. Las dos miramos la pata del pavo; yo con morbosa fascinación, 


Raquel horrorizada.


–¡Te has cargado el pavo!


Yo me sentía culpable.


–Solo es una pata, tiene dos. Además, la carne de las patas siempre es un poco seca.


–No voy a dejar que entres en mi cocina –Raquel me empujó y fue entonces cuando recordé que había entrado para decirme algo.


–¿No tenía que hacer algo?


En ese momento giré la cabeza y estuve a punto de desmayarme porque Pedro estaba allí, sus anchos hombros bloqueando la puerta.


No había pensado en otra cosa en varios días. A veces, cuando fantaseas con un hombre y vuelves a verlo, te das cuenta de que le has otorgado cualidades que no tiene, pero no era el caso de Pedro. Era realmente espectacular. E imponente. Ocupando todo el quicio de la puerta de la cocina, miró al pavo y luego a mí con una ceja arqueada.


Seriamente desequilibrada por su inesperada aparición, intenté encogerme de hombros.


–No a todo el mundo le gustan las patas.


–Eso es verdad –sus ojos oscuros, cargados de ironía, estaban clavados en los míos. No sonreía, pero en ellos había un brillo de humor–. Yo también soy más de pechuga.


Ay Dios, ¿Por qué había tenido que decir eso?


En la capilla había demostrado que de verdad era un hombre de pechuga.


¿Pero qué demonios hacía allí?


Seguramente necesitaba la chaqueta para alguna fiesta, pero me parecía un poco raro que hubiese aparecido sin avisar.


Me volví hacia Raquel, pero mi hermana seguía con su ataque de pánico por la pata afeitada del pavo.


Esta chica no sabe nada de prioridades.


Estaba a punto de ir a buscar la chaqueta de Pedro cuando me di cuenta de que no estaba solo. Chiara estaba a su lado, elegantísima como era habitual. Me sonrió tímidamente y yo le devolví la sonrisa, pero me sentía más desnuda que el pavo (aunque, a riesgo de parecer engreída, yo diría que mis piernas son bastante más bonitas).


Pedro estaba apoyado en el quicio de la puerta, mirándome con esos ojos oscuros rodeados de espesas pestañas. 


Podría estar tocándome porque podía sentir esa mirada en cada poro de mi piel. La sensación empezó como un cosquilleo, un calor que recorría mis venas y que pronto se convirtió en un incendio. Y el que sentía en la pelvis no tenía nada que ver con las braguitas rematadas en piel.


Me exasperaba esa sensación y más aún que Pedro supiera lo que sentía. No porque se mostrase presuntuoso ni nada parecido. Si tuviera que describir su expresión yo diría que era vigilante.


Seguía mirándome tranquilamente, como si se hubiera hecho una pregunta y estuviera contemplando la respuesta. 


Y luego miró a su hermana.


–No os han presentado oficialmente, ¿verdad?


Ah, genial. Estaba dejando claro que su hermana solo me había visto medio desnuda.


–No –respondí, con los dientes apretados–. No nos han presentado.


–Chiara, te presento a Paula. La viste un momento durante la boda.


¡Bueno, ya estaba bien!


Podría haber sido un momento, pero un momento que yo no olvidaría nunca.


¿A qué estaba jugando? Otro comentario como ese y le daría una patada. No sería tan eficaz o impresionante como las de mi hermana, pero su capacidad para tener hijos en el futuro se vería seriamente afectada.


–Hola, Chiara. Encantada de conocerte.


Yo no lo miraba, pero él estaba mirándome a mí. No había dejado de mirarme desde que apareció y ser el sujeto de esa intensa y ardiente mirada hacía que mis piernas se doblasen. Estaba a punto de tomar la manta ignífuga que Raquel guardaba en el armario y echármela por encima.


–Encantada de conocerte –dijo Chiara–. Sé que eres ingeniero, qué suerte. A mí se me dan fatal las matemáticas y la física. Pedro solía tirarse del pelo cuando tenía que ayudarme a hacer los deberes.


¿Pedro la ayudaba a hacer los deberes?


Yo parpadeé, sorprendida.


Intenté imaginar a aquel hombre sofisticado y elegante sentado pacientemente con su hermana, ayudándole a resolver problemas de álgebra. No, imposible.


–En fin –empecé a decir, nerviosa–. Imagino que has venido por la chaqueta, así que voy a…


Pedro seguía mirándome fijamente y me pregunté si parte de su trabajo como abogado serían los interrogatorios porque su mirada era como un rayo láser. Si tuviese un espejo cerca me miraría para comprobar si había un punto rojo en mi frente.


–No he venido a buscar la chaqueta –dijo por fin–. Estamos aquí porque Raquel nos ha invitado a compartir vuestro almuerzo de Navidad.