martes, 7 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 9





Pedro deseó que Paula volviera para que le explicara lo que había en aquella foto. Estaba mirándola confundido, intentando ver algún rasgo humano.


Como los minutos pasaban y Paula no volvía, empezó a preguntarse dónde habría ido. Decidió ir a buscarla y se la encontró en el vestíbulo mirándose en un espejo y llorando en silencio. Se puso detrás de ella, consciente de que ella no se había dado cuenta de su presencia.


—Paula —susurró él.


Ella levantó los ojos y se fijó en su reflejo.


—Es como ver una versión más dulce de ella, ¿verdad? —preguntó mientras las lágrimas amenazaban con ahogarla—. Ella era tan alegre y tan vital. ¿Cómo puede haberse ido? —volvió los ojos a su imagen—. Pero nunca se irá. Siempre me mirará desde el otro lado del espejo —se quedó unos segundos en silencio y después continuó—: quería una niña —susurró Paula con la voz tan rota como su corazón—. La deseaba tanto... Y ahora,.. oh, Dios mío. Laura.


Pedro no había nada que le diera más miedo que una mujer llorando. No tenía ni idea de lo que hacer.


—Piensa en lo feliz que la hiciste durante las últimas dos semanas de su vida —le dijo Pedro. Después, se encontró a sí mismo mordiéndose los labios y luchando por controlar las lágrimas.


No se había permitido llorar por su hermano ni siquiera una vez. No sabía muy bien por qué. Quizás porque no había nadie en el mundo que lo abrazara mientras lo hacía. O quizás porque tenía miedo de que si cedía y se permitía llorar, nunca pararía.


Sin saber cómo, se encontraba compartiendo aquel dolor con la única persona en el mundo que realmente lo sentía con la misma intensidad y que realmente comprendía lo que le importaba.


La apartó del espejo y la abrazó.


Estuvieron mucho tiempo abrazados, llorando en silencio. 


Pero, después de un rato, ella lo rodeó con sus brazos y él sintió que algo en su interior se removía.


De repente, era demasiado consciente de sus brazos y sintió como si una corriente de alto voltaje le hubiera golpeado en el corazón. Entonces, se dio cuenta de lo bien que encajaba en su cuerpo. Maldición, él no era de piedra y nunca había pretendido ser un santo. Cuando la tuvo en sus brazos aquella noche, el cuerpo de ella le había prometido el éxtasis. Una promesa incumplida que nunca había logrado borrarse de la cabeza.


Pedro empezó a respirar con dificultad. Aquello era peligroso. Ella no era el tipo de mujer con la que él salía.


Nunca.



Y aquella mujer, sobre todas las demás, tenía que permanecer fuera de su alcance.


—Vamos —le susurró él contra el pelo—. Vamos a sentarnos en ese porche que casi tengo terminado.


Dieron unos cuantos pasos en dirección al salón. Paula levantó la cara y sus ojos brillaron como dos gemas por el efecto de las lágrimas. Se quedaron mirándose y uno de los dos se giró hacia el otro. Él no podía recordar quién lo hizo. 


Pero no importaba; cuando sus labios se unieron pudo sentir el impacto de la primera vez. Siempre había negado que hubiera tenido ese efecto; pero, ahora, se presentaba con la misma fuerza.


Pedro le rodeó la cara con las manos e introdujo los dedos en su pelo sedoso. El beso se hizo más intenso y él saboreó sus lágrimas. Entonces, Paula dejó escapar un gemido y él se separó, con miedo a que fuera una protesta... aterrado ante la idea de que no lo fuera.


—Tenemos que parar. Olvidarnos de esto. Tenías mucha razón cuando dijiste que venimos de mundos diferentes —le tomó la mano y le devolvió la ecografía—; pero nuestros mundos se han cruzado por ella y eso ya no va a cambiar.


La expresión de ella cambió. De repente, dejó de mostrar un aspecto soñador y lo miró desafiante.


—Podrías volverte a tu mundo y dejarme sola para que educara a mi hija en el mío.


Él le levantó la mano donde tenía la foto y le besó los dedos, meneando la cabeza.


—Volveré —dijo él y desapareció por el vestíbulo.


Su promesa permaneció en el aire unos instantes.


Mientras conducía hacia el norte, Pedro llegó a la conclusión de que nunca podría borrarse la cara de Paula de la cabeza. El dolor y el temor que había visto en sus facciones al marcharse casi lo hace caer de rodillas. Después, lo había atormentado durante las tres horas y media que había durado el viaje de vuelta a Devon.


Nunca debería haber cedido a su deseo por ella. ¿Y ahora qué?


Ella no lo quería en su vida; pero eso no era posible. 


Especialmente, porque una nueva verdad había ido calando en él a lo largo del día.


Desde que el bebé fue concebido, German había esperado de él que fuera más que un simple tío: le había pedido que fuera el padrino. Lo cual significaba que sus obligaciones iban más allá de un fondo bancario, más allá de los regalos por el cumpleaños y las navidades. Sus obligaciones ahora eran mucho más importantes a causa de la muerte de German. 


Y crecían mientras la niña crecía dentro de Paula.


Cuando había mirado la ecografía mientras se la devolvía, algo mágico había sucedido: de repente, había visto la cara del bebé. Entonces, recordó todas las esperanzas y los deseos de su hermano con respecto a ella y llegó a la conclusión de que tenía que ocupar su lugar. Compartir la vida de esa niña hasta donde Paula le permitiera. Por German. Por el bebé. Y, que Dios lo ayudara, por él mismo.



Sin embargo, todavía tenía que convencer a Paula de que no era el ogro que ella pensaba. Lo lograría; aunque tuviera que acampar en la puerta de su casa.


Pedro, que estaba descargando el todoterreno, se paró en seco y dejó la sierra en el maletero. Eso sería exactamente lo que haría.


Justo al otro lado de la carretera, había una pequeña casa rodeada de árboles enormes. Y estaba en venta. La cabaña no era de su estilo y tampoco estaba en muy buenas condiciones; pero podría contratar a alguien para que la arreglara. Después, si quería podría venderla. Sería una buena inversión.


Tenía un montón de vacaciones acumuladas. Incluso su padre, uno de los socios con más antigüedad del bufete, había mencionado que tenía que tomarse unos días. Se los tomaría.



HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 8







Paula estaba en la cocina, poniendo la mesa, cuando Pedro se unió a ella. Intentó tranquilizarse; pero no lo consiguió.


—Esto tiene un aspecto fantástico —dijo él, sentándose donde ella le indicó.


«Tú también», pensó Paula mientras echaba la última mirada a la mesa; casi toda la comida la había traído él.


—No te he dado las gracias por la comida que dejaste en el porche— dijo ella sabiendo que lo que más les separaba era la diferencia de clase social.


—No hace falta que me des las gracias —dijo él.


Pedro, no estoy tan mal como piensas. He estado ahorrando dinero para convertir el granero en una tienda y ya tengo bastantes muebles. Tuve que posponer mis planes cuando mi tío cayó enfermo. Cuando murió Laura y German vinieron al funeral, me pidieron lo del niño. A mí no me importó posponer mis planes un poco más.


—Eres muy generosa. Debió ser una decisión muy difícil. Ibas a darles a tu primer hijo.


Ella sintió calor en las mejillas.


—Laura habría hecho lo mismo por mí. Lo sé. Sé que no habría sido fácil ver cómo criaban a la niña, pero...


—¿Niña? —la miró sorprendido—. ¿Eso es lo que te gustaría?


Paula se puso de pie y fue a buscar la ecografía que le habían hecho el día anterior.


—Tuve suerte —le dijo a Pedro mientras le mostraba la foto—. En la semana dieciséis todavía es muy difícil ver el sexo del bebé. Pero ella estaba en la posición adecuada. Ésa es mi niña —la voz de Paula se rompió y las lágrimas aparecieron en sus ojos.


Laura había deseado tanto una niña.


No quería llorar delante de él por lo que se excusó y salió de la habitación. En el camino al baño, vio su reflejo en el espejo del vestíbulo y se quedó paralizada. La increíble muerte de su gemela la golpeó una vez más con fuerza.


Su propio reflejo le recordaría siempre a su hermana y al lazo que las había unido. Paula no supo cuánto tiempo estuvo allí acariciando la cara del espejo. Allí estaban las dos: la que se había ido y la que quedaba. Sólo la mitad de ella, pero dos personas a la vez.


¿Es que siempre iba a perder a todos a los que quería y en los que confiaba?



HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 7




EL sábado por la mañana, alguien llamó a la puerta de Paula y la despertó de un sueño maravilloso en el que Pedro era el protagonista. Encima, se sentía molesta porque la habían arrancado de sus brazos. Después, cuando se dio cuenta de lo que estaba pensando, se enfadó consigo misma. ¿Qué era lo que le pasaba? ¿A qué venían aquellos sueños ridículos?


Aún estaba medio dormida cuando se puso la bata y se dirigió escaleras abajo. Al abrir la puerta, se encontró con Pedro Pero no estaba golpeando la puerta. Estaba dando golpes a los tablones sueltos del porche. Su sorpresa continuó cuando lo vio como nunca lo había visto antes: con vaqueros desgastados y una camiseta vieja. Y aún había más. Los músculos de sus brazos eran fuertes y su piel morena.


—¿Qué estás haciendo?


Él la miró con una sonrisa.


—Yo... —comenzó a decir, después se calló y se quedó mirándola mudo. Era como si hubiera perdido la capacidad de hablar.


El corazón de Paula se aceleró al darse cuenta de que él la recorría con la mirada. No podía moverse. No podía respirar. Lo que podía ver en sus ojos era mucho más peligroso que todas las ataduras y todas las cuentas bancarias del mundo. Se apretó la bata y sintió que se ponía colorada.


Entonces, vio la sonrisa de él. Dio media vuelta y golpeó la puerta al cerrarla.


¿Qué le estaba pasando? Primero soñaba con él y, después, pensaba que la estaba mirando con deseo y le gustaba. Ella sabía que era un hombre que tenía muchas mujeres y que solía despedirlas con un regalo. Ella misma ya había sentido el dolor de su rechazo.


Su médico le había advertido que sus hormonas estarían alteradas; pero ella nunca se habría imaginado aquello. 


Llevaba toda la noche soñando con Pedro y, en lugar de despertarse molesta, se despertaba necesitada.


Aquello tenía que parar. En lo que a las mujeres se refería, Pedro Alfonso era veneno puro.


Paula decidió ser sincera consigo misma y admitir que aquella atracción que sentía por él era el motivo por el que se negaba a aceptar el dinero.


Y también había otra cosa que la molestaba. ¿Tenía ella derecho a privar a su hijo de una relación con el mejor amigo y hermano de su padre?


Paula no habría tenido ningún problema si hubiera estado convencida de que la influencia de Pedro sería mala. El problema era que su relación con él se veía influenciada por lo que había sucedido entre ellos la noche que se habían conocido y por su rechazo del día siguiente.


La verdad era que no lo conocía. Lo único que había oído de él era sobre sus relaciones con las mujeres. Aparte de eso, su hermana apenas le había contado nada.


Y ella lo estaba juzgando por las cosas que había hecho su familia. No era justo. German, que había crecido en la misma familia, era un hombre maravilloso.


Estaba claro que Laura y German nunca le habrían cerrado la puerta. ¿Qué iba a hacer ella?


Decidió alejarse del problema y evitarlo, posponiendo cualquier decisión hasta que pudiera mirarlo con la cabeza despejada.


Después de eso, se puso a trabajar catalogando todos los muebles que pensaba llevar a la tienda. Cuando acabó, llamó a un cliente para entrevistarse con él la semana siguiente. Después miró su reloj. Eran las cinco y Pedro seguía trabajando duro. Ella lo había ignorado todo el día, lo cual no había resultado muy fácil con el sonido de las herramientas de fondo.


Se abanicó con un sobre y pensó que hacía mucho calor. 


Entonces, se sintió culpable. Ni siquiera le había ofrecido un vaso de agua en todo el día. Fue a la cocina a por un vaso y se lo llevó al porche.


Pedro dejó de dar golpes, la miró y, esa vez, no sonrió.


Solamente se limpió el sudor de la frente con el antebrazo y asintió a modo de saludo.


—¿Es eso para mí? —preguntó él.


—Estaba trabajando y no me di cuenta que hiciera tanto calor. ¿Dónde aprendiste a arreglar un porche?


Pedro caminó hacia el montón de herramientas y sacó un libro de debajo de la caja.


—Todo está en los libros.


Paula se quedó mirando el libro y pensó en todas las cosas que había aprendido de su familia. Pensando en su conversación sobre la vida y la felicidad, pensó que no todo estaba en los libros. Pero aquél no era el momento de decírselo.


Buscando algo que decir que no fuera comprometido, señaló al todoterreno plateado de la puerta.


—¿Lo has cambiado por tu deportivo?


Él la miró como si se hubiera vuelto loca.


—No, no. Sólo lo he alquilado para el fin de semana porque tenía que traer la madera.


Paula no pudo evitarlo. Se rió. La camioneta de su tío todavía estaba oxidándose en el granero y su amigo Izaak todavía utilizaba la carreta de su padre para transportar la madera. Sólo una persona proveniente de una familia como la suya alquilaría un coche para eso.


—¿Vas a contarme qué te hace tanta gracia? —preguntó él.


Ella meneó la cabeza.


—¿Has visto muchos coches así por aquí?


Pedro miró el coche y luego a ella.


—La próxima vez, alquilaré un Chevrolet —le dijo con una sonrisa.


Paula se sintió conmocionada por aquella sonrisa. 


Entonces, se dio cuenta de algo: cuando Pedro no intentaba mostrarse encantador, sus verdaderos encantos eran realmente peligrosos. Nunca se lo habría imaginado.


Aquel hombre era muy peligroso.


Le hubiera gustado despedirlo para no volver a verlo más; pero, ¿qué habría pensado la tía Dora?


—¿Te gustaría quedarte a cenar?


—Sería fantástico —dijo él con una sonrisa y, por segunda vez en menos de un minuto, no había nada oculto tras su mirada. Y, por segunda vez, Paula tuvo que sujetarse, el corazón para que no le saltara del pecho.


—Si quieres puedes darte una ducha.


—Gracias —dijo Pedro—. Tengo ropa en el coche. Esta mañana no he parado en el motel.