lunes, 24 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 23




En los días siguientes, Fabrizzio sorprendió a sus médicos y a su familia por igual con la velocidad de su recuperación. 


Aún le quedaba un largo camino por recorrer, pero, una vez que su vida dejó de correr peligro, Pedro dejó atrás su ansiedad.


Tras la apasionada noche que habían pasado juntos, Paula había albergado la esperanza de que su relación sobreviviese a los traumas de las pasadas semanas, pero Pedro parecía mostrarse vacilante a estar solo con ella. 


Era como si se arrepintiera de la muestra de emociones que le había dado aquella noche y esperase que ella no le hubiese dado demasiada importancia. No intentó volver a hacerle el amor de nuevo ni persuadirla para que regresara a su dormitorio. Y el poco orgullo que le quedaba a Paula le obligaba a no sugerirlo ella.


El orgullo era un mal compañero de cama, pensó ella al pasar otra noche echándolo de menos tanto que le dolía, no sólo por el placer que podría darle, sino también por la sensación de unidad con el hombre que había capturado su corazón. Era educado y amable, pero extrañamente distante y, a medida que se acercaba el momento de irse a Mónaco, a Paula no le quedó más remedio que aceptar que nunca volverían a estar como antes. Había habido demasiado dolor en una relación que había empezado desde el principio con mal pie.


El día antes de volar al principado, Pedro recibió la visita de un hombre que Paula supuso sería un socio de negocios, aunque Pedro nunca se lo hubiera presentado. Después de eso, su actitud hacia ella cambió aún más. Se mostró extremadamente educado y solícito en el vuelo, pero la barrera que había levantado entre ellos parecía imposible de derribar, y ella sabía con todo su corazón que, cuando acabase la carrera, sería el momento de regresar a Inglaterra y recoger los pedazos de su vida.


Llegaron a Mónaco y se enfrentaron a una ola de fotógrafos mientras el mundo especulaba sobre si la experiencia cercana a la muerte de Fabrizzio Alfonso afectaría al rendimiento de su hijo en la pista. No tenían por qué haberse preocupado, pensaba Paula al ver cómo Pedro se colocaba en primera posición y conducía con una mezcla de destreza y desinterés por su seguridad. Sólo se relajó cuando pasó la bandera, sintiéndose tan físicamente agotada por la tensión como si hubiera competido ella misma.


Mientras lo veía triunfante en el podio, se dio cuenta de que eso era la vida. Era un playboy millonario con el mundo a sus pies y, aunque lo amase más que a su vida, no podía perder más tiempo siguiéndolo allí donde fuera como su amante, esperando a que se cansara de ella.


Cuando regresaron a Milán, Pedro la escoltó hasta la limusina, pero no se sentó a su lado.


—Me voy directo al hospital —le dijo—. Al parecer, mi padre se ha incorporado y exige recuperar el control de la compañía.


—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó ella.


—Esta vez no; quiero verlo a solas. Hay algunas cosas que tenemos que discutir —contestó él con expresión sombría. 


No le dio más datos, aunque, ¿por qué iba a hacerlo? Ella no era parte de su familia y, ahora que Fabrizzio estaba recuperándose, no había necesidad de quedarse allí. La frialdad de Pedro hacia ella lo había dejado claro.



AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 22





Cuando Pedro salió a la terraza, se preguntó cómo podía el sol seguir brillando con su luz habitual. ¿Cómo podía la buganvilla florecer con todo su colorido? Su vida se estaba desmoronando y al mundo parecía darle igual.


La casa de sus padres siempre había sido oscura, pero ese día parecía un mausoleo, y se sentía agradecido por poder escapar de su lobreguez. Las voces de los niños, cargadas de risas, resonaban por el aire, seguidas por los susurros de su niñera tratando de calmarlos. Eran los dos hijos de su prima Marisa, que estaba en la casa con su madre. Viendo jugar a los niños, su mente se llenó con recuerdos del pasado. Veía a dos niños atravesar el jardín con sus bicicletas, decidido cada uno a ganar al otro. Oía la risa del hombre que los había incitado a competir y las carcajadas traviesas de su hermano pequeño.


—Il Dio li benedice. Dios te bendiga, Gianni —susurró. 


Sentía un extraño dolor en su interior, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago, y le escocían los ojos por la falta de sueño porque la vida de su padre pendiera de un hilo.


—¡Pedro!


Se tensó al oír una voz fría y, por un momento, cerró los ojos desesperación. ¡Paula! Allá donde mirase, allí estaba ella, tranquila, amable, llevando la calma a la familia Alfonso, que se había reunido en casa de su padre para esperar las noticias. De algún modo, desde la noche del ataque al corazón de Fabrizzio, se había desarrollado un increíble vínculo entre ellos, debido entre otras cosas a la insistencia de ella en no abandonarlo mientras su padre luchara por la vida.


Pedro deseaba gritar y decirle que no necesitaba su compasión, pero, la verdad, la necesitaba al igual que necesitaba el aire para respirar y nada podía quitarle la idea de que ella era su otra mitad.


—Acaban de llamar del hospital. No hay ningún cambio significativo —dijo ella suavemente, colocándose a su lado.


—Deberías regresar a la villa —murmuró él—. Esto es una casa de locos.


—Quiero quedarme contigo... Quiero ayudar.


—Tengo que volver a entrar. Mi madre...


—Está con el cura y sus hermanas. Quiere que regreses a la villa durante unas horas, Pedro. Necesitas comer y dormir un poco.


Estaba tan guapa, tan amable con su compasión, que Pedro sintió un vuelco en el corazón. Había sido innecesariamente cruel en Indianápolis, se había comportado como un bárbaro, y cerró los ojos tratando de no pensar en el hecho de que, probablemente, le hubiera hecho daño. Aunque, incluso entonces, se había mostrado tan receptiva que hacía que se arrepintiese.


—Te necesito —dijo él. Era un hombre fuerte, orgulloso y sin miedo; nunca había necesitado a nadie en su vida hasta ese momento.


Paula murmuró algo en voz baja, comprendiendo su desesperación y envolviéndolo entre sus brazos.


Una hora después, regresaron a la villa Mimosa, donde Sophia los recibió con lágrimas en los ojos. Sabiendo que Pedro ya había tenido bastante, Paula se ocupó de todo y condujo a Sophia a la cocina, pidiéndole que preparara algo para abrirle el apetito a Pedro.


—Pensé que habías decidido ducharte y dormir un par de horas —dijo Paula al ver a Pedro dirigirse al estudio, donde el teléfono no dejaba de sonar.


—Hay gente con la que tengo que hablar antes del Grand Prix de Mónaco —dijo él.


—Petra es tu asistenta personal desde hace años, así que es perfectamente capaz de ocuparse de tus llamadas, y llevas meses al cargo de la empresa, desde el primer ataque de tu padre. ¿Qué es tan importe que tienes que ocuparte hoy de ello?


—¿Por qué te importa? —preguntó Pedro mientras la seguía escaleras arriba.


Ella se detuvo frente a la suite principal, que compartía con él, mirándolo con compasión.


—No sé —contestó—. Lo único que sé es que es así.


—Sólo me iré a la cama si vienes conmigo.


Aquella petición la sobresaltó. La opción de comunicarse al más básico de los niveles era tentadora, pero no podía seguir dando. La dejaría seca.


—Tienes que dormir —dijo ella, incapaz de disimular el temblor de su voz—. Subiré a verte más tarde.


Pedro durmió durante una hora y se reunió con ella para cenar, aunque apenas le hizo justicia a la comida que Sophia había preparado antes de regresar al hospital.


El día siguiente fue similar al anterior, hasta que Paula recibió una llamada de Pedro informándole que Fabrizzio había sufrido otro ataque y estaba peor.


Finalmente, Paula se fue a la cama. No había sabido nada más y temía volver a escuchar el sonido del teléfono, pero dormir era prioritario si quería serle de alguna ayuda a Pedro. Se despertó varias horas después y miró el reloj, dándose cuenta de que eran las tres de la madrugada. La luz de la luna se filtraba por las cortinas, iluminando a Pedro, sentado con los hombros encogidos a un lado del colchón. 


La expresión de su cara, su agonía silenciosa, le provocaron un vuelco en el corazón y se arrodilló tras él para reconfortarlo, deslizando los brazos alrededor de su cuello.


—¿Hay noticias sobre el estado de tu padre? —preguntó.


—Ha habido una ligera mejora —dijo él—. Está hecho de un buen material y no se rendirá sin luchar.


—Me alegro —dijo ella simplemente.


Pedro se dio la vuelta, buscando su boca con una desesperación casi ferviente.


—Quiero hacerte el amor, cara mia. No sabes lo mucho que necesito sentir la suavidad de tu cuerpo en este momento.


Tal vez fuese una reacción natural, una reafirmación de la vida, y Paula no podía negárselo cuando su propio cuerpo ardía de deseo por él. Pedro la necesitaba y eso era lo único que importaba.


La colocó sobre su regazo y la besó, nublándole los sentidos y dejándola sin palabras.


—Te hice daño en Indianápolis —murmuró él—. Fui bruto, maleducado, y me avergüenzo.


—No lo fuiste; yo te deseaba tanto cómo tú a mí. Creo que lo demostré —añadió ella, sintiendo cómo sus mejillas se sonrojaban al recordarlo.


—Esta vez seré amable —insistió Pedro mientras la tomaba en brazos y la llevaba hacia su dormitorio—. He hecho cosas, dicho cosas para hacerte daño deliberadamente, y, sin embargo, tú no has mostrado nada más que amabilidad mientras yo rezo por mi padre. Tu compasión me abruma, cara. Tenemos que hablar.


Paula levantó la mano y la llevó a sus labios.


—Ahora no, Pedro; una vez dijiste que nos comunicamos mejor sin palabras y es el momento de que hablen nuestros cuerpos.


Él se quitó el albornoz y le quitó a ella el negligé para que sus pechos quedaran al descubierto en sus manos mientras devoraba sus labios con la boca. La pasión la abrumaba, y gimió al sentir cómo él agachaba la cabeza para acariciarle un pezón con la lengua. Cuando se centró en el otro, Paula se arqueó y hundió las uñas en sus hombros mientras el calor invadía sus muslos.


Lo deseaba en ese momento, y levantó las caderas a modo de súplica silenciosa, ansiosa por sentirlo dentro.


—No me apresuraré esta vez —prometió Pedro con voz profunda—. Me aseguraré de que estés preparada.


—Lo estoy —murmuró ella. Estaba desesperada, pero él parecía decidido a redimirse por la última vez, cuando la había poseído sin pensar en ningún momento en su placer. 


Paula abrió las piernas deliberadamente y levantó las caderas, sintiendo un vuelco en el corazón al sentir su erección contra el muslo, pero, en vez de penetrarla, le agarró las manos con una de las suyas y le levantó los brazos por encima de la cabeza.


—Paciencia —susurró mientras acariciaba sus pezones con la lengua e introducía la mano entre sus piernas antes de introducir sus dedos y explorar dentro de ella. Paula se retorcía y trataba de controlar las sacudidas de placer que recorrían su cuerpo. Deseaba que se pusiera a su altura para que no le quedara más remedio que poseerla, pero sus manos seguían aprisionadas detrás de su cabeza y se retorcía sin parar, casi gritando su nombre al sentir el clímax.


Al borde del éxtasis, Pedro le sacó los dedos y el peso de su torso fue una carga bien recibida mientras la penetraba lentamente, hasta que Paula pensó que explotaría.


Cada embestida la elevaba más allá en las cotas del placer. 


Aun así, el siguió con un ritmo constante, aunque ella notaba que su respiración era cada vez más entrecortada, hasta que sus embestidas se hicieron más fuertes y sintió las contracciones de su cuerpo al llegar al clímax.


La parte de después fue tremendamente dulce. Jamás se había sentido tan unida a él y sabía que nunca amaría a nadie tanto como lo amaba a él. ¿Pero tendría el coraje de decirle cómo se sentía, de confesar que no había dejado de amarlo después de los años? ¿Sería eso lo que él querría escuchar? Se quedó quieta, acariciándole el pelo, y el corazón le dio un vuelco al sentir la humedad contra su cuello y notar sus hombros temblar mientras finalmente se rendía al miedo que sentía por la vida de su padre.





AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 21





Paula se sentó junto a la mesa de la cocina y lloró hasta quedarse sin lágrimas. Pedro había desaparecido en su despacho, indicándole con su portazo que no sería bien recibida, aunque no tenía intención de intentar hablar con él. 


Sería una pérdida de tiempo. No sabía exactamente qué parte de la conversación con Fabrizzio había escuchado, pero obviamente lo suficiente como para condenarla sin darle oportunidad de explicarse.


La cruda realidad era que no estaba interesado en saber la verdad, incluso aunque ella pudiese encontrar el modo de demostrar que Fabrizzio había estado detrás de todo, Pedro no quería saberlo. Era un Alfonso y defendería a su familia por encima de todo. Adoraba a su padre e incluso en ese momento, cuando el corazón de Paula estaba hecho pedazos, no podría hacerle daño obligándole a aceptar el lado oscuro de su padre.


—Signorina —una voz irrumpió en sus pensamientos, obligándola a sonreír mientras Sophia depositaba una taza de capuchino frente a ella. Había desarrollado una buena amistad con el ama de llaves de Pedro, y se sorprendió al ver el rastro de las lágrimas en las mejillas de Sophia—. Es mi culpa. Los artículos del periódico son horribles, y usted está tan triste, y es por mi culpa.


—¿Pero por qué? —preguntó Paula.


—El señor Alfonso... Estábamos hablando, bromeando un poco sobre cómo usted estaba siempre demasiado ocupada para comerse las comidas que yo preparaba —dijo Sophia—. Y él estaba interesado en saber cuándo se iban a Venecia.


—¿Qué señor Alfonso? —preguntó Paula cuidadosamente. 


Pedro había hecho los preparativos del viaje; no habría necesitado hablar con el ama de llaves.


—El señor Fabrizzio —susurró Sophia, atemorizada y mirando a su alrededor mientras hablaba.


—Gracias por decírmelo. Te prometo que no te meterás en líos, Sophia.


Aquello confirmaba lo que ella ya intuía, pensó mientras subía las escaleras y sacaba su ropa del armario. Fabrizzio había estado detrás de todo, pero nunca lograría convencer a Pedro de ello. Pasó el resto del día entre la miseria y la rabia por ver cómo la historia se repetía. Fabrizzio había hecho todo lo posible por apartarla de la vida de Pedro en una ocasión y ella no había hecho nada al respecto para defenderse. Contra todo pronóstico, Pedro la había buscado con la intención de darle una segunda oportunidad a su relación y, a pesar de todo lo que había ocurrido entre ellos, no había logrado olvidar la intimidad que habían compartido en Venecia.


Cuando Paula se sentó a la mesa aquella noche, Sophia le informó de que Pedro no se reuniría con ella. Había tenido que marcharse corriendo hacía una hora y no había dicho cuándo volvería. A medianoche, Paula estaba decidida a obligar a Pedro a escucharla. Su ausencia alteró sus nervios más de lo que ya estaban y estuvo dando vueltas por la habitación de invitados a la que se había trasladado, esperando escuchar sus pisadas en el suelo.


A la una de la madrugada, su imaginación se había disparado y no paraba de visualizarlo rodeado de rubias esculturales que lo seguían donde quisiera que fuera. Debía de haber encontrado una cama en algún sitio, aunque era cuestionable si estaría durmiendo o no. La idea de él haciendo el amor con otra mujer le hizo sentirse físicamente enferma y corrió escaleras abajo preguntándose si habría dejado alguna pista de su paradero en su estudio.


Al verlo sentado detrás de su escritorio, se quedó sin aire y se detuvo en seco. Pero fue la expresión de sorpresa en su rostro lo que más la inquietó.


—¿Sabes qué hora es? ¿Dónde has estado?


—Pareces una esposa machacona más que una amante obediente —dijo él.


—¿Has estado bebiendo?


Pedro observó la botella de whisky medio vacía que había en su escritorio y se sirvió en un vaso antes de bebérselo de un trago.


—Eso parece, ¿no crees, cara?


—Tienes que escucharme —le exigió ella, acercándose para colocarse frente a él—. Sé que no es lo que quieres oír, pero puedo demostrar que tu padre estaba detrás de los artículos del periódico. Sé que convenció a Gianni para que te mintiera hace cuatro años, e incluso lo persuadió para que me besara y así convencerte para que pusieras fin a nuestra relación.


—Obviamente es un hombre muy ocupado —dijo Pedro con una calma peligrosa. Se puso en pie, rodeó la mesa y la agarró por los hombros—. Pero ya no más. Mi padre ha sufrido un fallo cardíaco importante esta tarde. Está conectado a una máquina que lo mantiene vivo y no se sabe si sobrevivirá a esta noche.


—Oh, Dios, lo siento —Paula se cubrió los labios con una mano temblorosa al oír las palabras de Pedro. ¿Y si hubiese acusado a Fabrizzio injustamente? En el fondo de su corazón sabía que no había sido así; él habría hecho cualquier cosa por arruinar su relación con su hijo, y la parte clínica de su cerebro le decía que incluso había conseguido sufrir un ataque al corazón en el momento justo. Pedro no la escucharía en ese momento, y no podía esperar eso de él. 


Lo único que importaba era que su padre se recuperase y, desesperada por reconfortarlo, levantó la mano para acariciarle la cara.


Pedro retrocedió como si le hubiera pegado.


—No te atrevas a ofrecerme tu compasión cuando ambos sabemos que lo odias. Mi padre se está muriendo y tú sigues intentando ponerme en su contra —susurró, apretando los dientes—. Pero estás perdiendo el tiempo, Paula. Te di el beneficio de la duda con Gianni. No esperes que vuelva a hacerlo.