domingo, 7 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 24



—Lo siento, milord, ya le he dicho que la señorita se encuentra indispuesta y que no recibe visitas.


Pedro miró al estirado mayordomo con cara de querer asesinarlo. ¿Que estaba indispuesta? ¡Y un cuerno! Lo que estaba era embarazada. No se marcharía de esa casa hasta que consiguiera hablar con ella, por muchas excusas que le dieran.


—Se llama usted… Thomas, ¿no es así?


El hombre asintió desconfiado, por lo que pudo percatarse del atisbo de duda en sus ojos, cosa que iba a aprovechar para conseguir su objetivo, que no era otro que hablar con Paula y convencerla de que se casara con él.


—Supongo que me recuerda perfectamente, Thomas.


—Desde luego, lord Alfonso.


Lo que iba a hacer no estaba bien, él lo sabía, nada bien, pero ante situaciones desesperadas sólo podían tomarse medidas desesperadas.


—¿Tiene usted buena memoria, Thomas? Supongo que debe tenerla —hablaba mientras miraba al techo, de forma descuidada, como si lo que estuviese diciendo no tuviese la menor importancia—; entonces recordará que la señorita Chaves y yo —lo miró directamente a los ojos, consiguiendo que el hombre enrojeciera— nos conocemos muy bien, podría decirse que somos muy buenos amigos.


—Milord, yo… —El hombre estaba disgustado por sus palabras porque sabía perfectamente a qué se estaba refiriendo; sin embargo, parecía que no iba a permitir dejarlo ver a la joven. Lo vio en su mirada. Pedro pensó que ya le hubiera gustado que trabajara para él, o para su padre; lealtades así eran difíciles de conseguir, pero ese tal Thomas conocía perfectamente su relación con Paula y nunca se había ido de la lengua, ese hombre, más que ningún otro, debería entender su urgencia por hablar con ella teniendo en cuenta el estado de la otra.


—Desde luego, usted no sabe —fingió asentir con pesar—, pues entonces será mejor que hable directamente con lord Hastings.


—¿Con el conde? —El hombre parecía incómodo.


—O consigo hablar con la señorita hoy mismo, o lo haré con su hermano —le auguró—; no me gustaría que mi futuro hijo naciera fuera del matrimonio, o bajo otro apellido, obligándome a pelear por él en los tribunales. ¿Se imagina el escándalo? Sería horrible, ¿no es cierto? Hastings lleva años evitando que cualquier tipo de habladurías se relacione con su apellido, pero, claro —se encogió de hombros—, un hombre debe hacer cualquier cosa por su hijo, usted me entiende, ¿verdad?


El mayordomo se descompuso cuando lo oyó pronunciar las palabras «escándalo» e «hijo» tan alegremente, en la misma frase, y decidió que tendría que hablar con su patrón de inmediato si no querían verse envueltos en el centro de un enorme chismorreo, sobre todo teniendo en cuenta que lord Hastings había soportado muchas cosas en su vida para evitarlos.



Incluida la infelicidad.


—Discúlpeme, lord Alfonso —cedió finalmente con malos modos—, creo que puede que haya habido un malentendido; iré a ver si lord Hastings puede recibirlo. Por favor, acompáñeme a su despacho para que pueda esperarlo allí. —Y lo llevó hasta dicha estancia sin pararse siquiera a comprobar que lo siguiera. «Pues no me importa —pensó enfadado—, ni un ápice, no me iré sin verla por muy mal que me reciban.»


Cuando el anciano se hubo marchado, dejándolo a solas en la habitación, respiró hondo para calmarse un poco. Era consciente de que tendría que lidiar con Ricardo, quien no era muy dado al diálogo cuando se trataba de su familia, más aún teniendo en cuenta que Paula era en realidad su hermana, como había confesado recientemente. Por ello la situación se complicaba: al haber lazos de sangre, su amigo podía volverse muy irracional. Aunque lo que más lo extrañaba era que, teniendo en cuenta las circunstancias de Paula, no hubiera acudido a su encuentro buscando una reparación para salvar así el honor de la chica, si no que hubiera optado por endilgarle el hijo a Melbourne.


Después de todo, él era mucho mejor partido, y eso le indicaba hasta qué punto Ricardo podía estar enojado con él.


Se acercó a la ventana para poder mirar al jardín donde una vez Rodolfo intentó asesinarlo y Paula lo salvó de acabar aplastado por una enorme piedra. Aún la recordaba de rodillas en la tierra, tanteando el terreno en busca de sus lentes, medio cegata, ignorándolo. Pero era más fuerte el recuerdo que tenía de ella recostada sobre la hierba, consumida por la pasión. Apretó fuertemente los labios intentando serenarse, y volvió a repetirse que ella no iba a casarse con otro. Antes mataba a su pretendiente. Y a todos los que se cruzasen en su camino.


Y entonces la vio, y el mundo se detuvo a su alrededor, y de nuevo empezó a sentir ese fuego abrasador que cobraba vida justo cuando la miraba.


Allí estaba ella, ajena a la mirada perturbada de él. Sentada en un pequeño banco de mármol, admirando un ramillete de margaritas blancas entre la enorme y hermosa rosaleda. Las observaba embelesada, con admiración. Al igual que él la observaba a ella, porque, para Alfonso, Paula era igual que una margarita entre un jardín de hermosas rosas: una flor que destacaba de entre las demás por su originalidad, por su singular belleza, pero, sobre todo, por su esencia. Y sintió deseos de acudir a su encuentro para zarandearla por haberle ocultado algo tan importante, y, por qué no, para poder besarla con todo el anhelo que llevaba sintiendo desde que se marchó a Rusia y que parecía haber renacido con más fuerza en el instante en que volvió a posar sus ojos en ella.


Se preguntó que por qué tenía que quedarse allí esperando a que el conde decidiera si darle permiso o no para verla y hablarle. Después de todo, iba a darle un hijo, por lo que el decoro pasaba ya a un segundo plano. Tomó una decisión, más bien orquestada por su corazón y alentada por sus sentidos más que por su cabeza, y decidió ir a su encuentro. 


No obstante, no llegó muy lejos, puesto que en el momento en el que se disponía a cruzar la puerta de la estancia se topó de bruces con Hastings, completamente recuperado de su herida, quien iba acompañado de Melbourne. Y al ver al segundo, al hombre que podía arrebatarle a Paula, su cara se descompuso.


—Alfonso, no esperaba verte por aquí. —Ricardo no iba a andarse por las ramas. No lo quería en su casa después de que se había aprovechado de su amistad para seducir a su hermana, y dejó que su desprecio se pudiese percibir en sus palabras. Por mucho que ésta lo defendiera, le dolía semejante traición, y no estaba dispuesto a pasar página tan fácilmente.


—Hombre, lord Alfonso, ¿cuándo ha regresado de su viaje? —le preguntó Melbourne con sinceridad y extrañado por la tensión que reinaba en el ambiente—. Espero que las aguas vuelvan a estar calmas por otras tierras.


Más bien, Melbourne había querido decir que esperaba que todo hubiese acabado bien en el Imperio ruso sin perjuicios para la corona.


—Regresé anoche, y debo decir que todo está en orden. —Iba a responder a todas las preguntas que hicieran falta, pero no se iba a ir de allí sin hablar con ella.


Aunque Pedro no miraba a Ricardo directamente, podía sentir la dureza de sus ojos, y supo que, de no haber estado delante sir Melbourne, alguien no habría salido vivo de allí. 


Aun así, no le importó, él no tenía miedo de enfrentarse a Hastings, por muy agente secreto del Gobierno británico que fuese.


—Necesito hablar con Paula.


Lo dijo mirando a Ricardo.


—No.


—Te digo que necesito hablar con ella. —Esperaba no tener que llegar a la violencia si Hastings se ponía terco, porque no iba a permitir que se la negara cuando ya la había visto y sus sentidos habían vuelto a enloquecer.


—Y yo te he digo que no eres bien recibido en esta casa. Así que me haces el favor de marcharte.


—Es algo delicado —le soltó retándolo con la mirada, que luego trasladó a Melbourne.


—Como sigas por ahí, Alfonso, te voy a dar la paliza que te mereces. —Ricardo estaba hablando muy en serio, pero a él no le importó.


—Señores —intervino el otro hombre—, creo que me estoy perdiendo algo, y entiendo que, si tiene que ver con la señorita Chaves, soy el mayor perjudicado de alguna forma, así que perdonen que me quede a escuchar.


Ahora sí que se iba a liar, porque a él no le importaba soltar la bomba allí mismo si con ello lograba hablar con Paula.


—En cierto sentido —asintió.


—Lord Alfonso ya se iba y nosot… —Ricardo intentó que Pedro no siguiera con aquello, pero no pudo acabar lo que quisiera que iba a decir porque apareció la protagonista de toda aquella situación en ese instante, provocando que todas las miradas tornaran sobre ella.


—¿Pedro? —preguntó sobresaltada, llevándose una mano al delgado cuello, mientras con la otra sostenía el pequeño ramo de margaritas.


—Paula —la saludo con semblante serio—, necesito que hablemos —miró a Ricardo—, a solas.


—Tu descaro no tiene límites —intervino el conde alzando la voz, mientras Melbourne entrecerraba los ojos, entendiendo muchas cosas.


—No creo que sea lo correcto —se negó para aplacar un poco a su hermano, aunque realmente sí deseaba hablar con él. Necesitaba escucharlo, a pesar de que lo que tuviera que decirle no le gustase—. ¿Cómo se encuentra la marquesa? —le preguntó para recordarle su reciente matrimonio, y así obligarlo a marcharse antes de que Ricardo perdiera el control. Últimamente su hermano se había vuelto muy irascible. Sin embargo, y para ser sincera con ella misma, debía reconocer que quien estaba a punto de perder el control era la propia Paula.


No había esperado encontrárselo en la casa exigiendo hablar con ella a solas cuando la muy tonta sufría al imaginárselo en su luna de miel, compartiendo ese cuerpo que la enardecía con sólo mirarla con otra, por lo que fue toda una conmoción hallarlo en su casa, más aún, ver con sus propios ojos que estaba más guapo de lo que recordaba. 


¡De nuevo ese calor! Después vendrían los ya conocidos sofocos. Y luego tendría que pasarse horas en su habitación intentando calmar su necesidad. Y todo por ese hombre que le había robado el corazón y la razón, y había esclavizado su cuerpo.


—¿Mi abuela? —le preguntó extrañado. ¿De qué conocía Paula a su abuela?—. Perfectamente, creo, recién acabo de regresar y no he tenido tiempo de ir a verla.


—Se refiere a tu esposa —le recordó Hastings airado.


Pedro comprendió que ellos no sabían que finalmente no había contraído matrimonio con Sofía. Eso era una ventaja con la que no contaba. Paula no debía de saber que aún seguía soltero, por lo que vio una posibilidad que creía que no tendría, y estuvo seguro de que podría tener una oportunidad. Tal vez ella se casaba con Melbourne porque pensaba que él se había desposado con otra. Lo que estallaba cuando estaban juntos era demasiado espectacular y sensual como para compartirlo con otros. Tenía que conseguir hablar con ella a solas y convencerla de que lo mejor para ambos, y para ese hijo que venía en camino, era que se casara con él. Y no tenía mucho tiempo.


—Aún no tengo esposa. Ése es uno de los motivos por los que estoy aquí. Ahora, por favor —le pidió a Ricardo—, ¿podría hablar con ella?


—Creo haberte dicho ya que no.


—Lord Alfonso—intervino Paula volviendo a su tono formal, «¿No se había casado? Ay, madre»—, no creo que sea el momento oportuno para mantener esta conversación. Será mejor que se marche y, pasados unos meses, cuando los ánimos estén calmados, podríamos mantener un encuentro más… —miró a su hermano con pesar. A ella le hubiese gustado quedarse con él a solas—... amistoso.


Por lo visto ninguno quería oírle. Lo estaban echando de allí sin darle una oportunidad. Pedro estalló. «¡Ni hablar!» De allí no lo iban a echar hasta que dijera lo que pretendía. No la iban a casar con otro. Aunque tuviera que armar un escándalo tan descomunal que tardara cien años en olvidarse.


—¿De verdad piensas que voy a esperar tanto tiempo? —le preguntó enojado—. ¿Acaso tengo que sentarme a observar cómo te casas con él, y le da a mi hijo su apellido, para que nunca pueda recuperarlo?


El ramo de flores que la mujer tenía en la mano cayó al suelo en el mismo instante en el que se pronunció la palabra «hijo», porque Ricardo se había abalanzado contra él con la intención de matarlo, Paula había corrido tras su hermano para detenerlo, intentando evitar un asesinato, y Melbourne procuraba apartarla para que no se llevara uno de los golpes que iban y venían por toda la estancia, proyectados por los dos hombres que parecían estar desquitándose de antiguas ofensas.


—Parad, por favor —gritaba ella, sin que nadie le prestase mucha atención. Incluso había perdido sus lentes a causa de uno de los puñetazos que se habían lanzado y que le había dado de lleno en la mejilla.


—¿Te encuentras bien? —Melbourne acudió en su ayuda en cuanto la vio golpeada y la ayudó a sentarse en uno de los sillones que aún no habían sido volcados en la refriega; antes había estado animando a Ricardo a que le diera más fuerte.


En el instante en el que Melbourne le daba su pañuelo a Pau para que se limpiara el hilillo de sangre que le salía del arañazo producido por el tirón de sus lentes, Pedro se detuvo, atraído y molesto por el gesto, y Ricardo aprovechó para tumbarlo de nuevo de un fuerte golpe en el estómago.


—¡Ricardo, ya basta! —gritó desesperada. Se dio cuenta de que últimamente se había vuelto una gritona.


Su hermano se quedó quieto cuando la vio herida y corrió, junto con Alfonso, que se había recompuesto del golpe recibido, a su encuentro.


—¿Estás bien? —le preguntó apenado—. De verdad que lo siento, no quería que sufrieras ningún daño. Perdóname, Paula.


—No te preocupes, ha sido culpa mía, no debí intentar parar una pelea de gallos —refunfuñó malhumorada.


—De verdad que siento todo esto, Paula —se disculpó Pedro colocándose al lado de Ricardo a pesar de la mirada asesina de éste—, pero debo hablar contigo. Inmediatamente.


Paula intentó sonreír, pero al hacerlo hizo una mueca de dolor y él sintió que se le revolvían las entrañas. Por su causa estaba herida. No quería causarle ningún daño, pero él la amaba y, según Clara, ella lo amaba a él, y además estaba el hecho de que iba a darle un hijo, y no entendía el motivo por el que Hastings no le daba una palmadita en la espalda y lo aceptaba de buen grado. Tenía que actuar rápido para que no se casara con Melbourne, quien, para su asombro, no parecía en ningún momento un hombre al que se hubiese agraviado teniendo en cuenta que iba a desposarse con ella. Después de todo, él la había acusado de estar embarazada.


—Tenemos que hablar de nuestra situación, cuanto antes. —A Paula le llegó al corazón que no cejara en su empeño de hablar con ella, incluso, como estaba, molido a golpes.


—No hay ninguna situación —intervino Ricardo mirando a su hermana.


—¿No la hay? —preguntó enfadado—. ¿No hay ningún hijo en camino? ¿Mi hijo? —Él creyó que Hastings intentaba engañarlo para que se fuera y se alteró de nuevo. Pues no iba a conseguirlo.


—No —le respondió ella limpiándose de nuevo las gotitas de sangre de la mejilla—. ¿De dónde has sacado que estaba encinta? —le preguntó divertida. Desde luego que era ocurrente, mira que venir a su casa exigiendo verla porque creía que estaba esperando un bebé. Al menos podía haberse inventado una excusa mejor.


—¿O que yo iba a darle mi apellido a su hijo? —preguntó Melbourne intrigado, intentando llamar la atención, puesto que aquel trío parecía haberse olvidado de su presencia. Es más, el hombre estaba convencido de que la parejita también se había olvidado de la presencia de Hastings.


Y supo que eran una pareja. Él y Paula habían mantenido largas conversaciones en el último mes, y ella le había confesado que estaba enamorada de un hombre y se había entregado a él. A pesar de ello, a él no le importó y quiso seguir con los planes de boda, pero ella se negó en redondo a contraer matrimonio amando a otro y, como su hermano parecía apoyar su decisión, no le quedó más remedio que respetar los deseos de la joven y portarse como un caballero, siendo discreto con los motivos de la ruptura. Por esa razón era tan bien recibido en la casa, por la lealtad y comprensión mostrada con la joven y con el conde.


—Clara —dijo simplemente, y todos entendieron, cada uno reaccionando de forma muy diferente.


Paula reía intentando no hacer muchas muecas para que no le doliera más de lo necesario el lugar donde había recibido el puñetazo. Melbourne entendió por qué todos en esa casa hablaban de las manipulaciones de lady Penfried, incluso su propio marido, y Ricardo estaba que se lo llevaban los demonios, refunfuñando sobre la perversidad de la otra.


—Te dije que esa mujer sólo te traería problemas —le recordó a su hermana intentando no alzar mucho la voz.


—Ricardo, por favor —le regañó sonriente—, seguro que sólo ha querido ayudar.


Paula hubiera abrazado a su amiga en ese mismo instante de haberla tenido a su lado. La temible Clara había interferido en su vida para que fuera feliz.


—Pues estoy viviendo un infierno desde que vino a verme —se confesó Pedro—, pensando que me habías ocultado tu embarazo y que te casabas en unos días con otro para que yo no me enterase nunca. ¡Un infierno, Paula!


—¿De verdad? Espero que lleves muchos días así —apostilló un incrédulo Ricardo, quien optó por mantener cerrada la boca cuando Paula lo miró enfadada—. Después de todo, tendré que agradecerle algo a esa arpía.


—Entonces, si no hay ningún… —tuvo que aguantar la risa para que Pedro no pensara que se burlaba de él, eso era lo que menos quería en aquel momento pero ¡mira que Clara tenía ocurrencias!—... hijo en camino, supongo que te irás. No hay ningún motivo para que estés aquí. —En realidad habría querido preguntarle: «Y ahora que sabes que no hay ningún bebé, ¿qué harás? Porque yo voy a morirme si sales por esa puerta y nunca vuelvo a verte.»


Paula tenía asumido que Alfonso nunca se casaría con ella. 


Seguramente él aspirase a algo más; después de todo, era el hijo de un zar, y un hijo legítimo, mientras que ella, ironías de la vida, que era considerada una hija legítima, sólo era la bastarda de un conde.


Y él lo sabía.


No obstante, en su corazón siempre había estado latente la idea de que podía estar equivocada y que podría haber un futuro para ellos.


—He dicho que tenía que hablar contigo —insistió—, a solas.


—Creo que será mejor que me marche. —Melbourne consideró que aquello era un asunto familiar. Alfonso debía de ser el hombre del que la joven estaba enamorada, y verlo allí, empecinado en hablar con ella, sólo podía significar una cosa. ¿Por qué Ricardo no lo veía?—. Lo cierto es que ha sido una tarde muy entretenida, pero creo que mi visita llega a su fin, al menos por hoy.


—Lamento todo esto —se disculpó Paula con el hombre.


—No te preocupes, lo he pasado muy bien, sobre todo porque no vamos a casarnos. —Al decir esto, miró a Pedro para que éste comprendiera. Sin embargo, el marqués sólo tenía ojos para la joven y pareció no darse cuenta de sus palabras. Él le hubiese gritado que intentase disimular su ardor porque el hermano de la joven parecía estar enfadándose de nuevo.


—Ricardo —le indicó a su hermano—, creo que será mejor que acompañes a nuestro invitado a la salida.


—Yo no voy a dejarte sola con él —se negó.


—No voy a hacerle daño —se enfadó el otro.


—¿Debo fiarme de tu palabra? ¿Después de cómo te has aprovechado de mi amistad para seducir a mi hermana bajo mi propio techo?


—No sabes lo que dices —se envalentonó Pedro.


Paula estaba hasta el gorro de aquella situación, por lo que miró a Melbourne buscando un aliado. Afortunadamente lo encontró.


—Creo que será mejor que me acompañes, Hastings, tengo algo urgente que comentar contigo, un tema de los delicados.


Como Melbourne también trabajaba para el Gobierno, Ricardo no pudo negarse a hacer lo que le pedía, pero no lo hizo de buen grado y dejó que se notase su malestar, aunque el otro hombre decidió ignorarlo; cuando ambos salieron de la estancia, Paula por fin pudo respirar tranquila.


—Bien, ahora tienes toda mi atención —le dijo al marqués, aunque sin verle bien la cara debido a que nuevamente había perdido sus lentes, y pensó que era habitual que eso le ocurriese estando él cerca. Además de la ya conocida subida de su temperatura corporal.


Pedro se colocó a los pies de ella, quien estaba sentada donde Melbourne la había colocado momentos antes con el fin de ponerla a salvo de los golpes. La miró como quien contempla una preciada joya, temeroso de decir algo que pudiera ponerla en su contra y agobiado por el golpe que, aún sin querer, ella había recibido.


Y en ese instante se dio cuenta de cuán asustado estaba.


Sus manos empezaron a sudar y se notó un tic en el ojo.


—¿Y bien? —le preguntó ella con impaciencia. «¿Ahora no vas a hablar?», le preguntó mentalmente.


—Tenía que hablar contigo.


—Eso ya lo has dicho, de mi embarazo —sonrió abiertamente, y él deseó meter su lengua en aquella hermosa boca—, pero, como ves, no hay ningún niño en camino.


—También quería hablarte de tu inminente boda. –«¡Vamos, hombre, has hecho frente a situaciones más graves que ésta! Puedes hacerlo mejor, mucho mejor.» Se dijo que podría hacerlo mejor si no estuviese todo el tiempo pensando en cómo hacerla suya nuevamente.


—Tampoco habrá tal acontecimiento.


Paula no quería hacerse ilusiones, por eso mostraba su habitual y dulce indiferencia, aunque por dentro su corazón estuviese dando saltos de alegría al verlo allí, y su entrepierna hubiese empezado a humedecerse al percibir su característico olor. «¡Para, Pau, estás comportándote de nuevo como una mala mujer! ¡Ay! Pero es que lo deseo con tanta urgencia…» Sus apasionados actos sólo provocaban que su anhelo aumentase. Si hasta se había peleado con su hermano porque no le dejaba hablar con ella. Si fuera posible que la amase tanto como ella a él, si eso fuera posible...


—¿Melbourne ha roto el compromiso? —Quería saber qué es lo que había ocurrido, a pesar de que en realidad no tenía importancia.


—Digamos que hemos llegado a un acuerdo. —Paula se preguntaba el porqué de aquella conversación, si la llevaría a algún sitio, hacia donde ella deseaba, que no era otro lugar que estar en una cama con él, haciendo cosas malas. «Pero muy placenteras», se corrigió—. Ahora somos amigos.


A Alfonso le hubiese gustado que ella dijera que no se casaba con Melbourne porque lo quería a él, pero, conociendo a Paula, eso era demasiado pedir. Ella nunca le había hablado de sus sentimientos, había tenido que hacerlo Clara; lo único que había podido leer con claridad en su rostro era el deseo que sentía hacia él, como en ese momento. Podía percibir a la mujer en la que se convertía cuando se tocaban, estaba ahí, esperando para salir a la superficie en cualquier momento.


—Supongo que puedo guardarme la felicitación por tu matrimonio —en su voz se notaba que a ella aquella noticia le había agradado enormemente—, no puedo decir que lo sienta.



—Quizá no deberías guardártela.


Algo ocurrió. Algo inesperado. Pedro había intentado conseguir el efecto contrario a la reacción de ella. Hubiera esperado que le preguntase: «Oh, Pedro, ¿soy yo la elegida?» y se desmayara a sus pies, presa de la felicidad. 


Al parecer se había equivocado con ella de nuevo. Por lo visto había conseguido una reacción totalmente diferente. 


¡Mujeres!


Los ojos de ella echaban fuego. Su expresión se había vuelto belicosa.


Estaba furiosa.


¿Qué había querido decir con eso? Se puso en pie de un impulso movida por la rabia, pero tropezó porque no vio lo cerca que estaba él. Y se encolerizó más por el traspiés. 


¿Qué estaba queriendo decirle? ¿Que había otra candidata? 


Nunca en su vida había sentido deseos de tener la fuerza suficiente para estrangular a nadie, hasta ese instante. Y pensar que había llegado a creer que estaba allí por ella, que había deseado lanzarse a sus brazos y perderse otra vez entre sus caricias, sus besos, sus… ¡nada!


—Entonces —le preguntó alzando la voz—, ¿a qué diablos has venido? ¿A ver qué tal va mi supuesto embarazo, y a decirle a mi supuesto futuro marido que el hijo que esperaba era tuyo? Te encanta meterte en mi vida, ¿no es así?


—Paula, no me has entendido —se puso de pie e intentó que ella se estuviera quieta. Parecía una gata furiosa, y estaba sacando las uñas—, las cosas no son así.


—Por supuesto que sí, has venido a dejar tu ego masculino bien alto, sin importarte los sentimientos de los demás.


Paula no paraba un momento. No podía. ¡Cuánto deseaba golpearlo por su caradura! ¿A qué se creía que estaba jugando ella? Lo mataría, eso haría, se merecía un escarmiento; sin embargo, al verlo allí, parado, no pudo evitar desear echarse en sus brazos de nuevo y regodearse entre ellos, volver a experimentar esa pasión que la consumía cada vez que él la tocaba…


—De verdad que no entiendes... —Intentó sujetarla desde atrás, con sus enormes brazos, para que dejara de pasearse y hacer aspavientos. En uno de ellos podría sacarle un ojo porque no veía que iba tras ella, muy de cerca, y no tenía ganas de recibir más porrazos por ese día. Con la tunda que le había propinado Ricardo tenía bastante.


—¡Suéltame! —exigió con lágrimas en los ojos—. Eres tú quien no entiende nada.


¿Qué no entendía nada? Maldita mujer, claro que entendía todo, y lo comprendía muy bien. Él la deseaba, la amaba y la quería por esposa, y ella, terca como una mula, no parecía querer darse cuenta de ello.


—Entiendo esto... —La besó con un ansia desmedida. 


¿Desde cuándo hacía que no la besaba? Decidió que una eternidad. Lo embriagaba, lo excitada hasta tal punto que le hacía perder el sentido, su deseo por ella lo hacía cometer una tontería tras otra. Sin embargo, como por arte de magia, su incontrolable fuego se convirtió en una ternura que quebraba el alma. Pedro incluso se asustó de la enormidad de ese sentimiento.


Ella no dijo nada. Se dejó besar, y sólo lo miraba como podía, mientras intentaba no dejarse llevar por la necesidad de estar de nuevo entre sus brazos.


«Tengo que ser fuerte», procuró convencerse.


—¿Aún no lo entiendes? —le preguntó el hombre en un susurro, acariciándole el cuello—. Lo que empezó como un deseo incontenible ha pasado a un sentimiento más dulce, embriagador. Cada vez que te miro, un suspiro nace desde lo más profundo de mi alma, y ese suspiro me hace estremecer, me deja extasiado —le sonrió—; por supuesto el deseo sigue intacto, yo diría que se acrecienta por momentos.


Ella no quería entender nada. Le había costado mucho asumir que él no iría a su encuentro montado en su corcel blanco, como un príncipe reclamando a su princesa, como el héroe rescatando a la cautiva. Pero, de nuevo ese calor que se apoderaba de su cuerpo cada vez que la tocaba. «¡Ay, madre, que voy a perder la cordura si no me vuelve a besar!»


—¿Qué intentas decirme? —En su voz podía percibirse la necesidad que sentía de oírle decir que la amaba.


—Si hoy he venido a tu casa es con la intención de pedirte que seas mi esposa. —Cuando vio que ella iba a hablar, le puso un dedo en los labios—: Es cierto que mi excusa era tu embarazo, y no odio a Clara por haberse inventado semejante patraña para obligarme a actuar tan precipitadamente, sino que le estoy muy agradecido.


—Y ahora que sabes que no estoy encinta, ¿cuál es tu excusa? —«Por favor, Pedro, dímelo. Necesito saberlo.»


—Mi única excusa para pedirte que seas mi esposa —la miró a los ojos— son mis sentimientos. Y no me preguntes cómo o cuándo ha ocurrido, porque ni yo mismo sé decírtelo a ciencia cierta. Sólo puedo decir en mi favor que empecé a preocuparme el día que descubrí que no me gustaba verte hablar con otros hombres porque pensaba que podrías entregarte a ellos, hacer con ellos las cosas que hemos hecho juntos, y que, a pesar de convencerme de que no me gustabas, necesitaba tocarte, besarte, sentirte como ahora. Que cada vez que me ignorabas me hacías enloquecer de desesperación. Y, por supuesto, está el hecho de que me has salvado la vida, no una, sino dos veces.


—¿Quieres casarte conmigo porque soy tu heroína? —le preguntó sonriendo—. ¿Nada más?


—Por supuesto que es usted mi heroína, señorita Chaves. —La atrajo más contra su cuerpo; ambos sabían que, aparte de toda la palabrería, los unía una lujuria incontrolada, una necesidad que los hacía olvidarse de todo, de todos. Él quería que Paula notase esa lujuria, por eso apretó su miembro henchido, fuertemente, contra su pelvis.


Ella aguantó la respiración, pero no se dejó convencer, aunque deseaba quitarle la ropa y… y… «¡me abraso!»


—Un poco tarde para llamarme de usted, ¿no te parece?


Ella no iba a ponérselo fácil, a pesar de que el hombre podía percibir el deseo en la vidriosa mirada de la mujer.


—Un momento.


Se apartó de ella con brusquedad y Paula se alarmó un segundo... ¿qué iba a hacer?


Pedro había visto sus lentes tiradas sobre la cara alfombra del despacho de Hastings. Se agachó para recogerlas y luego se las colocó a Paula sobre el puente de la nariz. Ella le dedicó una esplendorosa sonrisa y, automáticamente, se las colocó con un dedo en su sitio y él le besó el puente de la nariz. El hombre quería que viera su rostro, sus expresiones, su alma. Y ella sintió que el corazón se le salía del pecho.


—También porque me encanta cuando haces eso. Es como si te estuvieses preparando para sermonear a alguien. Y no quiero que me culpes por no haberme mirado a los ojos y visto el amor en ellos.


Amor. ¿Realmente? Paula lo miró anhelante, aún no se creía que aquello pudiera estar pasándole a ella. Amor y lujuria, todo en uno, y era suyo.


—Verdaderamente pienso que es por otra cosa.


—¡Ah!, ¿sí? —le preguntó atrayéndola de nuevo hacia su cuerpo para poder estrecharla con más fuerza—. Pues no sé qué más puede ser.



Paula entrecerró los ojos.


—Te gusta que sea una mala mujer, confiésalo —le susurró con una mirada que encerraba mil promesas—, por eso quieres casarte conmigo.


Alfonso estalló en carcajadas.


—Eso sin duda. Me vuelves loco cuando te comportas como una… como la dueña del burdel.


En vez de ofenderse por ese comentario, Paula sintió que se derretía, y ya no quiso controlar su necesidad de tocarlo de forma más íntima, como había hecho anteriormente. Quería dejarse llevar como aquella noche en la que se entregó a un desconocido, totalmente liberada, sin pensar en el mañana. 


Le puso la mano en el cuello, despacio, y tamborileó detrás de la oreja del hombre de forma sensual, con leves gestos. 


Sus caricias eran como las alas de las mariposas, suaves, sugerentes, provocadoras. Luego, dirigió esos mismos dedos hacia la boca de Pedro, y le introdujo uno, de forma pausaba, lasciva, mientras lo miraba a través de sus enormes anteojos, no queriendo perderse detalle de la emoción que se reflejaba en el rostro de él, ardiendo por hacer algo más osado, sintiendo cómo se humedecía sólo con contemplarlo.


El hombre, por su parte, no se movía, apenas respiraba, sólo succionaba esa parte del cuerpo de ella que le había permitido saborear, aparte de su boca, claro, como si lo que verdaderamente tuviera entre sus dientes fuese el centro de la feminidad de la que consideraba su mujer.


—He pensado muchas veces en hacer esto —le confesó la joven—, soñaba con que te iba ofreciendo partes de mi cuerpo y tú me lamías con ansia.


Él no podía hablar, sólo seguía lengüeteando aquel delicado y fino dedo, fantaseando con que fuese otra cosa.


—Yo soñaba con que mi boca estaba en otra parte —le dijo en tono seductor mientras la alzaba del suelo por las caderas y la pegaba a su pelvis, para que pudiese percatarse de la dureza de su miembro—, soñaba cada noche que te abrías para mí, que me besabas de la misma forma como yo deseaba hacer contigo.


—Has soñado conmigo —repitió, pero era más para sí misma que para él—; entonces, creo que te mereces… Me portaré mal. Muy mal.


Su expresión era puramente perversa y el hombre la miró intrigado.


Tomándolo por sorpresa, se separó lo suficiente de él como para introducir su pequeña mano entre los pantalones de él, apartando la tela que se iba encontrando por el camino, en su objetivo de poder tener a su merced esa parte de la anatomía masculina que sabía que podría darle la paz que necesitaba. «¡Ay, madre, qué calor, pero me gusta ser una mala mujer, qué le voy a hacer!»


Pedro dio un respingo cuando Pau lo miró triunfal a través de sus lentes. Por fin había alcanzado su objetivo, tenía ese trozo de carne en su poder. Sin apartar su mirada de los ojos del hombre, lo acarició con movimientos circulares, de forma pausada, exquisita, insinuante.


Y él tragó saliva.


—Me enloqueces —le susurró mientras la colocaba de espaldas a la puerta, la cual se encontraba entreabierta—, y lo sabes.


Paula sonrió, pegándose descaradamente a él, quien la seguía manteniendo sujeta por las nalgas para que consiguieran estar a la misma altura. Luego acercó su rostro al de él y le dio un leve lametazo en los labios, luego otro, y después otro más, mientras seguía con su cometido de acariciar el miembro masculino, pero, esta vez, sin descanso, con meticulosidad.


Alfonso no pudo más y atacó la boca de ella con un hambre desmedida, consumido por la necesidad de tirarla en aquella alfombra que antes había llamado su atención, levantarle las faldas y meterse dentro de aquella endiablada mujer hasta dejarla marcada para siempre. Sintió que perdía el control de su cuerpo, gracias a la mano torturadora de Paula, que no paraba, que parecía querer matarlo de placer, y atacó la boca de ella, metiendo su lengua hasta lo más profundo que pudo, intentando pensar que era su hombría la que se metía dentro de la boca de la mujer. ¡Oh, sí! Si ella llegara a hacerle eso, sería su fin. La besó con tal desesperación que mordió con fuerza el grueso labio femenino, provocando que ella gritara en el mismo momento en que lo hacía él, sin control, aliviado, y decepcionado porque acabase esa sensación de éxtasis, al sentir su néctar desbordarse por la pequeña mano de Paula, quien se quedó mirándolo con ardor, insatisfecha. Tendría que compensarla, debería devolverle ese momento de placer, hacerla retorcerse… Sí, pero no en ese instante; Ricardo podría volver en cualquier momento y entonces habría un asesinato.


Ella lo miró cuando adivinó sus intenciones, y Pedro la apretó aún más.


—No me mires así, o tu hermano acabará matándome cuando nos pille haciendo el amor sobre su odiosa alfombra.


—Sabes que te necesito —le dijo con la voz cargada de deseo.


—Lo sé.


—Pero no ahora —repuso ella con decepción, comprendiendo la situación.


Él negó con la cabeza y le dio un tierno beso en los labios.


—Bueno —dijo intentando recomponerse un poco, pero sin soltarla—, debo confesar que me has tenido completamente desorientado todo este tiempo. —Paula aún tenía la mano dentro de sus pantalones, extasiada por el calor que desprendía ese fluido varonil—, así que ahora necesito preguntarte algo.


Alguien tosió y ambos miraron hacia el lugar del que provenía aquella voz, separándose de inmediato e intentando recomponer su aspecto, intentando actuar como si momentos antes no hubiese ocurrido nada fuera de lo común en ese despacho. Paula se puso roja como un tomate maduro, muerta de la vergüenza, pero todavía estaba excitada y anhelante; Pedro puso cara de hastío, como si la interrupción del mayordomo no significase ningún inconveniente.


—Lord Alfonso —lo llamó Thomas con aquella expresión que no denotaba emoción alguna. Si había visto algo de lo que había ocurrido allí, no daba muestras de ello—, se ha dejado esto en la entrada.


¡Por todos los demonios! Pedro acudió rápidamente a coger lo que el mayordomo le tendía; afortunadamente sus manos seguían estando inmaculadas, pensó intentando apartar la vista de las manos de Paula, mientras tomaba el ramo de margaritas amarillas. Se sorprendió ante ese gesto por parte del hombre. Él había olvidado completamente que traía ese detalle consigo cuando entró en la casa del conde, así que miró al mayordomo y no supo qué decir al ver cómo éste le guiñaba un ojo sin que la expresión de su cara dejase de ser adusta.


—¿Qué ocurre? —preguntó Paula intrigada, ocultando la mano, que momentos antes sostenía la virilidad de Alfonso, detrás de su falda.


—Te traía un presente, y lo olvidé en la entrada —le explicó el otro, procurando que su voz sonara con total normalidad—, Thomas ha sido muy amable al recordármelo.


—¿De verdad? —Aquello sí que era una sorpresa para Paula—. ¿Y qué es?


Ambos actuaban como si minutos antes no hubiesen estado compartiendo una relación completamente deshonesta.


—Yo he confesado mis sentimientos —le dijo mirándola con adoración y la promesa de una noche de total desenfreno—, sabes que te amo, pero… —Pedro le tendió el ramillete de flores y Paula contuvo la respiración. Pocas personas sabían de su preferencia por aquella flor—, aún estoy esperando tu respuesta.


Ella sintió que sus piernas se volvían de mantequilla, más que cuando le estaba lamiendo el dedo. ¿Sería cierto? Si él esperaba una respuesta, entonces le estaba haciendo una pregunta. Las margaritas eran amarillas, y con ese color… si alguien te ofrecía margaritas amarillas, significaba que te estaba preguntando…. Lo miró a él y luego al ramo, el cual tomó con sumo cuidado, y después a él otra vez. Y estuvo a punto de echarse a llorar como una posesa. Era cierto, todo era cierto. Iba a tenerlo todo.


—¡Por supuesto que sí! —exclamó echándole los brazos al cuello y obligándolo a inclinarse para besarla.


—Thomas —le dijo el hombre suplicante sin dejar de mirarla—, ¿podría cerrar la puerta al salir?


El hombre, por una vez, emitió una leve sonrisa y se dispuso a cerrar la puerta del despacho del conde para darles un poco de intimidad.


Algo, o mejor dicho alguien, se cruzó en su camino.


—¿Me he perdido algo? —La voz de Ricardo fue como un mazazo, pero ni él mismo podría echar a perder ese instante.


Pedro y Paula se apartaron, mirándose cómplices, y con expresiones que no le gustaría ver a ningún hermano en cara de su hermana pequeña.


—¡Demonios! —exclamó contrariado—. Primero la boda —los amenazó.


—Cuanto antes —asintió Alfonso molestando a su futuro cuñado, quien lo miró entrecerrando los ojos y maldiciendo.