miércoles, 24 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 6





A la mañana siguiente, nevaba cuando se despertó. No había corrido las cortinas, por lo que pudo contemplar el paisaje. Se moría de ganas de salir y ponerse los esquís.


Lo primero que hizo fue llamar a su abuela para decirle que había llegado bien y que se había producido un ligero cambio de planes, lo cual le permitió no tener que mentirle sobre sus nuevas circunstancias. Después mandó un SMS a sus amigos para informarles de su llegada. Nada más.


Cuando bajó, fue recorriendo la casa hasta encontrar a Pedro sentado frente a un escritorio en una espaciosa habitación. Se detuvo en el umbral y lo miró. Había papeles esparcidos a su alrededor y miraba la pantalla de un ordenador portátil con el ceño fruncido.


–Vas a decirme que no te gusta que esté sentado aquí sin que lo sepa el dueño, ¿verdad? –dijo él sin apartar la vista de la pantalla.


Había tenido tiempo de preguntarse los motivos por los que había ofrecido a Paula que se quedara. Era una joven que trataba de recuperarse de la ruptura de una relación; en otras palabras, era vulnerable. Y él no se relacionaba ni con mujeres casadas ni con mujeres vulnerables.


¿Se debía a que su presencia suponía un cambio? Era una mujer estimulante y, además, no sabía quién era él ni lo que poseía. Pero ¿era eso suficiente para divertirse con ella?


Las palabras «vulnerable» y «sufrimiento» iban juntas.


Él era inmune, pero ella no. Él controlaba totalmente su vida emocional; ella no.


Y sin embargo, le atraía la idea de pasar dos días con ella. 


La miraría sin tocarla. Se reprimiría, algo que no había hecho nunca, pero que estaba seguro de poder controlar.


Necesitaba olvidarse de su madre y de una exnovia que no dejaba de importunarlo hasta rayar en el acoso.


Necesitaba olvidarse de Pedro Alfonso. Llevaba toda la vida ocupando una elevada posición social. No sabía en qué consistía ser una persona normal.


–¿Cómo lo sabes? –preguntó ella.


Seguía pareciéndole tan guapo como la noche anterior.


–Porque me parece que tienes el sentimiento de culpa muy desarrollado.


Pedro se levantó y la miró a la cara.


Paula llevaba unos pantalones de chándal y una camiseta negra de manga larga que se ajustaba a cada curva de su pequeño y atractivo cuerpo.


–¿Qué haces?


Él apagó el ordenador.


–Trabajo.


–Ah. ¿Qué clase de trabajo? Ya me acuerdo. Esto y aquello. No fuiste muy específico. ¿Cuánto hace que te has levantado?


Aún no eran las nueve, pero él parecía fresco.


–Suelo levantarme a las seis.


–¿En serio? ¿Por qué?


Él se acercó hasta situarse frente a ella, por lo que tuvo que alzar la cabeza para mirarlo.


–¿Cómo que por qué?


–¿Por qué madrugas tanto si no es necesario? Yo me quedo en la cama todo lo que puedo.


–Me gusta estar despierto el máximo tiempo posible –explicó él mientras se dirigían a la cocina. Ni siquiera se quedaba en la cama cuando estaba acompañado de una mujer, a menos que estuvieran haciendo el amor. Lo consideraba una pérdida de tiempo.


La cocina estaba como la habían dejado. Paula miró a su alrededor, consternada.


–Te has levantado a las seis, has hecho café y no te has molestado en recoger.


–¿Qué le pasa a la cocina?


–Hay que guardar los platos, pasar una bayeta a las encimeras, no has metido la leche en la nevera…


Él se encogió de hombros.


–No entiendo que haya que guardar algo que después vamos a utilizar. ¿Y para qué vamos a fregar las encimeras? Salvo que hoy no vayamos a comer…


–¿Cómo te puede traer sin cuidado la propiedad ajena? Deberías respetar lo que no te pertenece.


–Te pones muy guapa cuando adoptas ese tono de superioridad moral.


Ella se cruzó de brazos.


–Puede que creas que eres el mejor tipo del mundo y que te aburras porque no estás trabajando con la familia Ramos, pero eso no te da derecho a flirtear conmigo simplemente porque estoy aquí.


–¿Quién flirtea? Es un hecho objetivo.


–No pienso ir limpiando detrás de ti como si fuera tu criada. Voy a relajarme y a tratar de olvidar lo que me ha pasado. No quiero ponerme en estado de alerta cada vez que apareces.


–No entiendo lo que dices. ¿Qué crees que voy a hacer?


–Creo que deberíamos establecer ciertos límites.


–De acuerdo. ¿Desayunamos antes de salir a esquiar? Hace muy buen tiempo. Podemos dejar esta conversación para después.


Él observó que vacilaba, pero, al final, la idea de esquiar pudo más y sonrió. Había recuperado el buen humor.


No tenía experiencia.


Era vulnerable.


Pedro pensó que era él quien debería establecer ciertos límites y prevenirla. En lo que se refería a las mujeres, era un depredador y, por mucho que ella lo divirtiera, no quería que lo tomara por un sustituto de su exprometido. Era una peligrosa posibilidad y una complicación de la que prefería prescindir.





EL SECRETO: CAPITULO 5





Se me acaba de ocurrir una cosa.


Paula  había lavado los platos mientras Pedro se encargaba de la cafetera, de la que consiguió extraer dos tazas de café. 


Ella pensó que, si se bebía la suya, estaría despierta toda la noche. Pero a él le había costado tanto prepararlo que no se atrevió a rechazarlo.


En la vida había conocido a alguien tan incompetente en la cocina. O tan falto de interés.


Habían vuelto al sofá. Ella se sentía menos incómoda, ya que tenía permiso para estar en la casa.


–Y supongo que es algo que me quieres contar.


Paula ya lo había reprendido por no ayudar en la cocina y, después, le había soltado un sermón sobre las maravillas del hombre moderno, que compartía las tareas domésticas, cocinaba, limpiaba y daba masajes en los pies a su amada.


Él le había dicho con toda sinceridad que no se le ocurría nada peor que hacer.


–Tendría que habértelo preguntado antes, pero tenía muchas cosas en la cabeza. Debería haberte preguntado si tienes una relación con alguien.


–¿Una relación?


–¿Estás casado? –le espetó ella–. No es que vaya a cambiar nada, porque los dos somos empleados en la misma casa. Pero no quisiera que tu esposa se preocupara.


–Te refieres a que no quieres que se ponga celosa.


–Bueno, ansiosa.


Así que estaba casado, a pesar de no llevar anillo. Muchos hombres no lo llevaban. Se sintió decepcionada. Pero ¿por qué no iba a estar casado? Era tremendamente sexy y de él emanaba una seguridad en sí mismo y una arrogancia que volvía locas a las mujeres.


–Es una idea interesante. Una esposa celosa y ansiosa que se preocupa porque su amado marido está en una casa con una completa desconocida –afirmó él conteniendo la risa.


En lo que se refería a comprometerse con una mujer, Pedro era el candidato menos adecuado. Había aprendido la lección.


Había sucedido quince años antes, cuando tenía diecinueve y ya mucha experiencia, pero no la suficiente para reconocer que se la estaban jugando. Era joven y arrogante y creía que las cazafortunas eran todas iguales: con melena, tacones altos y encantos evidentes.


Pero Betina Crew, de veintisiete años, casi ocho más que él, era todo lo contrario.


Había sido una niña rebelde que acudía a manifestaciones y pretendía cambiar el mundo. Lo había seducido por completo hasta que trató de engañarlo con un falso embarazo que él se tragó. Estuvo a punto de llevarla al altar.


Fue una casualidad que hallara la caja de píldoras anticonceptivas en el fondo de un cajón, y cuando se enfrentó a ella, las cosas acabaron mal.


Desde entonces, había dejado de creer que existiera el verdadero amor desinteresado, sobre todo cuando se sabía el saldo de su cuenta bancaria.


Tal vez sus padres se quisieran de verdad, pero habían empezado desde cero hasta llegar a amasar una fortuna. Su madre seguía creyendo en el amor verdadero y no quería desilusionarla, aunque sabía que cuando decidiera casarse no lo haría porque le hubieran herido las flechas de Cupido, sino después de haber llegado a un acuerdo de separación de bienes ante un abogado.


–No, no me espera en casa una esposa celosa ni ansiosa.


–¿Y una novia?


–¿A qué viene tanto interés? ¿Me estás diciendo que hay algo por lo que una mujer debería sentirse celosa?


–¡No! –a Paula casi se le atragantó el café–. Por si lo has olvidado, he venido aquí para escapar y olvidar. Lo último que se me ocurriría es tener una aventura con alguien. Lo que pasa es que no me gustaría pensar que alguien te espera y que podría alarmarse al saber que estamos aquí los dos solos, aunque no por culpa nuestra.


–En ese caso, puedes estar tranquila: no tengo novia y, aunque la tuviera, no soy celoso ni provoco celos en las mujeres con las que salgo.


–¿Qué haces para que no tengan celos?


Ella no los había tenido de Roberto, tal vez porque lo conocía desde hacía mucho tiempo y uno no sentía celos de la gente que le era familiar. Ni siquiera había pensado en Roberto y Emilia estando a solas. Sin embargo, estaba segura de que los celos atacaban al azar y no podía descartarse su existencia.


–Nunca he tenido problemas. Las mujeres conocen mis criterios y los respetan.


–Eres el tipo más arrogante que conozco –afirmó ella asombrada.


–Creo que ya me lo has dicho.


Se bebió el resto del café, dejó la taza en la mesita de centro y se levantó. Ella hizo lo propio e inmediatamente extendió la mano hacia la taza para recogerla.


Él estuvo a punto de decirle que la dejara, que alguien vendría a limpiar por la mañana, aunque luego recordó que nadie vendría.


–Voy a enseñarte tu habitación.


–Es raro estar aquí sin que esté el dueño.


Pedro se sonrojo, pero no dijo nada. Agarró la bolsa de viaje de ella y subió por una escalera de caracol que conducía al piso de arriba, donde también había enormes ventanales con vistas a las montañas nevadas.


Paula se detuvo unos segundos a contemplar la vista, que era muy hermosa. Cuando dejó de mirarla, vio que él tenía los ojos clavados en su rostro.


Se hallaba allí con un hombre al que no conocía, pero se sentía a salvo. Había algo en él que le provocaba esa sensación. Le parecía que, si una banda de malhechores, navaja en mano, entraban en la casa, los echaría sin problemas.


–No sé qué habitación te habían asignado los Ramos, pero espero que esta sirva.


Abrió la puerta y ella reprimió un grito. Era la más espléndida que había visto en la vida. Casi no quería estropear su perfección entrando. Él lo hizo y dejó la bolsa en una elegante chaise longue situada al lado de la ventana.


–¿Y bien?


Pedro normalmente no se fijaba en lo que había a su alrededor, pero esa vez lo hizo al ver la expresión del rostro femenino.


Él no había decorado la casa. Se lo había encargado a un famoso diseñador de interiores. La había usado unas cuantas veces, en temporada alta, cuando las condiciones para esquiar eran perfectas.


La habitación era hermosa, con el mobiliario blanco de madera de calidad y la alfombra persa. Nada desentonaba.


En el sótano había una zona de spa y sauna que había usado una sola vez.


–Es increíble –afirmó Paula desde el umbral–. ¿No te parece? Supongo que tú estás acostumbrado, pero yo no. Mi piso cabría en esta habitación. ¿Es eso un cuarto de baño?


Pedro empujó la puerta y desde luego que era un cuarto de baño, casi tan grande como la habitación, que, además, tenía un pequeño cuarto de estar. Él se preguntó cómo se le habría ocurrido al decorador meter muebles allí.


–¡Vaya! –Paula entró de puntillas–. Se podría celebrar una fiesta aquí.


–Dudo que nadie lo hiciera.


–¿Cómo te muestras tan indiferente ante todo esto? ¿Es que das clases a mucha gente rica y por eso estás acostumbrado?


–He estado en muchos sitios parecidos.


Paula se echó a reír con esa risa que hacía que a él le entraran ganas de sonreír.


–Debe de ser terrible volver a tu casa cuando acaba la temporada.


–Me las arreglo.


De repente, se sintió agotada después de las emociones del día y bostezó.


–Llevo toda la noche hablando de mí –afirmó con voz soñolienta–. Mañana puedes hablarme de ti y de la emocionante vida que llevas con los ricos y famosos.


Él salió de la habitación y ella se preparó un baño. La bañera era casi del tamaño de una piscina.


Estaba teniendo una increíble aventura y reconoció que 
Pedro la había hechizado de tal modo que no había tenido tiempo de compadecerse de sí misma.


Se preguntó qué haría él cuando no daba clases de esquí. 


Era lo bastante guapo como para ser un gigoló, pero desechó la idea en cuanto se le ocurrió.


Él le había dicho que no se acostaba con mujeres casadas, y Paula lo había creído. Le pareció que la sola idea le repugnaba. Pero se veía que era un hombre con experiencia.


Pensó en sus propias circunstancias.


En lo que se refería a su experiencia con el sexo opuesto, era prácticamente novata. No había sido una adolescente que se fijara mucho en los chicos ni que le gustara maquillarse, ponerse minifalda e ir a fiestas. Tal vez si la hubiera criado su madre, en vez de su abuela… Adoraba a su abuela, pero la diferencia de edad entre ambas no había propiciado que se hicieran confidencias y experimentaran con el maquillaje.


Su abuela era una mujer enérgica y sensata a la que le encantaba la vida al aire libre. Viuda a los cuarenta y cinco años, había tenido que sobrevivir a los duros inviernos escoceses. Le había transmitido su amor por los espacios abiertos, y a Paula, desde niña, le encantaban los deportes. 


Había practicado tantos como cabían en su horario escolar.


Había ido a fiestas, desde luego, pero el jockey, el tenis e incluso el fútbol, y más tarde el esquí, siempre habían sido su prioridad.


Por eso, no había conocido el enamoramiento, la angustia y la decepción adolescentes ni le habían destrozado el corazón.


¿Era esa la razón de que se hubiera enamorado de Roberto? ¿Acaso su falta de experiencia en halagos y cumplidos la había cegado ante la realidad de una relación sin base alguna? Y después, ¿se había aferrado a él porque quería estar con alguien?


A Roberto ni siquiera le había interesado mucho la parte física de la relación. Y ella no lo había presionado, lo cual debería haberla puesto en guardia.


Se durmió con imágenes del rostro sexy de Pedro. Este no iba a ser una terapia sustitutiva, pero al menos la distraería. 


Tal vez eso fuera lo que necesitaba: una distracción inofensiva





EL SECRETO: CAPITULO 4




Ella no había tenido mucho tiempo para reflexionar sobre la perspectiva de pasar dos semanas con un hombre al que no conocía y en una casa que no les pertenecía. El plan no tenía sentido. ¿Iban a vaciar la nevera?, ¿a beberse todo el alcohol?, ¿a marcharse diciendo adiós alegremente? Nada era gratis en la vida, y mucho menos si se prolongaba durante dos semanas.


Además, ¿y si el guapo monitor de esquí no era de fiar? No parecía violento, pero podía ser un caballero de día y un maniaco sexual de noche.


Ese pensamiento la sonrojó. Aunque fuera un maniaco sexual, a ella no la miraría dos veces. A Roberto, que era guapo, pero no un adonis, no le había resultado atractiva.


Eso, en su opinión, lo resumía todo.


Pero seguía dudando.


Pedro probó la pasta, que estaba tan buena como la de un restaurante. Se había preguntado si lo de «chef profesional» no sería una exageración. Pero era buena cocinera.


La curiosidad pudo más que Paula.


–¿Y bien? ¿Cómo lo has conseguido?


–Te sorprenderías de lo que logro cuando me empeño. Tienes el empleo y se te pagarán las dos semanas aunque decidas marcharte al cabo de dos días.


Paula lo miró con la boca abierta y él sonrió.


–Reconoce que te he dejado impresionada.


–¡Vaya! Debes de tener una enorme influencia en la familia Ramos.


De pronto, se le ocurrió algo que hizo que se sonrojara y mirara el plato.


–Me parece que estás pensando algo.


–¿Por qué lo dices?


–Porque te has puesto colorada, o tal vez porque tu rostro es transparente. A propósito, la comida está deliciosa. Si no fuera porque eres pelirroja, pensaría que tienes sangre italiana.


–No soy pelirroja. Mi pelo es de color caoba –afirmó ella sin dejar de mirar el plato.


–Suéltalo de una vez.


–Probablemente no te gustará.


Él se sirvió más pasta y otra copa de vino.


–No te preocupes, no me ofendo fácilmente.


Tampoco nadie se hubiera atrevido a ofenderlo. Era una de las ventajas de ser rico y poderoso.


–¡Qué arrogancia la tuya, verdaderamente! Bueno, se me acaba de ocurrir que has solucionado la situación porque te acuestas con la señora Ramos –dijo ella de corrido. 


Después, contuvo la respiración esperando una respuesta.


Durante unos segundos, Pedro no entendió lo que le había dicho y, cuando lo asimiló, no supo si indignarse, reírse o mostrar incredulidad.


–Bueno, tendría sentido –apuntó ella, nerviosa–. ¿Cómo, si no, has conseguido que conserve el empleo y me paguen?


–Porque un monitor de esquí tiene mucha influencia.


Pedro no amplió esa vaga respuesta porque una cosa era no decir toda la verdad y otra mentir descaradamente a alguien que, probablemente, no había mentido en su vida.


–He ayudado a Alberto muchas veces, por lo que ha accedido sin reparos a hacer lo que le pedía. Además, nunca me acercaría a una mujer casada.


–¿Ah, no?


–Ya sé. Todos los monitores de esquí que has conocido eran amables con las mujeres con independencia de que estuvieran casadas o no.


–No tienen buena reputación –dijo ella al tiempo que lanzaba un suspiro de alivio–. Otra cosa. No suelo alojarme en una casa con alguien a quien no conozco.


Esa vez, él se indignó.


–¡Así que no solo me consideras un mujeriego que no distingue entre solteras y casadas, sino que además soy un pervertido!


–¡No! –gritó Paula.


Volvía a sentirse culpable por toda la comida y el vino que habían consumido. ¿Y si Pedro no hubiera hecho llamada alguna porque, en realidad, era un ladrón que había decidido ponerse cómodo antes de dedicarse a saquear la casa?


–¿Cómo sé que has hablado con el señor Ramos?


–Porque te acabo de decir que lo he hecho.


Pedro, debido a la falta de costumbre de que se pusieran en duda sus palabras, aquella conversación le resultaba cada vez más surrealista.


–Puedo demostrártelo.


–¿Cómo? –preguntó ella, aunque su instinto la llevaba a creer todo lo que él le dijera.


Pedro marcó un número en el móvil, habló en español y dejó el aparato en la mesa con el altavoz encendido.


Después, se recostó en el asiento, totalmente relajado, y habló despacio sin apartar la vista del rostro de ella, que, examinado atentamente, como él lo estaba haciendo, era extraordinariamente atractivo. ¿A qué se debía? No tenía los pómulos altos de una modelo ni el aire altanero de una niña rica, pero había en él algo obstinado aunque dulce, algo franco y directo.


Era de esas personas que no se rendían sin plantar cara.


Durante unos instantes, Pedro sintió una enorme rabia contra el hombre que la había abandonado. Casi perdió el hilo de la conversación que estaba teniendo con Alberto, que, naturalmente, había adoptado su tono habitual de sumisión.


Claro que Paula podía quedarse y que recibiría todo el sueldo. Además, no hacía falta que repusiera la comida ni el vino consumidos ni que limpiara la casa. Le ingresaría directamente el sueldo en su cuenta en cuanto le diera el número. Además, recibiría una compensación por las molestias causadas.


–Me siento fatal –fue lo primero que ella dijo en cuanto Alberto se hubo despedido después de desearle una agradable estancia y disculparse por lo sucedido.


–Eres imprevisible. ¿Por qué te sientes fatal? Creí que te pondrías a dar saltos de alegría. No tienes que volver a Londres ni arriesgarte a ver a tu «mejor amiga» ni a tu ex, ni debes preocuparte, de momento, por el dinero, ya que se te pagará. Puedes tomarte las vacaciones que deseabas sin tener que trabajar para los Ramos. Me parece que no te podían haber salido mejor las cosas y, sin embargo, parece que te han dejado sin fiesta de cumpleaños.


–No he sido muy amable con el pobre señor Ramos, ¿verdad? Había supuesto que, como tenía una lista de cien cosas distintas que debía preparar para la comida de cada uno y tantas instrucciones sobre lo que podía decir y no decir, sería una familia muy exigente. Sin embargo…


Agarró la mochila, sacó el móvil y le mandó un mensaje a Alberto con los detalles de su cuenta.


–No podía haberse portado mejor.


En un tiempo récord, recibió el mensaje de que le habían ingresado el dinero.


–Después de lo de Roberto, es agradable saber que quedan personas decentes.


Pedro trató de no irritarse ante las estúpidas exigencias de Alberto y de su familia. Ya podía irse despidiendo de que le volviera a dejar la casa, a pesar de la relación con su madre.


–Entonces, ¿estás a punto de ponerte a saltar de alegría? Ah, no… Me olvidaba de que aún crees que soy un pervertido.


–No lo creo.


–¡Qué alivio!


–Creo que lo mejor será que recojamos y nos acostemos –propuso ella.


La montaña rusa en la que se había convertido su vida la llevaba en montones de direcciones distintas. Había pasado de estar sin trabajo y de tener que volver a Londres en el primer vuelo a tener empleo y recibir un sueldo fabuloso por pasarse dos semanas esquiando y divirtiéndose.


–¿Que recojamos?


–Que lavemos la vajilla. Aunque no sepas cocinar, seguro que puedes ayudarme a recoger la cocina. No voy a hacerlo sola, ya que ambos la hemos utilizado.


Pedro retrocedió al tiempo que se cruzaba de brazos. No había lavado la vajilla en su vida, pero comenzó a recoger la mesa mientras ella seguía lamentándose, de forma innecesaria, por lo poco caritativa que había sido con Alberto y su familia.


Pedro pensó que tenía una conciencia hiperactiva.


–Vale –dijo alzando la mano para evitar que Paula volviera a decir lo amable que había sido el señor Ramos–. Lo he entendido. Aunque la realidad es que no sabes nada de Alberto. Pero ya basta.


Se apoyó en la encimera y se cruzó de brazos. Su contribución había consistido en llevar dos platos y una copa de la mesa al fregadero.


Los hombres guapos siempre habían estado consentidos; primero, por sus madres, que les hacían todo; después, por sus novias, que hacían lo mismo; por último, por sus esposas, que tomaban el relevo de las novias.


–Ya que estás aquí, me quedaré un par de días. Podemos hablar de las pistas por las que esquiaremos.


Era evidente que ella esquiaría bien. Sería una compañera extravagante y divertida, que, además, no sabía quién era él. 


¿Qué saldría de su breve e inesperado encuentro?


En su vida controlada y predecible, la perspectiva de lo desconocido era una tentación.


Sonrió y observó que ella bajaba la vista al tiempo que se ruborizaba.


Sí, sin duda, haber ido allí había sido una decisión acertada.