domingo, 9 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 20





Una imagen decorosa en una familia llena de secretos. Su madre, una vez tan romántica, se había vuelto cínica después de soportar las interminables aventuras amorosas de su marido. 


Su hermano Maximo había hecho un matrimonio de conveniencia con una princesa danesa que, inesperadamente, se enamoró de él. Pero tras años de agotadores tratamientos de fertilidad habían decidido rendirse.


Cuando su hijo, el hijo de Paula, tenía dos años, Maximo había empezado a visitar una casa Cannes dejando a la princesa Karina amargada y sola con su suegra.


Paula se había prometido a si misma que ella nunca soportaría eso en silencio, como lo había hecho su madre, como lo hacía Karina. Ella nunca sufriría de ese modo.


Una vez pensó que Pedro era otra clase de hombre. Cuando descubrió que estaba embarazada, le suplicó a su madre que reconsiderase la idea de permitir que se casara con él. Además del escándalo de que ella estuviera soltera, la vida de un niño estaba en juego. Y un niño necesitaba a sus padres.


Horas después de haberle tirado el anillo a la cara por orden de su madre, la reina Claudia había permitido que fuese a verlo. Aún recordaba lo emocionada que estaba mientras subía las escaleras del apartamento. Estaba segura de que lo aceptarían en su familia. 


¿Cómo no iban a aceptarlo cuando ella lo amaba tanto? Se casaría con Pedro, tendrían a su hijo y serían felices para siempre… Entonces llegó al quinto piso. La rubia de al lado estaba en el quicio de la puerta, en sujetador y pantalón corto, besando a Pedro. Y, a la luz del amanecer, estaba bien claro que aquél era un beso de despedida después de una noche haciendo el amor.


Su madre, que la había acompañado, se detuvo de golpe y, antes de que los amantes se dieran la vuelta, tomó a su hija de la mano.


—Vamos, ma fille. Ven conmigo…


Ahora, diez años después, Pedro estaba acariciando su cara.


—Ha sido un insulto imperdonable, cara mia —le decía—. Eres muy generosa por perdonarme.


Paula contuvo el aliento. Una vida entera de secretos la aprisionaba, haciéndola sentir tan tensa que podría estallar en cualquier momento.


—Soy yo quien debería darte las gracias por salvar a Alexander. Nunca lo olvidaré.


La expresión de los ojos oscuros cambió entonces.


—Siempre te protegeré, Paula —dijo Pedro en voz baja—. Yo protejo lo que es mío.


—¿Y sigues pensando que soy tuya?


Él sonrió, enigmático. Misterioso, carismático, poderoso.


—Sé que lo eres.


Paula sintió el poderoso anhelo de que fuese verdad. Que fuera suya, no sólo aquel día, sino para siempre. Poder volver atrás en el tiempo y ser joven e ingenua otra vez. Antes de descubrir que amar a Pedro, amar a un hombre, la llevaría a una vida de angustia y dolor…


Pero no tenía sentido desear un imposible. 


Tenían un día para estar juntos antes de que ella se casara con otro hombre. Un hombre que nunca le haría daño. Alguien que no le rompería el corazón y no la dejaría llorando en casa por la noche. Paula se aclaró la garganta.


—Tengo que hacer una llamada.


—Muy bien.


Sacando el móvil de su bolso de Chanel, marcó el número del capitán de los carabineros reales y habló en voz baja durante unos minutos.


—René Durand está en la cárcel —suspiró después volviendo a guardar el móvil.


—Ya te dije que yo me encargaría de que lo encerrasen.


—Tenía que asegurarme.


—¿Por que? ¿No podías confiar en mi palabra?


¿Confiar en Pedro? No. En lo que se refería a su hijo, no. Ni en cuanto a su corazón.


Pero estaba empezando a tener un horrible 
dolor de cabeza y se pasó una mano por la frente. Sabía por experiencia que sólo una cosa la curaría. Sólo una cosa la ayudaría a soportar el estrés de lo que no se podía cambiar.


Era un placer sencillo, algo que otras personas hacían todos los días, pero que para ella era especial. Su solaz cuando estaba desesperada por olvidar que era una princesa.


—Ven conmigo.


—¿Dónde? —preguntó Pedro.


Pero, mientras hacía la pregunta, le daba la mano. Y bajo el brillante sol del Mediterráneo, Paula sonrió.


—Ya lo verás.




TE ODIO: CAPITULO 19





Unos minutos después, con un cárdigan de cachemira rosa, las perlas de su abuela, una falda por la rodilla, zapatos de tacón beis y el bolso colgado al hombro, Paula cruzaba el jardín.


Se mostraría fría, amable y digna con Pedro. Le obligaría a darse cuenta de que no podía insultarla o mantenerla prisionera.


No se quedaría allí.


Tenía que volver con su hijo y con el hombre que iba a ser su marido… uno por el amor, el otro por su sentido del deber.


«Pedro», le diría, «he hecho un esfuerzo sobrehumano para cumplir con el trato, pero tú te niegas a escucharme. De modo que considero que ya he cumplido con mi parte».


Entonces oyó la voz de Pedro hablando en italiano.


«Y, además, puedes irte al infierno».


Aunque, claro, esto último no se lo diría. 


Contener sus impulsos en aras de la diplomacia era algo a lo que estaba acostumbrada desde niña. Pero Pedro conseguía hacer que perdiera las formas. Y no le gustaba. Una princesa debería controlarse siempre. Desde luego, ella jamás diría algo así en publico, por mucho que el hombre lo mereciese…


Al ver a Pedro se detuvo.


Estaba en la puerta del garaje, de rodillas delante de una enorme motocicleta con algo en las manos. A su lado, un chico de la edad de Alexander lo miraba, extasiado.


—¡Así está mucho mejor! —exclamó—. Pensé que esas esquirlas de metal se habían quedado enganchadas ahí para siempre.


—Cuando te pase eso debes sacarlas con una lima —le explicó Pedro—. ¿Ves lo fácil que es quitarle veinte años de encima?


—¿Estás molestando al signor Alfonso, Adriano? —lo llamó Bertolli desde el garaje.


—No, le estoy ayudando —contestó el crío—. Le estoy ayudando, ¿verdad?


—Pues claro que sí, Adriano —sonrió Pedro—. No podría hacerlo sin ti.


Paula notó, sorprendida, la simpatía que había en su voz mientras hablaba con el chico.


—Pues contráteme para su equipo. Le juro que no lo lamentará.


—Adriano… —le advirtió su padre.


—Seguro que no lo lamentaría —dijo Pedro—. Tienes talento para esto.


—¿Entonces…?


—Eres demasiado joven. Pero cuando seas mayor estaré encantado de contratarte si sigues deseándolo. Pero ahora, al colegio.


—Ah, el colegio —repitió el chico, poniendo cara de aburrido.


Observándolo bajo la sombra del junípero, a Paula le temblaron las rodillas.


Aquél era el padre de su hijo. Viéndole sonreír a aquel chico sintió una ola de culpa que amenazaba con ahogarla, pero intentó justificarse.


No había tenido más remedio, se decía. Casarse con Pedro habría sido un desastre. Criar un hijo con él sin estar casados habría sido un escándalo en San Piedro. Su hijo merecía crecer como un príncipe, con un padre y una madre…


Pero ahora esos padres habían muerto, le dijo una vocecita. ¿No merecía Alexander saber que aún tenía una madre y un padre?


Estaba de luto por los únicos padres que había conocido, Maximo y Karina. Los padres a los que el niño quería con todo su corazón. Si le contaba la verdad, lo confundiría.


Y si Pedro supiera la verdad podría querer pedir la custodia. Por muy maravilloso que pareciera con aquel niño, no podía arriesgarse a arruinar la vida de su hijo, el heredero del trono de San Piedro. No podía confiar ciegamente en Pedro


—¿Paula?


Ella levantó la mirada, sorprendida.


—Me alegro de que estés aquí —dijo Pedro.
Al ver su sonrisa le pareció que volvía atrás en el tiempo, al día que lo conoció, cuando se acercó a su limusina con un mono azul de mecánico y una llave inglesa en la mano. La había hecho reír, tonteando descaradamente como si fuera cualquier otra chica. Cuando le preguntó si quería ir al cine con él, Paula dijo que sí. Y disfrutó del anonimato de la oscura sala. Pero estuvo a punto de tirar las palomitas cuando él le pasó un brazo por los hombros.


Después, subieron cinco pisos hasta su apartamento. Y bajo una bombilla pelada, la besó por primera vez. Luego sonrió y, por primera vez en su vida, Paula entendió el significado de las palabras calor, hogar…


La sonrisa de Pedro era la misma ahora. 


Exactamente la misma.


Cuando se acercó a ella, Paula sintió su mirada hasta en lo más profundo de su ser. La tomó de la mano y el roce de su piel la calentó por dentro.


—Siento lo que he dicho antes… de verdad —se disculpó Pedro, besando su mano—. Ha sido una grosería imperdonable.


Paula abrió los ojos como platos. Que ella supiera, Pedro Alfonso jamás se había disculpado por nada.


—¿Me perdonas?


Ella asintió la cabeza, intentando recordar lo que había pensado decirle. Pero no se acordaba, era como si todos sus pensamientos se hubieran evaporado.


—He venido a buscarte…


—¿Querías decirme algo?


—Sí, yo…


—Dime, bella —Pedro apretó su mano—. Dime lo que sea.


—Quería decirte…


Paula intentó recordar los insultos que había planeado pero, mirándolo a los ojos, sólo podía pensar: «Tienes un hijo».


—¿Sí?


No podía arriesgar la vida de Alexander sólo para aliviar su conciencia. ¿Y si Pedro se lo contaba a todo el mundo? ¿Y si pedía la custodia del niño?


¿Qué efecto tendría en la vida de Alexander, en toda la nación, saber que el heredero del trono de San Piedro era hijo ilegítimo de un corrupto millonario italoamericano?


¿Y si para estar con Alexander se quedaba en San Piedro para siempre?


Entonces se vería obligada a soportar el asalto de su poderoso encanto de sus sonrisas, de sus caricias.


¿Qué posibilidades tenía de sobrevivir? Aunque se casara con Mariano, ¿durante cuánto tiempo podría mantener en hielo su corazón?


—¿Paula?


—Te perdono —dijo ella por fin, aunque apenas podía pronunciar esas palabras. ¿Perdonar a Pedro? Menudo fraude. Perdonarlo por un insulto cuando ella le había hecho mucho más daño escondiéndole que tenía un hijo.


—Gracias.


Paula apartó la mirada. Durante toda su vida había intentado ser digna, elegante, apropiada. Siempre sabiendo que había gente mirándola, cámaras y turistas haciéndole fotografías.






TE ODIO: CAPITULO 18





Cuando Pedro salió del dormitorio, Paula dio un paso hacia atrás, atónita, apretando el vestido rojo contra su pecho. Una brisa cálida que olía a madreselva y a mar movía las cortinas…


Recordar cómo se había desnudado delante de él, exigiendo que le hiciera el amor, no dejaba de dar vueltas en su cabeza. Ella, la princesa de San Piedro, descendiente de la prestigiosa familia Chaves, se había rebajado ante el hombre al que temía y despreciaba. Y lo único que había conseguido por ello era ser rechazada.


El único hombre al que había amado, el padre de su hijo, acababa de decir que parecía una cualquiera.


—Oh —Paula se cubrió la cara con las manos. Pero incluso con los ojos cerrados podía ver la sonrisa cruel, podía oír sus desdeñosas palabras. Se habría tirado por el balcón y habría dejado que se la tragase el mar si de ese modo no tuviera que volver a verlo.


Pero ella era la princesa de San Piedro. Su país la necesitaba. Su hijo la necesitaba. 


Avergonzada o no, tenía que seguir adelante.


Respirando profundamente, miró casi con odio la seda roja que tenía en las manos antes de tirarla en la chimenea de mármol. Luego encendió una cerilla y la lanzó sobre el vestido.


Se había terminado.


Se moriría antes de intentar seducir a Pedro otra vez.


Cuando no quedaban más que cenizas, se dio media vuelta. Vaciló un momento al ver un albornoz blanco colgando de la puerta del baño, pero se lo puso y llamó al timbre.


Unos segundos después apareció el ama de llaves, una mujer de mejillas sonrosadas y pelo canoso, que observó a Paula con ojo crítico antes de bajar la mirada.


Sin duda, estaba pensando lo mismo que Pedro: que no era mejor que cualquiera de sus amiguitas.


Pero levantó la cabeza, orgullosa.


—Soy Paula Chaves —le dijo.


—Lo sé, Alteza. Yo soy la signora Bettolli.


—En algún sitio tiene que haber una bolsa de viaje. Por favor, encuéntrela.


—Sí, inmediatamente.


Unos minutos después la mujer reapareció con la bolsa de viaje.


—¿Quiere que saque sus cosas, Alteza? —sin esperar respuesta, la signora Bertolli abrió la bolsa—. Ah, qué vestidos tan bonitos.


La signora Bertolli seguramente tendría una casita y un marido que la amaba, pensó Paula, sintiendo cierta envidia. Hijos. Cenas familiares, conversaciones en la cocina. Todo lo que ella había soñado tener algún día.


Todo lo que había pensado que tendría algún día con Pedro.


Se marchó de Nueva York un día después de que le pidiera en matrimonio, aún sabiendo que estaba cometiendo un error. Sabía que su familia nunca lo aceptaría como marido y tampoco su gente, pero le daba igual. Estaba dispuesta a desafiarlos a todos.


La noche que Pedro le propuso matrimonio había encontrado al guardaespaldas de su madre en la puerta de su habitación y a la reina Claudia sentada en su cama, esperándola. 


Rezando para poder convencerla de que aceptase a Pedro, Paula le había hablado del compromiso.


—¿Con un mecánico? —había exclamado la reina, horrorizada.


—Estoy enamorada de él, mamá.


Su madre sacudió la cabeza.


—Amor —repitió, desdeñosa—. Los hombres no saben ser fieles, ma fille. Si te casas por amor, te romperán el corazón. Ese hombre no tiene fortuna, no tiene familia. ¿Y tú crees que podría ser un príncipe consorte? ¿Crees que podría sacrificarse como ha de hacer cualquier miembro de una casa real, que podría vivir sabiendo que lo vigilan las veinticuatro horas al día? En San Piedro se reirían de él… Paula, mírame cuando te hablo.


Ella se había dejado caer sobre la cama, repentinamente mareada. En ese momento pensó que era porque se le estaba rompiendo el corazón y se obligó a sí misma a permanecer callada mientras su madre le decía que lo mejor para todos, incluido Pedro, sería cortar la relación de inmediato. Y, por fin, tuvo que aceptar.


Había ido al apartamento de Pedro esa noche para destrozar sus esperanzas con las palabras que su propia madre había sugerido. De una forma cruel, fría, para asegurarse de que nunca la echase de menos.


Y sabía que era lo que debía hacer. Pedro se merecía algo más en la vida. Pero, aun así, se le rompía el corazón.


Horas después, mientras se preparaban para volver a San Piedro, los mareos se intensificaron. El médico de la reina la examinó en el avión privado y pronto descubrieron que, a la tierna edad de dieciocho años, se iba de Nueva York con algo más que un corazón roto…


—¿Se quedará muchos días, Alteza?


La pregunta de la signora Bertolli devolvió a Paula al presente.


—No. Pienso irme esta misma noche. Por favor, no saque mis cosas. Deje la bolsa ahí.


La mujer asintió con la cabeza antes de darse la vuelta.


—Espere.


—¿Sí, Alteza?


—¿Sabe dónde puedo encontrar al signor Alfonso?


—Creo que está en el garaje. ¿Quiere que la lleve allí?


—No, yo misma lo encontraré.