viernes, 5 de noviembre de 2021

SIN ATADURAS: CAPÍTULO 55


Una hora después subió y llamó a la puerta de Paula, que abrió en seguida. Vestía una chándal realmente horroroso que disimulaba todas las curvas de su cuerpo. Pedro sintió deseos de quitárselo, pero tuvo que recordarse que no había subido para aquello.


–Supongo que no habrás preparado la comida, así que yo he preparado la suficiente para los dos –Pedro se negaba a sentirse ofendido si Paula rechazaba su oferta.


–¿En serio? –preguntó Paula, sorprendida.


–Si quieres ir a por ella, está en la terraza.


Paula dudó.


–Está refrescando y me he tomado muchas molestias –dijo Pedro a la vez que le dedicaba una pícara mirada. Quería verle sonreír.


Y Paula sonrió, aunque con evidente escepticismo, como si no creyera que alguna vez se tomara molestias.


–De acuerdo. Dame un segundo –dijo antes de volver a entrar y cerrar la puerta. Si Pedro había sido capaz de superar su enfado, ella también podía hacerlo. Tomó la botella que tenía reservada para el día que se sacara el carné de conducir y salió de su cuarto.


–Guau –dijo al ver la mesa del porche perfectamente preparada–. No estoy segura de que este champán esté a la altura.


–No te emociones demasiado –dijo Pedro mientras apartaba una silla de la mesa para ella–. Son solo hamburguesas y patatas fritas.


–Pero no las típicas hamburguesas –Paula se sentó a la vez que aspiraba el aroma procedente de su plato–. ¿Has cocinado tú todo esto?


–Soy un soltero que vive solo. ¿Creías que no podía cocinar? He utilizado restos.


Paula observó atentamente su plato.


–Pero si son…


–Hamburguesas vegetarianas. No está mal para un chico criado entre ganado, ¿no? –Pedro abrió el champán, lo sirvió en dos vasos y frunció el ceño al ver que la botella había quedado vacía.


El corazón de Paula estaba latiendo con demasiada fuerza. No recordaba cuándo le había preparado alguien algo de comida, alguien que se hubiera molestado en tener en cuenta lo que prefería comer o no comer.


Paula dejó caer el cuchillo para tener una excusa con la que romper la intensa y muda comunicación que se estaba produciendo entre ellos. Seguro que estaba interpretando erróneamente los mensajes. No era cariño lo que se suponía que debía haber entre ellos, sino mera carnalidad…


–Quiero que me des tu número –dijo Pedro a la vez que sacaba su móvil del bolsillo. Paula lo miró con expresión de perplejidad–. Voy a estar fuera la próxima semana, así que necesito tu número –explicó, y añadió–: Por si acaso.


¿Por si acaso?


–No tengo móvil. No lo necesito.


–Claro que lo necesitas –dijo Pedro sin ocultar su asombro–. Todo el mundo lo necesita.


–Pues yo no –era un gasto que Paula no necesitaba. Las pocas llamadas que hacía solían ser locales, y utilizaba el teléfono de la tienda de regalos en la que trabajaba.


–¿Y si se te estropea el coche en alguna carretera perdida?


–No conduzco por carreteras perdidas –dijo Paula con una sonrisa.


–Ya sabes a qué me refiero –replicó Pedro sin devolverle la sonrisa–. Deberías tener un teléfono.


Paula no tenía un teléfono porque no tenía nadie a quien llamar. Y así iban a seguir las cosas.


–Si no hubiera estado aquí esta noche, ¿cómo habrías llamado al fontanero?


–Ya habría encontrado alguna manera de solucionarlo –contestó Paula con frialdad.


Unos minutos después, cuando ambos habían dado buena cuenta de sus respectivas hamburguesas, Pedro dijo:

–¿Quieres salir esta noche? –su buen humor había regresado, al igual que su pícara sonrisa–. Sospecho que últimamente no has salido mucho. Conozco un par de sitios.


Paula sintió por un instante que todo su mundo se balanceaba al borde de un precipicio.


–Fui a bailar con las Blade después del primer partido, la noche que decidiste volver pronto a casa –dijo con todo el desenfado que pudo simular.


–Otra vez será –Pedro se encogió de hombros y sonrió abiertamente–. Pero confieso que he visto estos asomando de la última caja del garaje –se inclinó a recoger algo de una silla contigua.


–Oh, los recuerdo –Paula vio el par de viejos discos que Pedro sostenía en la mano y sintió que el hielo amenazaba de nuevo su corazón. Eran los discos que le había puesto a su abuelo en los últimos días de su vida.


–Seguro que tienes algún tocadiscos en esa tienda de antigüedades que llamas tu estudio.


–En algún lugar bajo otro millón de cosas –contestó Paula, que no quería sacarlo.


–Da igual –Pedro dejó los discos en el asiento y volvió a tomar su móvil–. He encontrado un par de esas canciones en Internet y las he descargado –tocó la pantalla y la música empezó a sonar–. Vamos, no puedes negarte después de la asombrosa comida que te he preparado –añadió mientras se levantaba y le ofrecía una mano.


Tras una momentánea duda, Paula apartó la silla de la mesa y aceptó su mano, porque estaba deseando disfrutar del placer de la cercanía de Pedro, de sus caricias. Quería volver al sencillo mundo del placer sin más complicaciones.



SIN ATADURAS: CAPÍTULO 54

 


Paula siguió trasladando las cajas mientras Pedro daba instrucciones al fontanero. Pero cuando le llegó el turno a la que estaba más abajo y la levantó, la parte baja, totalmente empapada, cedió, y el contenido de la caja se desparramó por el suelo.


La expresión del rostro de Pedro pasó del asombro al endurecimiento mientras contemplaba el contenido de la caja.


–No soy una yonqui –dijo de inmediato, a la defensiva.


–Eso ya lo sé –replicó Pedro con aspereza. Dado el número de jeringuillas, botellas de morfina y medicamentos para el dolor que había dispersos por el suelo–. Supongo que eran de tu abuelo.


Paula se acuclilló para empezar a recogerlo todo.


–Pretendía llevar todo esto a la farmacia, pero lo guardé en una caja y me había olvidado por completo de ella.


–Yo puedo ocuparme de llevarlo –dijo Pedro mientras se agachaba y recogía las jeringuillas.


–Mi abuelo era diabético –explicó Paula–. Se inyectaba dos veces al día, y también tomaba analgésicos.


–¿Por qué tuviste que ocuparte tú sola de todo? ¿No pudieron enviarte una enfermera de distrito?


–Por lo visto estaban todas ocupadas, y tuve que arreglármelas por mi cuenta. El abuelo no quería morir en el hospital, de manera que al final me quedé sola con él. Le di los analgésicos que había prescrito el médico y sostuve su mano mientras se iba. Finalmente llamé a una ambulancia, porque ya no podía soportarlo más –Paula hizo una pausa para tratar de contener sus emociones–. Para cuando llegó, mi abuelo ya había muerto.


–La mayoría de la gente no se enfrenta a algo así sola –replicó Pedro con aspereza.


Paula se encogió de hombros y lamentó haberle contado aquello.


–En aquellos momentos había muchos problemas y los médicos no daban abasto.


Pedro asintió pero no dijo nada más. A Paula le sorprendió su palidez. Sin decir nada, Pedro buscó una bolsa de plástico en la que arrojar todo el contenido.


–Voy a subir algunas de las cajas arriba –dijo.


–¿Quieres que te ayude? –preguntó Pedro.


–No. Estoy bien.


Pedro no la creyó.


–No me importa echarte una mano.


–Ya has hecho bastante llamando al fontanero.


El tono de Paula no sonó precisamente agradecido. Pedro apretó los dientes, cada vez más cabreado.


–No me llevaría más de unos minutos.


–Puedo arreglármelas sola –replicó Paula mientras empezaba a subir las escaleras.


–Puedo ayudar –protestó Pedro, molesto por la testarudez de Paula. Era cierto que había sido capaz de ocuparse de dos enfermos terminales a solas, ¿pero por qué no podía aceptar un poco de ayuda para subir las cajas? ¿Por qué no podía sonreírle y decirle que sí?


Paula lo miró por encima del hombro.


–No necesito que lo hagas.


Irritado, Pedro arrojó la bolsa con las medicinas a un rincón. No entendía a qué venía la actitud de Paula




SIN ATADURAS: CAPÍTULO 53

 

Paula conducía de regreso a casa cuando vio a Pedro corriendo por el parque. Este le hizo una seña para que parara. Cuando vio el cartel de prácticas que llevaba en la ventanilla trasera, alzó una ceja.


–No solo me he examinado del teórico –explicó Paula, orgullosa–. También he pasado el práctico.


–Era de esperar –dijo Pedro mientras entraba en el coche–. A fin de cuentas, ya llevas tiempo suficiente circulando por las calles.


Paula dejó escapar una risita mientras recorría el último tramo.


Pero la sonrisa se esfumó de sus labios cuando, al salir del coche en el garaje, sus pies se hundieron en un charco de varios centímetros de altura. El agua se estaba escapando de algún grifo.


–Puede que hayamos dejado abierta alguna manguera –dijo Pedro a la vez que desaparecía rápidamente por la puerta lateral del garaje.


Volvió un instante después, pero el agua seguía corriendo.


–Probablemente se haya roto una tubería. Voy a llamar a un fontanero –dijo a la vez que sacaba el móvil del bolsillo.


Paula supuso que aquello iba a costar un dinero que no tenía. Empezó a trasladar las cajas al jardín. Las que se encontraban a ras del suelo debían estar empapadas.


–Deberías trasladarte a la casa mientras esto se seca –dijo Pedro mientras esperaba a que atendieran su llamada.


Paula negó con la cabeza. No pensaba trasladarse a vivir con Pedro. Sus instintos le habían estado diciendo que pasaba demasiado tiempo con él.


–Arriba no habrá humedad, y tampoco creo que esto tarde mucho en secarse –dijo, con la esperanza de que la factura del fontanero no fuera excesiva.


Pedro frunció el ceño al ver que levantaba una pesada caja.


–No hagas eso. Ya lo… –se interrumpió cuando alguien atendió finalmente su llamada.