miércoles, 12 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 9




Una hora más tarde, perpleja y llena de preguntas, Paula salió con Pedro de la consulta. Tras contestar con detalle a las cuestiones que el doctor Taylor le había planteado, y escuchar la información que él le había ido revelando, ella había llegado a respetarlo y admirarlo. Estaba embarazada. Iba a ser madre... era madre. Apenas podía contenerse.


—Espera un momento —rogó mientras Pedro, inconsciente por completo de su estado, tiraba de ella.


—Claro —contestó él apoyándose en la barandilla del porche, sin soltar su mano.


Por su forma paciente de esperar, ella observó que Pedro comprendía la importancia del momento. Las vidas de ambos cambiarían de forma radical, pero debía calmarse y volver a la normalidad. ¿La normalidad? Paula se mordió el labio. En realidad, era ya otra persona. Ser madre significaba anteponer al bebé a cualquier otra cosa. Siempre había sido independiente, saliendo y entrando cuando quería, tomando decisiones... ¿Cómo se las arreglaría? Alzó el rostro al cielo, mirando hacia un futuro en el que era inexperta. Tras años de confianza en sí misma, de éxito, sentirse inexperta era toda una novedad, y no precisamente halagüeña. No sabía nada acerca de bebés, y no tenía a nadie para ayudarla a salir adelante.


—Mira, ¿qué te parece? El arco iris —musitó Pedro alzando la vista al horizonte—. Es de lo más apropiado, un símbolo de esperanza en el futuro.


Para él era fácil. Solo tenía que aparecer cada sábado con un regalo. Unos cuantos arrullos sobre el cochecito y hasta la semana siguiente. Ella, en cambio, pasaría las noches sin dormir, rodeada de pañales, temerosa de cometer un error... 


Pero tenía que superar el miedo. Al fin y al cabo, se llevaría la mejor parte. Su hijo confiaría en ella, lo sostendría en sus brazos, tendría alguien a quien amar... De pronto, el cuerpo de Paula se relajó, inundándose de serena felicidad. Estaba feliz de su embarazo y aprendería a ser madre, como el resto de las mujeres del mundo.


No, esa no era su mayor preocupación. Su mayor preocupación era él. Lo echaba de menos, y con el tiempo sería cada vez peor. Pedro la hizo volverse con un gesto amable y paciente, cargado de dolor, posando las manos sobre sus hombros y diciendo:
—Pobre Paula. Te has llevado un buen susto, ¿verdad? Ha sido tan inesperado... y precisamente ahora. ¿Te encuentras bien?


—No, estoy inquieta.


—¿Estás... contenta?


Por un segundo, la expresión de Pedro fue de tal vulnerabilidad que Paula sintió el corazón rebosante de amor por él. Incapaz de contenerse, cerró los ojos y alzó el rostro hacia él. Su boca le rogaba que la besara, que la abrazara, que fuera el padre de su hijo... Paula sintió que algo se movía y abrió los ojos. Él la tomó con fuerza de la barbilla. 


Ella protestó, pero después se dejó llevar por el jardín hasta la puerta.


—Tengo cosas que decirte —anunció él de forma escueta—. Hace mucho que no hace tan buen tiempo, así que sugiero que demos un paseo y aclaremos las cosas. Tenemos mucho que discutir.


—¿Por ejemplo?


—Creía que era obvio. Lo fundamental es que debemos separarnos —explicó Pedro con frialdad, haciendo una pausa y esperando a que ella cerrara la puerta.


—Creía que ya nos habíamos separado.


—Aún seguimos atados el uno al otro.


Paula se detuvo en seco, de espaldas a la puerta. Él hablaba de divorcio, de los detalles de la separación... El corazón le dio un vuelco. De pronto, observó la placa de bronce sobre la puerta.


—Es extraño, este médico es además homeópata —comentó Paula, sorprendida.


—Sí, no sé cómo no nos hemos marchado antes de entrar en la consulta. Lo siento, no me di cuenta. Te pediré hora con otro médico...


—No, no importa —aseguró ella—. Me gusta. Tengo la impresión de que le preocupa lo que siento, y eso es toda una novedad. Además, me interesa mucho su opinión. Quiero que este niño nazca sano y salvo —añadió llevándose la mano al vientre—. De ahora en adelante, quiero evitar riesgos. Y confío en el doctor Taylor, en los remedios naturales que me ha sugerido. ¿Sabes una cosa? Me siento mejor.


—¿Y qué me dices respecto a la nutrición? —preguntó Pedro, vacilante.


—¿Comida fresca?, ¿sin colorantes ni conservantes? Tiene sentido.


—Um... pero necesitarás medicamentos durante el parto...


—No, tengo fe en el tratamiento del doctor Taylor, Pedro, creo que tiene razón cuando habla de utilizar remedios naturales. No quiero que mi hijo nazca con el cuerpo repleto de productos químicos —declaró Paula.


—Lo que tú digas, pero te lo advierto: si ocurre algo en el parto, si nuestro hijo corre peligro, intervendré.


—¿Tú... ?, ¿es que piensas estar presente... ?


—¿En el parto? ¡Por supuesto! Tengo un interés personal, ¿recuerdas?


Ella parpadeó y echó a caminar en dirección al pueblo, tratando de hacerse a la idea. Aquel sería un momento muy íntimo, y para entonces Pedro estaría viviendo con Celina.


Paula sintió celos. El parto estaba previsto para la tercera semana del mes de enero. Él dejaría a Celina para observar a su hinchada ex mujer gritar y respirar con esfuerzo, tumbada en una posición humillante.


—Puedes esperar en el pasillo. ¿No quiero que estés presente!


—¿Por qué?


Por vanidad. Era una humillación. Además, su presencia le recordaría lo que podría haber sido en un momento de gran vulnerabilidad. Quizá, en un instante de desesperación, incluso fuera capaz de rogarle que volviera con ella. Y él observaría horrorizado su cuerpo, con un gesto de repugnancia, acabando de una vez por todas con su orgullo y su confianza en sí misma.


—Porque para entonces tú ya no serás mi marido. Quiero que la persona que esté conmigo en ese momento sea alguien que esté muy cerca de mí.


—¿Como quién, por ejemplo?


—¿Y cómo voy a saberlo? Mi madre, quizá. O un amigo, si es que para entonces me he enamorado...


—¡Estás embarazada!, ¡no puedes hacer eso! —gritó Pedro, atónito.


Paula gruñó. ¿Cómo era posible que hubieran acabado discutiendo semejante tontería? De pronto, se veía en la necesidad de mantener su posición.


—Los sentimientos son inevitables, Pedro, es algo que ocurre. No puedes manejarme. Es posible que conozca a alguien, y no voy a echar a perder esa oportunidad solo porque esté embarazada.


—No sabía que pudieras cambiar tus sentimientos con tanta facilidad —alegó él—. Tu forma de hablar dice mucho sobre la superficialidad de tu supuesto amor por mí.


La situación era intolerable. Paula estaba acorralada, decía cosas que ni siquiera pensaba. Jamás había amado a nadie como amaba a Pedro. Y le molestaba que él la malinterpretara y juzgara, solo por el hecho de imaginar un amor futuro en su vida. Era él quien le había sido infiel.


—Yo podría decir lo mismo de ti. Tu aventura con Celina no encaja precisamente con la idea de un amor profundo y de un fuerte compromiso matrimonial.


—Yo no he tenido ninguna aventura —negó él.


—Sigues negándolo, ya veo. Bien, lo admitas o no, hemos terminado. Soy realista. Voy a seguir adelante. El pasado queda atrás, estoy dispuesta a buscar la felicidad en otra parte.


—En otro hombre.


—Sí —afirmó Paula alzando la cabeza desafiante—... algún día.


—Comprendo.







EL ENGAÑO: CAPITULO 8




A LOS TRES días, Pedro canceló todas sus citas volviendo loca a su secretaria.


—No puedes permitirte el lujo, ahora que Celina se ha marchado —señaló Diana—. Tienes contratos que firmar, tratos que hacer...


—Lo sé, y no sé cómo me las voy a arreglar sin ella —contestó Pedro suspirando—. Lamento mucho ponerte en esta situación, Diana, pero esto es importante. Necesito tiempo. Luego, si hace falta, trabajaré veinticuatro horas al día para recuperar el tiempo perdido. Prométele a todo el mundo que realizaré sus encargos...


—¿Y qué te parece si llamo a Celina a su casa y hablo con ella? —sugirió Diana.


Él se puso tenso. Las dos horas que había pasado con Celina habían sido como una pesadilla, y no tenía intención de repetir la experiencia.


—No, el trabajo ha sido agotador, y ella se ha puesto hecha un basilisco.


—Sé lo que significaba para ti —comentó Diana poniendo una mano sobre el brazo de Pedro—. Y lo siento. Pero no te preocupes; yo llamaré a los clientes y guardaré el fuerte hasta que vuelvas a sustituirme.


—Gracias, aprecio mucho tu gesto —se despidió él.


Alterado, decidido a mantener una actitud gélida, Pedro entró en la casita de madera de la consulta del médico y encontró allí sola a Paula, con el rostro pálido y muy nerviosa. Pero él supo mantener el tipo. Asintió con brevedad y escogió una revista, a la que no prestó ninguna atención. Luego, lanzó una mirada a hurtadillas a su mujer y, de pronto, de manera inesperada, sintió que su cuerpo se derretía.


—No es el Tribunal de la Inquisición —murmuró él, seco, tratando de adivinar hasta qué punto estaba asustada


—Ojalá, lo preferiría.


—Pues si quieres, yo mismo te preparo uno —ofreció Pedro tratando de animarla.


Paula ni siquiera lo miró. Respiraba con pesadez, muerta de pánico, haciendo vibrar el vestido de color rojo de forma seductora, mientras Pedro trataba una vez más de construir muros de defensa en torno a su corazón y se concentraba en la revista.


—Este médico no es muy conocido —comentó ella en voz baja.


Pedro miró a su alrededor. La sala estaba vacía. Eso lo preocupó. Ni siquiera había recepcionista. Si el médico no salía de inmediato para pedirles que pasaran, agarraría a Paula del brazo y la llevaría a otro especialista. No importaba cuánto costara. Ella tendría el mejor médico.


—Quizá todo el mundo esté sano por estos alrededores —sugirió él tratando de ocultar su miedo.


—Esto no parece una sala de espera —se aventuró ella a decir, tratando de mantener la conversación.


Pedro interpretó correctamente aquellas palabras. Paula necesitaba distraerse. Dejó la revista e hizo esfuerzos por desviar su atención.


—Es la consulta más acogedora en la que he estado nunca. Si todas las salas de espera son así, con sillones y sofás, supongo que los pacientes deben sentirse muy bien. No comprendo cómo no está lleno de gente, hablando del tiempo y del recalentamiento de la Tierra.


—Bueno, supongo que en realidad este es el salón de la casa del médico —sugirió Paula calentándose las manos ante la chimenea.


—Bien, entonces hagamos como si estuviéramos en casa, ya que esa es la intención del médico. Ese café tiene una aroma irresistible —añadió Pedro acercándose a un aparador antiguo, bajo una ventana, con una bandeja preparada con refrescos—. ¿Quieres?


—¿Crees que debo?


¿Y cómo iba él a saberlo? Su ignorancia sobre lo que debía o no debía hacer una mujer embarazada, ¿no debía asustarlo? Aunque, a decir verdad, ni siquiera sabía si Paula estaba embarazada. Sin embargo, Pedro sabía y sentía, muy dentro de sí, que aquel bebé era lo más importante de su vida. Más de lo que nunca hubiera imaginado.


—Quizá puedas probar alguno de estas infusiones de frutas —sugirió dándose la vuelta y leyendo las etiquetas—. Camomila, frambuesa, jengibre, limón...


—Camomila. Creo que es sedante —contestó ella.


A falta de algo más fuerte, él se decidió por el café. Le pasó la taza a Paula, cuyas manos temblaban, y se la sostuvo al ver que no dejaba de tintinear contra el plato. Ella dejó quietos los dedos por un momento, y Pedro deseó estrecharla en sus brazos, acariciar su sedoso pelo, besar sus labios trémulos... Incluso llegó a imaginar que el aire, entre ambos, se había cargado de deseo, que ella lo anhelaba y que a duras penas conseguía reprimirse.


Era un estúpido. Tal y como ella había dicho, si quedaba alguna chispa entre ambos, o bien era producto de su imaginación o bien era una mera reacción física del cuerpo de Paula. Porque su mujer estaba decidida a divorciarse. 


Con brusquedad, Pedro apartó la mano, dejando la taza a su suerte. Y tardó en calmarse. Lamentaba tener que estar con ella. Cuanto menos tiempo pasaran juntos, mejor.


—Es una casa bonita, ¿verdad? —continuó él—. Supongo que no es muy corriente encontrar una consulta médica en una casita de campo con jardín —divagaba de forma estúpida, reflexionó Pedro. Pero no importaba. Cualquier cosa con tal de evitar estrechar a Paula en sus brazos y reconfortarla—. El café es bueno. Es sorprendente que el médico pueda tratar así a sus pacientes, teniendo tan pocos...


Pedro se giró, alertado por el movimiento brusco de Paula, que había dejado la taza sobre una mesa y se había puesto en pie.


— No puedo entrar! ¡ No puedo...!


—Señora Alfonso, señor Alfonso, bienvenidos —los saludó un hombre de pelo cano que salió en ese momento de otra habitación—. Solo tardaré un segundo.


Ella tragó saliva. El médico siguió conversando con su paciente. Para sorpresa de Pedro, Paula lo tomó de la mano.


—Parece un buen tipo —musitó él tratando de animarla, mientras ella le apretaba cada vez más fuerte la mano—. ¿Te sientes mal?


—No, solo aterrorizada —sonrió Paula brevemente—. ¿Puedo cambiarlo por un Tribunal de Inquisición?


—Demasiado tarde, nos toca.


—Bueno, es un placer —declaró el sonriente doctor tras despedir a su otra paciente, cerrando la puerta y prestándoles toda su atención—. Vamos a ver... han comprado ustedes la casa de Deep Dene, ¿verdad? Es una casa preciosa. Serán ustedes muy felices cuando terminen las obras. Pasen, pónganse cómodos. Creo que tengo unas galletas de chocolate por alguna parte...


Al darse la vuelta el médico, Pedro desvió la vista hacia Paula. Ella esbozó apenas una sonrisa y volvió a echarse a temblar. El corazón de él también latía con furia, pero se encogió de hombros y respiró hondo.


Rogaba con toda su alma por que ella estuviera embarazada. De ese modo, al menos, algo se salvaría del desastre. Durante su vida matrimonial con Paula, Pedro había aprendido que su corazón rebosaba amor, que necesitaba ofrecérselo a alguien. Lo desviaría hacia su hijo, y así no tendría que sufrir el tormento de entregárselo a alguien que lo despreciaba.


Él apretó la mano de Paula, sin saber a ciencia cierta si era su consuelo o el de ella el que buscaba. Se sentó junto a ella en un sofá y observó al médico tomar asiento en un sillón, de frente. ¿Cuántas veces en la vida lo habían rechazado, le habían devuelto su amor, arrojándoselo a la cara? ¿Cuándo aprendería? Pero todo sería diferente con su hijo. Era la única persona en la que podría confiar. Entablarían un lazo tan fuerte que nadie podría romperlo. Esa era su única esperanza, su única oportunidad de disfrutar de un amor incondicional.


—Bien, señora Alfonso —continuó el médico sonriente, ofreciéndole una galleta—. Dígame qué le preocupa.


Paula tomó una galleta y la mordisqueó ausente, antes de contestar:
—Es posible que esté embarazada.


—Comprendo —sonrió el doctor Taylor—. Y eso, ¿sería bueno o malo?


—¡Bueno! —estalló Pedro—. Estamos ansiosos por saber si es cierto, si todo va bien... el niño, Paula...


—¿Señora Alfonso? —murmuró el doctor, asintiendo en dirección a Pedro—. Parece usted alterada.


Pedro notó lo observador que era el doctor. Los estaba juzgando. Al ver que el médico se fijaba en sus manos, ténsaselas relajó sobre el regazo con un gesto poco convincente y esperó ansioso a que Paula contestara. No conseguiría engañar al médico, comprendió Pedro. Se había dado cuenta de lo nerviosos que estaban los dos.


—Ha sido una sorpresa, no habíamos planeado... pero... me sentiría terriblemente desilusionada si no lo estuviera —contestó por fin ella, soltándole la mano.


El médico se la llevó hacia un rincón de la consulta, donde había una pantalla, charlando con amabilidad. Incapaz de permanecer quieto, Pedro trató de prepararse para la desilusión. Si se habían equivocado, y Paula no estaba embarazada, se marcharía lejos: a Canadá, a Estados Unidos, a Australia... a cualquier parte, con tal de estar lejos de ella.








EL ENGAÑO: CAPITULO 7




Una sencilla afirmación, fría, carente de toda emoción. Paula quedó petrificada al oírla, incapaz de pronunciar palabra.


—¡Me repugnas! —gritó ella, histérica, preguntándose si su estado de humor era el producto caprichoso de sus hormonas y tratando de controlarse—. Quiero que salgas de mi vida. Ahora mismo.


—Pues lo siento, pero pienso ir contigo a la consulta del médico. Quiero oír lo que tenga que decir. Si estás embarazada, tengo derecho a saberlo. Después saldré de tu vida. Y no apareceré más que para ver a mi hijo.


—Entonces, por el bien de los dos, espero tener un virus. ¡Porque lo último que deseo en esta vida es tener que verte con regularidad!


—El sentimiento es mutuo —respondió Pedro dándose media vuelta—. Concertaré esa cita —añadió por encima del hombro, en dirección a la puerta—. Ya recogeré mis cosas más tarde, cuando no estés en casa. Te llamaré por teléfono para decirte a qué hora es la cita. Nos encontraremos allí —añadió él marchándose con precipitación. Paula temblaba de rabia, a duras penas contenía la ira—. Y más vale que vayas porque, si no, vendré a buscarte y te llevaré a rastras. Y no se te ocurra desaparecer de la faz de la Tierra, porque te encontraré. ¡No lo dudes!


Ella escuchó el sonido de sus pisadas, bajando de tres en tres las escaleras. Se quedó inmóvil. Luego, sobrecogida, corrió a la ventana. Las luces exteriores se encendieron, transformando las gotas de lluvia en hilos de plata. De pronto, vio un paraguas. Solo podía ver las botas de Pedro en dirección al coche. Trató de recordar su imagen, cada uno de sus rasgos, su forma de sonreír, el gesto imperceptible de sus cejas...


—¡Te quiero, Pedro! —respiró horrorizada ante sus sentimientos. Lo odiaba, lo amaba. Traicionada o no, su corazón permanecía de forma inextricable unido al de Pedro


Se había entregado a él hacía demasiado tiempo. Tanto, que su corazón era incapaz de arrancárselo—. ¿Por qué me has hecho esto? Te necesito tanto...


Paula abrió la ventana para llamarlo, pero el viento se llevó sus gritos y lamentos. Él estaba demasiado ocupado con Celina y su seductora ropa interior como para molestarse en mirar para arriba, hacia la aburrida esposa a la que había engañado. Era inútil. Cerró la ventana y observó a su marido desaparecer, torturándose. Las luces del BMW iluminaron el jardín y se desvanecieron. Todo había terminado. No le quedaba nada. Excepto, quizá, un hijo.


—¿Estás ahí, hijo? —preguntó pasándose las manos por el abdomen, sintiendo renacer en ella la vida—. Yo te cuidaré. Seré fuerte, no me echaré atrás. Si estás ahí, te prometo que seré una madre modelo para ti. Pero no me vestiré de rosa —añadió sonriendo a medias—. ¿Te parece bien?


Ansiosa, Paula corrió al espejo, se levantó la camisa y contempló su propio cuerpo. ¿Era ese el aspecto de las mujeres embarazadas? Tenía la piel brillante, pero podía deberse a la intensidad del orgasmo. Juzgó su aspecto. Sus cabellos, morenos y secos, caían por los hombros con innegable sensualidad. Sus labios parecían hinchados, voluptuosos, llenos. No era de extrañar que Pedro hubiera querido besarlos.


Pero, ¿estaba embarazada? Paula suspiró impaciente. No tardaría en saberlo. De pronto, sintió un hambre voraz y corrió a la cocina. Y mientras comía, pensó que sería incapaz de soportar el embarazo sin el apoyo de Pedro. Él jamás le había fallado, y ella siempre había dado por supuesto ese apoyo. Su vida se había desbaratado.