martes, 17 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 9





De rodillas, Paula acabó de fregar el suelo del segundo cuarto de baño. Luego, de pie en el pasillo, empezó a frotarse el hombro, mientas contemplaba el suelo impoluto. Sin mancha. Con un fresco aroma. Perfecto. La lejía mezclada con el limpiador de suelos hacía milagros.


«Y a mí me deja destrozada», pensó, mirándose las manos enrojecidas y las uñas rotas. Los guantes de goma hacían que fuera más despacio y el tiempo era oro para ella. Solo había que lavar y frotar.


Así también ahorraba dinero porque no tenía que ir semanalmente al instituto de belleza. En aquel trabajo no había que ser sofisticada y elegante.


Sin embargo, a pesar de que había eliminado todos los tratamientos de belleza, no parecía haber rebajado en nada su presupuesto. Se pasaba el día limpiando casas como loca y cada vez estaba más endeudada. El trabajo era mucho más duro y el dinero más escaso.


En su primer día, había tardado una jornada entera en limpiar una casa. Sin embargo, el verdadero revés había sido cuando la dueña de la casa le había dicho que no volvería a necesitarla. Todavía estaba intentando recuperarse cuando Julieta se había presentado aquella noche con más encargos. 


Efectivamente, no había problema en el sector de la limpieza, a pesar de que le provocaba a uno dolores musculares.


—No sé si debería aceptarlos —dijo ella, con el rostro ardiendo de vergüenza—. La señora Smith me ha despedido.


—No puede despedirte —replicó Julieta.


—Bueno, llámalo cómo quieras. Me dejó muy claro que mis servicios ya no eran necesarios.


—¡Por ella! Pero eso no significa que no haya otras personas que no te necesiten. Mira, tengo aquí tres casas. Necesitan a alguien desesperadamente.


Paula no estaba escuchándola. Estaba reviviendo aquel horrible día.


—No creo que yo quisiera tampoco que alguien como yo regresara. No pude sacar las manchas que había en la bañera y las ventanas se quedaron sucias.


—Tienes que utilizar lejía para las manchas. Y… ¿Ventanas? No tienes por qué limpiar las ventanas.


—Ella me dijo que solo la de abajo y…


—¡Ella no tiene que decirte lo que tienes que hacer! Eso lo dices tú. Le dices lo que vas a hacer y lo que no.


—Pero si ella me ha contratado…


—No te ha contratado. Tú has solicitado el trabajo.


—Oh. ¿Y eso es diferente?


—Ya veo que no sabes nada de este negocio —dijo Julieta, sacudiendo la cabeza.


—Bueno… —respondió ella. Sabía que no era el momento de mencionar su título de económicas.


—Pero no te preocupes. Yo te voy a decir cómo hay que hacerlo. Tú siempre me diste ropa para mi hija y me pagaste el doble aquella vez que mi hijo se puso enfermo. Ahora tú estás pasando por un momento difícil y yo voy a ayudarte.


Paula se sintió muy emocionada por aquellas palabras.


—Tú has sido también muy buena conmigo. Aprecio de verdad que me hayas facilitado los clientes, pero tal vez esto no es para mí.


Si limpiar casas era un modo de ganarse la vida, evidentemente no estaba preparada para hacerlo. Recoger la ropa antes de que llegara Julieta no era mucha experiencia.


—¡Maldita sea! No tiene nada de difícil. Lo único que tienes que hacer es dejar bien claro lo que vas a hacer antes de empezar.


—¿Te refieres a que haga un contrato? Bueno, pero, además, hay que hacer el trabajo. De eso estoy segura.


—Claro que puedes hacerlo. Escúchame. Y escúchame bien. No, será mejor que lo escribas. Ve por papel y lápiz mientras yo sirvo un poco de café a cada una.


Paula hizo lo que se le pedía, pero casi no pudo escribir a la velocidad en la que Julieta le explicaba lo que tenía y lo que no tenía que hacer.


—No hagas nada por horas. Cobra por trabajo y comprueba primero el tamaño de la casa y cómo vive allí la gente antes de poner precio. Algunas personas viven como cerdos. Haz una lista de los utensilios y los productos que necesitas. No tienes que comprarlos tú misma. De ese modo no tienes que ir cargada y no tienes que llevar a la casa algo que luego no te vayas a llevar. Algunas personas ponen muchas pegas a lo que te llevas.


Mientras Julieta le hacía un listado con lo que necesitaba, Paula pensó que todo aquello parecía muy complicado.


—Siempre limpia un piso primero. De ese modo no te quedas agotada, subiendo y bajando escaleras un millón de veces. ¡Eh! No estarás cansada ya, ¿verdad? Solo estamos hablando.


—Lo sé… es que hoy ha sido un día bastante difícil —respondió Paula, pensando que no estaba acostumbrada al trabajo físico.


—Olvídate de hoy. Si lo haces bien, no tiene nada de difícil. Se me ocurre una cosa… Iré contigo un par de veces y te enseñaré lo que hay que hacer. Si limpias las casas de la misma zona en el mismo día de la semana, no te pasas el tiempo conduciendo y puedes hacer dos, tal vez incluso tres casas al día.


¡Y así lo estaba haciendo! Estaba limpiando dos casas al día, lo que la mantenía ocupada, pero no conseguía cubrir sus gastos. Tal vez si se mudara de su apartamento…


¡No! Aquello era solo temporal. Cuando tuviera un trabajo de verdad… Sin embargo, dos meses le parecían como diez años y lo peor era que no tenía indicios de tener un trabajo de verdad.


Paula estaba empezando a preocuparse.



CONVIVENCIA: CAPITULO 8




«Ahora sí que estoy en contacto», pensó Pedro cuando se sentó en un avión, seis días después, para volver a California. Le acompañaban una niña de seis años, que iba aferrada a un osito casi tan grande como ella, y un niño de cuatro, que se estaba tomando una barra de caramelo que le había dejado los dedos muy pegajosos.


Menudos trastos para un soltero acostumbrado a viajar solo.


—¡No! —Exclamó el niño, tirando del cinturón de seguridad—. ¡No quiero que me pongas esto!


—Es solo hasta que despeguemos —dijo Pedro, intentando desesperadamente atar el cinturón al niño, a la niña y al osito.


—Tienes que hacerlo, Octavio —le ordenó la niña—. Es lo mismo que lo que mamá nos ponía en el coche.


—¡Quiero a mi mamá!


—Mamá está en el cielo —dijo la niña, repitiéndole igual que antes que su madre no iba regresar.


Cada vez que decía aquellas palabras, Pedro sentía que se le rompía el corazón. Los enormes ojos azules de la niña se ponían tristes y solemnes. No era la niña alegre que había sido dos años atrás.


—Su verdadero nombre es Carolina, pero la llamamos Sol porque es nuestro… mi —había corregido Kathy, al recordar que Octavio había muerto—… mi pequeño rayo de sol.


Sol. Así había sido, una niña feliz y sonriente con ojos brillantes y rizos dorados. Entonces era demasiado pequeña para darse cuenta de que su padre había muerto.


Las cosas habían cambiado. Sabía perfectamente que su madre también había desaparecido de su vida. No había sonreído ni una sola vez. Sin embargo, Pedro no podía evitar sentir admiración por la pequeña, dándole ánimos a su hermano mientras se aferraba a su osito para consolarse a sí misma.


Sentía una enorme pena por los dos niños. 


«¡Qué derecho tengo yo a quejarme!», pensó Pedro, intentando que el niño no le tocara la ropa con las pegajosas manos. Por fin, con la ayuda de la azafata, consiguió que se sentaran al lado de la ventana. Mientras contemplaban cómo despegaba el avión, Pedro confió en que aquello sirviera para que se durmieran. 


Cuando el avión estuviera en el aire, podría ir a lavarse y ponerse a leer su periódico… 


Entonces, se dio cuenta de que tenía mucho más entre manos que manchas de caramelo.


Había estado en lo cierto respecto a Kathy Bird. 


Lo había preparado todo cuidadosamente. Sin embargo, Pedro no pudo entenderlo del todo cuando el señor Canson, el abogado, le informó que Kathy le había nombrado tutor de los niños y le había dejado a él todo lo que le pertenecía, como fideicomiso para sus hijos.


—¿Yo? —había preguntado él—. Ni siquiera soy pariente —añadió. Entonces el abogado le recordó que Kathy no tenía parientes—. Pero nunca me dijo nada. Seguro que había alguien más.


—No —le había asegurado Canson—. Solo usted.


Pedro lo miró fijamente. Efectivamente podía administrar los bienes e incluso darles fondos si era necesario. Se encargaría de que nunca les faltara de nada.


—Pero los niños —dijo Pedro, algo consternado—, no me los puedo llevar. Soy soltero. Ni tengo esposa ni si quiera un hogar. Vivo en un hotel.


—Bueno, como tutor de los niños, su única responsabilidad es que reciban los cuidados adecuados. Tal vez tenga un pariente que esté dispuesto a…


—No —replicó Pedro, pensando en su padre, en un pequeño apartamento. O en su tía, de crucero en alguna parte. Aquello era una locura. 


Una persona no podía dejarle en herencia sus hijos a otra.


—Entiendo que esto le coloca en una situación algo incómoda —añadió el abogado—, pero creo que podremos organizar algo. Hay una agencia disponible aquí que proporciona ayuda en este tipo de situaciones y podremos preparar una acogida temporal.


—Tal vez eso sea lo más adecuado. Ella nunca me había mencionado nada —confesó Pedro.


—Tal vez en la carta —sugirió Canson, señalando los documentos que le había entregado.


—Oh.


Pedro se había quedado tan perplejo que ni siquiera había mirado los papeles. Entonces abrió la carta. Después de leerla, había decidido que no habría razón alguna por la que dejaría a los niños en una agencia, aunque fuera de un modo temporal.


Los miró a los dos, dormidos. La luz que obligaba a abrochar los cinturones se había apagado. Fue al cuarto de baño, se lavó las manos y echó un poco de agua fría por la cara. 


Entonces, regresó a su asiento y volvió a sacar la carta.


Querido Pedro:
Espero que nunca tengas que leer esta carta. Tal vez así será. Solo tengo veinticinco años y me encuentro con buena salud. Sin embargo, Octavio solo tenía veintiséis cuando nos dejó y tengo miedo. ¿Qué les ocurriría a Octavio y a Sol si yo no estuviera aquí?
Si algo me ocurriera, y rezo con todo mi corazón para que eso no ocurra, esa sería la razón por la que estarías leyendo esta carta.
¿Por qué tú? Porque eres la única persona en la que confío y porque el tuyo fue el único hogar feliz que conocí. Solo fue una pequeña parte, lo sé, pero no te puedes imaginar lo mucho que atesoro cada minuto que pasé en tu casa, lo mucho que nos reíamos bajo aquel roble o en la piscina, incluso cuando ayudábamos a tu madre a preparar bocadillos o a limpiar la cocina. ¿Te acuerdas de cómo preparábamos helados en aquel viejo congelador y que todo el mundo quería el batidor? Tu madre siempre sonreía afectuosamente. Solía imaginarme que aquella era mi casa y que no volvería al orfanato, donde solo era una más de muchos niños olvidados.
Para serte sincera, aquel albergue fue el mejor lugar en el que he vivido. Todas las casas de acogida eran horribles y ni siquiera quiero pensar en la Dirección Juvenil. No sabías que yo también estuve allí, ¿verdad? Allí los niños no hacen más que dar vueltas. No quiero que eso les pase a mis hijos.
Pedro, prométeme que eso no les pasará. Sé que todavía no estás casado y que tal vez no quieras quedártelos. Si es así, por favor, encuentra a alguien, a alguien que los quiera realmente y que los cuide y que les dé el tipo de casa que tú tenías. Por favor por el amor de Dios, no les dejes convertirse en una pieza más del sistema como fui yo. Por favor Pedro. Hazme este favor.
Una vez más, espero que nunca leas esta carta, pero por si acaso… Gracias por compartir tu hogar conmigo y gracias por encontrar esa casa para Sol y Octavio. Te lo agradezco mucho.
Kathy.






CONVIVENCIA: CAPITULO 7





A las cuatro de aquella tarde, estaba sentado en un avión en dirección a Columbus, Ohio, todavía intentando comprender lo que había sucedido, intentando superarlo. Kathy Bird muerta. Solo tenía… Veintiséis años. Era de la misma edad que Pete cuando murió, dos años atrás.


Octavio y Kathy Bird. Los dos muertos…


Pedro miró las nubes. Se sentía algo aturdido.


—Todos sus asuntos quedan en sus manos. Me ha llevado algo de tiempo encontrarlo —le había dicho el abogado.


—Sí…


Se había mudado dos veces en los dos últimos años desde la última vez que la había visto. A pesar de la pena, se sentía algo molesto. ¿Por qué él? Y, además, en aquellos momentos tan cruciales, cuando estaba a punto de empezar con el nuevo desarrollo.


—Lo siento —le había dicho—. No puedo marcharme de San Francisco en estos momentos.


—Señor Alfonso, es necesario que venga inmediatamente por los niños.


Aquello le había hecho pararse a pensar. Pobres pequeños… Seguramente ni siquiera habían empezado a andar.


—¿Se encuentran bien? —había preguntado muy ansiosamente—. ¿Quién está cuidando de ellos?


—Una amiga. Llevan con ella toda la semana.


Pedro se sintió aliviado. Efectivamente Kathy se había ocupado de lo que les pasaría a sus hijos en caso de muerte. Era una mujer muy práctica.


Probablemente aquel era su papel. 


Seguramente tendría que encargarse de que todo se llevara a cabo según sus deseos. No había sido una mujer a la que le gustara dejar cabos sueltos. Todos se habían sorprendido ante cómo había reaccionado ante la muerte de Octavio. Pedro había acudido porque ella le había llamado. Aunque se había visto rodeado de amigos y vecinos, se había aferrado a él.


—Tú eres mi familia —le había dicho.


Pedro se había sentido muy emocionado por esas palabras, a pesar de que no había relación de parentesco entre ellos. Ella había sido solo una de las de la pandilla con la que salía durante los años de su juventud en Dayton, Ohio. 


Aquella había sido su casa. Su madre había sido aquel tipo de mujer. Había sido una persona tan cariñosa, divertida… Nunca le había importado el ruido que hacían con la mesa de ping-pong ni cuando jugaban al baloncesto ni se remojaban en la piscina. Los chicos del albergue juvenil que había cerca, Kathy y Octavio entre ellos, habían sido visitas frecuentes en su casa. Con Octavio había tenido una amistad bastante íntima. Kathy, que había sido la novia de siempre de el, siempre había andado con ellos. Los dos siempre habían salido con él y con Gloria, o quien fuera la chica con la que él estuviera.


Después del instituto, se habían ido por caminos se parados. Pedro había ido a Harvard y habrían perdido completamente el contacto si no hubiera sido por la madre de Pedro, que era miembro de la Asociación del Albergue Juvenil y le mantenía constantemente informado.


—Octavio está trabajando de camarero y estudiando para ser secretario del juzgado y Kathy está trabajando en el banco.


Cuando se casaron, Pedro había sido el padrino y después el padrino de su primer hijo. Entonces, la madre de Pedro murió.


Durante un momento, Pedro regresó mentalmente a aquella pesadilla. Había tenido un ataque al corazón y había vuelto a casa. Demasiado tarde… Trató de sacudirse el sentimiento de pérdida que se apoderaba de él siempre que pensaba en su madre.


Octavio y Kathy se habían mudado a Columbus y había perdido el contacto con ellos hasta la muerte de Octavio. Kathy lo había llamado. 


Cuando había acudido, se había encontrado con Kathy, destrozada e intentando salir adelante, con un bebé en brazos y una niña de tres años. 


A pesar de la pena, no se había quedado en mala situación económica. Además, durante la enfermedad de Octavio, ella había empezado a transcribir para otros secretarios de juzgado y así se había asegurado unos ingresos. Pedro solo había hecho todo lo posible por consolarla y ayudarla con los detalles legales de la muerte. Luego le había prometido mantenerse en contacto y le había pedido que llamara siempre que lo necesitara.


—¿Algo de beber, señor? —le preguntó la azafata.


—Un whisky con soda, por favor —respondió él, reclinándose en el asiento para tomarse un sorbo cuando se lo hubo servido. La culpa se había apoderado de él. No se había mantenido en contacto como había prometido.


Solo había llamado muy de vez en cuando, había mandado regalos para los niños por Navidad y por su cumpleaños, pero nunca había regresado. Solo había ido a visitar a su padre, que había seguido trabajando en su farmacia en Dayton.


Dayton… No estaba tan lejos de Columbus. 


Pero, a pesar de todo, no había mantenido el contacto.