jueves, 17 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 9




Salieron a las ocho en punto de la mañana el día siguiente.


Paula llevaba una camiseta de manga corta con un estampado blanco y negro y vaqueros, conjuntados con una rebeca, un bolso de cuero y zapatos bajos de cuero.


Pedro Alfonso también se había puesto vaqueros, con una camiseta de punto, y llevaba una chaqueta de cuero en el asiento trasero del coche.


No hablaron mucho mientras salían de la ciudad, conduciendo con más prudencia que en la ocasión anterior, observó Paula y se relajó un poco. Cuando dejaron atrás Penrith, la carretera empezó a subir hacia las hermosas Blue Montains.


Paula había leído en alguna parte que su color azul era resultado de los aceites que impregnaban el aire provenientes de los bosques de eucaliptos.


Mientras se iban acercando, el paisaje era cada vez más idílico y seductor, con cierto aire de paraíso escondido.


Y, en cierta forma, lo había sido. Hasta 1994, sus valles remotos y aislados habían escondido el secreto del pino Wollemi, un fósil viviente que se decía que provenía de la era de los dinosaurios.


–¿Cuál será tu próximo trabajo, Paula? –preguntó Pedro Alfonso de pronto, en medio del silencio.


–No tengo ninguna sustitución prevista todavía. Pero estoy segura de que saldrá algo –afirmó ella–. A veces, es difícil predecirlo.


–¿Y cómo te las arreglas si no te sale nada durante un tiempo?


–Me las arreglaré –contestó ella, sintiéndose incómoda–. Le
agradezco mucho su interés, pero creo que es mejor que dejemos el tema, por favor. Me iré dentro de un par de días y va a resultarme difícil mantener la relación en el terreno estrictamente profesional si seguimos adentrándonos en temas personales.


–¿Profesional? –repitió él y condujo un kilómetro más en silencio–. Desde hace tiempo, creo que ha dejado de ser sólo eso.


–¿Qué quiere decir?


Pedro Alfonso la observó un momento.


–Creo que Narelle tenía razón. No estamos hechos para ser jefe y empleada. Hay, por llamarlo de alguna manera, cierta clase de electricidad entre nosotros. Comencé a sentirlo hace unas dos semanas, cuando te soltaste el pelo y te pusiste aquella chaqueta mágica para ir a la fiesta.









LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 8





Esa misma noche, Paula escuchó una entrevista en la radio con el padre de Sol en la que él hablaba sobre la economía, pues era economista, pero también comentaba que había vuelto a vivir a Sídney, después de haber pasado unos años en Perth. Y afirmaba que todavía no tenía hijos, pero que su esposa y él querían tenerlos.


Paula apagó la radio y se forzó a no pensar en el miedo que la atenazaba por dentro.


A la mañana siguiente, su jefe le hizo una petición poco habitual.


Antes de su cita con el director de recursos humanos de la compañía, Pedro Alfonso recibió una llamada de teléfono que no parecía tener nada que ver con el trabajo.


–¿Rompió la ventana? –dijo Pedro al teléfono, arqueando las
cejas–. No creía que fuera tan fuerte como para… Bueno, no importa. Dile que no lo vuelva a intentar hasta que yo llegue –añadió, colgó y se quedó mirando a Paula con aire ausente durante unos minutos, pensativo.


Paula bajó la vista hacia su vestido, buscando si tenía algo raro para que él la mirara así. Era un traje de chaqueta veraniego, con falda recta. Pero no tenía nada raro, ni botones desabrochados, ni se le veía el sujetador, ni nada parecido. Así que volvió los ojos hacia su jefe con gesto interrogativo.


Pedro Alfonso tamborileó los dedos sobre la mesa.


–¿Recuerdas una canción sobre un boomerang que no volvía?


–No –negó ella, después de pensarlo un momento.


–Yo, casi. Intenta encontrármela, por favor.


Antes de que Paula pudiera responder, apareció el jefe de recursos humanos.


Más tarde, Paula le informó de que había encontrado la canción del boomerang y le gustaba bastante.


–Es una vieja canción. Fue escrita por Charlie Drake –señaló ella–. El boomerang no sólo no volvía, sino que golpeaba al doctor Volador.


–Excelente –contestó Pedro Alfonso.


Pero no explicó nada más, dejando a Paula intrigadísima.


Algunos días después, él volvió a sorprenderla.


Paula estaba un poco preocupada porque, justo antes de irse a trabajar, había leído por error una nota que iba dirigida a su madre. Era de una vieja amiga de su madre que tenía una escuela de baile e iba a celebrar un festival. Le preguntaba a Maria si estaba interesada en hacer el vestuario. Eso significaría unos tres meses de trabajo, rezaba la nota.


Pero Maria Chaves había escrito su respuesta en el dorso del papel.


Lo siento mucho. Me habría encantado, pero no tengo tiempo. Un saludo afectuoso…


Maria no la había enviado todavía.


Al pensar que su madre no había aceptado el trabajo a causa de Sol, Paula se encogió. ¿Pero qué podía hacer? Sol se pasaba dos mañanas a la semana en la guardería privada, era lo más que ella se podía permitir, pues no había centros infantiles públicos. Y aquellas dos mañanas libres no bastarían para que Maria pudiera aceptar aquel encargo tan apetecible.


Paula había dejado la nota sobre la mesa, sintiéndose culpable y desgraciada, y se había ido a trabajar.


Al llegar, había repasado la agenda del día con su jefe y, a
continuación, él le había pedido que le enseñara la agenda para el día siguiente.


Paula le había entregado la libreta.


Pedro Alfonso la había estudiado en silencio durante un minuto o dos.


–Anúlalo todo –pidió él y le devolvió al libreta.


Paula se puso pálida.


–¿Todo?


–Eso he dicho –repuso él y se recostó en su silla.


–Pero… –balbuceó Paula y se mordió el labio. Había al menos diez citas que cambiar. Había tres reuniones importantes entre ellas, que implicaban a otras personas, así que la cancelación produciría un efecto dominó de caos y llamadas. Tragó saliva–. De acuerdo. Eh… ¿y qué va a hacer mañana? Quiero decir… ¿qué excusa quiere que ponga? El señor Alfonso ha tenido que atender un asunto urgente o… Paula se quedó callada y lo miró.


Él tenía esa sonrisa maliciosa tan característica.


–Sí. Y dilo así, con ese tono tan aristocrático y bien educado.
Convencerás a cualquiera.


–Yo no hablo… ¿Está diciendo que soy una estirada?


–Sí, así es –respondió él, arqueando una ceja–. Seguro que es por la escuela privada.


Paula hizo una mueca y, tras un instante, cambió de tema.


–¿Quiere decirme qué va a hacer mañana, señor Alfonso, o prefiere mantenerme en la ignorancia?


–Lo segundo sería difícil, pues vas a acompañarme. Voy a ir a Yewarra y necesitaré tu ayuda.


–¿Yewarra?


–Es una finca que tengo en las Blue Montains.


–Las Blue… –comenzó a decir Paula y, al darse cuenta de que lo estaba repitiendo todo como un loro, cerró la boca–. ¿Cuánto tiempo nos llevará?


–Sólo un día… sólo una jornada de trabajo –replicó él y se encogió de hombros–. Saldremos de aquí a las ocho de la mañana y volveremos por la tarde. No hace falta que te arregles.


–¿Planea conducir hasta allí?


–Sí. ¿Por qué no?


Paula se retorció inquieta.


–Preferiría no sentirme como si estuviera volando a ras del suelo cuando voy en su coche.


–Prometo obedecer los límites de velocidad –señaló él con una sonrisa–. De todas maneras, tengo un buen coche y soy un buen conductor.


Paula abrió la boca para hacer algún comentario sobre su modestia, pero cambió de idea. Había aprendido que no era posible anticiparse a las posibles reacciones de Pedro Alfonso ante una confrontación…


–Bueno –dijo él y se recostó en el asiento, con las manos detrás de la cabeza–. Sólo faltan tres días para que vuelva Rogelio… completamente recuperado de su enfermedad, según me ha dicho.


–Sí.


–Y tú te irás, Paula.


–Así es.


–Pero hemos trabajado bien juntos –afirmó él, se incorporó e hizo un gesto con la mano–. Bueno, menos ese par de veces en que te tuviste que contener para no abofetearme –puntualizó, con un brillo malicioso en los ojos.


–Me parece que nunca va a dejar de echármelo en cara… así que igual es mejor que vuelva Rogelio cuanto antes.


Entonces, antes de que él pudiera sorprenderla con su respuesta,la puerta se abrió de golpe y Portia Pengelly irrumpió en el despacho.


Pedro, he venido a hablar contigo… ¡Oh! –dijo Portia y se quedó paralizada al ver a Paula. Entonces, comenzó a caminar despacio, como si estuviera en una pasarela, vestida con un elegante traje de seda negro y una rebeca de color melón a juego con el bolso–. ¿Quién es ésta?


Paula se puso en pie y agarró la agenda.


–Trabajo aquí. Bueno, si eso es todo, señor Alfonso, volveré a mi puesto. Disculpen –dijo Paula y salió del despacho, pero no lo bastante rápido como para no escuchar a Portia suplicarle a Pedro con tono apasionado.





LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 7





DOS MINUTOS después, Pedro estaba en el asiento del conductor.


Paula no estaba segura de si estaba intentando contener su enfado o sus ganas de reírse de ella. Aunque sospechaba que era lo segundo.


–Bien –dijo él, incorporándose al tráfico de nuevo–. Llama a los Bromwich y diles que no voy.


–¿Por qué no? ¡No puede…!


–Sí puedo. De todas maneras, no me apetecía ir a esa maldita comida.


–¡Pero aceptó la invitación!


–Es igual. Estarán bien sin mí. Habrá doscientos comensales. De todos modos, habría pasado inadvertido entre la multitud –señaló él.


Eso era muy improbable, pensó Paula con ironía.


–¿Y qué les digo?


–Diles… –comenzó a responder él e hizo una pausa–. Diles que he tenido una pelea con mi secretaria, que me ha dicho que soy una amenaza. Y que, a consecuencia de ello, me siento dolido e incapaz de socializarme a gran escala.


–¡Entre otras cosas, eso es falso! –replicó ella con indignación.


–También puedes decirles que, como hace un día tan bonito,
prefiero comer en la playa –continuó él con una sonrisa–. Iremos a comer pescado fresco. ¿Te gusta el pescado?


Paula levantó las manos con gesto de desesperación.


–Supongo que no puedo convencerle de que no es buena idea.


–Aciertas –replicó él y le dedicó una pícara sonrisa–. Tal vez,
deberías haberlo tenido en cuenta antes de comportarte como una leona y entregarme las llaves del coche.


–¡Estaba usted… pasándose de la raya!


–Mmm… La verdad es que me siento un poco fuera de mí hoy – comentó él, frunciendo ceño–. ¿No te pasa lo mismo? Después de lo que pasó en el ascensor –añadió en voz baja.


Paula posó los ojos en la carretera y se preguntó qué pasaría si admitía que no tenía ni idea de cómo lidiar con la atracción que sentía.


Sí, hacía mucho que no le sucedía algo así. Pero eso no significaba que no estuviera asustada. Lo estaba y mucho, pensó, cerrando los puños sobre el regazo.


Además, ¿qué podía conseguir si reconocía lo que sentía?


Que tuvieran una aventura, poco más. Pedro Alfonso no iba a casarse con una madre soltera. ¡Casarse! Diablos, ¿en qué estaba pensando?, se reprendió a sí misma.


Por otra parte, al pensar en sus necesidades económicas, recordó que no tenía ningún empleo esperándola para cuando terminara su sustitución.


Debía salvar la situación como pudiera, sin perder el trabajo, se advirtió a sí misma.


–Me disculpo por haber perdido los nervios –dijo ella–. Es posible que no sea buena conductora. No he practicado mucho. Pero estaba haciéndolo lo mejor que podía –añadió y miró al cielo con resignación.


Pedro Alfonso la miró con atención y un gesto un tanto burlón.


–¿Eso es todo?


Paula tragó saliva, comprendiendo su indirecta. Ella estaba evitando hablar de lo que había pasado en el ascensor y él lo sabía.


–Eso me temo –insistió ella.


–Lo dices como si no quisieras hablar más del tema –observó él tras un momento de silencio–. En otras palabras, ¿no es posible que lleguemos a tener una relación, señorita Chaves?


–No –negó ella con voz apenas audible–. Oh –señaló y agarró el bolso… cualquier cosa con tal de romper la tensión–. Llamaré a los Bromwich… aunque tal vez sea demasiado tarde para encontrarlos.


–Así sea –afirmó él.


Paula sabía que no se estaba refiriendo a la comida que iba a perderse.


Tras un momento de titubeo, ella decidió que era mejor dejar
clara su postura.


–En cuanto a lo de llevarme a comer, señor Alfonso, si ha
cambiado de idea lo comprendo.


–De eso nada. Para empezar, estoy hambriento. Y, como Rogelio y yo solemos comer a menudo cuando estamos en algún viaje de trabajo, no tienes por qué pensar que la oferta esconde segundas intenciones.


–¿Segundas intenciones?


Pedro Alfonso la miró con un brillo de humor en los ojos.


–No tienes por qué pensar que te invito para intentar seducirte… o romper tu escudo de hielo.


Paula se dio cuenta de que estaba sonrojándose sin remedio. Buscó refugio en la tarea de contactar con los Bromwich.


El restaurante al que la llevó su jefe tenía una terraza sobre la playa. Encontraron una mesa bajo una sombrilla, pidieron y se quedaron contemplando las aguas de la bahía.


Pedro Alfonso cumplió su palabra. No intentó seducirla con su conversación y, de alguna manera, consiguió que la comida fuera amena y amistosa.


Parecía un hombre muy distinto a como era otras veces, pensó Paula. No sólo había dejado atrás su pose arrogante de millonario, tampoco se comportaba con el mal humor que había mostrado en el coche.


–Bueno… –dijo él y se miró el reloj–. Volvamos a la oficina.


–Gracias por la comida –dijo ella, poniéndose en pie.


Pedro Alfonso también se levantó y, durante un breve instante, los dos se miraron a los ojos antes de apartar la vista y dirigirse hacia el coche.


Paula sabía que iba a tener que sufrir las consecuencias de aquella comida tan agradable, cuando no pudiera dormir esa noche.


Sin embargo, Sol, emocionada por todo lo que había visto en el zoo, cayó dormida apenas tocar la almohada. Paula le dio un beso en la frente y salió de su dormitorio sin hacer ruido. 


Pero, cuando se acostó, estuvo dando vueltas en la cama, sin poder dejar de revivir el día tan extraordinario que había compartido con su jefe.


Recordó cómo la brisa le había despeinado y cómo, al verlo, a ella se le había puesto la piel de gallina. Y recordó cómo había fantaseado con que él la tocara el cuerpo desnudo al verlo juguetear con el salero con sus dedos fuertes y largos.


Debía superar aquellos sentimientos, se dijo Paula. Sobre todo, porque si dejaba el trabajo, la agencia no la llamaría tanto y eso afectaría a sus ingresos. Tenía que pensar en Sol y en lo mejor para ella. Una aventura fugaz con un hombre que no parecía capaz de comprometerse no sería buena idea. Al menos, él no había ido en serio con Portia Pengelly… la había estado usando y, más o menos, lo admitía.


Paula no había olvidado cómo se había sentido cuando se había dado cuenta de que la habían utilizado y le habían dicho que el aborto era la única salida en aquellas circunstancias…


Con la mirada fija en la oscuridad, cerró los ojos para no llorar.


No. No podía dejar que ningún otro hombre la hiciera daño.


Fue de gran ayuda que Pedro Alfonso estuviera fuera durante los dos días siguientes, pero cuando regresó, aún le quedaban a Paula dos semanas de trabajar allí.


Sin embargo, él parecía estar de mejor humor. Menos abrasivo con ella… y sin nada que delatara que, en una ocasión, se habían quedado paralizados en el ascensor, hipnotizados el uno con el otro.


¿Habría hecho las paces con Portia?, se preguntó Paula. ¿O habría encontrado una sustituta?


En cualquier caso, Paula estaba un poco más relajada. Incluso cuando se quedaron atrapados en un atasco de camino a una reunión de trabajo. Era un día nublado y había llovido toda la noche. Había habido un accidente en el camino y el tráfico estaba bloqueado por completo. Un helicóptero sobrevolaba la escena.


–Debe de haber sido un accidente grave –comentó ella–. Igual llegamos tarde.


Pedro Alfonso apagó el motor y se encogió de hombros.


–No podemos hacer nada –repuso su jefe con una paciencia poco común en él–. Cuéntame, ¿cómo fue tu infancia?


–Bueno… veamos –señaló ella con tono pensativo, diciéndose que no tenía nada de malo responder–. Mi padre era maestro, muy intelectual, mientras que mi madre… –explicó e hizo una pausa, porque solía resultarle difícil describir a su madre–. Mi madre es una persona muy creativa. Se le da muy bien hacer cosas con las manos… pero no es demasiado práctica –añadió y sonrió–. Podrían haberse llevado muy mal pero, sin embargo, hacían una pareja excelente. Ella lo animaba con sus ideas y él la hacía poner los pies en la tierra. Como maestro, le entusiasmaba la educación y me ayudaba mucho. Por eso, conseguí ir a una escuela privada, con una beca. También estudié en la
universidad gracias a varias becas. Él…


–Continúa –la animó él.


Paula le lanzó una rápida mirada, preguntándose por qué estaría interesado en su vida… y por qué ella se la estaba contando.


–Yo pensaba que me parecía más a mi padre. Pasaba mucho tiempo con él, estudiando o leyendo. Pero ahora me doy cuenta de que también tengo muchas cosas de mi madre. Es muy buena cocinera y yo estoy aprendiendo, aunque no creo que nunca llegue a ser tan buena como ella.


–¿Y cómo pudiste licenciarte siendo madre soltera? –preguntó él.


Paula volvió a mirarlo. ¿Lo preguntaría sólo por curiosidad o…? De todos modos, ¿qué razón tenía para no responderle?


–Fue muy difícil, pero Sol me ayudó a mantenerme centrada. Me puse a trabajar a media jornada mientras estudiaba –explicó ella e hizo una pausa–. Tomaba varios empleos al mismo tiempo, toda clase de empleos.


–¿Como por ejemplo?


–Fui recepcionista en un taller de tatuajes –repuso ella con cierto aire nostálgico–. Mis compañeros me regalaron un ramo de flores cuando nació Sol. Y trabajé en una tienda de botellas. Y en un supermercado. Hice de niñera y de limpiadora –enumeró y se detuvo un momento–. Mi padre acababa de morir. No conoció a Sol… pero yo estaba decidida a licenciarme, porque sabía que mi padre se habría sentido muy decepcionado si no.


–¿Cómo conseguiste este trabajo?


–Cuestión de suerte. Uno de mis profesores tenía contactos en laagencia y sabía el tipo de sustitutas que necesitaban. Me enseñó todo sobre las secretarias personales de dirección, mi madre se ocupó de coserme un vestuario apropiado y… voilá!


–Seguro que te ayudó mucho ser tan inteligente –observó él, casi hablando solo–. Supongo que te tomas días libres entre una sustitución y otra, ¿no?


Ella asintió.


–Siempre intentó reservar un par de semanas de vez en cuando, no sólo para darle un respiro a mi madre, sino para pasar más tiempo con mi hija.


–¿Y tu madre sigue haciéndote la ropa?


–Sí. Ella me había hecho la chaqueta que llevé a la fiesta –explicó Paula–. La verdad es que la diseñó para un empleo de fin de semana que tuve como cajera en un restaurante de primera categoría.


–¿Y el padre de Sl? ¿Has vuelto a verlo?


Paula meneó la cabeza, sintiéndose incómoda.


–Me pregunto si se ha mudado a Sídney. Tal vez, por eso estaba en la fiesta de tu tía abuela.


–Puedo enterarme, si lo deseas. Pero, aunque esté aquí, Sídney es una ciudad muy grande –comentó él y le lanzó una mirada interrogativa.


–No, gracias. Prefiero dejar las cosas como están. Oh, mira. Están desviando el tráfico. Todavía puede que
lleguemos a tiempo.


Pedro Alfonso parecía a punto de decir algo, pero se limitó a
encogerse de hombros y encendió el motor del coche.