viernes, 4 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 9




Paula no se sintió del todo bien cuando oyó que llamaban a la puerta. Tomó aire y abrió la cerradura, dejando la cadena puesta para verificar que se trataba del doctor y entonces dejarlo entrar.


Se sintió incómoda y acomplejada cuando él inspeccionó el estudio, consistente tan solo en una pequeña cocina y un salón comedor que era también el dormitorio. El baño apenas tenía el tamaño de un armario y la ropa de Paula colgaba de la barra de la cortina de la ducha, el único sitio disponible.


–No es mucho –comentó ella tras tolerar el silencio un rato más.


–Los he visto peores –aseguró él, y recorrió con la mirada el techo lleno de goteras–. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?


–Dos meses.


–¿Y aún está entera? –le preguntó él, haciendo una excursión visual por su cuerpo.


–Hasta ahora –contestó ella, deseando que dejara de mirarla de aquella manera.


–Creo que he encontrado el problema del coche. Había una goma suelta que iba al motor de arranque. Estoy bastante seguro de haberlo arreglado.


–Es una noticia fantástica. ¿Siempre ha trabajado con coches?


–Soy bueno con las manos.


–Me alegro de que haya sido leve –dijo ella, a quien no le cabía ninguna duda respecto a lo de sus manos–. No estaba muy segura de poder pagar una reparación mayor.


–No se ilusione todavía. Aún tengo que asegurarme de haber encontrado el problema. Voy a bajar a ver si arranca –dijo, y se llevó una mano a la nuca e hizo círculos con la cabeza sobre los hombros. Parecía exhausto, y Paula se sintió increíblemente egoísta.


–¿Por qué no tomamos café antes? Podemos mirarlo cuando se vaya.


–Me parece bien.


Ella fue a la cocina, sacó la cafetera del fuego y sirvió agua en las tazas.


–Espero que le parezca bien café instantáneo; es todo lo que tengo.


–¿Tiene teléfono?


–Allí en la pared. Usted mismo


–No quiero llamar –replicó él, mientras se lavaba las manos de grasa–; solo quiero asegurarme de que tiene cómo comunicarse si tiene algún problema.


–Sí tengo, y funciona.


Al menos de momento. Corría el riesgo de que le cortaran la línea por no pagar las llamadas de larga distancia. Pero no estaba dispuesta a renunciar a su único medio de contacto con su hijo, aunque ello supusiera apagar la calefacción.


Pedro no dejaba de observarla mientras ella removía el café. 


Por mucho que odiara admitirlo, Paula estaba bastante colgada de él, de su halo embriagador y de su mirada exótica y oscura, a pesar de saber que no era muy recomendable.


–¿Quiere algo más?


–Solo más café. Me gusta fuerte.


–Oh –pronunció ella, incapaz de decir nada más cuando él la rodeó para echarse una cucharada más y le rozó el hombro con el pecho.


El mero contacto amenazó con hacer que las rodillas de Paula se disolvieran como las tres cucharadas de azúcar que le acababa de añadir al café. Pedro se apoyó en el aparador.


–¿Estás más tranquila ahora, después del encuentro?


–Estoy más tranquila, pero también me siento un poco estúpida. Debí haber vuelto al hospital en cuanto vi al tipo grande.


–Probablemente te habrían seguido.


–Puede ser. No se puede uno fiar de un hombre con tatuajes.


–¿Ah, no? –preguntó él, frunciendo el ceño y con una sonrisa desconcertante.


El doctor dejó el tazón sobre el aparador, se volvió a ella y se subió la camiseta. Antes de que Paula pudiera responder, se la sacó por la cabeza, llevándose consigo la goma del pelo. Y ahí se quedó, desnudo de cintura para arriba y con el pelo cayéndole sobre los hombros como una cascada de ébano.


Antes de que Paula pudiera preguntarle qué creía que estaba haciendo, fijó la mirada en su pecho, un torso sin grasa con músculos definidos y un triángulo de vello entre los pezones. Paula no pudo evitar recorrer con la mirada el camino hasta el borde del pantalón, que Pedro se había desabrochado sin que ella se diera cuenta. 


Lentamente él se bajó la cremallera y la dejó sin habla, excitada, incapaz de moverse. Entonces salió a la luz el tatuaje.


Bajo el ombligo, un felino negro abarcaba todo el abdomen plano de Pedro, interrumpiendo el caminillo de vello masculino que iba hacia abajo. Paula se quedó boquiabierta. El tatuaje era poderoso, provocativo, impresionante.


Cuando al fin miró hacia arriba, no encontró la sonrisa del médico sino una expresión que la desarmaba.


–¿Esto me hace no ser digno de confianza? –preguntó él en voz baja y cautivadora.


Ella volvió a bajar la mirada hacia el tatuaje, nerviosa por la sensación de ser observada. Por lo que a ella respectaba, aquella particular obra de arte lo hacía mucho más sensual, seductor, misterioso. Sintió la imperiosa necesidad de tocarlo, de ver si era tan sedoso como aparentaba. Sin el más mínimo resto de sentido común, estiró la punta de un dedo sobre el felino, pero el doctor la detuvo agarrándola de la muñeca.


–Normalmente te diría que siguieras tocando, pero no estoy seguro de que sea una buena idea. A menos que te des cuenta de que estás jugando con fuego.


Paula dirigió la mirada al bulto bajo los vaqueros de él, que estaban blanqueados en zonas difíciles de ignorar. Le ardió la cara por la vergüenza, por olvidarse de quién era, de con quién estaba, de lo que estaba haciendo. De nuevo.


Retiró la mano, pero no fue capaz de mirarlo a la cara.


–Lo siento, es solo que…, no sé, parece tan suave.


–Créeme, no lo es –dijo él en tono agrio.


–¿Es una pantera?


Él se miró el tatuaje y Paula no pudo evitar mirar también. 


Los músculos del abdomen de Pedro se tensaron cuando se pasó un dedo robusto por el lomo del felino, como había hecho ella, que sintió un escalofrío.


–Es un jaguar. Mi onen, o eso es lo que me dijo mi madre.


–¿Tu qué?


–Onen –repitió él, y se lo explicó mientras se volvía a poner la ropa y la goma del pelo, para el desagrado de Paula–. Mi animal, o el animal que me fue asignado al nacer. Mi madre era de ascendencia maya y creía en la tradición.


–¿Así que eres maya?


–Eso y otras muchas cosas. De la realeza española, por lo que sé, de un misionero blanco de hace un par de generaciones. Mi familia tiene una larga historia de amores prohibidos.


Aquello sintetizaba muy bien lo que Paula sentía por él, un hombre impredecible y enigmático que la cautivaba, le agitaba las fantasías y le mantenía el pulso errático.


–¿Y dónde está tu madre ahora?


–Murió hace unos años –dijo él con tristeza–. Era una mujer buena; un poco equivocada en sus creencias, pero muy buena con la gente que pasaba apuros.


–¿Como su hijo?


–No te equivoques conmigo, Paula –dijo él con sonrisa cínica–. Disfruto de mi éxito y de todo lo que conlleva.


–Pero ayudaste a los Gonzáles sabiendo que no tenían seguro ni mucho dinero.


–Hago eso de vez en cuando, pero también tengo pacientes que pagan. No estoy en contra de hacer dinero.


Paula pensó que su ex marido habría dicho exactamente lo mismo, solo que él habría optado por estratagemas para hacer dinero rápido y no por un trabajo honrado.


La conversación fluía y Pedro Alfonso seguía observándola con su mirada penetrante, como si necesitara interpretar sus sentimientos, descubrir su alma. Ella se esforzó en sacar más conversación pero le costaba asimilar los pensamientos mientras él la seguía mirando, ahora a los labios. Pensó que al menos no había mencionado la otra noche.


–Respecto a la otra noche… –dijo él, como si le hubiera leído la mente.


–¿La otra noche? –repitió ella, como ni no supiera de qué estaba hablando.


–Sí, Nochevieja. Me cuesta creer que no te acuerdes porque yo no he podido olvidarlo, «querida».


Ella se encogió de hombros, tratando de mostrar indiferencia a pesar de que se tambaleaba tanto por fuera como por dentro, como reacción a su declaración y a la expresión de cariño.


–Pensé que a lo mejor no me habías reconocido –confesó ella, aunque en el fondo le emocionaba que así hubiera sido.


–No lo hice al principio, hasta que sonreíste –afirmó él, y le pasó un dedo por el labio inferior–. Tienes una sonrisa preciosa, unos labios preciosos.


Paula no pudo ignorar las cosquillas que le producía en el labio o el corazón que le latía con gran fuerza.


–¿Siempre besas a mujeres que no conoces? –preguntó, alzando la voz.


–Normalmente no –respondió él, tomándole la mejilla como había hecho aquella noche–, pero me pareció que no te vendría mal algo de compañía.


–Estoy acostumbrada a estar sola –dijo Paula, que tuvo que hacer acopio de fuerzas para resistir el reclamo–. Lo cual no quiere decir que no lo agradeciera.


–¿Es eso todo lo que sentiste, gratitud?


No podía describir lo que había sentido cuando la había besado, lo que sentía en aquel momento con él tan cerca, con la mano en su cara, la mirada fija en su boca y su voluntad totalmente tomada por él. Entonces él bajo la cabeza muy lentamente y la besó con suavidad, no más que una provocación, un tanteo, pero que la dejó con un deseo como el que nunca había sentido.


El sonido de una sirena rompió el momento. Paula se apartó de Pedro y se dirigió a la ventana para observar la escena, tanto como para recuperar el aliento. Tres coches patrulla aparcaron en la acera frente al edificio y varios agentes armados se precipitaron en la entrada. Nada que no hubiera presenciado antes.


Entonces sintió una mano amable sobre el hombro.


–No estás segura aquí, Paula.


–No tengo elección –contestó ella mientras se abrazaba a sí misma.


–Sí tienes elección –la contradijo él, tomándola del brazo, intranquilo.


–Te puedo asegurar que no. He buscado por toda la ciudad otro sitio donde vivir y no he encontrado nada que pueda pagar.


–A lo mejor no has mirado en el lugar adecuado.


–¿Qué quieres decir?


–Esto puede sonar a locura –empezó él, soltándola y dando un paso atrás–, pero puedes vivir conmigo.


–Creo que no, doctor Alfonso.


–Me llamo Pedro, y deja que me explique. Tengo una casa antigua restaurada en un buen vecindario. Hay una habitación muy agradable en el ático del tercer piso. Es bastante grande y muy cómoda, con baño privado. La mujer a la que le compré la casa la usaba como sala de lectura. Estarás a gusto, y a salvo.


A Paula no le importaba lo tentador que sonara; no se sentiría a salvo, al menos desde el punto de vista emocional, viviendo en la misma casa que Pedro Alfonso, aunque fuera una mansión. Él solo ya representaba una tentación inmensa, una amenaza a su salud mental y a sus sentimientos.


Ella no tenía intenciones de tener una relación con otro hombre por el momento, aunque fuera un doctor de éxito, pues ya creía tener suficientes preocupaciones.


–De verdad te agradezco la oferta, pero apenas te conozco.


–Me conoces lo suficiente como para saber que tengo las mejores intenciones.


–¿Por qué harías eso por mí?


–Porque me preocupa tu seguridad.


–Pero si casi no tengo dinero para pagar esto –dijo ella, agitando la cabeza–. Mi madre vive de una pensión y tengo que mandarle dinero para mi hijo. Tengo un montón de facturas, gracias a mi ex, y…


–Puedes pagarme de otra forma, que no sea con dinero.


–No voy a ser tu…


–Déjame decirlo de otra manera. ¿Sabes cocinar?


–Soy conocida por un par de platos.


–Me gustaría eso de vez en cuando. Desde luego supera a la pasta envasada y los congelados.


Paula luchó con todas sus fuerzas contra la necesidad de aceptar. Luchó contra el encanto de su tentadora mirada color ámbar y su sonrisa de renegado. Luchó contra sus anhelos, que se estaban dando a conocer por primera vez desde hacía mucho tiempo. No sentía que pudiera verlo diariamente y mantener a raya todas sus necesidades.


–De nuevo, en serio que agradezco tu oferta, pero no puedo aceptarla.


Entonces él sacó una foto del bolsillo trasero del pantalón y se la dio.


–Si no lo haces por ti, hazlo por él.


Paula se quedó mirando un rato la foto de Jose, que creía haber perdido.


–¿Dónde la has encontrado? –preguntó al fin, pues el impacto le había roba la voz.


–En el salón de bailes. Vi cómo se te caía, pero para cuando llegué ya te habías ido.


Paula se pegó la foto al corazón, realmente agradecida de haberla recuperado. Tenía muchas fotos de su hijo, pero aquella era sin lugar a dudas su favorita. Miró a Pedro a los ojos, en los que encontró ternura.


–Te debo mucho por esto.


–Se lo debes a tu hijo, Paula. Él merece que su madre esté sana y salva hasta que podáis estar juntos. Yo te ofrezco esa posibilidad.


Aquellas palabras le hicieron reflexionar; tenían mucha lógica. Sabía que debería estar molesta por haber utilizado a su hijo para confundirla, pero también que lo que le estaba diciendo era verdad. Vio la inocente mirada de su hijo, su dulce sonrisa, y de repente sintió que habían tomado la decisión por ella.


Levantó la mirada para toparse con la de Pedro Alfonso y se encontró víctima de su carismático tirón, como si él solo tuviera el poder de moldear su voluntad y su desgarrado corazón. Pero no podía permitir que aquello sucediera.


–Meditaré tu oferta, pero si decido aceptar será por mi hijo.







CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 8





Pedro condujo despacio por las estrechas calles, sorprendido por el lugar al que Paula consideraba su hogar. No es que no hubiera visto nunca nada igual; de hecho lo había vivido hasta cumplir los quince. Pero entonces la buena suerte había sonreído en favor de su futuro y él había ascendido en el mundo, un mundo al que nunca se había adaptado del todo.


Pasó las filas de apartamentos destartalados y casitas de madera y notó una ingente actividad en las calles, que no parecían muy legales.


–¿Vive sola?


–Sí –contestó ella.


–¿No tiene niños? –preguntó él entonces, pensando que quizá se había equivocado.


–La verdad es que tengo un hijo.


–Pero no vive con usted.


–No.


–¿Vive con su padre? –siguió preguntando, lleno de curiosidad.


–No, vive con mi madre en Texas.


–Eso está muy lejos.


–Sí, pero de momento no tengo otra opción.


–¿Por qué no? –preguntó Pedro, roto por la desesperación en la voz de la joven madre.


–Mire dónde vivo. Ya es difícil para un adulto, imagínese para un niño.


–Entonces, ¿por qué no vive con su madre?


–Ojalá pudiera, pero no puedo. Apenas hay oportunidades de trabajo en mi ciudad natal. Tengo un montón de deudas y trabajar en una gran ciudad me da un sueldo más alto. Espero recuperarme en un año, encontrar un sitio mejor y que mi hijo pueda volver conmigo –le explicó, y señaló–. Por aquel callejón. Puede aparcar al lado de mi coche, es el blanco feo.


Pedro giró el pick-up por el pavimento lleno de agujeros y lo aparcó donde ella le había indicado. Detrás había un edificio marrón de ladrillo de tres plantas, con las contraventanas rotas y rejas en las ventanas. El maltrecho césped estaba lleno de escombros, al igual que el callejón, con varios neumáticos apoyados contra el edificio entre botellas de cerveza rotas.


–Bienvenido al paraíso –comentó Paula al abrir la puerta.


Pedro salió y pisó algo duro. Al mirar vio una jeringuilla usada bajo su bota y agradeció haber pisado el plástico y no la aguja. Le dio una patada y se acercó al coche de ella.


–¿Qué le pasa? –preguntó.


–No lo sé, no arranca.


–Levante el capó.


–¿Qué?


–Levante el capó. Voy a echar un vistazo.


Sin mucha convicción Paula sacó las llaves del coche y lo abrió para meterse y tirar de la palanca. Pedro levantó el capó, pero la tenue luz de la farola no iluminaba lo suficiente.


Ella se unió a él delante del capó y se inclinó sobre el motor al lado del doctor, a quien tenerla tan cerca no lo ayudó a concentrarse.


–No veo –dijo–. Necesito una linterna.


–No hay ninguna en el coche.


–Debería llevar siempre una linterna. Yo tengo una en el mío.


–Supongo que siempre va preparado.


–Siempre –repuso él con una amplia sonrisa–. Para todo.


Pero no había estado preparado para ella, y menos para la inmediata reacción de su cuerpo cuando ella se había puesto tan cerca, o para su necesidad de besarla de nuevo.


–¿Cuál es el suyo? –preguntó, mirando al edificio.


–Segunda planta, apartamento 202.


–Le propongo una cosa. Usted suba a preparar café y yo miro a ver si puedo hacer algo.


–De verdad no tiene que hacerlo. Además, no tengo con qué pagarle.


–Puede pagarme con café –contestó él.


–Pero…


–No hay discusión. Y dese prisa; me voy a quedar dormido si no tomo cafeína pronto.


–De acuerdo, lo bajaré.


–Ya subo yo por él.


–¿Está seguro? –preguntó ella, algo más que preocupada.


–A no ser que quiera que suba ahora a vigilar la zona, no sea que haya más criminales esperándola.


Considerando los alrededores, Pedro pensó que aquello bien podría ser cierto, y odió la idea de que aquella mujer tuviera que ir sola a aquel lugar todas las noches.


–Estaré bien hasta que llegue –dijo ella, y se dirigió hacia la entrada.


Él se quedó mirándola, observando el contoneo de sus caderas bajo los vaqueros tan bien ajustados, y pensó que estaba mejor que bien. Y que él tenía un gran problema.



CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 7




–Bonita noche, ¿verdad?


Paula miró al hombre que se había sentado en el banco de la parada de autobús donde ella esperaba. Estaba tan absorta en sus pensamientos, todos sobre Pedro Alfonso, que ni siquiera había notado su presencia hasta aquel momento. 


Era un hombre grande y corpulento, con la cara sonrosada cubierta por una barba rojiza. Llevaba tan solo un chaleco vaquero, ridículo para el frío que hacía, que dejaba ver los tatuajes que le recorrían los enormes brazos y que formaban una tela de araña azul y le cubrían casi cada centímetro de
piel.


De pie al otro lado del banco había otro tipo desaliñado que parecía un espantapájaros, con una gorra y una camiseta de franela raída, aspecto lechoso y que mostraba una ristra de dientes amarillos. El olor a cerveza y tabaco solapaba la brisa de enero, tanto que Paula sintió náuseas.


–¿Le importa que se siente mi amigo? –le preguntó el hombre grande, señalando a su compañero con la cabeza.


Antes de que Paula pudiera protestar, el segundo se había sentado al otro lado. De pronto estaba flanqueada por dos delincuentes infames.


Paula fijó la mirada al frente y con el rabillo del ojo fue consciente de que los dos hombres la observaban fijamente.


–¿Quieres fumar, nena? –preguntó el delgaducho con voz ronca.


–No, gracias –contestó ella, que se apretó más los brazos que tenía cruzados y lo fulminó con una mirada de desdén.


–A lo mejor quieres bajar a tomar una cerveza con nosotros –dijo el grandullón–, dar un paseo por el lado salvaje.


–No bebo.


–Oh, vamos. Todo el mundo necesita una copa de vez en cuando –replicó el «ogro», que se acercó más a ella y le tocó la pierna con su enorme muslo.


Por su aliento, Paula pensó que probablemente ya se había tomado unas cuantas y sintió un escalofrío.


–Yo no.


–Eres muy dulce –le dijo el tipo, acercando más la cabeza a su hombro.


Paula saltó del banco y se puso frente a ellos, tratando con todas sus fuerzas de ocultar el miedo tras una fachada de dureza que desde luego no sentía.


–No se fíe de las apariencias, señor, puedo ser muy desagradable si tengo que serlo.


–Apuesto a que también puedes ser muy mala –gruñó el mismo, mientras el delgado se reía.


Paula metió la mano en el bolso y entonces recordó que no había metido el spray la noche anterior al cambiar de bolso. 


Se giró hacia la calle, pero manteniendo a los dos a la vista, maldijo su estupidez por no haber salido del lugar a la primera señal de problemas y se preguntó una vez más dónde estaría el maldito autobús.


Entonces sintió un movimiento y después el peso de un enorme brazo alrededor del cuello y una mano en el hombro. 


Paralizada por el miedo, pensó en darle una patada en la entrepierna y correr hasta el hospital Pero entre medias estaba el aparcamiento, uno enorme con tan solo unos pocos coches y probablemente menos gente.


Decidió que no correría, no les permitiría que vieran su miedo. Con un suspiro, se quitó el brazo del hombro y se puso a un lado.


–Mira, no me interesa ni una cerveza ni pasar un buen rato. Voy a casa con mi marido policía. Así que si yo fuera tú, me guardaría las manos antes de meterme en líos.


–Yo haría lo que dice la señorita, porque si ella no se encarga de ti, lo haré yo.


Paula desvió la mirada de sus atacantes a Pedro, que estaba de pie detrás del banco con las manos en los bolsillos de una cazadora de cuero negra, con una mirada oscura e intensa. Parecía una fiera lista para saltar.


Entonces rodeó el banco y se puso entre Paula y los asaltantes.


–Moveos, «amigos». Buscaos a otra.


La pareja lo miró. El grande era unos centímetros más alto que el médico e igual de amenazador.


–A lo mejor no queremos a otra.


Pedro abrazó a Paula de forma protectora y entonces ella oyó un «clic» y se dio cuenta de que alguien había sacado un cuchillo o una navaja. Se le formó un nudo en la garganta y se quedó paralizada. Se dio cuenta de que era el doctor el que tenía el cuchillo cuando el gigante miró la mano que ella no veía y se echó hacia atrás; parecía un paranoico.


–Vale, llévatela. Tampoco es tan fantástica –dijo, y se volvió, con su compañero pisándole los talones y mascullando.


–Poli loco.


Pedro puso las manos sobre los hombros de Paula y la giró hacia él.


–¿Está bien? –le preguntó, preocupado.


–Lo estaba manejando bien.


–A mí me parece que era él el que lo manejaba todo.


–Estoy segura de que era inofensivo. Desde luego no ha podido huir de usted lo suficientemente deprisa. Además, quizá haya sido el cuchillo.


Pedro le quitó la mano, sacó el arma en cuestión de la chaqueta y abrió la larga hoja con un «clic».


–La tengo desde los trece años. Está sucia y oxidada, pero parece que aún puede hacer algo de daño –dijo, y se la volvió a guardar en el bolsillo.


–Obviamente ha sido suficientemente convincente –dijo.


–Eso o quizá crea que soy su marido trabajando de paisano. ¿Es verdad?


–Estoy divorciada y no, no era policía. Lo más probable es que mi ex les hubiera dado dinero para que me dejaran en paz; eso si no hubiera decidido dejar que me llevaran.


Paula se calló de repente. Nunca le había hablado a nadie de forma tan abierta sobre Adam. Y no le apetecía mucho mostrar su resentimiento.


–Parece que se libró de una buena –comentó el doctor.


–¿Qué hace aquí? –le preguntó entonces Paula, que no comprendía la repentina aparición de Pedro Alfonso, por mucho que la agradeciera.


–Vine a buscarla, y me alegro de haberlo hecho.


–¿Le pasa algo a la señora Gonzáles? –que también se alegraba, aunque no lo admitiría.


–No, está genial.


–Entonces, ¿qué puedo hacer por usted?


–Pensé en tratar de convencerla para que tomara esa taza de café conmigo –dijo, y se quedó mirándola un rato–. ¿Seguro que está bien?


–Estoy bien, de verdad.


–Está temblando.


–Tengo frío –mintió.


Él se quitó la chaqueta y se la puso a ella sobre los hombros. Olía a cuero y al aroma picante que había llenado sus noches de fantasías.


–¿Mejor? –preguntó Pedro.


–Mucho, pero ahora usted va a tener frío.


–No se preocupes por mí, casi siempre tengo calor.


Paula no tuvo respuesta para aquello, al menos no una verbal, pues en aquel preciso instante su respuesta fue un calentón.


–Intuyo que no tiene coche –dijo él.


–Tengo, pero está en casa, roto.


–Entonces la llevo.


En aquel momento llegó el autobús, haciendo chirriar los frenos y soltando humo.


–No es necesario, ya tengo transporte.


–¿De verdad quiere subir? –preguntó Pedro, señalando con la cabeza a los dos matones, que se estaban montando en el autobús.


–Bueno, la verdad…


–Prometo que llevaré las manos en el volante –dijo él, levantando las palmas–. Estará a salvo conmigo.


Paula no se sentía en absoluto a salvo con él, y no porque supusiera una amenaza física, o al menos no la amenaza que resultaban el par de granujas. Pero había algo peligroso en Pedro Alfonso, un peligro del que podría disfrutar, un peligro que debía ser lo suficiente inteligente como para evitar.


Tampoco le gustaba la idea de que Pedro viera dónde vivía, un vecindario lleno de crímenes en las afueras de la ciudad. 


Pero más que todo, le aterraba la idea de subirse al autobús con dos personajes bastante cuestionables, así que sin darse cuenta aceptó.


–Sí, si no es mucho problema.


–En absoluto –contestó Pedro, con una sonrisa completa, una explosión sensual.


Paula deseaba poder creer que no se estaba metiendo en líos con el doctor Pedro Alfonso.