domingo, 30 de agosto de 2015

ATADOS: CAPITULO 3





Paula estaba sentada en su X3 frente al italiano en el que habían quedado. Se había retocado el maquillaje censurándose un poco por hacerlo. Era una mujer valiente, muy a gusto consigo misma, pero Pedro la hacía sentir inferior. Detestaba verse así. Aunque debía reconocer que la culpa era suya en exclusiva. Él nunca había dicho o hecho nada que alentara esos sentimientos destructivos. Era la propia Paula quien los alimentaba con sus tonterías.


«Sé tú misma, concéntrate en ti y no en él». Llevaba toda la tarde repitiéndoselo. Respiró hondo, abrió la puerta del coche y se encaminó hacia el restaurante. Lo vio enseguida. 


Vestía unos vaqueros oscuros que potenciaban la musculatura de sus piernas y un suéter de cuello de cisne beige que hacía lo propio con su torso. Estaba para comérselo. «Mejor te comes una lasaña y te dejas de bobadas», se recordó. Se levantó al verla y le apartó la silla, galante. Le besó la mejilla y se sentó de nuevo. Paula sintió que perdía el control ante su proximidad. Cogió la carta e hizo como que la leía, tratando de calmarse. Él la convertía en un manojo de nervios con solo un beso. Si se acostaran juntos, ardería. Quizá se habían acostado juntos aquella noche y ella no lo recordaba. Tal vez su mente había bloqueado el recuerdo porque ella no había estado a la altura, pensó con pánico. O, peor, se le había declarado después de hacerlo. Agobiada por el camino que seguía su superlativa imaginación se alegró como nunca de que llegara el camarero.


—Una lasaña y agua natural, por favor.


Dejó que él eligiera los entrantes y el vino. No solía gustarle que decidieran por ella, y menos aún la comida, pero estaba demasiado tensa para optar por nada. Una vez solos, Pedro le sonrió con cautela y empezó a hablar.


—Ayer a primera hora fui a recoger mi expediente de matrimonio y me encontré con que me lo habían denegado porque llevaba once años casado. —Ella no dijo nada. Ante su silencio presionó—. Contigo.


Vaya, así que la cosa iba en serio. Realmente se habían casado. Llevaba todo el día pensando en ello y no lograba dar con una explicación correcta. Había pedido al registro una nota telemática sobre su propio estado pero no la recibiría hasta el lunes. Su única esperanza de que fuera un error residía en esa nota. Quizá ella estuviera soltera y todo fuera una equivocación. «Sí, y quizá Palestina e Israel firmen la paz mañana. Sé realista, por favor».


—Paula. —La devolvió a la conversación observándola con fijeza, interrogante—. Me caso en dieciséis días.


—Sabes que no.


La miró con espanto. Deseó haberse mantenido callada. 


Cuando la presionaban se olvidaba de la diplomacia y decía aquello que pensaba sin ambages. Y en ese momento se sentía muy presionada.


—Lo siento. He sido demasiado franca. Estoy molesta con todo esto y el día ha sido muy largo.


«Y tú me haces sentir inferior. Y no sé cómo manejar esta situación. Y me encantaría tumbarte sobre la mesa y arrancarte la ropa.»


—No te preocupes. Tienes razón, supongo. Salvo que todo esto sea una broma de mal gusto me temo que tendremos que anular la boda. Amparo está destrozada. Anoche se pasó horas llorando. Todo está planeado al milímetro, las flores, el vestido…


A Paula le importaba bien poco lo que Amparo sintiera, aun a riesgo de convertirse en una zorra insensible. No le gustaba esa chica. Sabía que no le iba a gustar nadie para él, pero esa rubia de bote le disgustaba especialmente. 


Creía que bajo su apariencia frágil se escondía una arpía más interesada en el dinero de Pedro que en él mismo. 


«Claro, porque si no fuera rico no gustaría a nadie, ¿no?». 


Sin embargo, ella se ganaba la vida juzgando a la gente y Amparo no le parecía trigo limpio. En absoluto. Él seguía hablando de los preparativos del enlace. Deseaba cortarle, aunque sería de pésima educación hacerlo. Pero también era de mal gusto contarle a la mujer que te amaba desde siempre cosas sobre tu boda con otra. Y más si esa mujer que te amaba era tu esposa, aun por error. «Qué demonios, haz que se calle».


—Pedro —le interrumpió cuando el camarero dejó sus platos sobre la mesa—. No me has citado para contarme cuántos pisos tendrá la tarta nupcial, ¿verdad?


Él se sonrojó, visiblemente azorado. Negó con la cabeza y volvió al tema que les incumbía a ambos.


—¿Se te ocurre alguna explicación al hecho de que estemos casados?


—Ninguna. He estado dándole vueltas a lo de Las Vegas. —Notó que se ruborizaba mientras su mente volvía a su supuesta noche de bodas. Ya se veía arrodillada, jurándole amor eterno. «Dios, Dios, deja de pensar»—. Por treinta dólares nadie tramita un expediente matrimonial.


—¿Treinta dólares? —Él había levantado la voz.


Su cara de espanto le dio la clave.


—Pedro, recuerdo a la perfección que te dije que pagaras mientras yo recogía la foto del enlace. —Lo recordaba muy bien, aún tenía aquella foto escondida en un cajón del trastero—. ¿No pagarías más, verdad? Algo así como… dos mil pavos.


Él se mostró contrito. Estaba adorable tan hecho polvo.


—Dos mil trescientos cincuenta dólares.


Su carcajada hizo que varios comensales se giraran hacia ellos. Pedro la taladró con la mirada.



—Lo siento, chico: la cagaste. —Su mente iba a cien repasando consecuencias y buscando una solución rápida. Pero no era abogada, nunca había ejercido, e intuía que haría falta un especialista para solucionar aquel embrollo—. Bien, la buena noticia es que ya sabemos qué paso. La mala noticia es que realmente estamos casados.


Vio cómo se desmoronaba y sintió verdadera lástima. Por más que le doliera, él estaba enamorado de otra y se le veía destrozado. Sin pensar, le tomó la mano y se la apretó. Él no rehuyó el contacto.


Pedro, todo se solucionará.


Él la miró esperanzado. Parecía querer aferrarse a un clavo ardiendo.


—¿Sabes cómo?


Soltó su mano y lo miró con tristeza. Negó con la cabeza. 


Ambos pasaron unos minutos concentrados en sus platos. 


Así que él había legitimado el matrimonio por error. Bueno, en aquel entonces ya había ganado mucho dinero. Suponía que le pudo parecer incluso divertido que la broma le saliera tan cara. No podía solucionar el tema legal, pero sí su boda. 


Era una experta solucionando problemas ajenos.


Pedro, cásate igualmente. Ya sé que a nivel jurídico no es posible, pero hazlo. Contrata a algún actor que simule una ceremonia civil, haced la fiesta y seguid con vuestros planes. Y cuando esto se arregle casaos en la intimidad. —Su mirada seguía partiéndole el alma—. Incluso me ofrezco como testigo.


Él sonrió sin ganas.


—Paula, soy católico.


Y eso lo explicaba todo. En días como ese se alegraba de ser atea. El resto de la cena transcurrió en silencio. Pedro estaba abatido, apenas comió, y ella no quiso interrumpir sus pensamientos. Cuando pidió la cuenta dejó que pagara él y salieron. La acompañó al coche y le sostuvo la puerta. Antes de cerrarla la miró, abstraído.


—Paula, lo lamento.


A ella no le cupo ninguna duda de cuánto lo lamentaba.
En un impulso —y ya eran muchos en día y medio— se desabrochó el cinturón, salió del coche y lo abrazó.


—Todo se solucionará. Te prometo que algún día nos reiremos de esto.


Él se separó y la miró, sin soltarla.


—Mi eterna optimista.


Y sin más la besó en la mejilla y se marchó.


De vuelta a casa no pudo dejar de acariciarse la cara justo donde sus labios la habían rozado. Le quemaba. «Mi eterna optimista».







ATADOS: CAPITULO 2





Se conocían desde siempre. Ambas familias, Alfonso y Chaves, veraneaban en la playa de Canet d’En Berenguer, por lo que se habían visto todos los veranos durante años.


Paula no recordaba cuándo se había enamorado de él. 


Cuando era adolescente solía bromear consigo misma pensando que quizá lo amara desde que compartieran algún chupete, o una cuna durante la siesta. Había sido su amor de la infancia. Era un niño muy guapo con el cabello castaño y los ojos color miel. Alto y desgarbado, destacaba sobre el resto por su buen carácter y su sonrisa. Durante la adolescencia, Paula pudo ver cómo su cuerpo se iba moldeando hasta convertirse en músculo y fibra. Sus facciones se fueron endureciendo y, si bien perdió su encanto angelical, ganó un atractivo masculino, muy varonil. 


Paula, en cambio, desarrolló tarde y despacio. Nunca fue fea, pero hasta pasados los veinticinco su cuerpo no se había redondeado de la forma correcta. Su excesiva delgadez la había afeado, afilando sus rasgos y asemejando su cuerpo al de un palo. Sus mejores adalides habían sido su ingenio y su independencia.


Pero no era eso lo que le había mantenido alejada de él. El problema era mucho más profundo. Pedro era todo lo que Paula nunca sería. Él iba a misa todos los domingos; ella no creía en Dios. Él era muy tradicional; ella, a pesar de su educación, anunciaba sus principios progresistas a cualquiera que quisiera escucharla. Él procedía de una familia muy adinerada; ella hablaba de redistribución de la riqueza. Él era moderado; ella, la impulsividad personificada. 


Él adoraba el campo; ella era de asfalto. Y la lista parecía no tener fin. No tenían afinidad ninguna.


Una Paula joven e insegura había sentido pavor de ser ella misma en su presencia, temiendo absurdamente que él la rechazara de plano. Ahora entendía lo ridículo de sus miedos, pero en aquel momento había estado convencida de que Pedro jamás se fijaría en una muchacha así y había guardado silencio en su presencia, aterrada de mostrarse tal como era. Había pasado años manteniéndose al margen cuando él aparecía.


A los dieciocho Pedro se marchó a estudiar a Stanford, en California, mientras ella se quedaba en la Universidad de Valencia. Era un apasionado de la informática y creó un sistema que revolucionaría años después el concepto del ciberespacio. Por lo que sabía ella de ordenadores bien pudo haber inventado la tecla de delete, aunque dudaba de que por eso le hubieran pagado más de quinientos millones de dólares.


Sin tener que preocuparse por el dinero durante el resto de su vida, él estudió Gestión de Procesos de Negocio y volvió a España para crear un holding que se dedicaba a reflotar empresas con problemas en cualquier sector que le resultara motivador.


Pero antes de su regreso, antes de que él se convirtiera en millonario, coincidieron en Las Vegas.


Paula había acabado la carrera y quiso perfeccionar su inglés antes de entrar en el mundo laboral. Consiguió un trabajo en un hotel en Columbus, Ohio, y pasó seis meses cambiando toallas y sirviendo cafés. Una noche, poco antes de su vuelta a España, sus compañeras propusieron una escapada de fin de semana a Las Vegas y ella aceptó, intrigada por el paraíso de arena y máquinas de juego que le prometían. El sábado por la noche, tras varias copas, lo vio.


Fue como la escena de Grease en la que Sandy y Danny coinciden en el instituto, pero con litros de alcohol para emborronarla. No estaba segura de cómo terminaron en aquella capilla. Estaba convencida de que su mente etílica retó a Pedro «el Correcto» a cometer una locura, y por alguna extraña razón él debió aceptar.


Su sobresaliente en Derecho internacional le hacía consciente de que un matrimonio de dos españoles en cualquier otro país no sería válido, salvo que solicitaran que fuera tramitado vía embajada para ser registrado en España. 


Así que le propuso hacer algo estúpido: se separaron de sus respectivos amigos y se metieron en el primer local que encontraron y que prometía amor eterno a cambio de treinta dólares. Recordaba poco más de aquella noche. Supuso que debió haberse acostado con él porque a la mañana siguiente se despertó a su lado en un hotel de lujo. Se vistió con sigilo, sonriendo al ver el acta de matrimonio pegada en el espejo del baño, como en cualquier película de sobremesa de Antena3, y se marchó sin hacer ruido.


Al pensar en ello desde la madurez de sus treinta y cuatro años, aquello sirvió para exorcizarle. Desde entonces había coincidido con él en algunas bodas o en el paseo marítimo y ya no se sentía desfallecer de amor al verle; solo un saltito en su corazón que su mente refrenaba con férrea facilidad. 


Había logrado encerrarle en un pequeño recoveco de su alma y seguir adelante. Si todavía no se había casado era porque no había encontrado al hombre adecuado y no porque su recuerdo le impidiera amar a otros.


Regresó de nuevo al presente. Pagó el kebab, dejó su BMW donde estaba y bajó hasta su casa dando un paseo. Le alivió ver que el coche de su madre había desaparecido. Su gata la saludó al entrar. Había recogido a aquella siamesa blanca de la calle. La llamó Dama, por «La dama y el vagabundo», y el tiempo le dijo que acertó de lleno en el nombre. Había resultado ser una marquesa que comía solo paté de marca y dormía en el sofá. Nada de inferior categoría era digno de ella. La acarició con cariño y subió a la primera planta. 


Descartado ya el baño abrió el grifo de la ducha mientras se desnudaba. El espejo le devolvió el reflejo de una mujer que apenas aparentaba treinta años, de pelo castaño, ojos verdes, pechos pequeños y trasero perfecto. Metió su agotado cuerpo bajo el torrente de agua caliente y dejó que sus músculos se relajaran, obligándose a no pensar en nada.


Una hora y media después estaba en la cama, intentando dormir. ¿Sería cierto? ¿Estarían casados? ¿Cómo era posible? Hacerse cargo de validar aquel matrimonio hubiera costado una fortuna, y también un abogado que se encargara de todo. Quizá se tratara de un error, aunque lo dudaba. Pedro no cometía errores. A diferencia de ella que había cometido tantos en su vida que podría hacer una lista de cien páginas.


Resignada al insomnio miró la hora. Las doce y media de la noche. ¿Estaría él despierto? Si acababa de descubrir que estaban casados era bastante probable que no pudiera dormir como le estaba pasando a ella. Dejando que su impulsividad actuara, un hecho sin precedentes en los últimos años, cogió su móvil y le llamó. El teléfono le dio tono. Apenas un par de segundos después una voz bien despejada le contestó.


—Paula, ¿eres tú?


«No, soy Bob Esponja y le he robado el móvil, no te jode». 


Siempre que pensaba en él su mente se crispaba recordando que unos años antes se había sentido avergonzada de sí misma. Casi siempre su imaginación hacía pagar a Pedro las consecuencias de su enfado.


—Sí, soy yo. —Una cosa era meterse con él en su desbocada fantasía y otra muy distinta ser borde en voz alta—. He estado pensando y creo que definitivamente tenemos que hablar.


Él se mostró animado.


—Perfecto, he ido al registro civil esta mañana y…


Pedro —le interrumpió—. No creo que debamos mantener esta conversación por teléfono. ¿Qué tal si cenamos juntos mañana? Reserva donde quieras y mándame un mensaje diciéndome dónde y a qué hora.


Pareció contrariado, pero se mostró conforme.


—Genial, así quedamos entonces. Que descanses.


Con esa despedida Paula colgó. Por desgracia el sueño tardó en llegar.


A la mañana siguiente se acicaló con especial atención, riñéndose por hacerlo. Detestaba que él siguiera haciéndole comportarse como una adolescente enamorada.






ATADOS: CAPITULO 1





El reloj parecía mirarla, impenitente. Iba justa de tiempo.


Tenía que presentar a su jefe veinticinco informes esa tarde y todavía no los había repasado. En circunstancias normales habría dado el trabajo por finalizado el día anterior, a sabiendas de que todo lo expuesto era correcto, pero las circunstancias distaban mucho de ser normales. En breve se iba a despedir a siete compañeros y sería ella la que debía indicar a su director territorial quiénes serían. Era de los pocos momentos en los que odiaba su trabajo.


Paula había acabado derecho once años antes, al cumplir los veintitrés. Entró a trabajar en una Caja de Ahorros al finalizar su aventura americana, seis meses después de licenciarse, y se sumergió en una carrera meteórica que le supuso un puesto de dirección tres años más tarde, tras horas de dedicación exclusiva. Sin embargo, un accidente de tráfico le había dañado irreversiblemente el brazo derecho. 


Apenas se le notaba en las actividades cotidianas pero le impedía pasar más de dos horas frente a un ordenador. El dolor, siempre presente, se volvía insoportable. La dirección le ofreció entonces un puesto en recursos humanos en su provincia, Valencia. Ahora era la directora del departamento.


La prejubilación de su jefe y el cambio de empresa de su compañero dos años antes habían hecho el resto. Ella había sido la única opción. «Suerte y dedicación a partes iguales, esa es la clave del éxito».


En aquellos momentos el Banco de España estaba apretando a las Cajas, forzando fusiones, y la suya estaba en una posición bastante crítica. Si no recibían una inyección de capital en breve serían absorbidos por otra entidad y entonces siete despidos no serían suficientes. Su propio trabajo estaba en peligro. Detestaba lo que iba a hacer, pero para eso le pagaban, y muy bien, por cierto.


Vibró su móvil personal, que siempre dejaba en silencio. 


Miró la pantalla parpadeante y no conoció el número. 


Extrañada lo cogió buscando una distracción momentánea al aprieto que tenía delante.


—¿Sí?


Silencio.


—¿Sí? —repitió.


—¿Paula? ¿Paula Chaves?


La voz le sonaba y no obstante no terminaba de ubicarla. Su mente, siempre despierta, trataba de registrarla. Contestó.


—Yo misma, ¿quién es?


—Paula, soy yo. Pedro.


Su corazón se saltó un latido. Ese era el problema de que se llamase Pedro. ¿A cuántos Pedros conoce una en su vida? Ella solo a uno. No podía llamarse Javier o Vicente.


 No, era demasiado ordinario para alguien como él.


—¿Paula, sigues ahí?


—Sí, disculpa. Me has cogido en un mal momento.


Lo que no era del todo falso dado lo que tenía encima de su mesa pendiente de resolver. En todo caso, para ella hablar con Pedro siempre era un mal momento.


—Paula, disculpa que te moleste, pero tenemos que hablar. Es urgente. Necesito que nos veamos. ¿Quedamos esta tarde?


Tenía que ser muy urgente para que alguien a quien no había visto en dos años, desde la última boda de la familia, y con quien apenas hablaba, le llamara para quedar de
inmediato. De todas formas no podía.


—Esta tarde imposible. Tengo una reunión complicada que me llevará horas. Y mañana por la tarde también trabajo, como cada jueves. —Y el viernes había quedado con sus antiguas compañeras de facultad, así que tampoco podría. Era consciente de que le huía, pero así eran las cosas en lo que a él se refería—. ¿Qué tal el sábado a tomar un café?


Se enorgullecía de la firmeza de su voz. Su profesión la había convertido en una mujer impertérrita. Le gustaba saberse, y que la supieran, casi imperturbable.


—El sábado es muy tarde. —El tono de Pedro, en cambio, denotaba urgencia, casi desesperación.


El sábado debía ser su despedida de soltero, recordó. En menos de veinte días se casaba, según le habían contado. 


Una pequeña punzada de tristeza la invadió. La ignoró al punto sintiéndose estúpida. ¿Qué más le daba a ella? Pedro no era para ella. O mejor dicho, era ella quien no era para Pedro.


—¿Paula? ¿Me estás escuchando?


Mierda. Le estaba ignorando. Era difícil ignorar a alguien como Pedro Alfonso, pero era una cuestión de práctica. Y tenía treinta y cuatro años de experiencia en ese campo.


—Disculpa, es que realmente me coges en muy mal momento. De veras que antes del sábado me es imposible.


—Paula, escúchame. —Lo imperativo de su tono la puso alerta—. Estamos casados.


Solo dos palabras, solo dos, y su mundo se volvió patas arriba por un segundo. Sin embargo, era una mujer fría y su mente analítica se puso a trabajar a ritmo frenético eliminando el shock. Debió de ser cuando se encontraron en Las Vegas. Era imposible y también la única opción si él no bromeaba. Y Pedro carecía de sentido del humor. «Un defecto de fabricación en un hombre, por lo demás, perfecto» ironizó.


—Entiendo. —En realidad no entendía nada, pero no era momento de reconocerlo. Necesitaba pensar a solas—. En cualquier caso tengo que insistir en que antes del sábado no podremos vernos. Y ahora de veras que tengo que dejarte. Me grabo tu número y hablamos mañana, ¿de acuerdo? Saludos.


Y colgó. El teléfono le quemaba en las manos. Nunca había mantenido una conversación con él, al menos no una conversación de verdad. Cuando Pedro, cada vez que coincidían, se acercaba al grupo de primas Alfonso a comentar lo que fuera, ella se limitaba a los monosílabos, y solo si era estrictamente necesario decir algo. Parecía increíble que nadie hubiera notado que no podía hablar con él sin enrojecer y tartamudear de manera patética. Se sintió idiota al recordarlo. Por Dios, ya no tenía quince años.


El teléfono volvió a vibrar. Lo ignoró con disciplina.


Aquella tarde salió de la reunión mentalmente agotada pero contenta. El director de la territorial, Jorge, le había felicitado por su exhaustividad. Ninguno de los dos estaba satisfecho con las decisiones. Habían tratado al menos de ser, si no justos, lo más objetivos que habían podido.


Subió al coche y sacó el móvil de su bolso, donde lo había escondido para no verlo. Trece mensajes y veintiocho llamadas perdidas. Quince de ellas de su madre. Genial.


Ahora sí estaba en un aprieto. La madre de Pedro habría hablado con su madre, pues se conocían desde hacía más de cuarenta años. El móvil volvió a vibrar. Lo soltó como si ardiera. Decidida a ignorar cualquier cosa que no fuera un baño bien caliente y una copa de vino, arrancó el coche camino de casa.


A punto de entrar en el garaje vio un corsa verde pistacho. 


No necesitó mirar la matrícula para saber a quién pertenecía. 


Su madre tenía copia de las llaves de su casa y debía estar esperándola. Estaba demasiado cansada para ser diplomática. Si entraba la mandaría a un lugar al que nunca debía mandarse a una madre y esta tardaría meses en perdonarla. No obstante, en ese momento, que su madre no le hablara se le antojaba incluso apetecible, pero su sentido común, desarrollado al máximo, se impuso con facilidad. Se desvió del camino y diez minutos después estaba en un pequeño local con un kebab en la mano. Una de las dos ventajas del estrés era que podía comer lo que le apeteciera sin engordar ni un gramo. La otra era que estaba tan ocupada que no tenía tiempo para reflexionar hacia dónde se dirigía su vida.


Revisó los mensajes. Su hermana, sus primas… ¿es que ya nadie valoraba la discreción? Debía haberse trasladado a vivir a Valencia, pero sentía mucho apego a su pequeña ciudad y al final compró una casa en el casco antiguo. 


Adoraba su hogar, era cierto, tanto como que estaba demasiado cerca de su familia. Y a veces —más bien bastante a menudo— sufría intromisiones como la de esa noche.


Su mente, liberada ya de la tensión de la reunión, le recordó que tenía un grave problema y no era que su madre hubiera invadido su casa...


Su mente viajó al pasado.







ATADOS: PROLOGO







Las Vegas, hace once años.


—Ahora vengo, salgo a dar una vuelta —dijo Paula sus amigas.


Recibió por respuesta un sí a coro pero ni siquiera la miraron, tan concentradas estaban en la mesa de los dados. 


Había bebido más de lo que acostumbraba y necesitaba salir a tomar el aire.


En cuanto cruzó la puerta, el calor la azotó a pesar de que pasaban de las dos de la madrugada. ¿Qué reencarnación hortera de Cleopatra decidiría montar una ciudad cuyo lema era la decadencia en medio de un desierto? Intentando que se le pasara un poco la borrachera se aseguró de que podía caminar sin zigzaguear y comenzó un paseo calle abajo.


Y lo vio. O iba peor de lo que pensaba y el alcohol le estaba gastando una jugarreta o era el destino quien se reía de ella. 


¿Qué hacía Pedro Alfonso allí, esa noche, y enfrente de ella?


—¡¿Pedro?! —lo llamó por inercia, arrepintiéndose al instante.


Pero era tarde, la había oído y se giró para buscar quién lo llamaba con aquella sonrisa que hizo que a Paula se le volvieran las piernas de mantequilla. Y cuando la vio su cara reflejó también genuina sorpresa. Y algo más que no supo descifrar.


Pedro escuchó que lo llamaban en su propio idioma, que alguien pronunciaba su nombre correctamente, y se volvió sonriente. Cuando la vio pensó que no era posible. Ella: Paula Chaves. Estaba allí, frente a él. Se le acercó, olvidando sus amigos.


—¿Paula? —le costaba creerlo—. ¿Eres tú?


—Depende —le respondió.


Pedro se dio cuenta de que ella llevaba unas copas de más. También él, así que si la conversación se torcía siempre podría escudarse en el alcohol o rezar para que ella no lo recordara. Se sintió ligero en su presencia por primera vez.


—¿De qué depende?


—De para qué quieras saberlo —le respondió coqueta.


¿Estaba coqueteando con él? Imposible. Paula era una chica dura y solía ignorarle. ¿Tanto había bebido para creer que sí?


¿Estaba coqueteando con él?, se preguntó también Paula.


Si no era capaz de pronunciar tres palabras seguidas sin tartamudear cuando él estaba cerca. ¿Tanto había bebido para superar sus complejos? Al parecer sí. Así que continuó animada, viendo que él callaba y no solo no se marchaba sino que además no le quitaba los ojos de encima.


—Si es por simple curiosidad, entonces no, no soy Paula y tú no me conoces, pues en realidad trabajo para el gobierno y estoy en una misión secreta. —Sonrieron ambos—. Si es porque tienes algún interés, dependerá del interés.


Pedro disfrutaba con su ingenio.


—¿Y si no fuera simple curiosidad? —Su voz sonó precisamente a eso: a mucho más que curiosidad.


Y aquel tono apenas ronco, y los cubatas que llevaba en el cuerpo, la volvieron atrevida.


—Si tu interés es meramente académico, de acuerdo, sí soy Paula Chaves. Pero... —bajó la voz—, si tu interés va más allá, puedo ser quien tú quieras.


Y con una sonrisa que pretendía desmentir el tono sensual de su voz para no ser tan obvia, se acercó a él y le pasó con descuido la mano por su hombro y su pecho.


La miró con hambre y sintió que su mano temblaba sobre su ancho pecho y que se le aceleraba la respiración. Se miraban como hipnotizados.


—Hey, ¿vienes o no?


Sus amigos llamaban entre risas desde la otra acera pero la miraban a ella.


Paula volvió a acariciarle el pecho dejando claras sus intenciones y le preguntó con voz suave en el oído.


—Excelente pregunta. ¿Vienes, o no?


Dejó de respirar. Y también ella cuando supo que se irían juntos.


—Seguid sin mí.


Su pandilla silbó, gritó alguna obscenidad y desapareció.


—¿Y bien? —le preguntó más seguro, pasándole la mano por la cadera—, ¿dónde vamos?


Pareció pensarlo unos segundos. Le sonrió, retadora.


—Esto es Las Vegas, ¿no? Pues juguemos.


—¿Quieres jugar,Paula?


—A doble o nada —replicó sin saber a qué apostaba y sin importarle tampoco.


—De acuerdo. Si gano yo…


—Ganaré yo —le respondió presuntuosa—. Y cuando lo haga tú y yo cometeremos una locura.


La miró de arriba abajo despacio y subió de nuevo la mirada hasta volver a sus ojos.


—Si perder es una locura contigo… Juguemos. —Le tendió la mano y ella la cogió, dejando que se la envolviera con la suya.


Y se dejaron llevar por el alcohol, la noche, Las Vegas y la locura.







ATADOS: SINOPSIS




"¿Qué harías si de repente descubres que llevas años casada con el amor de tu vida... y no lo sabías?


En ese dilema se encuentra Paula, quien ha estado enamorada de Pedro desde la adolescencia, y a la que una broma del pasado ha convertido en su esposa por sorpresa. 


¿Qué harías si «tu marido por error» necesita anular esa boda porque quiere contraer matrimonio con una odiosa mujer que solo busca su dinero?


He aquí el problema, ya que por mucho que Paula lo niegue, sigue sintiendo algo muy intenso por él. Y no lo comprende, porque Pedro es todo lo contrario a ella: soso, distante, imperturbable y el hombre más serio que ha conocido. Pero... ¿Y si realmente Pedro no fuera tan frío ni tan aburrido?