jueves, 11 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 15




—Será mejor que haga algunas llamadas —dijo él al día
siguiente, mientras desayunaban—. Primero a Andrea.


—¿Y a tu madre?


—Sí. A ella también. Pero primero solucionaré los asuntos
laborales.


—Iré por tu teléfono —dijo ella, y corrió al piso de arriba. Nada más regresar, se lo entregó—. Parece que tienes varias llamadas perdidas.


Él miró la pantalla y suspiró resignado.


—Tengo que ocuparme de algunas de ellas.


—No lo dudo. Tienes una hora —dijo Paula, antes de tomar a las niñas en brazos para llevarlas arriba y bañarlas—. Hoy vais a conocer a vuestra abuela —les dijo con una sonrisa—. Os va a adorar.


Pero Paula se percató de que, quizás, con ella se mostrara un poco distante después de haber estado todo un año sin contacto.


—¡Eva, no! —exclamó y agarró a la niña antes de que se cayera hacia atrás—. ¿Cuándo has aprendido a ponerte de pie? Vas a ser una pilla, ¿no? 


Eva se rió y, agarrándose a la colcha de la cama, se puso otra vez en pie.


—Vas a ser un problema —dijo Paula, y se percató de que Ana había salido gateando de la habitación hacia las escaleras—. ¡Ana! —la llamó, y salió corriendo a buscarla, pero se encontró con Pedro sentado en el escalón de arriba sujetando a su hija en brazos.


—Creo que necesitas una valla para la escalera —dijo él.


Paula asintió.


—Sí. He comprado una, pero no puedo montarla. No es
suficientemente ancha. Tengo que buscar otra.


—Yo lo solucionaré —dijo él. Se puso en pie, levantó a Ana en el aire y le hizo una pedorreta en la tripa.


Cielos. ¿Pedro haciendo pedorretas? Quizá, después de todo, hubiera esperanzas…



PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 14




Nada. Incluso las noticias eran aburridas. Estaba a punto de tirar el mando a distancia por la ventana cuando Pau apareció en la puerta, vestida con su pijama de gatos y la bata. Iba descalza y estaba muy atractiva, aunque parecía vulnerable.


Él deseó besarle los pies, meterse sus dedos en la boca y
chupárselos uno a uno.


—¿Es seguro que entre?


Él suspiró.


—Sí, pasa tranquila. Lo siento. Es sólo… Ha pasado mucho
tiempo.


Ella asintió y se sentó en la silla que había frente a él.


—No estoy siendo justa contigo, ¿verdad? No estás
acostumbrado a esto y debes de estar muy aburrido.


—Así es. No puedo hacer nada, excepto pensar en ti y
preguntarme qué hice mal.


—Nada. No hiciste nada. Ése fue el problema, Pedro. Continuaste como siempre, y me arrastraste. Y no fue suficiente.


—Era suficiente para mí. Me encantaba trabajar contigo, ver tu capacidad para organizar y solucionar las cosas. No me di cuenta de lo que tenía hasta que te perdí.


Ella suspiró.


Pedro, si quieres que esto funcione, tendrás que dejar de pasar tantas horas en la oficina, lo sabes, ¿verdad? Y sobre todo, el tiempo que pasas fuera. No es compatible con la vida familiar.


—Mi familia se las arregló. Mi padre trabajaba las mismas horas que yo.


—¡Y murió de un ataque al corazón a los cuarenta y nueve años! Sólo te faltan once años, Pedro. Tus hijas estarán empezando secundaria. Y yo seré viuda a los cuarenta y cuatro. No es algo que me apetezca demasiado.


Cielos. ¿Once años? ¿Sólo? No le extrañaba que su madre
hubiera buscado otro hombre con quien compartir su vida. 


Ahora sólo tenía sesenta y dos años y estaba muy activa. Y su marido había muerto demasiado joven.


¿Era eso lo que le esperaba a él?


—Lo hago por nosotros —dijo él.


Pero sus palabras sonaban vacías y ella negó con la cabeza.


—No. Lo haces por ti, porque puedes, porque te motiva el éxito, pero hay otras formas de tener éxito, Pedro… Hay otras cosas que puedes hacer.


—¿Como cuáles?


—¿Ser un buen padre para tus hijas? ¿Disfrutar de tu vida? Tener algún hobby, o hacer algún tipo de deporte. No sólo correr. Eso es una actividad solitaria que haces para no pensar. ¿Te apetece echar una partida de ajedrez? —preguntó ella, de pronto.


—Sí, ¿por qué no? Aunque lo más seguro es que te gane.


—Lo dudo. He estado practicando. Juego con Joaquin cuando está aquí.


«Otra vez Joaquin».


—¿Te gana?


—No muy a menudo.


Pedro sonrió y aceptó el reto.


—Tráelo —le dijo a Paula.


Oh, cielos. Ella reconocía esa mirada.


Bueno, al menos no sería aburrido. Paula sacó las fichas del
ajedrez, abrió la mesa de café, convirtiéndola en tablero, se guardó un peón blanco y uno negro en cada puño y se los mostró a Pedro.


—La derecha —dijo él.


Ella abrió la mano derecha y suspiró.


—Está bien, tú empiezas —dijo ella, y le dio las fichas blancas.


A partir de ahí, todo fue de mal en peor, porque le costaba mucho concentrarse.


—¡Jaque!


Ella miró el tablero con incredulidad. ¿Qué diablos le había
pasado?


Movió la reina, él se comió su alfil y repitió:
—¡Jaque!


¿Otra vez? Ella miró el tablero, consciente de que Pedro tenía las manos entre las rodillas, la espalda recta y el rostro demasiado cerca de ella.


—¿Estás seguro de que quieres hacer eso? —miró el tablero, murmuró unas palabras y se apoyó en el respaldo—. Está bien.


—Ay, cariño —dijo él, moviendo su última ficha—. Me temo que ya sabes que es jaque mate.


—¡Maldita sea! —exclamó Paula—. Se me había olvidado lo
bueno que eras.


—Lo tomaré como un cumplido —dijo él con una sonrisa.


Después, colocó las fichas de nuevo.


—Oh, no —dijo ella, riéndose—. Esta noche no. Estoy cansada y no puedo concentrarme. Mañana echaremos otra partida. En serio, es hora de irse a la cama —lo miró a los ojos—. Pedro, ¿por qué no te acuestas temprano?


—¿Para estar a unos metros de ti y pensar en ti? No creo. Ha pasado más de un año, Pau. Eso es mucho tiempo.


Y entonces, a Paula se le ocurrió que durante ese año él podía haberse liado con otra mujer. O con varias. ¿Y quería saberlo?


Sí.


—¿Has tenido…? ¿Ha habido…? —se calló, incapaz de
pronunciar las palabras.


Pero Pedro la entendió y suspiró con cara de incredulidad.


—¿De veras piensas eso de mí? Paula, estamos casados. Puede que no haya sido el mejor marido, pero cumplo mis votos. No he mirado, ni tocado, ni pensado en otra mujer desde que te conocí. Y, desde que me dejaste, he pensado un poco más. Así que perdóname por no querer ir arriba a acostarme a pocos metros de ti.


Ella se sonrojó, se puso en pie y se dirigió a la puerta.


—Lo siento. No quería ser tan insensible. Y por si sirve de algo, yo también te he echado de menos.


—¡Pau! ¡Paula, espera!


Paula se detuvo y él se acercó para estrecharla entre sus brazos.


—Lo siento. Estoy de mal humor porque te echo de menos. En estos momentos me siento como un león enjaulado, y lo pago con quien tengo a mano. Y resulta que eres tú. Y es una estupidez, porque lo único que quiero es abrazarte…


Y, sin decir nada más, la abrazó contra su pecho y apoyó la
cabeza en la de ella. Paula podía escuchar el latido de su corazón y sentir la tensión que emanaba de su cuerpo, pero sabía que él no la besaría, ni la tocaría, ni haría nada que ella no quisiera, porque la amaba.


—Oh, Pedro —suspiró ella, abrazándolo también—. Siento que sea tan difícil.


—No tiene por qué serlo. Podrías regresar conmigo.


—Eso ya lo hemos hablado —le recordó, y se soltó de su
abrazo—. No voy a regresar hasta que me demuestres que has cambiado. Y, hasta el momento, no lo has hecho.


—Está bien. Mañana iremos a Londres, pasaremos por la oficina para que haga unas llamadas y vea qué puedo hacer. Y también me gustaría pasar a ver a mi madre.


¡Su madre! ¡Por supuesto! Ella la echaba de menos.


Linda Alfonso era la mujer más parecida a una madre que tenía en aquellos momentos, y sabía que ella apoyaría la idea de que Pedro trabajara menos horas. Después de todo, había perdido a su marido demasiado joven y no querría que a su hijo le pasara lo mismo.


Además, adoraba a los bebés.


—¿Se lo has contado ya?


—No. ¿Cómo iba a hacerlo? No tengo teléfono —dijo Pedro con ironía.


—Podías haber utilizado el teléfono fijo para eso.


—Pero no tengo su número.


—Deberías saberte el número de tu madre —lo regañó.


Él se encogió de hombros.


—¿Por qué? Lo tengo en mi teléfono. Lo único, es que ya no
tengo mi teléfono, porque me lo han confiscado.


—Te lo daría si creyera que puedo confiar en ti —replicó ella.


—Será mejor que lo guardes —repuso Pedro, y la besó en los labios—. Vete a la cama, Pau. Te veré por la mañana y
conseguiremos solucionarlo.


Si ella pudiera creerlo...







PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 13




Pedro llegó a la M25 antes de recuperar el sentido común. 


Tomó la primera salida, paró en un área de servicio, apagó el motor y golpeó el volante con las manos.


¿Qué diablos estaba haciendo? ¡Ella sólo estaba bromeando!


Eso era todo. Nada drástico. Paula solía tomarle el pelo, pero él lo había olvidado. Había olvidado todo tipo de cosas. 


Lo que sentía al abrazarla, al acariciarla, al penetrarla…


Tragó saliva. No. No podía permitirse pensar en eso.


Era demasiado pronto, todavía le quedaba mucho para que Paula le permitiera tanto. Pero la deseaba, quería tocarla, abrazarla, sentir su calor.


Se sentía solo. Demasiado solo sin ella.


Así que no podía hacerlo, no podía tirar la toalla, dejar a sus
pequeñas y salir huyendo ¡porque ella había bromeado sobre el maldito ajo!


Tras un suspiro, arrancó el motor, salió del aparcamiento y
regresó hacia la A12 para volver junto a su esposa.



*****


Pedro no regresaba.


Paula estaba sentada junto a la ventana y, acurrucada contra el cristal, había esperado a que cerrara el pub, pero no había rastro de Pedro.


¿Y si había tenido un accidente? ¿Y si se había salido de la
carretera a causa del enfado? Durante los últimos días había estado muy enfadado, más enfadado de lo que ella lo había visto jamás.


¿Era culpa de ella?


Debía de serlo, si no, ¿qué más podía ser?


Y a saber dónde estaba él, quizá con el coche volcado en
cualquier lado.


De pronto, unos faros iluminaron el jardín, cegándola mientras Pedro apagaba el motor. Ella oyó cómo cerraba la puerta del coche y el sonido de sus pisadas sobre la grava.


Pedro se detuvo para mirarla a través del cristal. Después, negó con la cabeza y se dirigió a la puerta.


—Lo siento —dijo, una vez en el interior.


—No, yo soy quien lo siente —respondió ella, y se acercó—. No debería haber sido tan mala contigo.


—Está bien, no es culpa tuya. Reaccioné de manera exagerada.


—No, no. Lo hiciste lo mejor que pudiste. Yo sabía que no sabes cocinar, y debería haberte ayudado en lugar de ponerte en un apuro por haberme criticado.


—Mi intención no era criticarte. Sólo preguntaba. Lo siento si te pareció una crítica.


Demasiados «lo siento». ¿En boca de Pedro? Ella negó con la cabeza y se acercó a la cocina.


—Olvídalo. ¿Has comido?


—No. Me iba a casa. Llegué a la M25 antes de recuperar el
sentido común.


Paula frunció el ceño.


—¡Eso está a ochenta kilómetros!


—Lo sé. Estaba… Bueno, digamos que tardé un poco en
calmarme. Lo que es ridículo. Así que no, no he comido, y sí, por favor, si no se ha estropeado. Y no es que crea que quizá lo hayas estropeado. Yo ya hice mi trabajo.


—Está bien —dijo ella, dispuesta a comérselo aunque le dieran arcadas—. Bueno, creo que ¿estaba a punto de servirte un vaso de vino?


Él se rió.


—Suena bien.


—¿Blanco o tinto?


Pedro sonrió.


—Tinto. Compensará el ajo —dijo con ironía.


Paula sonrió y le dio la botella y un vaso. Se volvió hacia la paella, levantó la tapa y pestañeó al percibir su olor, pero sirvió los platos, se sentaron a la mesa y comieron en silencio. Hasta que, finalmente, Pedro empujó el plato y la miró a los ojos.


—Está un poco fuerte para mí —dijo él.


Paula dejó el tenedor y sonrió.


—Yo no tengo mucha hambre —mintió—. ¿Preparo té?


—No, estoy bien con el vino, pero sí me tomaría una tostada o algo.


—¿Queso con tostaditas? ¿O busco una tarta de manzana en el congelador y la meto en el horno?


—Suena bien. Podemos tomarla más tarde, después del queso.


Paula se rió, retiró los platos de la mesa, sacó el queso y metió la tarta de manzana en el horno. Después, sacó un vaso y se sirvió vino.


—Lo siento, no pensé que quisieras un poco.


—Está bien. No suelo beber porque sigo dando de mamar, pero esta noche… Bueno, he decidido acompañarte.


—Estupendo.


Ella lo miró por encima del borde del vaso.


—¿Por qué estabas tan enfadado? —le preguntó—. No sólo ha sido por lo del ajo.


Él suspiró y se pasó la mano por el cabello.


—No lo sé. Es este sitio.


—¿Esta casa? ¡Es maravillosa!


—Oh, estoy seguro, pero odio la idea. Eres mi mujer, Paula. No quiero que vivas en casa de otro hombre.


Ella lo miró, preguntándose si no lo habría perdonado demasiado pronto.


—Resulta que nosotras estamos contentas aquí.


—¿Y no podríais estar contentas en vuestra propia casa?


—¿Quieres decir en tu casa?


Él suspiró.


—No, en la tuya. Yo te compraría una, la pondría a tu nombre. Al menos, te debo eso, si no quieres regresar conmigo. Estamos hablando de darles una casa a mis hijas, por el amor de Dios.


—Yo puedo darles una casa a tus hijas.


—Sí, en casa de otra persona, ¡viviendo de su generosidad! No me gusta, Pau. No me gusta nada. No me gusta quedarme aquí, no me gusta la idea de que él pueda regresar en cualquier momento, ni de que tenga derecho a estar aquí. Quiero tener privacidad mientras solucionamos esto, y todo el rato me siento como si estuviera esperando a que apareciera él.


Paula lo miró pensativa y suspiró.


—Bueno, entonces, quizá no esté tan mal que quieras
comprarme una casa, porque él regresará dentro de un mes y yo me quedaré en la calle.


—Siempre podrías regresar conmigo.


—¿Al apartamento? No creo.


—Podríamos comprar una casa en Londres. En Hampstead, en Barnes o Richmond…


—O podría quedarme aquí, en Suffolk, cerca de mis amigos.


—¿Tienes amigos aquí?


—Por supuesto que sí. Están Juana y Pablo, y he hecho otros amigos, muchos, a través del hospital, del grupo de apoyo de gemelos, y de un grupo para madres que hay en el pueblo y que se reúnen a tomar café.


Él la miró como si fuera un bicho raro.


—O sea, que quieres quedarte aquí.


—Sí. Al menos hasta que sepamos qué va a pasar con nosotros. No tengo ninguna infraestructura en Londres, Pedro. Allí me sentiría muy sola y sé que, si vivimos allí, tú estarías todo el día fuera, yendo a la oficina a cada momento, y antes de que me diera cuenta estarías en Nueva York, Tokio o Sidney.


—Muy bien. Así que quieres una casa aquí. ¿Hay alguna en
venta?


Ella soltó una carcajada.


—No tengo ni idea, Pedro. No he mirado.


—¿Y qué pensabas hacer?


—No estoy segura —dijo, bajando la vista. «¿Volver con él? No. ¿Decírselo? ¿Llamarlo? Casi seguro, porque no hacerlo habría sido muy injusto».


—¿Cómo va la tarta?


—Oh. No lo sé.


Paula abrió el horno y la sacó. Estaba crujiente y olía de maravilla.


—Ya está.


—Pues vamos a comérnosla y ya nos preocuparemos por la casa más tarde.


Diablos. Paula quería quedarse allí, ¿en medio de Suffolk?
Con sus amigos. Unos amigos que él no había conocido, de los que sólo había oído hablar porque ella apenas los veía. 


Así que no había podido localizarla a través de ellos porque tampoco tenía ni idea de dónde encontrarlos.


Ella había quedado con Juana un par de veces, y había pasado un fin de semana, o dos, con ella, cuando todavía vivían en Berkshire.


Él recordaba que Paula había dicho que se mudaban, pero no recordaba adónde. Y puesto que él no sabía cuál era el apellido de Juana, no había sido de gran ayuda.


Y, para ella, ¿ellos eran más importantes que él?


No. Basta. Paula no había dicho eso. Simplemente había dicho que hasta que no supiera qué pasaba con ellos, prefería quedarse cerca de sus amigos y de sus quehaceres.


Era comprensible. Él se sentía completamente perdido sin su vida habitual.


—¿Está bien?


—¿El qué? —preguntó Pedro, frunciendo el ceño.


—La tarta. ¿Está buena?


La tarta. Él miró su plato y se percató de que apenas la había probado.


—Sí, está buena. Muy buena. Gracias.


—Estabas en otro planeta.


Él esbozó una sonrisa.


—No, estaba aquí mismo, preguntándome qué pasará después —confesó él.


—¿Después?


—Me refiero a la casa.


Paula lo miró un instante y, al notar que se ponía colorada, miró a otro lado.


—Ah. Um… Ya. Bueno, supongo que tendré que ponerme a
mirar.


¿De qué diablos creía que estaba hablando? A menos que…


No. No estaba interesada, ya se lo había dejado claro. Y de
hecho, aparte del beso que él le había robado, ella no lo había tocado más que por accidente.


Entonces, ¿por qué se sonrojaba?


—Podemos buscar en Internet —dijo Paula, y notó que a Pedro le cambiaba la cara.


—¿En Internet?


—Mmm… Hay en el estudio. Es de Joaquin, pero me deja que lo utilice. Me escribe frecuentemente y yo le contesto contándole cómo van las cosas y le mando fotos de Murphy y de las niñas.


¿Las niñas? ¿Le enviaba fotos de las niñas a Joaquin Blake? Pedro trató de dejar de pensar en él y de centrarse en el fondo del asunto.


En la casa había ordenador con acceso a Internet.


Lo que significaba que podía mirar su correo electrónico, estar en contacto con sus compañeros y empleados y mantenerse al tanto de lo que sucedía en el mercado financiero. Antes de que se volviera loco por la falta de información.


—Buena idea —dijo él—. Vamos a poner el lavavajillas y después le echaremos un vistazo.


—Claro.


Ella se acercó al fregadero y echó los restos de la comida en el triturador, después se volvió para recoger otras cosas y se chocó con Pedro, que llevaba un plato y una sartén.


—Huy —dijo él con una sonrisa, retirando la sartén a un lado.


Pedro sintió los senos de Paula contra su torso y vio que ella lo miraba sorprendida.


—Tranquila —murmuró él, y dejó la sartén y el plato otra vez en la mesa.


Después, negándose a perder el suave contacto, la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.


—¿Pedro? —susurró ella.


Ese susurro fue todo lo que él necesitaba para saber lo mucho que Paula lo deseaba y, sin esperar a que le hiciera otra invitación, inclinó la cabeza, cerró los ojos y la besó.


Ella no podía permitir que lo hiciera.


No podía…


Seguro que sabía a ajo. ¿Cómo podía notarlo después de haber comido paella también? No lo sabía, pero pensó en el comentario sobre que no importaba porque no iba a besar a nadie.


Pero Pedro la estaba besando como si su vida dependiera de ello y, de pronto, a Paula ya no le importaba el ajo, sólo besarlo también, sentir la fuerza de sus brazos alrededor del cuerpo, su respiración contra la piel del rostro, su miembro erecto contra su cuerpo…


Pedro metió la mano bajo su jersey y le acarició un pecho.


—Pau, te deseo —susurró él, mordisqueándole el cuello y
provocando que se volviera loca.


Ella no podía detenerlo. No podía hacerlo, porque necesitaba aquello tanto como él.


O eso pensaba, hasta que oyó que una de las niñas estaba
llorando. De pronto, Pedro dejó de ser su prioridad y ella sintió que la pasión se desvanecía para dar paso al instinto maternal.


Pedro —dijo ella, volviendo la cabeza hacia un lado.


Él se quejó y apoyó la cabeza sobre su hombro.


—No, Pau. No me detengas, por el amor de Dios, por favor.


—Las niñas —dijo ella.


Él se quedó quieto un instante, después suspiró y se separó de ella, ligeramente sonrojado y con un brillo de deseo en la mirada.


—Más tarde —cerró los ojos y se volvió.


—No, Pedro. No creo que sea buena idea. Me voy a la cama.


—¡No!


—Sí. Lo siento. No… Todavía no estamos preparados.


Él resopló y Paula se marchó escaleras arriba sin esperar a que dijera nada más.


—No está preparada, Murphy. ¿Qué te parece?


Murphy movió el rabo y miró a Pedro, él suspiró y le acarició las orejas.


—Sí, estoy de acuerdo. Tonterías, ¿verdad? ¿Qué voy a hacer si nunca llega a estar lista, Murphy? Me estoy volviendo loco. Esta situación me está volviendo loco.


Pedro se sirvió el vino que quedaba en la botella y lo miró taciturno.


¡Si tuviera algo que hacer allí!


Algo más apasionante que llevarse a su mujer a la cama y
hacerle el amor hasta que no pudiera ni hablar ni respirar, sólo gritar y lloriquear de deseo.


Maldijo en voz alta y decidió encender el televisor.