miércoles, 31 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 32




Pedro


No puedo creerlo, no puedo creerlo.


Estoy solo en una habitación de hospital. Bueno, si se puede llamar «solo» a estar escuchando el incesante parloteo de Maria. A lo que me refiero es a que soy el único enfermo de la habitación.



Estoy jodido. Sí. Y no solo por las heridas de asta, no. Estoy jodido de verdad por lo que acabo de presenciar en la habitación de Paula.


El baboso del pijo ese… casi tumbado sobre ella… ¡besándola! Y ella no ha dicho nada: ni una protesta, ni un gesto, ¡nada! ¿Qué clase de novia deja que un ex le meta la lengua hasta la campanilla y no lo para? Porque ese no era un beso de amistad… Ese tío quiere algo más y ese beso era el aperitivo.


No puedo dejar de recrear la imagen en mi cabeza. No lo soporto.


¿Es esto lo que ha querido todo el tiempo? ¿Que Santiago viniera cual príncipe azul a rescatarla y la llevara a su castillo? Pues ya tiene lo que quería… Se ha entretenido unos meses con el ogro y ahora que ha llegado el príncipe encantador va a abandonar la ciénaga.


Creía que era diferente. Durante meses, ¡meses!, he pensado que no se parecía en nada a Lucía, pero me equivoqué. En el fondo, es igual. Una mujer que haría cualquier cosa para conseguir lo que quiere.


Y lo que Paula quería era regresar a Valencia.


Si para ello ha tenido que llevarse por delante a Juancho y hacer que lo prejubilen, pues nada, que lo hagan. 


Remordimiento cero. Seguro que ella y su amiguito el de Recursos Humanos lo tenían todo más que hablado.


Y si tiene que liarse con Santiago para tenerlo contento y que le arregle la vida, pues hala, también. ¡Que no se diga!


Siento dolor. Y no es en las heridas que me han cosido con una cantidad considerable de puntos. Me duele el corazón. 


Una punzada que lo aprieta con fuerza y lo ahoga.


Me cuesta tanto creer lo que ha hecho Paula… No me lo esperaba.


Debí ser más cauto. Elena ya me advirtió que tuviera cuidado y yo, tonto de mí, la ignoré. Me lo tengo más que merecido.


Trato de apartarla de mi cabeza; no quiero pensar en ella, me niego. Lo curioso es que resulta difícil pensar con el pitido de la voz de la mujer de Juancho metido ahí dentro.


—¡Hostia, Maria! Calla de una vez…


Me mira sorprendida y agacha la cabeza al tiempo que murmura por lo bajo:
—Encima de que remuevo Roma con Santiago para conseguiros un cuarto juntos…


Al parecer piensa que Paula no tiene culpa de nada y que ha sido cosa de Santi que quiere reconquistarla. En realidad, lo que pasa es que está encantada de que va a tener a su maridito para ella las veinticuatro horas del día. No está enfadada, está como unas castañuelas. Y, claro, teniendo en cuenta que ni ella ni Juancho han presenciado lo del beso…


Yo no voy a contárselo. Puede que sea un cornudo pero me niego a que los demás lo sepan. Prefiero que se piensen que todo mi enfado viene por el cierre de la oficina y el traslado.


El pobre Juancho no se atreve ni a abrir la boca. Está cagado. Si trabajando en la oficina todavía tenía que escabullirse de la mandona de su mujer por las noches, ¿qué va a hacer ahora con ella detrás a todas horas?


Siento lástima por él.


Estoy seguro de que ahora mismo también está enfadado con Paula. Pero yo no estoy enfadado, no. Estoy mucho más que eso: estoy furioso. Y no creo que pueda perdonarla por esto.


Se vuelve a Valencia y no como me dijo ella dentro de dos años, no. Y, para más inri, se vuelve acompañada.


No quiero verla. He tomado una decisión y no quiero verla. 


Si la veo puedo flaquear y no pienso quedar como un bobo delante de ella. Lo mejor es cortar por lo sano. Antes de que recuerde que me he enamorado de ella hasta las trancas.


Si es que soy gilipollas.


—Maria, disculpa, estoy un poco nervioso con todo lo que ha pasado. —Más me vale tenerla de buen humor si quiero que me haga este favor.


—Disculpado.


—¿Puedo pedirte un favor?


—Claro, ¿no ves que me he desvivido para que te atendieran bien? ¿Qué más necesitas?


—Búscale a Paula un nuevo alojamiento.


—¿¿Qué?? —Por una vez, Maria y Juancho parecen estar de acuerdo en algo y no lo entiendo, la verdad. ¿Les parece mal? ¡Pero si Juan Ignacio es el primer damnificado por esta situación! Me juego el cuello a que si le preguntara a Paula diría que lo del director han sido… daños colaterales o algo así.


—Lo que oís. No quiero verla cuando me den el alta —recalco—. Maria, estoy seguro de que le encontrarás un hueco en casa de algún familiar o de alguna amiga.


Me miran incrédulos.


—Lo digo en serio. ¿Podrás hacerlo?


—Sí, claro… pero… ¿hijo, tú estás seguro? Mira que esa chica te quiere…


—¿Es que no ves lo que ha hecho? ¡Por su culpa van a cerrar la oficina y a Juancho lo mandan para casa!


Juancho se acerca a nosotros para apaciguar mis ánimos.


—Venga, Pedro, no te pongas así. En primer lugar, no creo que la chica tenga tantas influencias como para conseguir que cierren una oficina. Si las tuviera nunca la hubieran trasladado aquí. Y en segundo lugar —me manda callar cuando se percata de que voy a intervenir—, aunque hubiera sido cosa suya tampoco es para tanto.


—Claro que me ha hecho algo —gruño por lo bajo al tiempo que mi mente reproduce a toda velocidad las imágenes del beso entre Paula y Santiago—. Claro que me ha hecho algo.


—¿Qué problema tienes tú? ¿Tanto te molesta tener que ir hasta la oficina de Lekunberri? No está tan lejos…


—¿Qué cojones dices, Juancho?


—Pues que no sé qué ha hecho para que tú te enfades tanto.


—¿Que qué ha hecho?


Cierro los ojos y cojo aire tratando de calmarme antes de decirlo en voz alta. Al final, decido no contarles el verdadero motivo. Es mejor que no lo sepan, así que en lugar de eso digo:
—Se marcha a Valencia. Se va.


Ante esta afirmación, ambos se callan, por fin, y se miran con complicidad. Ahora lo entienden. Lo extraño es que Juancho no parece estar enfadado con ella. Es más, le ha restado importancia a lo que va a pasar. Pero yo no puedo. Imposible.


No es porque cierren la oficina.


No es porque prejubilen a Juan Ignacio.


No es porque esto lo haya tramado a mis espadas con el capullo de Santiago.


No. Esto es porque se supone que me quería y estaba ahí, tan tranquila, besándose con otro tío en mis narices. Y encima, para terminar de rematarme, se va de mi lado.


Y yo no puedo hacer nada por evitarlo. Así, que hago lo que mejor sé hacer: romper todo contacto.



ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 31




Paula


Estoy segura de que mi grito resuena por todo Pamplona. 


Pedro, mi hombretón del norte, mi ganadero, mi… empitonado por un toro por salvar al imprudente de Santiago que nunca debería haber corrido en su estado.


Grito, grito como una loca y, luego, cuando veo que los servicios sanitarios se lo llevan me callo.


De pronto siento que me empiezan a sudar las manos y se me nubla la vista. Todo se pone negro pero puedo ver los ojos de Pedro mirándome desde la calle, diciéndome que me quiere. Porque eso es lo que dicen sus ojos. Dicen: puede que no salga de esta, pero recuerda que te quiero.


Lo sé.


Y lo sé porque los míos le responden que yo también le quiero.


Al final, los ojos de Pedro se desvanecen y solo queda la oscuridad. En medio de ella, me desvanezco. Vamos, que caigo redonda del susto.


Cuando abro los ojos ya no estoy en casa de Jacinto. Estoy en una cama de hospital con la cabeza vendada. Me la toco. 


¡Ay, duele! Parece ser que me he dado un buen golpe. ¿Qué ha pasado? Y, lo más importante ¿cómo está Pedro?


Me incorporo un poco y veo que sentado junto a la cama está mi director.


—¡Ahí va, la hostia! —exclama cuando se percata de que lo miro—. Menudo susto nos habéis dado chavales.


—¿Qué haces aquí, Juancho? ¿Qué ha pasado?


—Te caíste en la terraza de Jacinto y al parecer te golpeaste con una maceta. Te has hecho una buena brecha. Te han tenido que poner puntos y has estado inconsciente un buen rato.


Lo miro sin decir nada. Todavía estoy un poco confusa.


—Jacinto no sabía a quién llamar porque como no tienes familia aquí… entonces alguien le recordó que trabajas en la oficina del pueblo y, como me conoce, se le ocurrió llamarme.


Asiento. ¿Y Pedro? Juancho parece leerme la mente porque responde sin que tenga que preguntárselo siquiera.


—No te preocupes. Ha sido menos grave de lo que parecía, al parecer las heridas son superficiales.


Suspiro aliviada. ¡Está bien, está bien, está bien!


—Cuando terminen de curarlo lo traerán aquí.


—¿Aquí? —pregunto sorprendida.


—Maria anda por ahí, haciendo uso de sus contactos. Trabajó un tiempo como enfermera pero lo dejó para criar a nuestros hijos. Por eso ahora me controla tanto… No tiene nada más que hacer en casa y se aburre. Antes era una mujer muy activa, ¿sabes?


Esbozo una sonrisa al pensar en lo mandona que es y la imagino riñendo a los pacientes.


—Ahora andará por los pasillos saludando a todas las enfermeras y médicos de su época que todavía trabajan aquí. Ha sido ella la que ha liado a medio hospital para que os pongan en la misma habitación.


—Dale las gracias de mi parte.


—Quita, quita. En breve se las podrás dar tú. No creerás que no quiere que le cuentes la historia de primera mano, ¿verdad?


—Cómo iba a quedarse ella sin el cotilleo.


—¡Pues eso! —exclama Juancho levantando los brazos al aire y poniendo los ojos en blanco.


—Oye… —acabo de darme cuenta de que mi director ni me lo ha nombrado y no sé nada de él desde que en el encierro siguió corriendo y abandonó a Pedro a su suerte—, ¿sabes algo de Santiago?


—¿Santiago? —se pasa la mano por la barbilla, pensativo—. ¿Es el chico del banco? ¿El de Recursos Humanos? ¿Ese que era amigo tuyo?


—Sí. También estaba en el encierro.


—Pues…


—Aquí estoy —dice una voz acaramelada desde la puerta—. Sano y salvo.


Santiago se pasea hasta el borde de mi cama, con un café en la mano y una cara en la que no se dibuja la preocupación, precisamente. Ya no va vestido con la ropa de anoche y tiene el pelo húmedo. ¡Este ha pasado por casa para ducharse y arreglarse! ¡Será…! Se me agolpan tantos insultos en la cabeza que no soy capaz de procesarlos.


—Pero… —estoy tan cabreada que me cuesta expresar lo que siento.


—Siento no haber venido antes. —Se disculpa, aunque no parece sentirlo demasiado—. Cuando terminó el encierro, llamé a tu móvil y no lo cogiste. Así que decidí irme para casa. Pensé que nos veríamos allí o que ya me llamarías.


—¡No te cogí el teléfono porque del susto que me llevé con la cogida de Pedro un poco más y yo tampoco lo cuento!


—Ya… volví a llamar más tarde, cuando ya estaba cambiado y me descolgó una señora —se gira hacia Juan Ignacio—. ¿Su mujer quizás?


Él asiente pero no dice nada más. Noto que Santiago no le ha caído precisamente bien.


—Me explicó con todo lujo de detalles lo que había pasado y, como ya se me había bajado la borrachera, vine hacia aquí.


—Ahora no querrás dártelas de prudente, ¿no? —siseo—. Insinuando que no hubieras cogido el coche si no hubieras estado bien. Y para correr el encierro, ¿qué? ¿No te das cuenta de que has puesto en peligro la vida de Pedro?


—Son cosas que pasan. Todos los años hay heridos por asta en los encierros.


—No me fastidies, Santiago, sabes que lo que le he ha pasado a Pedro ha sido culpa tuya. No me vengas con chorradas y con datos estadísticos.


—No son datos. Es la pura realidad.


Si pudiera levantarme de esta cama le daba un bofetón. Juancho sí que se levanta y se gira hacia mí:
—Paula, voy a ver por dónde anda Maria, vendré dentro de un rato a ver cómo te encuentras.


Juancho en su línea. Huyendo y dejándome sola con el marrón. Aunque, este marrón está aquí por mi culpa.


Santiago se acerca a la cama y me coge la mano, que yo aparto de sopetón.


—No sé qué te han hecho en ese pueblo de mierda —dice en tono ofensivo—, pero ya no eres la misma. Pensé que querías que viniera a rescatarte.


—Santiago, tú no eres ningún príncipe azul y yo no soy una princesa indefensa.


—Puede que no, pero bien que me llamaste para que viniera a pasar un fin de semana contigo. ¿No era eso lo que querías?


—Quería, Santiago, tú lo has dicho, quería.


—¿Entonces?


—Entonces, ¿no te llamé hace algún tiempo para decirte lo feliz que era? ¿Desde cuándo hay que rescatar a la gente de la felicidad?


—Desde que no saben lo que es bueno para ellos —responde mirándome con suficiencia.


—¿Eso quiere decir que tú si sabes lo que es bueno para mí?


—Sí —afirma convencido.


Y, cómo para demostrarme que lo que dice es cierto, acerca su cara y posa sus labios sobre los míos. Intento apartarme. 


No quiero que Santiago me bese. Por desgracia, estoy tan tumbada en la cama que apenas puedo moverme y mi amigo aprovecha para hacerse con la situación.


Me pasa la mano por detrás del cuello y, sujetándome por la nuca, me acerca a él con tanta fuerza que soy incapaz de evitar que me bese de nuevo. Esta vez, su hambrienta lengua se abre paso en mi boca.


No quiero besarlo, no quiero. No le devuelvo el beso, pero no puedo evitar que él se recree con mis labios.


Al cabo de lo que a mí me parece una eternidad, Santi se aparta de mí con una sonrisa de satisfacción en la boca. Se le ve tan seguro de sí mismo. No puedo creer que de verdad piense que esto es lo que yo quiero.


—Esto es lo que yo necesitaba, ¿verdad? —ironizo.


Santiago no parece captar el sarcasmo porque me mira satisfecho y responde:
—Sí. Por eso lo he solucionado todo. En septiembre estarás de vuelta en Valencia.


Ahogo un grito.


—Lo que oyes. Van a prejubilar a Juan Ignacio y a cerrar la oficina del pueblo. Está todo más que atado. Imagino que se lo comunicarán en un par de semanas.


Estoy a punto de responderle que tiene que arreglarlo, que eso no puede quedar así… cuando por detrás de la repeinada cabeza de Santi veo a Pedro tumbado en una cama en la puerta de la habitación. Ya lo han traído.


Su expresión no augura nada bueno y yo me pregunto: ¿cuánto rato lleva ahí? ¿Qué es lo que ha visto?


Maria y Juancho aparecen tras de él. Mi director y su mujer han escuchado la última frase de Santi y las expresiones de su cara son un poema, pero estoy segura de que no han presenciado el beso. No puedo decir lo mismo de Pedro.


Antes de que yo pueda dar alguna explicación, escucho cómo Pedro se gira hacia Maria y dice:
—Sé que te has tomado muchas molestias para conseguirme esta habitación pero, ¿podrías conseguirme otra? Me niego a permanecer bajo el mismo techo que según que personas e imagino que vosotros opinaréis como yo.


Sin mediar palabra, los tres intercambian una mirada y salen de la habitación.


Pedro no me ha dicho ni una sola palabra pero he podido mirarle a los ojos y lo que me han dicho esta vez es muy diferente a lo que me decían antes del encierro. Cree que lo del cierre de la oficina y la prejubilación ha sido cosa mía. 


Pondría la mano en el fuego.


En el beso prefiero ni pensar.


Ahora mismo, sus ojos me dicen que me odia.


Gracias, Santiago, muchas gracias por la encerrona.



ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 30





Pedro


La noche es larga y las copas se suceden. Mi chica y su amiguito Borjamari o como se llame beben gin-tonics, aunque se lamentan de que se los sirvan en vasos altos de plástico, los típicos vasos de cubata de toda la vida, en vez de en copas de balón de cristal.


Yo, sigo con el calimocho, es lo que se suele beber en fiestas y, aunque yo no soy de pasarme con la bebida, tener al tipo este enfrente toda la noche me está poniendo de una mala hostia que… o me evado con el alcohol o acabaré partiéndole la cara.


¿Quién cojones se ha creído que es?


Antes, cuando he vuelto de la barra he podido escuchar cómo le decía a Paula que ella no se quedará aquí mucho tiempo. ¿Qué sabe ese que yo no sepa? ¿Me está ocultando algo? Dijo que se quedaría dos años como mínimo y yo la creí, pero este tiene pinta de ser de esos que lo saben todo y no puedo dejar de pensar que si lo dice es por algo.


Las horas pasan y el alcohol hace mella en mí pero yo le digo a Paula que estoy de lujo. Pienso correr el encierro y pienso demostrarle a mi chica que yo soy un hombre, no como ese niñato con el que salía.


Van a ver el encierro desde la plaza. Me niego a meter al susodicho en casa de mi amigo Jacinto así que cuando yo vaya a prepararme les he dicho que se vayan a la plaza de toros a coger sitio. Mientras tanto, aquí estamos, en una de tantas verbenas, bailando canciones horteras que parecen gustarle a Paula porque desde que hemos llegado la he visto cantarlas todas. Santi le sigue el rollo y baila con ella. 


Para empeorar las cosas, estamos rodeados de una cantidad impensable de gente; hordas y hordas de personas, y yo, que odio las aglomeraciones, me pongo nervioso y para calmarme doy un trago, y otro, y otro…


A las siete de la mañana tengo muy claro que no estoy en condiciones de correr. No he dormido y debo llevar más alcohol en sangre que en toda mi vida. Sé que correr borracho es una irresponsabilidad, para mí y para los demás, así que tendré que conformarme con ver el encierro desde la plaza.


Al menos esa es mi firme intención hasta que Santi se acerca a mí y, borracho como una cuba, me dice que quiere correr.


—Ni de coña —sentencio—. No estás en estado de correr.


—¿Y tú sí? ¡Anda ya!


—He dicho que no.


—Tú no eres nadie para impedírmelo…


Le quito el cubata de las manos y me planto frente a él. No es que me importe mucho que entre ahí y lo pillen los toros pero sé que Paula sufriría y no quiero que eso pase. Por no hablar de que puede ser peligroso para el resto de corredores. De todas formas, incluso si lo intenta, será difícil que lo dejen pasar si va bebido porque hoy en día está todo mucho más controlado.


—¡Eh, tío! Tú no eres más que un ganadero de mierda, no eres nadie para decirme lo que puedo hacer.


Cuenta hasta tres, Pedro, o hasta mil, porque como no lo hagas el gilipollas este se va a llevar un buen mamporro. Por suerte, Paula interviene y se pone de mi parte.


—Puede que él no sea nadie para ti, Santiago, pero creo que yo sí lo soy. No puedes correr así. ¿No ves que Pedro tampoco va a hacerlo porque ha bebido?


—¿Ahora te has vuelto una mojigata? Antes eras más divertida…


Uf, qué ganas de partirle la cara a este impresentable. ¿Qué cojones vio Paula en él? Lo observo atentamente y, de pronto, se da la vuelta y echa andar en dirección a la puerta del vallado de la plaza del Mercado. ¡Mierda, mierda, mierda! 


Este no hace ni caso. Va a correr.


Veo que Paula empieza a llamarlo, alarmada, pero él la ignora y sigue caminando. Ella se pone nerviosa y, entonces, hago lo único que se me ocurre.


La sujeto por los brazos y la obligo a mirarme. Tiene que tranquilizarse. Pero no, no se tranquiliza. Aunque no me haga gracia, parece tenerle una gran estima a Santiago y tiene miedo de que le pase algo.


—Shhh… tranquila. No pasará nada.


—¿Cómo puedes saberlo? Todos los años hay heridos en los encierros y ha bebido un montón.


—Voy a ir con él.


—¿Qué?


—Que voy a ir a buscarlo y correré el encierro con él. Me ocuparé de que no le pase nada.


No parece convencida.


—No —sacude con fuerza la cabeza—. Tú también has bebido, menos, pero también… me niego a sufrir por los dos.


—No tendrás que sufrir por nadie. Soy un corredor experimentado. —Y un poco borracho, es cierto, pero sé cómo hay que moverse y puedo apañármelas para devolverle al imbécil de Santiago sano y salvo.


—No… —insiste—. No voy a quedarme tranquila.


—Mira —le tiendo mi teléfono móvil—, llama a mi amigo Jacinto, el dueño de la casa en la que vimos ayer el encierro. Ve a su casa a verlo de nuevo y yo acudiré con Santiago cuando haya terminado. Estaremos bien, de verdad —enfatizo la última frase pero tengo ciertas dudas.


La dejo ahí, plantada y con los ojos llorosos y corro en busca del imbécil de su amigo. Cuando al fin lo encuentro y, puesto que no me va a hacer caso y piensa correr en el encierro, me centro en darle consejos.


—No te quedes parado a mitad del recorrido, no toques a los toros ni corras detrás de ellos, si te caes…


—Que sí, Pedro, que sí. No te preocupes tanto y déjame disfrutar del momento.


¡Acabáramos! Pues nada, si no quiere consejos allá él.


A las ocho, entre los cánticos frente a la hornacina con la imagen de San Fermín, da comienzo el encierro: salimos con el resto de corredores, entre los que hay de todo, desde gente experimentada y de toda la vida como yo hasta australianos y americanos. Pasamos el primer tramo, que suele ser el más peligroso porque es donde más rápido van los toros.


Santiago corre a mi lado. Mucho protestar antes pero ahora que estamos en el meollo creo que los tiene de corbata…


Llegamos al final del tramo de Mercaderes y estamos a punto de entrar en la calle Estafeta.


—¡La curva por la izquierda! —le grito a Santiago que, acojonado como está, asiente y obedece.


Es importante cogerla así porque los toros se estrellan contra el vallado en muchas ocasiones por culpa de la inercia y es fácil que se te lleven por delante si la coges por ese lado.


Llegamos a Estafeta y, aunque los toros aquí van más lentos, es un tramo peligroso. Es imposible aguantar toda la calle corriendo, en algún momento tienen que rebasarnos, así que tiro del brazo de Santiago y, junto a otro montón de corredores nos hacemos a un lado y dejamos que pasen.


Los toros nos adelantan y, entonces, justo cuando volvemos a ponernos en marcha, noto en la cara de Santi que se está mareando. Se tambalea y se cae al suelo.


—¡No te levantes! ¡No te levantes! —grito.


Un toro viene rezagado y, aunque el pisotón será doloroso, sería muchísimo peor que se llevara un astazo.


Todo pasa en décimas de segundo aunque en mi cabeza puedo verlo a cámara lenta. El toro se acerca. Santi ignora lo que le digo y trata de ponerse en pie. Y yo, gilipollas de mí, no se me ocurre mejor cosa que acercarme a ellos para tratar de ayudar a Santiago, que no ha hecho más que joderme desde que ha llegado. Al mismo tiempo, localizo a Paula en el balcón de Jacinto y, cuando sus ojos fijan la mirada en los míos, el toro me alcanza y me embiste.


Sigo mirándola.


Pese al dolor que siento no puedo dejar de hacerlo. ¿Y si no vuelvo a verla?


El toro se ensaña conmigo. La ingle, el muslo… siento como, al final, varios corredores lo alejan de mí y me arrastran para sacarme de ahí. Ni rastro de Santi. Ese se ha puesto en pie y se ha largado como alma que lleva el diablo. Menudo cobarde.


Estoy a punto de perder la consciencia, pero antes de hacerlo miro por última vez a mi chica de asfalto.