sábado, 3 de julio de 2021

IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 46

 

Despertó sola, la marca de la cabeza de Pedro sobre la almohada recordándole que su marido había compartido cama con ella por segunda vez… sin tocarla. Estaba dormida cuando se reunió con ella la primera noche y ella le había dado la espalda.


Y se decía a sí misma que eso era lo que debía hacer.


Como un general, Pedro la había llevado por todo Manhattan, enseñándole los edificios más conocidos. Luego le había comprado un móvil y programado todos los números que creía que podía necesitar. Y también le compró una montaña de ropa a pesar de sus protestas. Su esposa, según él, tenía que dar una imagen determinada. Y la poca ropa que había llevado con ella en la maleta no era suficiente. Lo cual, evidentemente, no era culpa suya.


Cuando volvió al apartamento, se quedó boquiabierta al ver que no sólo tenía un nuevo ordenador sino un escritorio, un sillón de trabajo y una estantería llena de libros. Un estudio en toda regla.


Abrió su cuenta de correo y uno de los mensajes la animó muchísimo.


Era la confirmación de que la expedición que había estado intentando organizar durante los últimos meses iba a realizarse. Y que el gobierno venezolano había expedido las licencias y los permisos necesarios. La expedición tenía como objetivo localizar un barco pirata hundido en el archipiélago de Los Roques y Paula se reuniría con el resto del equipo en Caracas el veinte de septiembre. Su esperanza era encontrar el pecio y su carga que, según todos los documentos que habían localizado, consistía en oro, joyas y tesoros de toda Europa.


Inclinada sobre el ordenador soltó una carcajada mientras leía el correo de Jerónimo Hardington, un renombrado buscador de tesoros y famoso seductor, aunque ella sabía que era un hombre felizmente casado. Su mujer, Delia, era amiga suya.


—Parece que hay algo que te hace feliz.


Paula volvió la cabeza al oír la voz de su marido.


—¿Cuándo has llegado?


—Ah, estás trabajando —murmuró Pedro—. Entonces no soy yo la causa de tu buen humor.


—No, desde luego. Pero gracias por el ordenador. 


Él apartó un mechón de pelo de su frente.


—Puedes tener todo lo que quieras, ya lo sabes —murmuró, inclinándose para besarla, su lengua despertando un cosquilleo ya familiar entre sus piernas.


—¿Y ahora tengo que pagar por ello? —preguntó Paula, apartándose.


—Me decepcionas, querida. Yo nunca he tenido que pagar a una mujer. ¿Por qué dejas que el resentimiento nuble tu buen juicio? ¿Por qué privar a tu cuerpo de lo que evidentemente desea? —Su mirada oscura se deslizó hasta sus pechos, los pezones marcándose claramente bajo la tela de la camiseta—. Eres una mujer muy obstinada, pero no puedes competir conmigo.


Al día siguiente, decidió salir sola por Nueva York y rechazó la limusina, insistiendo en que sólo iba a dar un paseo. Entró en la primera estación de metro que encontró y se coló de un salto en el último vagón de un tren que estaba a punto de salir. Pero, mientras se cerraban las puertas, en el andén vio a un hombre que sacaba un móvil del bolsillo, mirándola con gesto preocupado.


Paula se encogió de hombros.


No tenía ni idea de dónde iba y le daba igual.


Era libre…


Un par de estaciones después bajó del vagón y salió del metro. Las calles estaban tan llenas de gente que algunas personas chocaban con ella y, sin saber por qué, soltó una carcajada. Era estupendo formar parte de las masas de nuevo.




IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 45

 


María le enseñó el ático, con un enorme salón, un cuarto de estar, un estudio, tres suites con dormitorio y cuarto de baño completo, un dormitorio principal con jacuzzi y sauna… Los suelos eran de madera brillante, la decoración tradicional más que contemporánea y la vista de Manhattan tan hermosa como para robarle el aliento.


La cena fue más tensa que de costumbre, pero Pedro le dijo que al día siguiente le enseñaría la ciudad.


—No hace falta, seguro que a Máximo no le importaría acompañarme — replicó Paula.


—Mañana por la mañana saldremos juntos a dar un paseo —insistió él—. A partir de mañana puedes salir sola cuando quieras.


—¿Salir para qué? Ahora mismo tendría que estar en Londres, trabajando.


—Yo paso mucho tiempo en Nueva York y, como eres mi esposa, tú también. En este momento estoy negociando una adquisición importante.


Tengo mucha fe en mis empleados, pero cualquier error podría costarme una fortuna, de modo que mi presencia es necesaria.


—Ya, claro. Mucho más importante que mi investigación, que no genera ingresos millonarios —replicó Paula, irónica.


—Tu carrera, aunque interesante, no es lo más importante de tu vida. Sé que has hecho algunas expediciones por el Mediterráneo, pero pasas la mayoría del tiempo en un museo entre viejos papeles…


—Eso es lo que hacen los investigadores. ¿Y cómo lo sabes tú, además?


—He hecho que te investigasen.


—Ah, claro, por supuesto… ¿qué otra cosa puede hacer un marido normal? ——casi le daban ganas de reír. La situación era completamente absurda.


—Ignorar la realidad es peligroso. Ahora estás en Nueva York, te guste o no. Un sitio que no te es familiar y en el que necesitas protección…


—Pero yo no quiero vivir aquí —le interrumpió ella—. Hay demasiada gente, demasiado tráfico, demasiado… todo.


—No tendremos que vivir aquí todo el tiempo. Mis oficinas centrales están en Londres y la que considero mi verdadera casa, en Perú. Creo que te gustará.


Y tuvo la indecencia de sonreír. Paula se levantó abruptamente.


—Si tú estás allí, lo dudo. Me voy a la cama… sola —dijo, antes de darse la vuelta.


Casi había llegado a la escalera cuando una fuerte mano la tomó por la cintura.


—Estás enfadada porque te he traído a Nueva York y lo entiendo. Pero mi paciencia tiene un límite —le advirtió Pedro, inclinando la cabeza para buscar sus labios—. Recuérdalo.


Paula miró esos ojos negros como la noche con el corazón acelerado y tuvo que agarrarse a la barandilla de la escalera.


Por Dios bendito, aquel hombre la había secuestrado, la había engañado… ¿qué clase de idiota sin voluntad era?, pensó, apartándose de su abrazo.




IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 44

 


Máximo los esperaba en el aeropuerto para llevarlos en limusina al ático de Pedro sobre Central Park. Y Paula seguía sin creer que la hubiese llevado allí engañada. ¿Qué clase de hombre era Pedro Alfonso? ¿Con qué clase de monstruo se había casado?


Una vez en el ascensor, Pedro pulsó el botón del ático y se apoyo en la pared, mirándola sin expresión.


—Pensé que Máximo vendría con nosotros —dijo ella, sin mirarlo.


—No, está aparcando la limusina en el garaje. Luego subirá las maletas y se marchará.


—Pasa mucho tiempo contigo. ¿A qué se dedica exactamente?


—Máximo es mi jefe de seguridad y un amigo en el que siempre puedo confiar.


—¿Un guardaespaldas quieres decir? Pero eso es ridículo.


—No es ridículo. Inconveniente a veces, pero en mi mundo es necesario. Máximo vigila por mí, dispuesto a informarme de cualquier peligro. De hecho, desde que nos casamos tú también tienes un guardaespaldas.


—¿Quieres decir que han estado vigilándome todo el tiempo? — exclamó ella, atónita. Era como si su intimidad hubiera sido invadida, junto con su cuerpo y todo lo demás, desde el día que se casó con él—. Yo no quiero guardaespaldas. No me gusta que me sigan a todas partes.


Pedro se encogió de hombros.


—El operativo de Máximo es totalmente discreto. Te garantizo que no lo notarás siquiera. Soy un hombre muy rico, Paula, y mi esposa podría ser objetivo para algún secuestrador.


— Y tú sabes mucho sobre secuestros, ¿no? —le espetó ella.


—Olvídalo, cariño. Estás aquí y la seguridad no es negociable. ¿Lo entiendes?


Paula lo entendía muy bien, pero no tenía intención de soportar que alguien la vigilase veinticuatro horas al día y sabía que podría escapar de esa vigilancia cuando quisiera.


—Sí, claro. Perfectamente.


Una vez en el ático, Pedro le presentó a su ama de llaves, María, y a su marido, Felipe, que cuidaban la casa por él.


—María te enseñará la casa. Yo tengo mucho trabajo.


—Espera… ¿dónde está el teléfono? —Preguntó Paula—. Tengo que llamar a Marina para decirle dónde estoy.


—¿No has traído tu móvil?


Sabía que tenía uno porque la había llamado frecuentemente cuando estaban saliendo.


—No pensé que me hiciera falta en mi luna de miel.


—Muy bien, Paula, entiendo el mensaje —suspiró Pedro—. Lo sé, la luna de miel no ha sido lo que tú esperabas, pero la vida rara vez es lo que uno espera —añadió, enigmático—. Ésta es tu casa ahora, puedes usar el teléfono y todo lo demás.


—Muy bien. ¿Me prestas tu ordenador?


—No hace falta. Te traerán uno mañana mismo —contestó él—. Si quieres comer algo, díselo a María… aunque a mí se me ocurre algo más entretenido que comer. Pero, por tu expresión, dudo que estés de acuerdo —dijo Pedro, irónico—. Nos vemos a la hora de la cena.


Después de eso desapareció. Diciendo la última palabra, como siempre, pensó ella, amargada.





IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 43

 

El almuerzo fue servido en la terraza, pero no había ni rastro de su marido. Aunque no tenía apetito, Paula estaba intentando comer algo cuando la criada apareció con un mensaje de Pedro. Por lo visto, estaba demasiado ocupado para comer con ella y había pedido que llevasen una bandeja a su estudio. También le decía, en el tono habitual, que debía estar lista en una hora.


Paula bajó las escaleras exactamente una hora después, vestida con el traje azul marino. Pedro, en el vestíbulo, con el ordenador portátil en una mano y el móvil en la otra, se volvió al oír el repiqueteo de los tacones, sus ojos oscureciéndose un poco más al recordarla bajando la escalera de Deveral Hall el día de su boda. Entonces llevaba el mismo traje azul, sus ojos azules brillando de felicidad, con una sonrisa que podría iluminar todo el salón.


De repente, reconoció la diferencia que había estado dando vueltas en su cabeza desde que llegaron los invitados en Montecarlo. El sexo entre ellos era genial, pero no había vuelto a ver un brillo de felicidad en sus ojos, ni la había oído susurrar palabras de amor como en su noche de boda.


Paula se había vuelto una amante entusiasta, pero silenciosa.


Aunque eso daba igual. Era su mujer y había conseguido lo que quería.


Entonces, ¿por qué no se sentía satisfecho?


—Ah, veo que ya estás lista —cuando se acercaba al pie de la escalera se le ocurrió una idea que le pareció brillante—. Vamos, el helicóptero está esperando.


En Atenas tomaron el jet privado de Pedro, pero en cuanto estuvieron en el aire se apartó de ella y, sentándose al otro lado del pasillo, abrió su ordenador y se puso a trabajar.


Después de servir el café y ofrecerle unas revistas, Juan, el auxiliar de vuelo, le preguntó si necesitaba algo más. Era un joven agradable y, charlando con él, Paula descubrió que su ambición era viajar por todo el mundo y su trabajo una manera de conseguirlo.


En cuanto a Pedro, apenas la miró.


Paula cerró los ojos, pensativa. ¿Hacia bien volviendo a Inglaterra?


Tomas y Marina enseguida se darían cuenta de que le pasaba algo. Aunque podría alojarse en el ático de Pedro… podía buscar excusas para no verlos y, además, estar sola era justo lo que necesitaba en ese momento.


Cuando volvió a abrir los ojos, mucho tiempo después, Juan se acercó para preguntarle si quería comer algo y ella miró su reloj.


—Pero ya debemos estar a punto de llegar, ¿no?


—No, aún estamos a medio camino.


—¿A medio camino?


—Hay seis horas de vuelo hasta Nueva York…


—Cállate, Juan —intervino Pedro—. Déjanos solos un momento.


Cuando el auxiliar de vuelo desapareció, Paula le dirigió una mirada asesina a su marido.


—Eres un mentiroso…


—No pensarías que iba a dejar que me dieras órdenes, ¿no? Ninguna mujer me dirá nunca lo que tengo que hacer.


Muda de rabia, Paula miró alrededor. Estaba atrapada a diez mil metros sobre el Atlántico.


—No puedes hacerme esto. Es un secuestro…


—Ya lo he hecho, acéptalo.


—¡No voy a aceptarlo! —exclamó ella, furiosa. Quería gritar de rabia y de frustración pero, ¿de qué serviría?


—Haz lo que quieras —sonrió Pedro—. Pero si cambias de opinión, estos asientos se convierten en una cama estupenda. Los vuelos largos son muy aburridos.


«Nunca», pensó Paula, indignada.




IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 42

 


—¿Qué te gustaría hacer el último día? —preguntó Pedro.


Paula, con una taza de café en la mano y las piernas estiradas, miraba fijamente hacia el jardín.


—Había pensado nadar un rato en la piscina y luego hacer la maleta.


Brillaba bajo el sol, una chica dorada en todos los aspectos, pensó él.


Todo el mundo en la isla la adoraba. Era divertida y simpática con todos.


Evidentemente, había olvidado la discusión sobre su padre y el comentario de la estúpida Sofia Harding. Claro que él siempre había sabido que sería así después de una semana en su cama, pensó, satisfecho consigo mismo.


En realidad, no había pasado una semana mejor en toda su vida. Ella era la pareja perfecta, en la cama y fuera de la cama. Y más de lo que podría haber deseado. Llevaba un bikini de color carne con un fino pareo encima, atado con un nudo sobre sus pechos, y sintió que su cuerpo despertaba aunque no había pasado mucho tiempo desde que hicieron el amor en la ducha.


Para ser una chica tan inocente tenía un sorprendente buen gusto en cuanto a ropa interior. Claro que ella era de naturaleza sensual y, mientras fuera sólo para sus ojos, no era un problema.


—Entonces será mejor que reserve un vuelo a Londres.


Perdido en la contemplación de su cuerpo, y en lo que quería hacer con él, Pedro casi se perdió el resto de la respuesta.


—No hace falta. El helicóptero vendrá a buscarnos mañana para llevarnos a Atenas, donde nos espera mi jet.


—Pero pensé que tenías que ir a Nueva York…


—Así es.


—Yo tengo que estar en Londres el martes. Tengo que estudiar unos documentos muy frágiles que no pueden sacarse del museo.


La expresión de Pedro se oscureció. Sí, le había dicho que la apoyaría en su carrera, pero eso había sido antes. ¿Antes de qué?, se preguntó. Antes de haber desarrollado un ansia insaciable por ella…


Quizá lo mejor era que fuese a Nueva York solo. Tendría reuniones todo el día y Paula sería una distracción. No, pensó luego. Él tenía las noches libres y Paula podía divertirse sola. Nunca había conocido a una mujer a la que no le gustase ir de compras por Nueva York.


—Pero nunca has estado en mi ático de Londres. Tengo que acompañarte para hablar con los de seguridad, presentarte a los empleados… sería mucho más conveniente que dejaras lo del museo para más tarde, cuando pudiéramos ir a Londres juntos. Te gustará Nueva York y, mientras yo trabajo, tú puedes ir de compras.


¿Conveniente para quién?, se preguntó ella, irónica.


Pedro le había contado más cosas sobre su pasado, siempre sorprendentes. Y, aunque no lo parecía, estaba segura de que todo eso tenía que haberle afectado de alguna forma. Era medio griego y, sin embargo, parecía más peruano que otra cosa. Admitía que el trabajo era toda su vida,pero su único interés verdadero era criar caballos en su finca de Perú.


Habían nadado desnudos en el mar, habían hecho el amor cada vez que lo deseaban, que era casi constantemente… pero todo aquello tenía que terminar porque, en sus pocos momentos de soledad, e incluso haciendo un esfuerzo por entender su comportamiento, seguía sin perdonar u olvidar la razón por la que se había casado con ella.


—No me gusta demasiado ir de compras y puedo alojarme en mi casa.


Paula vio que se ponía tenso. No, no le gustaba eso. En su masculina presunción, creía saberlo todo sobre ella, pero sólo conocía su nombre. Y su cuerpo.


—No tienes que preocuparte —siguió—. No le contaré a Tomas y Marina la razón por la que te casaste conmigo. No tiene sentido darles un disgusto repitiendo las mentiras que dijiste sobre mi padre —Paula se levantó—. Voy a reservar un vuelo antes de irme a la piscina.


—No —Pedro se levantó también para sujetarla del brazo—. No te mentí sobre tu padre y tengo una carta que lo demuestra.


—Lo creeré cuando lo vea.


—La verás, te lo aseguro.


—Si tú lo dices… —Paula se encogió de hombros—. Claro que tu hermana podría haber mentido, ¿no se te ha ocurrido pensar eso? —Estaba siendo deliberadamente insultante y le dolía serlo, pero tenía que escapar de alguna forma—. Después de todo, no era precisamente la madre Teresa de Calcuta…


Pedro tiró de su mano para atraerla hacia sí y aplastó sus labios en un beso salvaje, más un castigo que una caricia.


—¿Se puede saber qué demonios te pasa? —le preguntó después—. Pensé que…


—¿Qué creías, que tu habilidad en la cama me haría olvidar por qué te has casado conmigo? Pues lo siento, pero no lo olvidaré nunca. Necesito estar en Londres el martes para seguir con mi carrera como habíamos acordado, eso es todo lo que tienes que saber.


Pedro la soltó y dio un paso atrás, mirándola con expresión helada.


—Muy bien, pero tendremos que comparar agendas. No tengo intención de estar solo mucho tiempo —dijo luego, alargando una mano para apartar el pelo de su cara—. En cuanto a reservar vuelo, olvídalo. Ve a nadar, una de las criadas hará tu maleta. Nos iremos después de comer.


Te acompañaré a Londres y viajaré a Nueva York mañana por la mañana.


Que hubiese cambiado de opinión era extraño en él, pero su expresión era indescifrable, distante.


—¿Lo dices en serio?


—Por supuesto. Evidentemente, la luna de miel ha terminado y no tiene sentido pasar otra noche aquí. Nos vemos luego, Paula. Ahora tengo que hablar con el piloto.


Y, después de decir eso, se alejó.