jueves, 31 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 43

 


–No me digas que ya te quieres divorciar –Pedro levantó la vista hacia la alta figura que acababa de entrar en su despacho.


–Muy gracioso –contestó su padre antes de cerrar la puerta.


–¿No deberías estar de luna de miel? –preguntó sorprendido.


–Sólo nos fuimos el fin de semana –el hombre se encogió de hombros–. París.


–Seguro que fue muy romántico –Pedro no sentía ningún interés en conocer los detalles.


–Janine está embarazada.


Durante un largo rato, Pedro fue incapaz de mover un músculo.


–Enhorabuena –su esfuerzo por mostrarse contento era evidente–. Hace mucho que lo deseabas.


–Sí –el otro hombre sonrió encantado.


Pedro rodeó el escritorio para estrechar la mano de su padre antes de fundirse en un abrazo con él.


Una sensación de opresión en el pecho fue haciéndose más fuerte, y el ardor también.


No eran celos, ¿no?, pero no pudo evitar pensar que si Paula no hubiera sufrido un aborto, en esos momentos serían padres. De un bebé que habría tenido un tío más joven que él…


–¿Lo sabe mamá?


–Aún no –su padre lo miró con gesto culpable mientras se movía inquieto.


Pedro sabía muy bien qué sería lo siguiente.


–Me preguntaba si no podrías hablar tú con ella.


–¿Quieres que se lo comunique yo por ti?


–No quiero herirla.


–Ni yo tampoco –al fin había descubierto la razón de la visita.


–Eres su hijo.


–¿Y?


–Lo eres todo para ella.


Respuesta equivocada. Pedro no era ni de lejos lo que ella hubiera deseado, sólo una fracción, y no había bastado. Nunca.


Su padre reparó en uno de los recortes de prensa que la secretaria le dejaba sobre el escritorio. Una reseña de uno de sus más recientes casos ganados: la desagradable ruptura entre una estrella del rock y una modelo en declive. Entre ellos juntaban un par de hijos y varios millones de libras.


–Tu madre y yo la fastidiamos, ¿verdad? –su padre rió tímidamente–. Menuda estupidez siendo tú lo más valioso para ambos. Esta vez no permitiré que suceda.


Pedro desvió la mirada.


–Luché por ti, hijo. Siempre lucharé por ti.


Pero no lo suficiente. Se había esforzado mucho por ser el hijo perfecto, deportista, estudiante y profesional, por ser todo lo que ellos habían buscado en un hijo. Pero ambos habían deseado más.


Por eso sabía que no era hombre para Paula. Si no había sido suficientemente bueno para sus padres, ¿Cómo podría serlo para ella? ¿Qué pasaría si no lograban formar la familia que ella deseaba? ¿No les destrozaría como había sucedido con sus padres?


Porque ella sí quería una familia. Lo había visto en sus ojos, lo había sentido al verla estremecerse de dolor, de tristeza, por su pérdida. Por supuesto, lo negaba siempre, pero le había bastado con ver los zapatitos que aún conservaba. El deseo seguía allí, y algún día se manifestaría. ¿Podría soportar verla sufrir si esos niños no llegaban?


No, no podría. No soportaría estar con ella y verla alejarse de su lado poco a poco.


Lo mejor sería acabar de inmediato. La agonía ya lo desgarraba sólo con pensarlo.


Ir más allá de una aventura jamás había formado parte de su plan. Nunca había deseado tener hijos a los que hacer vivir el drama que él había vivido. Aun así, sabiendo lo cerca que había llegado a estar, sintió una punzada de pérdida.


–Hablaré con mamá –rechazó esos pensamientos, miró a su padre y suspiró.


No entendía bien cómo podría serle de ayuda. Nunca había sabido qué hacer al oírle llorar en su dormitorio por las noches cuando, mes tras mes sufría la desilusión. Cambiaba de marido, pero sin suerte. Siempre había querido tener otro hijo más. Por mucho que él lo había intentado, no había sido capaz de hacerle feliz. Y se negaba a fallarle a Paula.




SIN TU AMOR: CAPITULO 42

 


Una hora más tarde cerró la carpeta. Su mente flotaba a la deriva como un trozo de corcho en el océano.


Decidió ir en busca de las cosas de Paula. Poco importaba que aún quedaran varias horas hasta la hora de comer, necesitaría ropa limpia que ponerse.


Mientras dejaba caer las bolsas en el suelo del dormitorio, Pedro soltó una carcajada. Entró en el vestidor y empujó la ropa del perchero hacia un lado.


–Esta mitad es para ti –a juzgar por la cantidad de bolsas que aún tenía en el coche, iba a necesitar también el armario de la habitación de invitados.


Paula estaba sentada en la cama con la bata de Pedro puesta. Aún estaba muy pálida.


–Cielo santo –dijo él mientras abría una de las bolsas–. No bromeabas sobre tu colección de zapatos –allí debía haber unos veinte pares de altísimos tacones.


–Son bonitos, ¿verdad?


–La mayoría parece sin estrenar.


–Y así es –ella lo miró avergonzada–. No soy capaz de deshacerme de ellos. Me recuerdan mi estupidez, pero lo cierto es que me siguen gustando y que cada vez me los pongo más.


–Ya me había dado cuenta –y le encantaba.


Pedro le pasó unas cuantas perchas y ella se llevó una bolsa al vestidor y empezó a colgar faldas y camisas mientras él colocaba los zapatos por parejas. Encontró una segunda bolsa y repitió la operación. En el fondo de la bolsa había otra más pequeña, pero no eran zapatos de tacón. Eran zapatillas… zapatillas de bebé.


El corazón de Pedro se paró en seco.


Lentamente hundió la mano en la bolsa y sacó tres pares de zapatitos que dispuso en fila.


–¿Paula?


Ella salió del vestidor y los vio de inmediato. En realidad se quedó paralizada mirándolos.


Y él se quedó paralizado mirándola a ella.


–Los has conservado –consiguió decir al fin.


–He conservado todo, Pedro –ella hizo una mueca–, tal y como puedes comprobar.


–Dijiste que no querías hijos –aquello era diferente.


–Y no los quiero.


–Entonces, ¿para qué guardarlos?


–No los guardé. Simplemente no me deshice de nada. Soy una acaparadora –contestó ella sin mirarlo a la cara y mientras regresaba al interior del vestidor, ocultándose claramente.


Pedro se sintió mareado. Por supuesto que los había guardado… a propósito. Había querido conservarlos, tal y como había querido conservar al bebé. Deseaba tener hijos… y no podía ni debía negarlo. No debería negarse a ser fiel a sí misma ni debería intentar ser como él. El revolcón, el acuerdo al que habían llegado en África. Ella no era así. La mujer de mirada soñadora que había conocido un año atrás no propondría una aventura breve y sin compromiso. Era una mujer dulce y amorosa hecha para el amor y la familia.


El que hubiera conservado los zapatitos lo demostraba, ¿no? Al igual que el brillo en su mirada durante la boda de su padre, que había revelado que el romanticismo, el idealismo, seguía latente en su interior.


Quería más. Y se merecía más.


Pero él no era el hombre que podía ofrecérselo.


–¿Qué vas a hacer con ellos? –insistió con el estómago encogido.


–No lo sé –Paula se asomó entre la ropa que acababa de colgar y respiró hondo.


–No creo que los puedas alquilar en tu negocio.


Por supuesto que no. Paula se sintió invadida por la ira. ¿Qué pretendía? ¿Qué quería que dijera? Salió del vestidor y metió los zapatitos de nuevo en la bolsa.


–No los quiero –arrojó la bolsa al pasillo–. Los entregaré a la beneficencia.


Iba a necesitar un buen pegamento para juntar los pedacitos de su corazón, y rápido, si no quería que el dolor volviera a estallar. Las cosas ya eran lo bastante complicadas.


–Tengo que volver al trabajo –anunció Pedro–. Tengo que ponerme al día.


–Por supuesto, yo también tengo trabajo que hacer –aparte de ducharse, vestirse y construirse una vida. Porque si había interpretado bien el gesto de Pedro, habían terminado.


–Utiliza mi estudio –él se marchó sin tocarla.


–Gracias –Paula tragó con dificultad, estupefacta ante la frialdad de ese hombre.


Se llevó una mano al pecho e intentó borrar los recuerdos de lo sucedido aquella mañana. No podía seguir pensando en ello. Ni podía pensar en la pequeña bolsa del pasillo.


Había llegado la hora de la despedida, pero en aquella ocasión no iba a huir.


Iba a ser ella quien echara el cerrojazo.




SIN TU AMOR: CAPITULO 41

 


Pedro acababa de romperle el corazón. No lo había hecho a propósito, pero lo había hecho. A pesar de sus hábitos de playboy, en el fondo y a su manera, sentía algo por ella. Consciente de que estaba decaída, se había propuesto alegrarla de la mejor manera que sabía: con un fabuloso y dulce sexo.


Y no había más. Un breve hechizo. Porque así era Pedro, un hombre de revolcones. Aventuras divertidas. Conociendo su historia, casi comprendía que se comportara así.


El problema era que lo que acababan de compartir no había sido para ella una diversión. Lo había significado todo.


¿Cómo se le había ocurrido pensar que podría controlarlo de nuevo? Era una idiota, pero no cometería dos veces el mismo error. No le pediría más, no le pediría lo que sabía que no deseaba darle. El sentimiento de mortificación que la había invadido tras la boda, resurgió. No quería volver a ser tan tonta.


Lo que necesitaba era protegerse y salir de allí.


–Tengo que volver a casa de Felipe. Me estará esperando.


–Yo le llamaré. Tú sigues cansada.


–Puedo llamarle yo.


No obstante, cuando Paula por fin habló con su amigo, tuvo la sensación de que Pedro ya había hablado con él antes, pues se encontró que los planes ya estaban organizados.


–Espero que no te importe, querida, pero ya he recogido la mayoría de tus cosas. Estoy esperando un pedido de telas y no tengo otro sitio donde guardarlo.


–Por supuesto.


–Tú quédate con Pedro, querida. Él tiene más sitio.


Estaba clarísimo que se trataba de una conspiración. Atrás quedaba el chico que había sido como una hermana para ella. Allí se había formado un club de chicos.


–Se te oye cansada. Deberías descansar.


–Tuve una migraña –sólo habían practicado sexo una vez. Nada que ver con la orgía que Felipe evidentemente se estaba imaginando.


Paula colgó el teléfono y se volvió hacia Pedro.


–Lo habéis organizado todo, ¿verdad? –preguntó mientras él se vestía–. Felipe y tú.


–Quería que te quedaras –Pedro se giró de modo que ella no pudiera ver su rostro.


–¿Y por qué no me lo propusiste?


–Porque pensé que dirías que no.


¿De verdad no lo sabía? ¿No lo había deducido aún? Estaba atrapada. No quería decirle que no y, después de lo de aquella mañana, no podía decirle que no. Ya no.


Pedro la miró de reojo mientras se abotonaba la camisa. Estaba demasiado callada, y seguía muy pálida. La repentina aparición de la migraña el día anterior le había asustado y aún no se había recuperado. Notaba la respiración tensa, como si estuviera permanentemente en alerta. Ni siquiera le había ayudado hundirse profundamente dentro de ella aquella mañana. En realidad, la experiencia no había hecho más que aumentar su sensación de peligro. Le había dicho que la notaba estresada, y seguramente lo estaba, pero él también.


Paula debía quedarse. A pesar de comprender la complejidad creciente que supondría para la relación, no estaba dispuesto a dejarla marchar. No mientras pareciera tan enferma.


–No me quedaré más de un día o dos, Pedro. Encontraré otro sitio.


–Relájate, Paula. Eso no me preocupa –bueno, le preocupaba un poco. Era un sentimiento que aún le costaba identificar–. Te traeré tus cosas a la hora de comer.


–No me hacen falta. Puedes traerlas cuando vuelvas de trabajar.


Para eso quedaban muchas horas y Pedro necesitaba verla mucho antes. Se acercó a la cama, pero en un alarde prodigioso de autocontrol, no la besó, consciente de que si lo hacía, no llegaría nunca al trabajo.


–Quédate en la cama. Necesitas dormir.


Media hora más tarde contempló las carpetas que se acumulaban sobre el escritorio y sacudió la cabeza. ¿Cuántos matrimonios había ayudado a disolver? Debían ser cientos. Resultaba demasiado sencillo: un papel por aquí y una declaración jurada por allá. Lo más difícil era el reparto de bienes. Cada uno velaba por sus intereses y Pedro siempre hacía lo mejor para sus clientes.


A no ser que hubiera hijos por medio. En ese caso siempre intentaba hacer lo mejor para los críos y echaba mano de los psicólogos si hacía falta. Él mismo había sido un niño testigo de la ruptura del matrimonio de sus padres y utilizado como moneda de cambio. En muchas ocasiones había más de un eximplicado y niños pertenecientes a más de una madre. Era un lío formidable.


Al menos Paula y él no tenían ese problema. La disolución de su unión sería sencilla. Cada uno tenía sus bienes y no habían invertido nada en el matrimonio. Y no había niños.


Cada vez que pensaba en ello, el corazón le daba un vuelco. Habían perdido un bebé. Decidió apartarlo de su mente. Paula había dicho que no quería hijos, y él tampoco. Su aventura podía continuar, quizás indefinidamente. Podían permanecer juntos el tiempo que quisieran sin el temor de la complicación de los hijos y sin comprometerse. Dado que la deseaba más que nunca, aquello era muy bueno. Aun así debería seguir adelante con el divorcio y firmar los papeles para poner el proceso en marcha.


Sin embargo, lo que hizo fue empezar a estudiar la primera carpeta. Los negocios primero.