jueves, 13 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 12





Pedro hizo girar el coche para internarse en la sinuosa carretera que conducía a la villa. Venía con retraso. Tendría que ducharse y cambiarse deprisa antes de la cena, dispuesta para las siete como concesión a la recuperación de su madre. Las reuniones se habían alargado más de lo que esperaba y por alguna razón tenía ganas de llegar a casa, así que no había estado especialmente incisivo, ya que tenía la cabeza en otra parte.


¿Era por qué quería ver a Paula? ¿Por qué quería estar con ella? Este pensamiento inesperado le cruzó la mente por un instante. ¡Por supuesto que no! Sólo quería ver que todo iba bien, asegurarse de que, en su ausencia, ella no había hecho o dicho algo que no debía.


Apretó la mandíbula. No paraba de dar gracias por la recuperación de su madre. Y le tranquilizaba comprobar lo que su compromiso ficticio había contribuido en gran parte. 


¡Pero no esperaba que se implicase en la boda con semejante agilidad! El día anterior había estado insistiendo en que concertase una cita con el sacerdote y fijara la fecha lo antes posible tras su última cita con el cirujano.


Cuando le dijese, como tendría que decirle, que todo se iba a posponer, iba a quedar decepcionada. Y él lo sabía. Pero entendería la importancia de una falsa y repentina crisis que le obligase a viajar a Nueva York, Madrid, Londres o donde fuera para solucionar temas de negocios antes de prepararse para su vida de casado. Ella había estado casada con el dueño de un conocido banco mercantil el tiempo suficiente como para saber que los negocios se anteponían a los temas personales. Una mentira más: desagradable, pero necesaria.


Sacar a Paula de allí, dado que su madre le había confesado que le había encantado, iba a ser un problema distinto. La excusa de que tenía que volver a Inglaterra para trabajar en la organización no iba a servirles, porque su madre sabía que él había intervenido y Paula ya no era necesaria allí.


Pero ya lo había solucionado: diría que su tía abuela estaba muy mayor y la necesitaba. Su madre entendería que sería cruel privar a una anciana de la compañía y los cuidados de su sobrina nieta, adoptada por ella y querida como una hija. 


Así, el compromiso se iría alargando hasta que llegase un momento en que pudiese decirle que los largos compromisos no funcionaban y que la boda se había suspendido.


Esperaba que por entonces su madre estuviese mucho más fuerte y fuese capaz de soportar la decepción. Se lo recriminaría sin duda, pero a él no le afectaría demasiado. 


No le gustaba la idea de tener pensamientos taimados, por decirlo suavemente, porque solía ser franco y engañar a alguien le dejaba mal sabor de boca. Pero en este caso el fin, que era la recuperación total de su madre, justificaba los medios.


Tenía que explicarle todo aquello a Paula. Relajó la mandíbula. ¡Por fin iba a acabar con su sufrimiento! Aunque había que reconocer que ella había actuado de modo más convincente de lo que él esperaba.


Su interpretación del papel de mujer profundamente enamorada era intachable. No era nada personal, porque ella sabía que la viabilidad financiera de la organización benéfica dependía de su cooperación en la farsa, pero la forma en que lo miraba, sus ojos soñadores, su rubor cuando él le sonreía y los destellos plateados que emitían sus ojos eran totalmente convincentes. Y al tocarla, al agarrarla de la mano y deslizar un brazo alrededor de su cintura para que se uniese a la conversación que él mantenía con Mamma, había notado su respiración agitada y se había percatado de lo acelerado de su pulso en la base de su cuello y de que sus labios carnosos se abrían. Le resultaba difícil encontrar un defecto en su actuación. Tenía una habilidad como actriz totalmente inesperada.


Igual que sus labios. ¿Actuaba también cuando reaccionó a sus besos? De algún modo, pensaba que no. 


Inconscientemente, emitió una sonrisa suave y sensual. 


¿Quién iba a pensar que aquel desecho cubierto de barro de su primer encuentro llegaría a transformarse en una belleza delicada y cautivadora?


Y tan excitantemente receptiva, además. Se sintió acalorado y su cuerpo reaccionó al recordarlo, desatando en él la necesidad imperiosa de abrazarla, hacerse con su boca y llevar las cosas más lejos… mucho más lejos.


¡Basta! Frenó el coche haciendo saltar la grava y salió cerrando la puerta con fuerza suficiente como para hacer añicos el silencio. ¡Acostarse con Paula Chaves, por muy tentadora que le pareciese aquella perspectiva, era un viaje que no pensaba emprender! Y obviando del hecho de que por ser su empleada le estaba estrictamente prohibida, no era su tipo.


Su tipo. Frunció las cejas. Altas, rubias, largas piernas, refinadas. Había estado brevemente comprometido con una mujer así y brevemente casado con otra. Pero eso fue antes de aprender, a base de errores, que el compromiso era sólo para los estúpidos. Y ahora las rubias, cuando le apetecían, seguían siendo altas, atractivas, elegantes, informadas y dispuestas a mantener una aventura superficial. Y todo funcionaba bien así, teniendo muy claras las reglas del juego.


Ergo, ¡Paula Chaves no era su tipo! Era muy menudita. Pero tenía un cuerpo perfecto y el pelo del color de una manzana acaramelada. Era dulce, cariñosa, no tenía reparos en contestar, era franca y honesta, y se sentía tan molesta por lo que él le había obligado a hacer que seguramente tenía pesadillas todas las noches al meterse en la cama.


Al meterse en la cama… Entró en la villa por una puerta lateral, subió a la primera planta por la escalera de servicio para evitar encontrarse con alguien, e intentó sacarse de la cabeza la conexión Paula-cama. Si le sugiriese una aventura, sin duda ella saldría corriendo. ¡Y gritando!


¡O le atizaría con el objeto que tuviese más a mano!


Y él, por una vez, no la culparía por ello. Era guapa, cariñosa, buena por naturaleza, y merecía muchísimo más. 


Merecía alguien que la amase, la valorase y la apreciase.



SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 11





Paula reconoció inquieta que se estaba volviendo adicta a él. 


Totalmente adicta. Cuando lo tenía cerca, a su lado, en la misma habitación, cenando o almorzando con su madre, no podía dejar de mirarle. Y cuando él volvía la cabeza y la pillaba mirándole alucinada, le dedicaba tal sonrisa que ella casi se deshacía en mil pedazos.


¿Lo sabía él? ¿Sabía que con sólo sonreírle, rozarle casualmente la mano al pasar o posarle la mano suavemente sobre el hombro a ella se le agitaba la respiración y su cuerpo ardía de deseo?


Tenía la aterradora sensación de que se estaba enamorando de él y no quería que eso sucediese. ¿Por qué, sabiendo lo que tenía delante, querría comprar un billete sin retorno a un lugar llamado Sufrimiento?


Se podía decir a sí misma cuál era la cruda realidad: que aquel despliegue de tierna unión que él había mostrado durante el par de días que llevaban allí no era más que una actuación. Pero aquello no cambiaba en lo más mínimo sus sentimientos.


Y en cuanto a sus besos, bueno, eso también tenía una explicación muy clara. Las dos veces habían sido en momentos en que ella se había mostrado recelosa o se había rebelado. La primera, cuando se resistió a conocer a su madre, y la segunda, cuando se puso histérica al ver que la anciana insistía en preparar una boda que no iba a celebrarse.


Él la estaba manipulando, pero aquella certeza tampoco cambiaba nada en lo más mínimo, convirtiéndola en la peor enemiga de sí misma.


Molesta sobre todo consigo misma, se metió rápidamente la blusa por dentro de la cinturilla de la falda de lino crema que había escogido del montón de magníficas prendas que Donatella había sacado de su maleta, se cepilló el pelo y se puso brillo en los labios. Mirándose en el espejo, sonrió irónicamente a la mujer desahogada que se reflejaba en él y salió para acudir a la cita que Carla le había fijado por el teléfono interno de la casa cinco minutos antes.


La signora Alfonso estaba tomando el aire en la terraza y deseaba que la signorina Paula se reuniese con ella.


Sería la primera vez que estaría a solas con la madre de Pedro, y aquella perspectiva le ponía aún más nerviosa. 


Sin su presencia como amortiguador, ¡quién sabía lo que podría dejar escapar con una palabra o una mirada en un momento de descuido! Sobre todo si la anciana sacaba el tema de la boda. No estaba acostumbrada a fingir ser lo que no era, a vivir una mentira.


La noche anterior, Pedro le había dicho que iba a pasar la mayor parte del día en Florencia por un asunto de negocios y la había invitado a acompañarle y a quedarse de tiendas o de turismo hasta que él acabase. Pero ella había rechazado la invitación porque quería pasar algún tiempo sola para ordenar sus pensamientos, descubrir qué era lo que estaba empezando a sentir por él y poner a trabajar su instinto de supervivencia. Sin embargo, en aquel momento deseó haber aceptado su invitación, aunque fuese sólo para evitar el encuentro con su madre y los riesgos que éste conllevaba.


Al llegar a la puerta de la terraza, Paula se detuvo un instante para dejarse envolver por la suave luz y la calidez de la primavera de la Toscana. Empezaba a relajarse cuando escuchó un alegre: «Buongiorno, Paula!».


—Signora —respondió Paula débilmente, deseando que no se notase la renuencia que mostraban sus piernas a llevarla hacia la mesa que había bajo la pérgola cubierta de parras a cuya sombra se sentaba la anciana.


—Siéntate conmigo. ¿Crees que podrías llamarme Fiora? Es menos formal, ¿si? —tenía una sonrisa encantadora. Paula adivinó entonces de dónde la sacaba Pedro. ¡Cuándo le convenía!—. Dejaremos «Mamma» para el venturoso día en que te conviertas en mi nuera.


Sabiendo que ese día no iba a llegar nunca, Paula se sintió ligeramente mareada y se obligó a hundirse en una silla al otro lado de la mesa.


¡Cómo odiaba engañar a aquella señora tan agradable! Una parte de ella le urgía a confesarle la verdad, limpiar su conciencia y capear la tormenta que aquello provocaría en Pedro. Pero entonces Fiora dijo:
—Estás guapísima. Mi cínico hijo se ha dejado guiar por fin por el corazón y ha elegido bien: una encantadora joven con un corazón tierno y afectuoso, en lugar de una lustrosa modelo que lo único que alberga en su pecho es una calculadora. ¡Lo harás muy feliz!


Paula sólo pudo esbozar una sonrisa para disimular la decepcionante convicción de que iba a resultarle imposible decirle la verdad a la madre de Pedro, no sólo porque echaría por tierra la felicidad de la anciana, sino porque además provocaría una ruptura entre madre e hijo de la que no quería hacerse responsable.


Por suerte, apareció Ágata con el café, y mientras Fiora agarraba la elegante cafetera de plata para servirlo, le confesó:
—La enfermera que mi hijo contrató se ha marchado. ¡Qué mujer más mandona! Le dije a Pedro que ya no la necesitaba porque me sentía mucho mejor.


—¿Y él accedió a despedirla? —se mostraba tan protector con su madre, tan preocupado por su bienestar que Paula no pudo ocultar el asombro que evidenciaba su voz.


—¡A regañadientes! —le sonrió con sus ojos castaños, y Paula pensó que la madre de Pedro parecía estar mejor. El color había vuelto a sus mejillas, su tono de voz había cobrado fuerza y la ligera marca que tenía alrededor de los ojos había desaparecido—. ¡Tuvo que reconocer que la noticia de su boda me ha devuelto la vida! —extendió la mano para cubrir la de Paula, que reposaba en la madera caliente de la mesa, y le confesó con seriedad—: La muerte de mi marido hace diez años fue un golpe terrible. Sergio y yo nos queríamos muchísimo. Pero aún me quedaban dos hermosos hijos por lo que seguir viviendo y la esperanza de tener nietos —suspiró, retirando la mano para reuniría con la otra sobre la seda morada de su regazo—. Entonces, hace como un año mi hijo Antonio y su esposa, que estaba embarazada, murieron en un accidente de coche. Otro golpe espantoso. Y Pedro, a mi pesar, parecía dispuesto a no volver a casarse nunca más —encogió los hombros—. En cierto modo, entendía su reticencia. No podía confiar en sus sentimientos, ya que le habían defraudado dos veces. Pero seguro que ya te habrá contado todo esto.


Paula asintió con gran esfuerzo, avergonzándose en su interior. ¡Otra mentira! Pedro nunca confiaría en ella ni le contaría nada personal. Era una simple empleada que debía cumplir órdenes y nada más. No podía decirle a Fiora que no eran los sentimientos de Pedro los que le habían defraudado porque sencillamente no tenía, o al menos, no verdaderos, por respeto a su adorada madre. Todo se reducía a un umbral muy bajo de aburrimiento, como le había explicado Penny Fleming. Pero se contuvo y dejó que la anciana siguiera albergando sus vanas ilusiones.


—Aparte del deseo natural de una madre por ver a su hijo asentado y feliz, sabía que, si Pedro no se casaba, se extinguiría el antiguo linaje del que Sergio se sentía tan orgulloso y eso también me provocaba una enorme tristeza. Pero… —una sonrisa asomó entre todos aquellos tristes recuerdos— te ha encontrado, ha perdido el corazón y le espera un futuro feliz. Por eso, tras un año largo y doloroso he vuelto a mirar al futuro con una alegría que nunca esperaba volver a sentir.


Era la primera vez que Paula sabía algo de la tragedia y el año de depresión de Fiora. Al fin podía entender por qué Pedro, al saber de la posibilidad de que su madre muriese enferma, había decidido mentir. Debía de estar desesperado y pensó que anunciar un falso compromiso era el único modo de proporcionarle a su adorada madre cierto grado de felicidad.


Pero estar de acuerdo con él no convertía el engaño en algo más fácil, sino todo lo contrario.


Se sintió aliviada cuando apareció la dama de compañía de Fiora para llevarse a la anciana a descansar.


—Tiene que descansar a menudo para recuperar las fuerzas —anunció Carla sonriendo de soslayo a Paula y extendiendo la mano para ayudar a la anciana a levantarse.


—Paula y yo estábamos manteniendo una conversación muy importante —protestó Flora altivamente, apartando aquella mano extendida—. ¡Y puedo caminar sola! Déjanos, no estoy cansada en absoluto.


—Eso es porque hasta ahora se ha comportado con sensatez y ha descansado tal y como el médico le ordenó —respondió Carla con ecuanimidad, y Paula escondió una sonrisa, preguntándose quién ganaría aquel combate de voluntades. ¡Apostaba por Fiora!


Y Carla hubiese perdido de no ser por el enérgico puñetazo que le asestó:
—Va a necesitar todas sus fuerzas para organizar y asistir a esa boda que tanto le entusiasma. ¡Si se cansa, no podrá hacer nada!


Al oírla, Fiora se levantó rápidamente admitiendo:
—Por una vez, llevas razón —le dedicó a Paula una sonrisa traviesa—. Os veré a ti y a Pedro en la cena. Tengo algo que deciros —y se dejó llevar, refunfuñando—. ¡Recuerda, Carla, que si te pones demasiado mandona correrás la misma suerte que la enfermera!


La sonrisa de la dama de compañía delató que Fiora no hablaba en serio. Tan pronto como ambas entraron en la impresionante villa, Paula se levantó de un salto porque no aguantaba más sentada. ¿Por qué se ausentaba Pedro cuando más lo necesitaba?


Apretando los puños, caminó hacia la balaustrada de piedra y contempló con la mirada perdida la vista sobre las colinas arboladas y los fértiles valles. Pensó que Pedro estaba demasiado relajado con la situación a la que los había catapultado a ambos.


¡Tenía que hacerle entender que debía poner fin de algún modo a las conversaciones sobre inminentes campanas de boda! Y cuanto antes. ¡Antes de que se encontraran inmersos en los planes de Fiora!


Ella lo había intentado en el primer encuentro con su madre, insistiéndole en su necesidad de volver a casa porque había mucho trabajo que hacer en la organización benéfica.


Pero no había conseguido nada.


Así que ahora dependía de él. Pero como no estaba y ella sentía que iba a volverse loca si seguía pensando en ello un minuto más, decidió que tenía que hacer algo para quitárselo de la cabeza.


Girando sobre los tacones de sus zapatos de piel, se encaminó a la villa y, deslizándose en su habitación, se sentó en la cama y descolgó el teléfono. Aquella situación tan enervante la hacía sentir como si intentase abrirse camino entre densas nubes y sin mapa, y la persona que mejor podía ayudarle a volver a poner los pies en la tierra era su tía abuela.


Edith contestó al teléfono al segundo timbrazo. Su serio y acostumbrado «Sí, ¿quién es?» hizo que Paula esbozase su primera sonrisa sincera en días.


—Soy yo, tía ¿Cómo te manejas sola? —de pronto encontró una posible salida—. Con tan poco personal, debe de ser difícil. ¿Encontraste a alguien que sacara al perro de Maisie? —si conseguía que su tía abuela admitiese que en su ausencia la organización no podía cumplir con sus obligaciones, tendría la excusa perfecta para acortar su estancia en Italia.


—¡Menos escándalo, niña! Nos apañamos maravillosamente. Kate Johnson ya ha asumido el cargo. Vino temprano. Y en cuanto dispuso su alojamiento en Felton Hall empezó a organizar a los voluntarios. Ha encontrado dos, hizo que el párroco pidiese ayuda tras el sermón, y ha puesto un anuncio en el periódico. Hasta ha conseguido que publiquen un buen artículo sobre Life Begins. ¡No puedo creer que no se nos ocurriera a nosotras! Hace falta un profesional bien pagado para que las cosas se hagan bien. Incluso ahora que estamos empezando todo tiene un aspecto mucho más esperanzados. Pensaba que ese joven tuyo te había contado todo esto, nos llama por teléfono todos los días. Es obvio que se ha tomado muy en serio su participación.


«¿Ese joven tuyo?». No se estaría refiriendo a Pedro, ¿verdad? ¡Qué absurdo! Paula se sumió en un silencio apesadumbrado al ver que su vía de escape se encontraba bloqueada. Se alegraba por la organización, pero aquello no paliaba su situación, y tuvo que admitir incómoda que estaba siendo muy egoísta.


—¿Sigues ahí? —el volumen con que se hizo la pregunta hizo que Paula se estremeciera y graznara un «sí», separando el auricular de su oído mientras su tía seguía bramando—. Así que no tienes por qué preocuparte. ¿Lo estás pasando bien? —y, afortunadamente, sin esperar respuesta, continuó—: Cuando nuestro nuevo socio sugirió ofrecerte unas vacaciones en Italia porque te veía cansada, alegando que su madre estaba enferma y necesitaba la compañía de gente joven, me di cuenta de que había estado descuidando tu bienestar. Llevabas demasiado tiempo trabajando muy duro…


Paula se salió mentalmente de aquella conversación. ¡Así que aquél era el modo en que había persuadido a Edith para que accediese a dejarla irse a Italia sin cuestionar sus motivos! Alguna vez se preguntó cómo lo había hecho, pero tendría que haber sabido que él era capaz de convencer a cualquiera con sus encantos. Cuando Pedro Alfonso quería algo, lo conseguía de un modo u otro.


Aprovechando que al otro lado de la línea Edith hacía una pausa para tomar aire, dijo:
—Cuídate, tía. Te veré pronto —o al menos, eso era lo que esperaba. Y con fervor.





SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 10








—¡Tienes que ponerle fin a esto! —siseó Paula frenéticamente media hora más tarde cuando Carla, dama de compañía de la madre de Pedro, se llevó a la anciana para que descansase antes de la cena.


—Silenzio! —una mano inexorable la agarró rápidamente por la muñeca—. Baja la voz —ordenó—, o te oirán. Ven.


Con piernas temblorosas y el corazón latiendo a ritmo asfixiante, Paula fue guiada por una mano masculina y decidida fuera de la habitación, a través del vestíbulo de mármol, por dos pasillos y una puerta lateral hasta una enorme terraza con tumbonas a un lado y una larga mesa de teca con bancos bajo una pérgola al otro.


Ignorando la posibilidad de sentarse, Pedro la condujo por una escalera de piedra hasta el jardín: un laberinto de senderos bordeados por setos, cipreses y rosales.


Al ver que ella tropezaba, ralentizó la marcha, rodeándola con el brazo para tranquilizarla.


—Ahora a sentar y hablaremos sensatamente.


Notando por aquel pequeño error en su impecable inglés que estaba casi tan trastornado como ella por todo lo acontecido aquella tarde, Paula se sentó, alegrándose de hacerlo, en cuanto él la acercó a un banco de mármol que había junto una antigua fuente de piedra.


Confiada en que él estaría tan horrorizado como ella por los entusiastas planes de boda de su madre, fue la primera en hablar:
—¡Tiene que haber un modo de disuadirla! ¡Tú nos has metido en este lío, así que tienes que sacarnos de él! He hecho lo imposible, le he dicho que tenía que dirigir la organización y que no podía comprometerme a nada más durante mucho tiempo, ¡pero no ha querido escucharme!


—Pierdes el tiempo —dijo él sin dudarlo—. Mamma sabe que me he comprometido, y que cuando me involucro en algo, las cosas suceden y lo hacen sin problemas. Siendo así, ella sabe que dado que todo está bajo control, tu ausencia tiene poca o ninguna importancia.


Indignada, Paula lo miró fijamente. ¡Menudo arrogante!


—¡Pues entonces pon a funcionar esa mente superior que tienes y piensa algo!


Él podía leer la rabia en sus ojos grises, pero en ellos había algo más. ¿Era miedo quizá?


Situándose a su lado, Pedro echó el brazo por encima del respaldo del banco, relajando el cuerpo deliberadamente. Si los dos se ponían histéricos, no iban a llegar a ninguna parte.


—Admito que no esperaba que se embarcara con tanto entusiasmo en los preparativos de la boda —le confesó curvando los labios en respuesta a su mirada glacial. Pero entonces, la mordacidad con que ella replicó hizo que un calor desconcertante se aposentase sobre sus mejillas.


—¡No, tú esperabas que estuviese exhalando su último suspiro y susurrando lo feliz que era sabiendo que te habías comprometido!


En cuanto Paula pronunció aquellas palabras se arrepintió, odiándose a sí misma por haberlas pensado siquiera, y ya no digamos por habérselas arrojado de aquel modo.


Dejando que su corazón mandara en su cabeza, se disculpó con suavidad.


—Lo siento. He sido muy desagradable —posó su mano sobre la de él, que la tenía apretada sobre la rodilla, y curvó los dedos a su alrededor—. Claro que estabas preocupado por tu madre. Cuando enferma alguien a quien queremos es inevitable no podemos evitar ponernos en lo peor, rezando por que no ocurra, pero terriblemente asustados de que al final sea así. Es normal.


Todavía asía su mano con dedos fríos. El rostro de él tenía escrita la afrenta que aquello había supuesto a su dignidad. Consciente de que lo estaba haciendo enfadar muchísimo, ella añadió vacilante:
—Ojalá tuviese una madre de la que preocuparme.


Los ojos de Pedro cambiaron al encontrarse con los de ella.


Sintió una calidez que le envolvía el corazón y se lo apretaba. Paula Chaves. Sus enormes ojos estaban llenos de compasión y los labios le temblaban ligeramente. A pesar de su diminuto tamaño, tenía un gran corazón, y estaba tan poco acostumbrada a hacer daño que no tardaba en disculparse cuando sentía que lo había hecho.


Y él la había intimidado, insultado y no había tenido con ella la menor consideración. No se lo merecía. La había besado y todavía no sabía nada de ella. Y eso era, en sí mismo, un insulto.


Aflojando la mano, entrelazó sus dedos con los de ella. Pero ¿qué le pasaba?


Desconcertada, Paula pestañeó. Abrió la boca pero enseguida la volvió a cerrar. En cuanto él se mostraba agradable, algo raro le pasaba. Intentó adivinar qué era pero no pudo.


Él le preguntó suavemente:
—¿Qué pasó?


—Yo… —Paula se había quedado sin saber qué decir. La causa era la forma en que él la había mirado. El brillo en sus ojos era valorativo, pero también amable, cariñoso. Había dejado de apretar la boca, como si ella fuera un ser humano con sentimientos en lugar de una empleada que cumplía órdenes, una autómata que podía encender y apagar a su antojo y luego guardar en un armario para olvidarse de ella en cuanto hubiese cumplido su función. Se sentía desconcertada.


—Murió —dijo—. Cuando yo era una niña. No la recuerdo —sonrió nerviosa, mirándole por fin a los ojos—. Pero tengo algunas fotos. Era muy guapa.


—Debes de parecerte a ella —le apretó la mano—. ¿Y tu padre?


¿Él pensaba que era guapa? Se mordió el labio inferior. La mano de él en la suya le hacía sentir bien. Demasiado bien, y deseó, en lugar de eso, tener la fuerza suficiente como para retirarla. Pero no la tenía. Paula se encogió ligeramente de hombros.


—Se marchó. Me dejó con la tía de mi madre. No tenía más parientes.


—¿Lo ves a menudo? ¿Sabes de él?


Ella levantó la cabeza ante su tono adusto.


—Nunca, ¿vale? Aunque, para ser justos, mis padres se casaron muy jóvenes, eran todavía unos adolescentes cuando yo nací. Supongo que él solo no pudo hacerse cargo de las necesidades de un bebé. Seguramente fui un error, seguro que él pensaba que viviría con mamá varios años de casados antes de asentarse y tener hijos. Y decidió que dejar que la tía abuela Edith me adoptase sería lo mejor para mí.


—Dio! —Pedro se quedó perplejo. ¿Cómo podía un hombre abandonar un pedacito de su misma carne y su misma sangre? ¡Ella intentaba excusar lo inexcusable! ¿Es que siempre ponía la otra mejilla y buscaba lo bueno donde los demás sólo podían ver lo malo? De ser así, ¡no había conocido otra mujer igual!


Paula notó, confusa, que él la miraba como si fuese de otro planeta. Se humedeció los labios y los abrió para explicar que el hecho de no tener padres no tenía nada que ver con el problema al que se enfrentaban, pero enseguida olvidó lo que iba a decirle porque él se inclinó hacia delante, la rodeó con sus brazos y la besó.


Y esta vez, fue tierno. Dolorosamente tierno. Increíblemente bonito. Y se sintió aturdida y con el corazón dolorido cuando dejó de besarla, le apoyó la cabeza en su hombro y murmuró suavemente:
—Lo has pasado muy mal por mi culpa y ahora me toca a mí disculparme, cara. No volverá a ocurrir.


¿A qué venía aquello? Nunca se disculpaba, ni daba explicaciones. ¿Qué pasaba con sus reglas?


Impresionado por la profundidad de los sentimientos que albergaba: compasión, admiración, enfado por su anterior comportamiento, etc., giró la cabeza para besarla en ese punto sensible que hay bajo la oreja.


—Confía en mí. He sido yo quien nos ha metido en este lío, como bien has dicho, y yo seré quien nos saque de él —podía notar como el corazón de ella latía bajo su pecho. Un sentimiento inexplicable se apoderó de él y su voz sonó baja y ronca cuando le dijo—: Mientras tanto, relájate y disfruta de tu estancia aquí.


Y casi añade «conmigo», pero se contuvo a tiempo.