sábado, 4 de septiembre de 2021

NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 8

 


Paula colgó reconfortada por la conversación y volvió al centro del local para inspeccionar sus nuevos dominios. El bar estaba en una primera planta, tenía ventanas tintadas que daban a la calle; en un rincón había una mesa de billar y por el perímetro había rincones y espacios para sentarse cómodamente; una pista de baile y la cabina del DJ ocupaban uno de los lados. Era un local pequeño e íntimo, pensado para una clientela selecta, con clase. Intentaría atraer a profesionales jóvenes y ricos del mundo del diseño, la moda y la televisión, así como a los jóvenes políticos y jueces. Wellington, la ciudad de Nueva Zelanda que representaba el poder y el bienestar económico, entremezclado con un toque de Hollywood.


Y supersofisticado. Paula sabía bien cuánto atraía la sofisticación. Aunque a ella le fuera indiferente, sabía fingirla como el mejor. Podía identificar una tendencia al instante. En los bares y restaurantes en los que había trabajado, había sugerido cambios en la decoración o el estilo que siempre habían resultado satisfactorios.


Volvió al despacho y buscó la lista del personal. Una hora más tarde los había localizado a todos. Un par de ellos, incluido el portero, habían buscado otro trabajo pensando que el bar tardaría un tiempo en volver a abrir. Pero Paula conocía a gente en el gremio y supo a quién llamar para cubrir los puestos correspondientes.


Su nuevo jefe suponía un incentivo en sí mismo. Por la razón que fuera, probablemente la desesperación, le había ofrecido el trabajo. Pero sobre todo, se lo había presentado como un reto. Y le correspondía a ella demostrarle que estaba equivocado si pensaba que fracasaría.



NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 7

 

Paula alargó la mano con un gesto de indiferencia por contraste con la intensidad de la mirada que cruzaron. Una vez más, fue ella la primera en desviar la suya. Era como mirar a un león dispuesto a atacar.


Le oyó bajar las escaleras con paso decidido y esperó a oír la puerta cerrarse. Sólo entonces aspiró el aire que llevaba reteniendo desde hacía un buen rato.


La tarea que tenía por delante era abrumadora.


¿Cómo demonios iba a llevarla a cabo? Necesitaba ayuda. Tomó el móvil, marcó un número y cruzó los dedos. Afortunadamente, Emma contestó al instante.


–Soy yo. Necesito que me ayudes.


–¿Estás bien, Paula?


–Sí. De hecho, tengo trabajo.


–¿Otro? ¿Dónde estás?


–En Wellington.


–Creía que te gustaba Nelson.


–Me cansé de que siempre hiciera sol.


Emma rió.


–Estás loca. ¿Cuándo vas a permanecer en algún sitio más de tres semanas?


–No lo sé. Pero este trabajo es bueno, soy encargada de un bar.


–¡Fantástico! ¿Para qué me necesitas?


–Tengo que ponerme al día en programas de gestión, pago de nóminas y hojas de cálculo, Emma –es decir, de todo lo que odiaba.


Emma rió.


–¿Qué sistema usan?


Paula miró la pantalla del ordenador y le leyó los programas del escritorio.


–Muy fáciles, Paula, los aprenderás enseguida –la animó su hermana–. Tengo un portátil de sobra; le cargaré los programas y una guía y te lo mandaré mañana mismo por mensajero.


–Me has salvado la vida –Paula le dio las señas del bar–. El resto sé cómo hacerlo, pero de esta parte no tengo ni idea.


–Paula, es increíble, pareces genuinamente motivada!


Paula miró la tarjeta de Pedro Alfonso.


–Supongo que sí. Quiero hacerlo bien, Emma.


Estaba decidida a lucirse las tres semanas que tenía por delante y demostrar de lo que era capaz. Después se iría de vacaciones.


–Me alegro mucho.




NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 6

 


Paula caminó hasta el centro del local, con sus botas repicando en el suelo de madera. Pedro fue tras la barra y encendió las luces. En lugar de prestarle atención, Paula miró a su alrededor y observó la falta de provisiones en la cámara.


–¿Cuándo quieres volver a abrir?


–El viernes.


Paula miró de nuevo a su alrededor.


–Tenemos mucho que hacer.


–Tú tienes que trabajar –dijo Pedro enfáticamente–. Yo tengo mis propias ocupaciones.


Ella se volvió a mirarlo:

–¿En las finanzas o como abogado?


Por el tono sarcástico que había usado, era evidente que no respetaba demasiado ninguna de las dos actividades.


–Abogado.


–¿De éxito?


La modestia impidió contestar a Pedro con honestidad.


–Trabajador.


Paula asintió, como si hubiera confirmado sus peores sospechas. Luego volvió a concentrarse en la sala.


–¿Dónde está el personal?


–No lo sé. En el despacho que hay en la parte de atrás hay una lista. Les he llamado para decir que cerraríamos un par de días y que el nuevo encargado se pondría en contacto con ellos.


–Voy a ponerme manos a la obra –dijo ella, tomando un posavasos sucio de una mesa próxima.


–Ten cuidado, no vayas a agotarte.


Paula lo miró con las cejas enarcadas y sonrió con desdén.


Pedro miró la hora. Tenía que volver a la oficina antes de que Sara creyera que había desaparecido, pero le preocupaba dejar a Paula sola. Necesitaba conocerla un poco más. No conseguía descifrar qué tipo de mujer era aquélla. Resultaba una contradicción andante: superficialmente tensa y sin embargo ansiosa por complacer.


Paula lo miró fijamente. Era evidente que no confiaba en ella.


–Está bien –dijo, sonriendo–. Voy a intentar localizar al personal –al ver que el dudaba, añadió–: No te preocupes, no voy a robar el mobiliario en media hora.


Lo peor era que él la miraba como si pensara que eso era lo que iba a hacer. Paula no comprendía por qué la había contratado, a no ser que se tratara de una decisión espontánea de la que ya se había arrepentido. Y eso la irritó enormemente.


Que no hubiera durado en un trabajo más de tres meses no significaba que no fuera una buena trabajadora. Siempre se había marchado por voluntad propia. No podía negar que a veces era un poco arisca y bocazas, pero era la mejor manera de mantener a la gente a distancia, de que no se crearan demasiadas expectativas, de protegerse a sí misma.


Lo miró con resentimiento. ¿Qué derecho tenía a juzgarla? Ahí estaba, de pie, con su inmaculado traje, convencido de que no era capaz de hacer el trabajo. Y lo único en lo que ella podía pensar era en cuánto la excitaba, en las ganas que le despertaba desvestirlo, dejarlo desnudo y conseguir que su mirada de hielo ardiera. Una de tantas estupideces que había aprendido a controlar.


Él sacó una tarjeta del bolsillo.


–Llámame si hay cualquier problema. Cerraré con llave al salir.





NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 5

 


Siempre planeas tus actividades


Pedro Alfonso se apoyó en el respaldo de la silla y dejó que las palabras quedaran suspendidas en el aire: «Me quieres a mí». Era espantoso, pero había algo de verdad en ello. Y eso que era evidente que aquella mujer pertenecía, en lo que a él respectaba, a otro planeta. La miró detenidamente y sólo consiguió confirmarlo.


Parecía una hippy indómita, mientras que a él le gustaban las mujeres refinadas. Tenía un moreno que indicaba que pasaba largas horas en la playa, y su escote no dejaba a la vista ninguna marca de bikini. Borró de su mente la imagen de su cuerpo moreno desnudo y se concentró en sus largas piernas, envueltas en unos viejos vaqueros. Le habría encantado saber si la piel que había bajo ellos era tan dorada y aterciopelada como la de las manos y el cuello… Tenía que quitarse de la cabeza esos pensamientos.


Bajó la mirada hacia sus pies y se encontró con unas puntiagudas botas vaqueras con la caña repujada. No pudiendo evitar sonreír, se preguntó si tendría unas espuelas a juego, o un látigo, además del de su lengua, que obviamente sabía usar como un arma afilada.


Su currículum demostraba que era una inconstante, una típica chica necesitada de gratificaciones instantáneas. Un caso inequívoco de «sólo me importa mientras me beneficie a mí, a mí, a mí».


Pedro Alfonso estaba muy familiarizado con las mujeres y su tendencia a conquistar y desaparecer sin preocuparse del desastre que dejaban a sus espaldas. No tenían sentido de la lealtad, de la responsabilidad ni del compromiso. Por eso mismo era él quien conquistaba y quien las dejaba antes de que pudieran hacerlo ellas.


En circunstancias normales, le habría encantado decirle que no. Pero la situación no exigía a alguien permanente, sino una solución inmediata y temporal. La volatilidad de la mujer no tenía por qué constituir un problema.


La miró de nuevo y vio que ella lo observaba. Podía percibir su determinación para que le diera el trabajo, pero no fue eso lo que lo decidió, sino vislumbrar tras esa fachada a alguien desesperado porque se le ofreciera una oportunidad. Como abogado, había visto esa misma expresión muchas veces. El sentimiento de inferioridad, la necesidad de ser escuchado y de asumir riesgos aun sabiendo que serían rechazados. Era el tipo de expresión que le decidía a aceptar un cliente de forma gratuita a pesar del excesivo número de casos que llevaba, para asombro y desaprobación de los socios del bufete.


La mujer habló de nuevo:

–No tienes nada que perder. Son casi las cinco. Si quieres a alguien que empiece hoy mismo, soy tu mejor opción. Sé hacer el trabajo, deja que te lo demuestre.


Él miró el reloj. Era verdad. No le quedaba tiempo de ir a otra agencia y necesitaba que alguien empezara a limpiar aquella misma noche. Los ojos grises de la mujer lo taladraban. En ellos ardían la pasión y la determinación.


–Te doy tres semanas. Vayamos para allí.


La cara que se le puso a ella iba a ser difícil de olvidar; era imposible no responder a su luminosa sonrisa. Entonces sus voluptuosos labios le afectaron de otra manera, y en otra parte de su cuerpo, la ingle. Un mal síntoma.


–Ahora mismo –dijo.


Se puso en pie y ella saltó como un resorte al tiempo que metía los papeles en el bolso sin preocuparse de que se arrugaran. Él la observó, diciéndose que si se caracterizaba por ese tipo de torpeza, volvería a necesitarlos pronto.


Una mujer salió de la oficina trasera.


–Perdón, he tardado más de lo que esperaba –se interrumpió al ver a Pedro Alfonso–. Disculpe, ¿puedo ayudarlo?


Él arqueó las cejas, dirigiéndole la mirada desdeñosa que dedicaba a las personas ineficientes.


–Me temo que llega demasiado tarde. 


La mujer lo miró perpleja.


La nueva encargada de su bar, añadió, sonriendo malévolamente:

–Lo siento, no tengo tiempo para rellenar todos estos papeles. Ya tengo trabajo –se colgó el bolso del hombro.


Entonces se agachó y levantó algo que había dejado junto a la silla. Un maletín de violín. Pedro Alfonso dio un paso atrás y vio cómo pasaba a su lado una cowgirl con aplomo y extremadamente segura de sí misma.


Se encaminaron hacia el bar, que quedaba a cinco minutos caminando, en una zona de moda de la ciudad, donde se cruzaron con estudiantes, músicos callejeros y algunos ejecutivos.


–¿Llevas un violín de verdad o es que perteneces a la Mafia?


–¿Crees que escondo un arma en el maletín?


Pedro Alfonso sospechaba que ella era en sí misma un arma peligrosa.


–¿Sabes que eres muy confiada?


–¿Por qué?


–Porque ni siquiera sabes cómo me llamo. 


Pedro Alfonso sí sabía el nombre de ella: Paula Elizabeth Chaves, veinticuatro años, licenciada en Música, con carné de conducir vigente y un viejo coche en propiedad y poco más que decir respecto a sus actividades extracurriculares.


Paula lo miró de arriba a abajo.


–No tienes pinta de ser peligroso.


–Las apariencias engañan. Ni siquiera sabes cuánto voy a pagarte.


Paula le clavó una mirada airada.


–Sé cuánto se está pagando.


Pedro se dio cuenta de que él en cambio, no tenía ni idea. No sabía nada de aquel tipo de negocios, con la excepción del precio de una copa de vino. Si no tenía cuidado, aquella mujer abusaría de él. Que no durara tiempo en los trabajos no significaba que no fuera astuta.


–¿Cómo te llamas? –preguntó ella.


Pedro Alfonso.


En la puerta del bar, sacó las llaves y, por un instante, se preguntó si hacía bien confiándoselas a una persona a la que había conocido hacía menos de media hora. Pensó que Lara se había aprovechado de su sentido de la responsabilidad, sabiendo que haría lo que fuera para resolver cualquier problema que pudiera perjudicar su negocio. Así que tendría que supervisar a su nueva empleada. Justo lo que habría querido evitar.


Paula lo precedió en las escaleras por las que se subía al bar y él no pudo evitar seguir el sensual movimiento de sus caderas. Un motivo más de inquietud.


¿Habría seguido por primera vez los dictados de su cuerpo en lugar de los de su cabeza? Su sentido común le aconsejaba no contratarla, pero su cuerpo le decía lo contrario. Los dedos le cosquillearon con la tentación de alargar las manos y tocarla.



NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 4

 


Nunca se había sentido atraída por un hombre tipo A. Estaba sin un céntimo y necesitaba conseguir un trabajo de inmediato. Como encargada, cobraría más que en cualquier otro puesto, aunque sólo fuera por unas semanas, y la experiencia le serviría para futuros trabajos.


Abrió el bolso y sacó una copia del currículum intentando evitar que él viera que llevaba un montón. Para ocultar su nerviosismo, se cuadró de hombros y se lo pasó con un gesto ampuloso.


Él lo tomó, pero en lugar de leerlo mantuvo la vista fija en ella hasta que Paula tuvo que desviar la suya.


El silencio se prolongó mientras él se decidía a leerlo. Su rostro no traslució la más mínima reacción. Finalmente dijo:

–Se ve que tenemos algo en común.


–¿El qué?


–No te gusta comprometerte. 


Paula parpadeó.


Él volvió a leer mientras una sonrisa bailaba en sus labios, como si pensara que era divertido desconcertarla. Paula se mordió la lengua para no darle una respuesta descarada, y tomó aire.


–¿Qué te hace pensar eso?


–Que no has conservado ningún trabajo más de tres meses.


–He estado en la universidad hasta el año pasado, así que los trabajos eran temporales.


–¿Y este año?


–He estado viajando.


–¿Por qué dejaste el último trabajo?


Por lo mismo que los demás. Por aburrimiento, porque nunca le parecía que se adecuaban a sus deseos. Siempre se esforzaba por ser una trabajadora responsable, pero con fecha de caducidad.


–Puedes llamar a cualquiera de mis jefes para pedir referencias. Jamás he faltado al trabajo, ni me importa hacer turnos dobles. Cualquiera de ellos te lo dirá.


Nunca se había echado un farol tan gordo. Era buena, pero no excelente; más mediocre que excepcional. Nunca había destacado, aunque tampoco lo había pretendido. ¿Por qué esforzarse si la habían encasillado como alguien incapaz de destacar en nada? El único premio que se había merecido en toda su vida era el de la mayor idiota del mundo, lo que había despertado en ella sentimientos de humillación y de temor que habían condicionado cada intento que había hecho crearse un mundo propio. Por eso empezaba de nuevo cada vez y temía esforzarse al máximo.


–Te aseguro que puedo hacer el trabajo. Llevo años trabajando en bares y restaurantes. Conozco a los proveedores, sé lo que funciona y lo que no. Te aseguro que no te arrepentirás.


Miró al reloj. Faltaba poco para las cinco y rogó que la recepcionista no apareciera y que la fortuna, por una vez, estuviera de su lado.


–Conozco el oficio de cabo a rabo: desde la limpieza al abastecimiento y a la forma de tratar a los clientes molestos. Y sé tratar con el personal.


Paula no estaba segura de estar convenciéndolo, pero al menos él no apartaba la mirada de ella. De hecho, le costaba no dejar que su intensidad la distrajera. O sus ojos. Paula no llegaba a concluir si eran dorados o marrones con motas doradas. En cualquier caso, eran inusuales e hipnóticos. Parpadeó.


–Si quieres a alguien para dirigir tu bar, me quieres a mí.