lunes, 23 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: EPILOGO





Bueno, chicas, creo que podemos apuntarnos un nuevo éxito —les susurró Maria a Teresa y a Cecilia.


Las tres mujeres estaban sentadas juntas en el tercer banco de la iglesia de St. Elizabeth Ann Seton. Habían pasado seis meses desde la Feria de Adopción del refugio de animales, que había dado lugar a más de un final feliz.


Maria sonrió con orgullo mientras observaba al joven que había ante el altar. Estaba de cara hacia la entrada de la iglesia, esperando con ansiedad a que se abrieran las puertas y diera comienzo el resto de su vida.


El esmoquin le sentaba bien. Estaba guapísimo.


Teresa se llevó un pañuelo a los ojos. Fuera a las bodas que fuera, y en los últimos años habían sido muchas, oír los acordes de la Marcha nupcial siempre conseguía que las lágrimas afloraran a sus ojos.


—Francisca tendría que estar aquí —le dijo a sus amigas con añoranza.


Cecilia se acercó un poco para que tanto Teresa como Maria pudieran oírla.


—¿Qué te hace pensar que no lo está? —inquirió con expresión seria.


Ninguna de sus amigas cuestionó la pregunta. La idea de que su amiga observara con aprobación a su hijo, desde arriba, les pareció reconfortante.


—Oh, ¿no está espectacularmente guapa? —se admiró Teresa mientras Paula caminaba lentamente hacia el altar, acercándose con cada paso al hombre con quien iba a compartir el resto de su vida.


—Todas las novias están guapas —susurró Maria.


—Pero algunas lo están más que otras —reiteró Teresa con tozudez. En el último año, Paula se había convertido en alguien muy especial para ella.


—¿Creéis que llegó a descubrir cómo apareció Jonathan en su puerta aquella mañana? —preguntó Cecilia a las otras.


—Estoy bastante segura de que ella no. Pero creo que Pedro podría tener sus sospechas al respecto —susurró Maria, recordando la visita improvisada que le había hecho. Al fin y al cabo, era un joven muy inteligente.


—Ya te dije que no tendrías que haber utilizado un perro de la camada de Princesa —le recordó Cecilia.


—Eso ya es agua pasada —Maria se encogió de hombros—. Además, el truco funcionó, ¿no? —dijo, esbozando lo que sus amigas denominaban «su sonrisa traviesa».


—Shh, está a punto de empezar —Teresa agitó la mano para silenciarlas e inclinó la cabeza hacia el sacerdote, que ya se encontraba ante el altar.


—Aún no —contradijo Maria, mirando por encima del hombro hacia la entrada de la iglesia. Antes de que se cerraran las puertas del todo, tenía que hacer su entrada otro participante en la boda.


Se oyó un rumor en la iglesia y los invitados empezaron a darse codazos, volviéndose para mirar al último miembro del cortejo nupcial.


—Vaya, mira eso.


—Desde luego, no es lo típico en una boda, ¿eh?


—¿No les da miedo que se trague los anillos?


La pregunta la realizó el hombre que estaba sentado justo delante del trío de amigas.


Incapaz de contenerse, Maria le dio un golpecito en el hombro. Cuando volvió la cabeza para mirarla, le explicó la situación.


—No les preocupan los anillos porque es el perro de la novia, y el novio lo ha adiestrado de maravilla. Además, si se fija bien, verá que los anillos están sujetos a la almohadilla de satén que lleva en la boca.


—¿Y por qué han incluido a un perro en su boda? —inquirió otra persona.


—Por lo que he oído, si no hubiera sido por ese perro, nunca se habrían conocido ni habrían acabado juntos —contestó el hombre que tenía al lado, como si lo supiera de muy buena tinta.


—Imagínate —murmuró Maria.


Miró de reojo a Teresa y a Cecilia, con ojos chispeantes de humor. Lo que el hombre había dicho expresaba la visión que Paula y Pedro podrían haber tenido sobre cómo se había producido su encuentro, pero Teresa, Cecilia y ella conocían toda la historia.


Maria se recostó en el banco y prestó toda su atención a lo que decía la pareja ante el altar. Nunca se cansaba de escuchar el intercambio de votos, que sellaba el compromiso entre dos personas.


«Esta, Francisca, va por ti», declaró Maria en silencio.


Entonces, igual que a sus dos amigas, se le llenaron los ojos de lágrimas.





DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 24




Cuando Teresa se lo dijo, la reacción instintiva de Paula fue escabullirse. Sabía que, si le daba alguna excusa que justificara que no podía ir a servir las pastas en el evento, la mujer la aceptaría.


Pero eso habría supuesto mentirle a una mujer que era como una segunda madre para ella. Además, supondría un problema para Teresa, que le había dicho que andaba escasa de ayuda. Por lo visto, en el último momento, dos de las camareras se habían puesto enfermas y no iban a poder ir a trabajar.


A Paula no le importaba trabajar, y menos estar rodeada de gente que alababa sus postres. Pero ese evento en concreto era una feria de adopción de animales abandonados, que organizaba el refugio de la localidad. Y eso significaba que Pedro podría estar allí.


Sabía que ofrecía sus servicios voluntarios periódicamente, e iba al refugio a tratar a los que estaban enfermos. Era curioso que lo mismo que la había llevado a adorarlo, en ese momento la inquietara.


Habían pasado más de dos semanas desde que había salido de su casa sin intención de volver. Dos semanas en las que había funcionado, más o menos, como si careciera de corazón. No había contestado a ninguna de sus llamadas desde entonces.


Aquella noche había empezado siendo una de las mejores de su vida para convertirse en una de las peores poco después.


Durante un momento, breve y luminoso, había creído encontrar al hombre que había buscado toda su vida. 


Pedro y ella parecían almas gemelas respecto a muchas cosas.


Había terminado corriendo hacia él, cuando debería haber caminado lentamente. Muy despacio, hasta conocerlo bien.


Pero había corrido y, de repente, una bomba había caído sobre su mundo, devastándolo.


Además de no decirle que había estado comprometido, había sido él quien había roto el compromiso, y hacía muy poco tiempo. Eso implicaba que se comprometía con seriedad. Si podía romper un compromiso una vez, era muy capaz de volver a hacerlo. La llevaría a las cumbres del paraíso para luego dejarla caer en el abismo de la amargura. Incluso si él podía olvidar dejar el pasado atrás y cambiar, requería tiempo. No podía estar preparado para algo sólido tan poco tiempo después de romper su compromiso. Antes o después, Pedro se daría cuenta de eso, y cuando lo hiciera se alejaría de ella por su propio pie.


No estaba dispuesta a correr ese riesgo. A arriesgarse a que le arrancara el corazón del pecho y la dejara hundirse en la soledad y la desesperanza. Sencillamente, no podía. 


Prefería no soñar a ver cómo sus sueños se rasgaban para convertirse en jirones.


En ese momento sentía dolor, pero habría sentido mucho más si seguía viendo a Pedro, seguía amándolo, para acabar siendo abandonada.


—Eres mi salvavidas —estaba diciendo Teresa, saboteando con su elogio cualquier excusa para escabullirse—. Tengo tan poco personal para este evento, que es posible que tenga que llamar a mis hijos para que vengan a echar una mano. Esta Feria de Adopción promete ser monumental —Teresa miró de reojo a su protegida—. No te molesta hacer esto, ¿verdad, Paula?


Paula se obligó a sonreír. No iba a fallarle a Teresa, incluso si tenía que pasarse toda la velada mirando por encima del hombro para evitar un encuentro indeseado.


—No, claro que no.


—Es por una buena causa —le recordó Teresa—. Pero no hace falta que te lo diga. Una vez que acoges a una mascota en tu casa y le abres tu corazón, empiezas a ver a todos los animales sin hogar de forma diferente —Teresa miró las cajas de pastas, listas para su transporte—. Por cierto, has vuelto a superarte a ti misma. Todo huele divino, incluso embalado —sonrió de oreja a oreja—. ¿Estás lista?


—¿Para irnos? Claro —respondió Paula, saliendo de su ensimismamiento.


Estaba lista para transportar las pastas que había hecho, lista para hacer su trabajo. Pero, de ninguna manera, estaba lista para volver a ver a Pedro.


Solo podía desear que no apareciera. Al fin y al cabo, no iba a haber animales enfermos en el evento. El objetivo de la feria era conseguir tantas adopciones como fuera posible. 


Eso casi garantizaba que solo estarían en exposición los animales más sanos.


Era muy probable que Pedro no estuviera allí.


Paula seguía repitiéndose eso mismo más de una hora después.


La feria de adopciones estaba en marcha, y al menos una cuarta parte de los habitantes de Brandon habían ido a echar un vistazo a los animales disponibles y, también, a probar la comida.


Sus pastas estaban desapareciendo a toda velocidad. Tenía la esperanza de que los que se las estaban comiendo también estuvieran planteándose adoptar a uno de los gatos, perros, conejos o hámsteres que había en la exposición.


—Está claro que tus pastas son una de las mayores atracciones —dijo Teresa, acercándose a la mesa en la que estaba Paula—. Creo que para el final del día, tu «contribución», será la que haya recaudado más dinero para el refugio —comentó Teresa con aprobación. En honor al carácter benéfico del evento, Teresa solo había cobrado la mitad de su tarifa habitual—. Deberías estar muy orgullosa de ti misma.


Aunque a Paula le gustaba recibir elogios, siempre hacían que se sintiera un poco incómoda. Nunca sabía qué decir ni cómo responder, así que solía limitarse a sonreír. Esa vez hizo lo mismo. Después, Paula simuló observar a un grupo de niños que estaban jugando con una camada de gatitos, mezcla de siamés y birmano. Por lo visto, la madre había llegado al refugio ya embarazada.


Teresa le dio una palmadita en la mano y, tras murmurar que iba a ver cómo iban los demás, se perdió entre la multitud.


Acababa de irse cuando Paula oyó una voz a su espalda.


—¿Cuánto cuesta esa pasta de frambuesa?


Paula se puso rígida. Habría reconocido esa voz en cualquier sitio. Era la voz que oía en sueños casi todas las noches. La voz que hacía que se despertara al borde de las lágrimas casi todas las mañanas.


—Dos dólares —contestó con formalidad.


—Un precio muy razonable —Pedro rodeó la mesa para situarse frente a ella. Él le dio dos billetes de dólar y ella empujó un plato con la pasta de frambuesa hacia él. 


Pedro alzó los ojos hacia ella—. ¿Cuánto cuestan cinco minutos de tu tiempo?


—No tienes tanto dinero —replicó ella con voz tersa.


Deseaba, más que nada, irse de allí, marcharse y dejarlo atrás. Pero no había nadie que pudiera sustituirla y no podía fallarle a Teresa tras haber accedido a estar allí.


Iba a tener que sobrellevar la situación de la mejor manera posible.


—Te he llamado a diario, Paula —dijo él en voz baja, para que nadie más lo oyera—. No has devuelto una sola de mis llamadas.


Ella lo miró con fijeza. Ignorar las llamadas había supuesto una agonía, sobre todo cuando estaba en casa. El sonido de su voz dejando un mensaje en el contestador llenaba la casa. Le llenaba la cabeza. Hacía que fuera muy difícil mantenerse firme en su postura.


—No veía ningún sentido a hacerlo, Pedro. No habría funcionado. Por favor, acéptalo —le dijo, con tanta calma como pudo.


Pedro no estaba dispuesto a dejar que se le escapara la oportunidad de convencerla.


—Paula, siento no haberte dicho lo de Irene, sobre todo porque es bastante reciente. Tienes todo el derecho a estar enfadada por eso. No debería habértelo ocultado.


—No estoy enfadada porque no me lo dijeras. No niego que me doliera, descubrirlo así, pero esa no es la razón de que no haya devuelto tus llamadas.


—Entonces, no lo entiendo —confesó, con expresión de sentirse perdido.


—Fuiste tú quien rompió el compromiso. ¿Cómo podías estar listo para tener otra relación? —le preguntó—. Te comprometiste, Pedro. Un compromiso para toda la vida —recalcó—. Y luego lo rompiste sin más. De repente, aparezco yo. ¿Quién me dice que no me dejarías a mí también, sin más? —chasqueó los dedos para dar fuerza a su argumento.


Incapaz de seguir junto a Pedro más tiempo, alzó las manos con gesto de desesperación y empezó a alejarse. Pero él tenía la zancada más larga, y si no echaba a correr, la alcanzaría en seguida. No quería montar una escena, así que dejó de andar. Tal vez, si escuchaba lo que tenía que decirle, la dejaría en paz.


—No fue así, «sin más» —contradijo Pedro, enfadado y frustrado por la acusación—. No me diste oportunidad de explicar lo que ocurrió. No estuve comprometido con Irene un día, ni una semana, fueron cinco meses. Durante ese periodo, la persona con la que creía que iba a casarme, empezó a transformarse en una mujer completamente distinta. No solo eso, también me dejó claro que esperaba que yo cambiase, que me transformara en lo que ella y su familia consideraban la pareja apropiada en su mundo.
»Comprendí que nuestro matrimonio no iba a ser feliz. Lo que había creído que sería nuestra vida juntos, simplemente no iba a ser. Irene quería que renunciara a ser veterinario y empezara a trabajar para la empresa financiera de su padre. Resumiendo, quería que renunciara a ser quien soy. Así que rompí el compromiso, contraté a una empresa de mudanzas y volví al sitio que siempre he considerado mi hogar.


Con los ojos fijos en los de ella, Pedro agarró su mano, en parte para intentar conectar, en parte para evitar que saliera corriendo antes de que él terminara de hablar. No la conocía lo bastante bien para saber lo que era capaz de hacer en un momento de tensión.


—Tras la ruptura, lo último que quería era involucrarme en otra relación, pero no había contado con conocer a alguien tan especial como tú. Hiciste resurgir todas las cosas
buenas que me esforzaba por enterrar —confesó—. Hiciste que me sintiera útil y entero, y también que deseara protegerte.


Tenía que conseguir que Paula lo entendiera, abrirle su alma para que viera lo mucho que ella significaba para él.


—Estaba seguro de nunca podría volver a sentirme tan vivo como ahora, pero ocurrió gracias a ti. Sé lo que siento por ti. No quiero volver a la oscuridad, Paula. Por favor, no me obligues a hacerlo —aumentó un poco la presión de sus manos y lo alivió ver que ella no las apartaba—. No he podido concentrarme, ni pensar a derechas, desde que te marchaste aquella mañana. De hecho —añadió con expresión solemne—, los animales están empezando a darse cuenta de que me pasa algo.


Eso hizo reír a Paula. Y se dio cuenta de que era la primera vez que se reía desde antes de haber huido de la casa de Pedro.


—Digamos, solo por hablar —puntualizó—, que te creo…


—¿Vas a darme una segunda oportunidad? —se adelantó él, interrumpiéndola.


—Si tuvieras una segunda oportunidad en esta relación, ¿qué harías con ella?


—Te pediría que te casaras conmigo —dijo él sin el menor titubeo, sin concederse siquiera un instante para pensarlo. 


Estaba seguro de lo que quería.


Ella alzó la barbilla. Pedro conocía el gesto: se preparaba para una confrontación.


—Igual que se lo pediste a Irene —dijo ella.


—No, porque ahora sé que hay que evitar a las Irenes de este mundo en la medida de lo posible —afirmó él—. No quieren un esposo, quieren un proyecto de bricolaje. Yo quiero a alguien que me quiera, a quien le guste por lo que soy y lo que tengo que ofrecer. Más que eso —la sinceridad de sus ojos era tanta que a Paula le llegó al alma—. Te quiero a ti.


—¿Durante cuánto tiempo? —lo retó ella, aunque estaba perdiendo toda capacidad de resistencia.


—No tengo ni idea de cuánto viviré —dijo él, sin recurrir a frases poéticas—, pero sea el tiempo que sea, quiero poder abrir los ojos cada mañana y verte a mi lado. Estas dos semanas sin ti han sido un infierno y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa, lo que sea, por una segunda oportunidad.


—¿Cualquier cosa? —preguntó ella, ladeando la cabeza.


—Lo que sea —repitió él con sentimiento.


—Bueno —hizo una pausa—, podrías empezar por besarme.


—¡Hecho! —exclamó él, rodeándola con los brazos.


Y la besó





DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 23





El terminó por contárselo todo.


Aunque iba en contra de su buen juicio, en contra de su forma de ser, le hizo a Maria un resumen de lo que había ocurrido, hasta el momento en que Paula vio la foto de Irene y él, la foto que él había tirado a la basura ese mismo día.


Pedro tenía la esperanza secreta de que contarlo todo en voz alta lo ayudara a purgar la horrible sensación de vacío que lo atenazaba desde que Paula había salido de su casa sin volver la vista atrás.


Pero no fue así. Si acaso, hizo que se sintiera aún peor. 


Desesperado, intentó describirle a Maria sus sentimientos.


—Es como si alguien me hubiera robado las ganas de vivir —encogió los hombros, avergonzado. Estaba siendo débil y eso no era propio de él—. Lo siento, no me estoy explicando bien, y tú no has venido a escucharme parlotear como un niño de doce años que se lamentara sobre su primer amor —suspiró con resignación y se agachó para rascar al perrito detrás de la oreja—. Supongo que me recuerdas a mi madre y necesitaba que alguien me escuchara.


—Bueno, me halaga mucho que me compares con Francisca, Pedro —dijo Maria—. Tu madre era una mujer cálida y maravillosa —tocó su brazo para que volviera a ponerse en pie—. ¿Sabes lo que te diría ella si estuviera aquí?


Él dudaba que la mujer estuviera al tanto de los pensamientos de su difunta madre, pero, dado que se había desahogado con Maria, le debía la cortesía de escuchar lo que tenía que decir. Además, la mujer le caía muy bien.


—¿Qué?


—Te preguntaría si realmente te importa esa Paula de la que acabas de hablar y, si contestaras que sí, te diría que dejaras de quedarte ahí lloriqueando e hicieras algo al respecto.


—Creo que, hoy en día, eso se denomina acoso, señora Connors —dejó escapar una risa amarga.


En cambio, la risa de Maria sonó alegre, liviana y compasiva.


—No sugiero que te pongas bajo la ventana de su dormitorio y le recites versos de Romeo y Julieta, o de Cyrano. Estoy sugiriendo que hagas algo creativo que permita que vuestros caminos se crucen, en público para empezar.


Tal vez la mujer tuviera razón. A esas alturas, estaba dispuesto a probar cualquier cosa. No tenía nada que perder y todo por ganar.


—Sigue —la animó.


—¿Cómo se gana la vida esa joven dama? —preguntó Maria con inocencia—. ¿Es contable, abogada o…?


—Trabaja para una empresa de catering.


—Una empresa de catering —repitió Maria, aparentemente intrigada—. ¿Qué hace? —sabía muy bien que Paula era la chef repostera de Teresa—. ¿Cocina? ¿Sirve?


—Paula se encarga de los postres —contestó él, aunque eso no informaba sobre su talento. Pensó que «crea delicias» se habría aproximado mucho más a la realidad.


—Ah, perfecto —dijo Maria con entusiasmo.


Pedro no entendía nada. A sus pies, el perrito empezaba a mordisquear las patas de la camilla. Pedro sacó un hueso de goma y se lo ofreció. Walter aceptó el cebo.


—¿Perfecto? —repitió, mirando a Maria.


—Sí, porque se me ha ocurrido un plan. De vez en cuando, el refugio para animales de Bedford celebra el día Adopta al Mejor Amigo. Las empresas locales colaboran con donaciones u ofreciendo su tiempo.


—Conozco esos eventos —como era voluntario en el refugio, recibía sus circulares—, pero no veo…


—Podría tirar de algunas cuerdas, hacer unas sugerencias, poner el evento en marcha en, digamos, una semana, dos como mucho —explicó Maria a toda velocidad.


—Sigo sin entender qué tiene eso que ver con…


Maria alzó un dedo para silenciarlo.


—Piensa en cuánta gente iría a ver a los animales si la publicidad mencionara una degustación de pastas y que los beneficios se destinarían a mantener el refugio operativo. «Ven a probar las pastas y vuelve a casa con un amigo» —dijo Maria, sacándose un eslogan de la manga.


Después, miró a Pedro pensativamente.


—¿No me dijiste que eras voluntario del refugio y a veces ibas a echar un vistazo a los animales, para asegurarte de que están sanos? —también conocía la respuesta a esa pregunta.


El rostro de él se iluminó cuando comprendió por fin el plan de la amiga de su madre.


—¿Sabes una cosa? Eso podría funcionar —dijo—. Y Paula hace unas pastas exquisitas —hizo una pausa y la miró, intrigado—. ¿Cómo has sabido eso? ¿Cómo sabes que Paula hace pastas?


—No lo sabía —había sido un desliz que Maria se apresuró a enmendar—. Lo he dicho por decir algo. Reconozco que tengo debilidad por las pas-tas.


—Pues si ese plan consigue que vuelva a hablarme, señora Connors, me aseguraré de que reciba una pasta diaria durante el resto de su vida —prometió él, animándose con la idea.


—Que sin duda sería breve, si empezara a permitirme esos caprichos —rio ella. Se inclinó para recoger al perrito que le había servido como excusa—. Entonces, ¿seguro que Walter está sano?


—Está de maravilla —aseguró él. Miró al labrador pensativamente, mientras le rascaba la cabeza—. Se parece muchísimo al perrito de Paula —comentó pensativo.


—Entonces, el perrito de Paula debe de ser muy guapo —Maria le guiñó un ojo.


Después se dio la vuelta y salió antes de que Pedro pudiera ver la amplia sonrisa que iluminaba su rostro.