domingo, 31 de mayo de 2015

EL HIJO OCULTO: CAPITULO 8




—Podías haberme dicho que era la embajada griega, en lugar de decir que era una embajada sin más —dijo Paula, mordiéndose el labio inferior con nerviosismo. En los últimos cinco años no hacía más que encontrarse con griegos en el camino.


—¿Y qué diferencia hay? Extranjeros, griegos, franceses, a este tipo de cosas acude el mismo tipo de gente. Deja de preocuparte, Paula. Estás estupenda con esa ropa plateada, y encajas perfectamente entre la élite internacional de nuestra ciudad. De hecho, eres la mujer más guapa que hay aquí.


—¡Eres un adulador, Julian! Y mi vestido no es de color plata, sino gris perla —le informó a su pareja con una sonrisa mientras avanzaban para que los presentaran ante el embajador griego en Londres—. Y claro, este baile es un gran avance para la profesora de historia de Dorset...


—¡Tonterías! Has estudiado política e historia, y eres más inteligente que la mayoría de las mujeres de aquí. ¿Estás segura de que no querrías cambiar de profesión y trabajar conmigo en la oficina de asuntos exteriores de Londres?


—No... Y de todos modos, tú nunca estás en Londres, sino que pasas la mayor parte del tiempo en otras partes del mundo.


Julian negó con la cabeza


—Me conoces demasiado bien, ése es el problema —dijo con un suspiro.


Paula se rió, pero era verdad. Él era tres años mayor que ella y se conocían de casi toda la vida. Su tía Irma había trabajado durante años como secretaria del padre de Julian y, tras la muerte de su padre, él lo había heredado todo. Pero en lugar de dedicarse a tiempo completo a gestionar la finca de Gladstone. Tal y como había hecho su padre, él había contratado a un administrador puesto que prefería trabajar para el gobierno.


La tía de Paula vivía en una casa a las afueras de un pueblo de la finca, y Paula había pasado allí muchas vacaciones de verano. Tras la muerte de sus padres, aquella casa se había convertido en su hogar permanente. «Y todavía lo es», pensó con una media sonrisa.


—Deja de pensar en las musarañas —le dijo Julian—. Es nuestro turno —se detuvo—. Paula, te presento a Alessandro, el embajador griego y un gran amigo mío. Debo añadir que es viudo y que las mujeres de Londres lo echarán mucho de menos cuando regrese a su país el mes que viene.


Paula sonrió ante una presentación tan informal y tendió la mano para saludar al hombre que tenía delante.


—Encantada de conocerlo. Soy Paula Chaves.


Era un hombre muy atractivo, con pelo cano y una cálida sonrisa. Aquel baile era la manera de despedirse del resto de los embajadores de la comunidad internacional de Londres. Algo que Julian no le había dicho cuando la convenció para que asistiera al baile con él.


—El placer es mío, Paula. Ahora comprendo por qué Julian ha pasado tanto tiempo en Dorset últimamente. Siempre es agradable conocer a una bella mujer.


Paula se sintió halagada cuando él le preguntó un par de cosas acerca de su vida.


Paula empezaba a encontrarse más tranquila y agarró a Julian del brazo mientras bajaban por la escalera hasta el salón de baile. Él agarró dos copas de champán de una bandeja que llevaba un camarero y le dio una a ella.


—¿No es tan terrible como temías? —chocó la copa con la de ella—. Por una noche interesante.


Paula sonrió y bebió un sorbo de champán.


—¿Sabes, Julian?, puede que por una vez tengas razón.


La banda empezó a tocar un vals y Julian le retiró la copa y la dejó sobre una mesa cercana.


—Estoy seguro de que puedo hacer esto —dijo él, rodeándola por la cintura y agarrándola de la mano—. Vi varios programas de baile de salón mientras estuve confinado en el campo durante tanto tiempo.


Paula soltó una carcajada.


—Unas semanas con las piernas escayoladas y una convalecencia de dos meses mirando la televisión no te hace un gran bailarín —dijo ella.


—Qué poca fe tienes —se mofó él, y la guió hasta la pista de baile.


Sorprendentemente, era un excelente bailarín, y Paula supo que no había aprendido gracias a la televisión, aunque era cierto que había estado durante mucho tiempo en la casa familiar de Dorset tras partirse ambas piernas en un accidente de moto.


Julian era un hombre soltero y muy atractivo, con pelo rubio, ojos grises y una pícara sonrisa, que tenía veintinueve años y le gustaba alardear de ser un hombre de mundo. Pero a pesar de ser un antiguo amigo de la familia, durante los últimos meses había convertido su relación con Paula en algo más. Al principio ella había pensado que era porque al no haber mucha oferta femenina en Dorset, él la consideraba la mejor opción. Pero sus besos eran persuasivos y él estuvo a punto de convencerla de que no era por eso. Esa noche, después del baile, se quedarían en su apartamento de Londres y, aunque él nunca se lo había dicho, ella tenía la impresión de que esperaba algo más que unos cuantos besos. Pero puesto que ya le habían hecho daño, ella estaba un poco reacia.


De hecho, no estaba segura de si no habría cambiado de opinión si hubiera sabido que el baile era en la embajada griega. Pero era demasiado tarde. Además, era evidente que sus temores eran infundados, y estaba divirtiéndose.


—¿Qué piensas?


Paula lo miró con una sonrisa.


—Si eres bueno, te lo contaré más tarde —bromeó ella, y él se detuvo un instante y la abrazó con fuerza.


—Créeme, puedo ser muy bueno cuando llega el momento —su mirada era explícitamente sexual.


—Compórtate y baila —dijo ella sonriendo, y se estremeció. 


Quizá había llegado el momento de dar un paso más. 


Llevaba manteniendo el celibato durante mucho tiempo...


Entonces, notó que se le erizaba el vello de la nuca y tuvo una extraña sensación que nada tenía que ver con Julian. 


Alguien la estaba mirando.


Diez minutos más tarde, de pie junto a la barra de la habitación contigua, Julian pidió un whisky con soda y un zumo de frutas para Paula. Una copa de champán era suficiente para ella, y seguía teniendo sed. Ella bebió un largo trago antes de dejar la copa sobre la barra.


—Esto es una embajada, ¿verdad? —preguntó sonriendo a Julian—. Entonces, ¿dónde están los Ferrero Rocher? —bromeó. Estaba riéndose cuando el embajador apareció y los interrumpió.


—Es una vieja broma —se rió—. Pero me alegra ver que lo estáis pasando bien. Ahora, permitidme que os presente a mi hija Sophia.


Paula se volvió y estrechó la mano de una mujer atractiva y sonriente.


—Y éste es su novio, Pedro Alfonso, el presidente de Alfonso Corporation —el embajador se echó a un lado—. Nuestras familias son amigas desde hace años —comentó con orgullo.


Al oír el nombre, Paula se quedó helada. Pedro estaba delante de ella y entonces, ella supo quién la había estado observando. El peor de sus temores se había convertido en realidad.


Incapaz de pronunciar palabra y tensa por el shock, se fijó en el rostro poderoso de Pedro Alfonso, el hombre que había sido su primer amor. Con el corazón acelerado, respiró hondo para intentar calmarse.



Él iba vestido con un traje negro, una camisa blanca y una pajarita negra. Sus ojos se oscurecieron al mirarla. Él parecía mayor y tenía algunas canas en su cabello negro. 


Los rasgos de su rostro arrogante eran un poco más pronunciados. Tenía treinta y tantos años y el paso del tiempo sólo había servido para darle un aspecto de mayor seguridad en sí mismo, pero ella lo habría reconocido en cualquier lugar.


Paula hizo un gran esfuerzo para seguir sonriendo mientras los presentaban.


¿Admitiría Pedro que ya la conocía? No, por supuesto que no. Estaba con su novia, por el amor de dios.


—Paula —una mano fuerte le estrechó la suya.


—Un placer, otra vez, Pedro—dijo ella.


—El placer es mío —dijo él, mirándola a los ojos con cierto brillo de ironía.


Ella retiró la mano antes de que él pudiera agarrarle los dedos y se acercó a Julian como en busca de protección.


No porque la necesitara. Era evidente que Pedro no consideraba necesario comentar que se conocían y Paula se sintió aliviada. Aparte de su tía Irma, nadie sabía que había tenido una relación con ese hombre, y así era como quería que fuera.


Durante la conversación. Paula trató de intervenir lo menos posible y evitó mirar a Pedro Alfonso.


Su mirada se posaba en Sophia, su novia. Era una mujer menuda y bella que lucía un vestido rojo sin tirantes que se ceñía a su cuerpo. Sophia era el tipo de mujer con el que se casaría un magnate griego como Pedro. Rica, amiga de la familia y griega, por supuesto.


—¿No nos hemos visto antes en algún sitio, Paula? —le preguntó Pedro en un momento dado.


Paula no tuvo más remedio que mirarlo.


No le importó. Pedro nunca la había considerado bastante buena para él: simplemente había sido su amante. En esos momentos, ella se sintió afortunada porque desde luego él no era el hombre adecuado para ella...


Si él creía que podría provocarla con sus preguntas, se equivocaba. Se necesitaban dos personas para jugar a ese juego. Y ella ya no era la chica ingenua que él había seducido, sino una mujer madura. Haber impartido clases durante tres años a chicas adolescentes, más interesadas en los chicos que en estudiar, la había enseñado a ser asertiva y con carácter.


—No, debes de confundirme con otra persona. Esto es lo más cerca de Grecia que he estado nunca —desde luego él nunca la había llevado...






EL HIJO OCULTO: CAPITULO 7




Paula estaba de pie en la cocina, hablando con el gato.


—Tenías razón acerca de Pedro, Marty. Debería haberme fiado de tus instintos en lugar de los míos. Pedro Alfonso, por muy rico que sea, es muy pobre tanto emocional como moralmente. Es un hombre despiadado y despreciable. Lo odio —el gato ronroneó como si estuviera de acuerdo—. Ahora eres mío, y tú y yo nos vamos.


Agarró al gato y lo metió en el transportín después recogió la bolsa donde estaba el joyero y salió del apartamento sin mirar atrás. Tenía las maletas en el recibidor y su coche estaba aparcado en la puerta.


Paula le dio las gracias al portero por ayudarla a meter las maletas en el coche y colocó el transportín en el asiento de atrás antes de sentarse al volante.


El día después de sufrir el aborto, Pedro estaba en el hospital cuando el doctor Norman le dio el alta. Destrozada por la pérdida, estaba demasiado débil para resistirse al ofrecimiento de Pedro de llevarla al apartamento.


El doctor Marcus le había asignado una enfermera para que se quedara con ella el fin de semana, aunque Pedro había insistido en que él podría cuidar de ella. La semana siguiente Paula tenía una cita en la clínica privada de Marcus para hacerse un legrado y después de que la enfermera y Paula le insistieran para que se marchara, Pedro había partido hacia Grecia para asistir al cumpleaños de su padre.


—Tienes mi número de teléfono móvil —había dicho él—. Llámame si me necesitas. Volveré el domingo por la noche. Cuenta con ello —después le prometió que la acompañaría a la cita del médico la siguiente semana, le dio un beso de despedida y se marchó.


Había llegado el lunes, la enfermera se había marchado y Pedro no había regresado. Paula había intentado contactar con él la noche anterior y una tal Christina, su secretaria, había contestado su teléfono. Tras una esclarecedora conversación, Paula decidió que se marchaba a casa...


No podía creer que hubiera Sido tan débil como para permitir que Pedro la engañara de nuevo... «Nunca más», se prometió en silencio.


El amor y la ternura que creía que sentía por él se habían convertido en frío y amargo desdén, así que hizo lo que él esperaba que hiciera una amante. Se había llevado todo lo que él le había dado, incluido el coche.


No podía equipararse al precio de haber perdido un hijo.






EL HIJO OCULTO: CAPITULO 6





Cuando oyó mencionar al doctor Marcus, Paula cerró los ojos. «Si no hubiera pensado en que Pedro iba a contratarlo, no me habría entrado pánico y no estaría aquí», pensó ella, reviviendo el fuerte dolor que había sentido en el vientre y que la había hecho caer. Se había levantado despacio y había decidido prepararse una infusión para tratar de calmar el dolor. Después, sentada a la mesa de la cocina, se percató de que algo iba mal. Se dobló por la cintura al sentir un dolor tan intenso que le cortó la respiración. De pronto, notó un líquido en la entrepierna y se levantó para ver que la sangre corría por sus piernas.


Agarró el teléfono y llamó al servicio de urgencias, pero cuando llegó la ambulancia, supo que era demasiado tarde.


Había estado allí seis horas y, en ese tiempo, la pequeña vida que había en su interior había terminado. Abrió los ojos y miro de nuevo a Pedro. El padre de la criatura. Nunca volvería a confiar en él...


Pedro había tenido la arrogancia de sugerir que ella debería haberlo llamado. Vaya broma. Era casi medianoche y, evidentemente, no había tenido prisa en llegar allí. Estaba claro que ni ella ni su bebé eran tan importantes para Pedro como su trabajo.


—No —dijo ella.


Ya no necesitaban al doctor Marcus el pánico que había sentido, el gato y la esquina de la cómoda de cajones habían hecho el trabajo por Pedro.


—No es un lugar caótico, sino un hospital público muy ocupado... El tipo de sitio que frecuentamos el común de los mortales. Y respecto a lo de irme a otro sitio, ya no tiene sentido. Ya he perdido al bebé. Deberías alegrarte ahora que se ha solucionado el problema.


—Santo cielo —dijo Pedro al cabo de un momento.


Era culpa suya que Paula estuviera tumbada en aquella cama de hospital, y el sentimiento de culpabilidad que había experimentado cuando el doctor le contó lo sucedido, se intensificó.


—Paula —se acercó a la cama—. Nunca pensé en que ese niño fuera un problema, y siento que lo hayas perdido... Tienes que creerme.


Paula estaba pálida y Pedro se sorprendió de la pena y el arrepentimiento que sentía al mirar a sus ojos azules. 


Unos ojos que ya no brillaban, apagados por la aceptación de lo que le había sucedido. Se sentía como un ogro.


Se sentó en la cama, se inclinó para besarla en la frente y le agarró la mano.


—Debes creerme, Paula —repitió él. Ella lo miró con frialdad y, entonces, añadió—: nunca se me ocurrió que pudieras perder al bebé. Esta mañana estaba enfadado, pero por la tarde, cuando me recuperé del shock, decidí que me
gustaba la idea de que nos convirtiéramos en una familia. Iba a decírtelo esta noche.


«Qué fácil es decir eso ahora», pensó Paula, y sintió que él le apretaba la mano. Pedro la miró y a Paula le pareció ver dolor y angustia en su mirada. Ella notó que la compasión se instalaba en su corazón.


No, no era posible. Pedro no volvería a hacerla sentirse como una idiota.


—Era un detalle, pero no es necesario. He perdido al bebé —murmuró ella—. Pero míralo por el lado bueno, Pedro. Te has ahorrado un montón de dinero.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Pedro, tratando de contener la rabia—. Puedes acusarme de muchas cosas, Paula, pero no de ser mezquino. Prometo que podrías tener todo lo que quisieras.


Lo único que quería era recuperar al bebé y eso no era posible. Sabía que Pedro era muy generoso con las cosas materiales, pero era el peor hombre que había conocido nunca a la hora de gestionar sus emociones. Eso si tenía emociones. Tenía un autocontrol increíble y era muy arrogante. Pedro Alfonso siempre tenía razón...


—Sí, tienes razón —dijo Paula—. Es cierto que para ti no significa nada el coste de un médico privado.


Pedro tenía la sensación de que se le escapaba algo, pero, en ese momento, entró Marcus con el doctor Norman y una enfermera. Se puso en pie y se dirigió a su amigo:
—Quiero sacar a Paula de aquí, Marcus, y que te ocupes de ella inmediatamente.


—Es medianoche, Pedro, y Paula está agotada. Será mejor esperar a mañana —contestó Marcus, y el doctor Norman asintió.


Marcus, quiero lo mejor para Paula y no es esto.


—No voy a irme a ningún sitio —murmuró Paula, y los tres se volvieron para mirarla—. Sólo quiero dormir.


—Ella está bien, caballeros —el doctor norman habló de nuevo—. Permitan que la enfermera le dé un calmante y continuaremos hablando fuera de la habitación.