martes, 5 de mayo de 2015

SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 10



Pedro cerró la puerta de la terraza, dejando atrás la nieve y el resto del mundo, y me llevó al cuarto de baño.


Con su brazo en mi cintura, su boca en la mía, pulsó un botón en la pared y, de repente, un chorro de agua caliente cayó sobre los dos.


Por fin, entendí el atractivo de las duchas compartidas. No tuvimos que dejar de besarnos mientras el agua caía por mi pelo y mi espalda. Por suerte, él debió bajar la presión o me habría ahogado allí mismo. Me tocaba por todas partes y yo hice lo mismo hasta que pensé que iba a explotar. Quería abrir los ojos para mirarlo, así que me apoyé en la pared y busqué a tientas el grifo para cerrarlo un poco.


De puntillas, me incliné hacia delante para buscar sus labios mientras exploraba su torso, su estómago plano, sus poderosos muslos con las manos. Me tomé mi tiempo acariciándolo hasta que me puse de rodillas. Solo había una parte de él que no había tocado y noté que contenía el aliento mientras lo acariciaba tan implacablemente como él me había acariciado a mí. Deslicé la lengua sobre su húmeda piel, cerca de su erguido miembro, que cada vez parecía más erguido. Era evidente que estaba tan desesperado como yo.


–Dio, Paula…


Levanté la mirada y vi que apretaba los dientes. Estaba a punto de perder el control y lo mantuve así un momento para demostrarle que podía prolongar el placer si tenía que hacerlo. Que podía hacer lo mismo que él me hacía a mí.


Por supuesto, yo no aguantaba tanto.


Deslicé la lengua por su miembro antes de meterlo en mi boca, centímetro a centímetro, y lo oí gemir algo en italiano mientras enredaba los dedos en mi pelo. Me pregunté cómo podía haber pensado que era un hombre frío cuando era pura pasión italiana. Claro que conseguía esconderla en público y eso me encantaba. Me gustaba haber descubierto una faceta de él que los demás desconocían. Era como si fuera así solo para mí. Estaba viendo al auténtico Pedro Alfonso y prefería aquella versión más humana, más ardiente en todos los sentidos.


Usé los labios y la lengua, chupando y lamiendo hasta que Pedro tiró de mí y me apretó contra la pared de azulejos, sus ojos fieros, su respiración agitada. Yo estaba sin aliento cuando puso las manos a cada lado de mi cara, atrapándome. Aunque no tenía que hacerlo porque yo no pensaba ir a ningún sitio. Podía sentir los fríos azulejos en mi espalda y el calor de su cuerpo por delante. Era la mejor trampa del mundo.


El agua caía por su cara, haciendo que sus pestañas negras pareciesen lanzas. Era el hombre más atractivo que había visto nunca, pensé, mientras enredaba una pierna en su cintura, atrayéndolo hacia mí para que no hubiese ningún espacio entre los dos. Me levantó entonces con toda facilidad y le eché los brazos al cuello. Estaba tan excitada que la primera embestida me hizo gritar.


–Eres increíble… –su voz sonaba ronca, pero al menos él podía hablar.


Yo era incapaz de articular ningún sonido que no fuera un gemido gutural y, sencillamente, me agarré a sus hombros, besándolo mientras entraba en mí. Nos corrimos al mismo tiempo, simultáneamente, en una oleada de éxtasis.


Luego me dejó en el suelo, pero no me soltó… afortunadamente porque me temblaban las piernas.


El cuarto de baño estaba nublado por el vapor de la ducha, pero seguramente también por el que emitíamos nosotros.


Pedro me frotó con una toalla antes de llevarme al dormitorio para secarme el pelo con otra (parecía tener cantidades industriales) que luego tiró al suelo sin mirarla siquiera. 


Porque estaba mirándome a mí.


Una cosa era segura: si aquello era sexo sin complicaciones, iba a hacerlo todo los días de mi vida.






SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 9





Como no había pensado en otra cosa durante días, decidí que en mis recuerdos había exagerado la habilidad de Pedro para besar. Debería haberme llevado una desilusión, pero no fue así. Era tan estupendo como recordaba. Mejor, porque en esta ocasión era él quien estaba medio desnudo y por fin tenía acceso a ese cuerpo tan cuadrado. Había puesto una mano en mi espalda y podía sentir su calor traspasando la blusa mientras me aplastaba contra él. Qué fuerte era. Tenía el cuerpo de un luchador. Lo sabía porque había visto muchos en el gimnasio de mi hermana y este hombre podría ganarle a cualquiera de ellos.


Después de la intolerable espera empezaba a estar un poco desesperada, pero mantuve el ritmo lento, torturándonos a los dos, gimiendo cuando empezó a besar mi cuello.


–No quiero meterte prisa, pero creo que necesito… –las palabras murieron en mis labios cuando mi blusa cayó al suelo.


Ni siquiera me había dado cuenta de que desabrochaba los botones y debía haberlo hecho con una sola mano. Entonces recordé qué más podía hacer con esos dedos tan hábiles y empecé a temblar. Se mostraba sereno mientras yo solo quería tirarme sobre él como un cachorro desesperado para lamer su cara. Bueno, no solo su cara.


Deslicé las manos por su torso (ay, Dios mío) para tocar los duros abdominales y luego empecé a desbrochar sus vaqueros.


–Llevas sujetador –dijo él.


–Pues claro. Nunca saldría a la calle sin sujetador, Señoría.


Pedro trazó mis pechos con un dedo.


–No soy juez.


–Todo el mundo es juez, especialmente cuando se trata de mí.


–En ese caso, tengo que declararte culpable –Pedro hablaba con voz ronca y me encontré mirando su boca, esa perversa boca que era una tortura. Me daba igual que rara vez sonriese, quería que usara esa boca para otras cosas y quería que lo hiciera de inmediato porque estaba a punto de explotar.


–Si soy culpable, aceptaré el castigo que se me imponga, pero date prisa. Estoy dispuesta a pagar un precio por mis pecados.


Curiosamente, Pedro sonrió en esta ocasión.


–Me gusta tu sujetador navideño, pero voy a tener que quitártelo.


No sé cómo lo hizo, pero el sujetador cayó al suelo. Por segunda vez en una semana, Pedro Alfonso tenía una fabulosa panorámica de mis pechos desnudos y, por un momento, me sentí tímida.


Tal vez porque hasta entonces no me importaba lo que pensara de mí.


Estaba claro que se me daba fatal eso del sexo sin complicaciones y decidí concentrarme en la parte física.


–Tienes unos pechos preciosos –el brillo de sus ojos destruyó toda timidez.


–Algunos no estarían de acuerdo contigo. Por ejemplo, los invitados a la boda.


–Todos estarían de acuerdo conmigo, dolcezza. Ese era el problema –Pedro me besó mientras me llevaba hacia el sofá y me ayudó a tumbarme delicadamente, como esas parejas que ves bailando el tango. Qué fuerte era, creo que ya lo he dicho antes. Luego se colocó sobre mí como un conquistador, con las manos en mis muslos–. Me encantan tus botas, pero también voy a tener que quitártelas. Te quiero desnuda. De hecho, te quiero desnuda ahora mismo.


Sus palabras me excitaban tanto como el brillo de sus ojos. 


Solo podía pensar en él.


En nosotros.


Juntos.


Estaba a punto de darle instrucciones porque las botas eran difíciles de quitar cuando desaparecieron como por arte de magia. Cuando me las quitaba yo tenía que inclinarme y tirar hasta ponerme colorada o gritar a Raquel que me ayudase, pero él había conseguido desembarazarse de las botas con un simple movimiento. E hizo lo propio con los vaqueros.


Pedro Alfonso era un hombre que no dejaba que nada se interpusiera en su camino.


Tragué saliva.


–Está claro que sabes desnudar a una mujer.


–Digamos que en este caso estoy motivado.


Estaba desnuda salvo por el tanga rojo rematado con piel blanca y decidí que le debía una explicación.


–Raquel me ha regalado este conjunto por Navidad.


–Pareces la ayudante sexy de Santa Claus –Pedro deslizó un dedo por la piel blanca–. Pero debe darte mucho calor.


De repente, se me ocurrió que yo estaba medio desnuda mientras él seguía vestido.


–Es tu turno. Desnúdate.


Pedro enarcó una ceja.


–¿Es una orden?


–Tú le das órdenes a la gente todo el tiempo.


Sonriendo, se levantó y se quedó un momento mirándome, con las piernas abiertas, el poderoso torso desnudo y la mano en la bragueta.


–¿Qué quieres que haga, Paula? Dímelo.


Que me llamase por mi nombre hacía que todo fuese más íntimo. Daba igual lo que hubiera pensado; no éramos extraños, todo lo contrario. Llevábamos mucho tiempo haciendo círculos alrededor del otro.


Mientras bajaba la cremallera de los vaqueros, mis ojos seguían el movimiento de su mano… y se me quedó la boca seca. Claro que no podía decirse lo mismo de otras partes de mi cuerpo.


–Date prisa, esto es una emergencia.


Se desnudó a toda prisa, pero con elegancia, aunque eso no me sorprendió. Lo hacía todo con elegancia, de manera controlada.


Bueno, no todo.


Había una parte de él que no podía controlar y esa parte estaba empujando contra sus calzoncillos negros. Sentí compasión por los calzoncillos porque contener una erección de ese tamaño no debía ser nada fácil. Y si necesitaba alguna prueba de que él sentía lo mismo que yo, allí estaba.


Mi mirada estaba clavada en la línea de vello oscuro que desaparecía bajo el elástico del calzoncillo. Necesitaba ver dónde terminaba…


–Imagino que debes tener calor con los calzoncillos puestos.


Pedro se los quitó y yo dejé de bromear. En serio, no había nada sobre lo que bromear. El ambiente se había vuelto tenso y sabía que también él lo había notado porque apretó la mandíbula. Casi podía ver la batalla que libraba en su interior, la tensión de esos poderosos músculos.


Murmurando algo se colocó sobre mí, apartando la última barrera entre los dos. Estaba tan desnuda como él.


–Dio, me prometí a mí mismo que haría que esto durase…


–Hemos hecho que dure muchos días –lo interrumpí yo, deslizando las manos por su espalda para acariciar los duros músculos. Pesaba un poco, pero me encantaba sentir su peso–. Este es el juego previo más largo de la historia.


Pedro abrió mis piernas con un áspero muslo y nuestros ojos se encontraron. Podría estar mirándolo durante días. Era el hombre más espectacular que había conocido nunca y, si debo ser sincera, una parte de mí no podía creer que aquello estuviera pasando. Con él.


Los hombres como Pedro no aparecen a menudo y me gustaría hacerle una foto con mi iPhone para demostrar que no había sido una fantasía. Me gustaría colgar la foto en Twitter (tendría al menos medio millón de seguidoras, seguro) pero entonces sentí que bajaba las manos para acariciar esa temblorosa y húmeda parte de mí y dejé de pensar en nada que no fuese aquel momento y en el hombre que sabía perfectamente cómo hacerlo inolvidable.


Creo que dejé escapar un gemido, pero era imposible guardármelo mientras me tocaba como lo hacía. Deslizó los dedos dentro de mí y supe por su mirada, y por su forma de besarme, que aquello solo era el principio. Estaba a punto de decirle que no podía soportarlo más cuando empezó a besar mi cuello, mi escote. Cuando noté el roce de su lengua en mis pezones suspiré, pero estuve a punto de dar un salto cuando siguió hacia abajo. Pedro me tenía atrapada con las manos, inmovilizada, y pronto descubrí que no solo tenía talento en los dedos. Cada roce de su lengua parecía planeado para que perdiese la cabeza y así fue. Intenté moverme para aliviar la intolerable tensión, pero él no me lo permitía. No me hacía daño, pero era evidente que no pensaba soltarme. Estaba a su merced y nunca había sentido nada tan intenso. Necesitaba correrme, pero no me dejaba. Privada de otra salida, clavé los dedos en los suaves cojines del sofá.


–Por favor, por favor… –no podía creer que estuviera suplicando. Yo jamás le había suplicado a un hombre y sabía que después me sentiría horriblemente avergonzada, pero con Pedro estar avergonzada parecía mi destino, así que daba igual–. De verdad, necesito… –no pude terminar la frase porque su lengua estaba dentro de mí, lamiendo sin piedad mientras usaba los dedos para convertirme en una masa de deliciosos escalofríos. Si no estuviera sujetándome firmemente habría levantado las caderas para terminar en ese instante, pero Pedro se apartó ligeramente, dejándome entre el éxtasis y la locura.


–Dime lo que quieres, dolcezza.


Como si no estuviera ya bastante desesperada, tenía que hablarme en italiano, el canalla. El acento italiano y cómo pronunciaba esa palabra, dolcezza, estuvo a punto de hacer que me corriese.


–Tú sabes lo que quiero.


–Voy a hacerte esperar.


No podía creer que fuese tan cruel, pero entonces volvió a poner su boca en mí y se lo perdoné todo. Cada provocativo roce de su lengua parecía destinado a atormentarme, pero esta vez me dio lo que quería.


Y fue la experiencia más intensa de mi vida. Cuando llegó el orgasmo me dejó sin oxígeno. Pedro seguía sujetando mis caderas, controlándolo todo hasta que caí sobre el sofá, agotada.


Me pareció oírle murmurar: “Feliz Navidad, Paula”, pero podría haberlo imaginado.


Luego bajó la mano para sacar algo del bolsillo de los vaqueros. Pensé que nunca querría volver a ver un preservativo después de la boda, pero resultó que estaba equivocada.


Lo miré en silencio mientras se envolvía en él antes de colocarse sobre mí. Me preocupaba no estar demasiado dispuesta después del orgasmo, pero solo con mirarlo el deseo nació de nuevo y envolví las piernas en su cintura mientras él deslizaba las manos bajo mis nalgas para levantarme un poco. Me ardía la cara, pero el calor no tenía nada que ver con las llamas de la chimenea.


Me alegraba de que nuestra primera vez fuera en esa postura porque quería mirarlo. Y, evidentemente, él quería lo mismo porque sostuvo mi mirada mientras me seducía con su boca, sus manos en mis nalgas, hasta que por fin estuvo dentro de mí, deslizándose con una lenta y profunda embestida.


Ay, de verdad, era increíble. Pensé que jamás volvería a sentir algo así en toda mi vida. Era duro, largo, grueso… y podía sentirlo latiendo dentro de mí mientras luchaba para contenerse.


Se detuvo un momento, su respiración agitada. También yo quería que durase, pero estaba desesperada. Clavé los dedos en la suave piel de su espalda y me apreté contra él, sintiendo cómo sus músculos se ponían tensos.


–Dios, Paula… –sus ojos eran más oscuros que nunca y cuando dejó escapar un gemido ronco supe que también él había perdido el control. Estaba dentro de mí, moviéndose a un ritmo perfecto, y grité porque nunca había sentido algo así. Nunca. Hasta unos días antes no nos habíamos tocado siquiera y, sin embargo, parecía conocer mi cuerpo, mis deseos, mejor que yo misma. Sabía cómo moverse, cómo tocarme, cómo encontrar el ángulo y el ritmo perfectos para que lo sintiera todo. Con cada experta embestida me hacía sentir su fuerza, su poder, su masculinidad. Y yo me movía con él, mis manos enterradas en su pelo.


Solo había una lamparita encendida, pero las llamas de la chimenea y las luces de la ciudad que entraban por las ventanas iluminaban la escena. Era como hacerlo en la calle, pero sin el frío.


Más tarde pensé que cualquiera que tuviese unos prismáticos podría habernos visto desde el otro lado del río, pero en ese momento me daba igual. Estaba demasiado ocupada con Pedro y él conmigo.


De hecho, estaba temblando, extasiada. Pedro dijo algo en italiano mientras deslizaba los labios por mi barbilla. 


Seguramente no esperaba que respondiese y me alegré porque no podía hablar. No sabía si eran los jueguecitos bajo la mesa durante el almuerzo, si aquello había empezado en la boda o si era sexo estilo italiano (de ser así, había decidido emigrar) pero no podía contenerme más. Las sensaciones físicas provocaban algo en mi corazón que no podía identificar… hasta que me dejé ir con un grito de placer. Él intentaba controlarse, pero gritó también cuando mi orgasmo provocó el suyo, llevándolo al abismo.


Oí que murmuraba una palabrota, pero en cierto modo era un alivio que hubiese perdido el control. Si hubiera podido controlar un placer tan intenso, yo habría empezado a sospechar que era un robot.


No dejábamos de besarnos, ni un segundo. Ni cuando él empujaba, ni cuando nos corrimos, ni después. Seguimos besándonos, compartiéndolo todo, cada caricia, cada gemido, cada suspiro.


Una de mis manos estaba en su pelo, la otra sobre sus hombros, ahora cubiertos de sudor, y me quedé así un momento, atónita y conmocionada, intentando entender qué había pasado.


No sabía qué iba a pasar a partir de aquel momento. 


Después de todo, aquel nivel de intimidad era nuevo para los dos. Supongo que una parte de mí, la parte realista, esperaba que se apartase. Y si lo hubiera hecho habría dicho algo como: bueno, creo que el Pedro es el producto del futuro o algo así de frívolo para no revelar lo profundamente que me había afectado la experiencia.


Pensaba que eso era lo que diría alguien después de una sesión de sexo sin complicaciones.


Pero Pedro no se apartó. En lugar de eso, inclinó la cabeza para volver a besarme, pero con una intimidad diferente. Y con una ternura que me encogió el corazón. No había esperado ternura y, aunque estaba derritiéndome, de repente sentí pánico. Mi corazón era el único órgano que no estaba invitado a aquella fiesta.


Pedro debería hacer o decir algo equivocado para que yo pudiese volver a Notting Hill y pasar el resto del día tumbada en el sofá con Raquel, diciendo que los hombres no eran de Marte sino de una galaxia muy, muy lejana. Pero no lo hizo.


Siguió besándome, apartando el pelo de mi cara, estudiándome, apretándome contra él. Si hubiera hecho eso en mi apartamento habríamos terminado en el suelo, pero afortunadamente su sofá era más grande que el mío.


Me abrazaba de manera posesiva y eso me sorprendió. Lo había creído frío y distante. Había pensado que lo suyo no era la intimidad. Claro que tampoco había imaginado que tuviera un tatuaje y eso demostraba que no conocía para nada a aquel hombre.


Como no podía hacer otra cosa me quedé donde estaba, en sus brazos, con la cabeza sobre su torso. Las diferencias entre nosotros me fascinaban.


Mi pelo rubio se mezclaba con el vello oscuro de su torso, mi piel parecía de porcelana comparada con la suya, el interior de mis muslos suave como la seda en contraste con los fuertes muslos masculinos.


Pedro levantó una mano para jugar con mi pelo y me pregunté si también él estaría fascinado por las diferencias.


Nunca me había apoyado en un hombre, probablemente porque había aprendido desde muy temprano que apoyarse en un hombre era un deporte de riesgo que podría terminar en tragedia. Mi madre se había apoyado en mi padre y eso fue un grave error. Yo había decidido desde siempre que iba a mantenerme solita y me sorprendió lo agradable que era que me abrazase así. Debo confesar que me sentía segura, lo cual no tenía sentido. ¿Por qué iba a sentirme segura si nunca me había sentido insegura?


Pedro levantó mi barbilla para que lo mirase a los ojos y lo que vi allí hizo que mi corazón diese un vuelco. Me había acostumbrado a pensar en él como alguien remoto y frío, pero el calor de sus ojos me dejó sorprendida.


–Bellissima –murmuró.


Yo no hablaba italiano, pero no tenía que hacerlo para saber que me estaba diciendo un piropo.


La intimidad sexual se había convertido en otra cosa y los nervios se me agarraron al estómago cuando inclinó la cabeza para besarme.


Pero luego, de repente, me quitó el prendedor del pelo y me tomó en brazos. Y, aunque ya había demostrado lo fuerte que era, yo le eché los míos al cuello. Aquella noche no estaba siendo nada de lo que yo esperaba.


–¿Por qué me quitas el prendedor? ¿Dónde vamos?


–Es una sorpresa.


–Después de la desastrosa boda no me gustan las sorpresas. Prefiero saber lo que va a pasar para estar preparada.


Pedro esbozó una sonrisa.


–Vamos al dormitorio. No quiero que te enfríes.


¿Enfriarme? Sería una broma. Estaba tan caliente que si alguien ponía un pedazo de pan sobre mí acabaría tostado.


Pero estaba claro que Pedro no quería que terminase la noche y yo no iba a discutir con él. Además, si era sincera, estaba disfrutando como loca del abrazo.


–Tu apartamento es precioso. Las vistas son increíbles.


Cuando Pedro me dejó en el suelo vi que su dormitorio estaba dominado por una cama ligeramente levantada y colocada para aprovechar la increíble vista de Londres desde la ventana. Aunque yo solo tenía intención de mirarlo a él.


Había esperado que me tumbase en la cama, pero tomó mi mano para llevarme hacia la ventana.


–Eres un exhibicionista –empecé a decir. Pero entonces él abrió la puerta de cristal y vi que allí, en la terraza con vistas al Támesis, había un jacuzzi.


–Levántate el pelo.


Estaba helando fuera. La nieve flotaba en el aire como confeti, pero Pedro levantó la tapa del jacuzzi y cuando nos metimos en el agua calentita pensé que era lo más maravilloso del mundo.


Aquel hombre sabía vivir, debía reconocerlo. El calor entraba en mis músculos, relajándome.


–Me encanta esta parte de Londres. ¿Siempre has vivido aquí?


–No –respondió él.


Algo en su tono hizo que girase la cabeza, pero él estaba mirando mi boca y, de repente, me daba igual si había vivido allí cinco minutos o cinco años. Los dos estábamos bajo el agua, mis muslos pegados a los suyos. Varios pisos más abajo, Londres seguía con su movimiento y me pregunté cómo la ciudad podía ignorar aquella cosa maravillosa que estaba ocurriendo entre nosotros.


–Es un apartamento fantástico. ¿Dónde vive Chiara?


–Vivía conmigo hasta el año pasado, cuando se fue a la universidad. Ahora vive en un piso alquilado con unos amigos. Le gusta ser independiente.


Me sorprendió que hubiera vivido con su hermana. Aquel apartamento era claramente un piso de soltero… tal vez se había mudado allí unos meses antes.


–¿Cuánto tiempo vivió contigo?


–Desde los doce años –su voz no había cambiado, pero yo seguía notando algo. Algo complicado. Yo había crecido soportando cosas complicadas, de modo que seguramente tenía una especie de radar. Además, lo mío era el cálculo y sabía que Pedro había tenido que hacerse responsable de su hermana desde que era muy joven.


–¿No tenéis familia?


–No, ya no. ¿Cuánto tiempo lleváis viviendo juntas Raquel y tú? –estaba cambiando de tema, pero no me importó. 


Normalmente, tampoco yo hablaba de la familia, pero por alguna razón hablar con él me resultaba cómodo.


–Casi toda nuestra vida –respondí, echando la cabeza hacia atrás para mirar el cielo. Los copos de nieve caían, ligeros como plumas blancas que cubrían mi pelo y el suyo–. Solo nos llevamos diez meses y compartíamos habitación cuando éramos pequeñas. Estuvieron a punto de separarnos, pero nos negamos.


–¿Quién quería separaros?


–Mis padres se divorciaron cuando yo tenía ocho años y se pelearon para ver quién se quedaba con quién… un asco, de verdad. Pensaban que lo más sensato era que cada uno se quedase con una hija, pero a nosotras nos parecía una barbaridad.


Raquel era más pequeña que yo y había sufrido mucho, pero no se lo conté. Como tampoco le conté aquella vez que se pegó a mí como un mejillón al casco de un barco mientras mi padre intentaba llevarla a su coche. Al final, había tenido que resignarse y nunca volvió a intentar separarnos, pero Raquel había decidido cambiar las clases de ballet por clases de kárate, por si acaso.


–¿De ahí el almuerzo navideño con amigos?


–A mi hermana le gusta recrear su versión del cuento de hadas.


–Es muy generosa. Invita a la mitad de Londres a comer.


–Los amigos son su familia –dije yo, hundiéndome un poco más en el agua– ¿Qué habrías hecho de no haber comido en mi casa?


–Me habría puesto a trabajar.


–Ah, entonces te hemos hecho perder el tiempo. Lo siento.


Pedro sonrió.


–Si ese es tu cara de disculpa, vas a tener que ensayar más.


Yo bajé la mirada.


–¿Mejor así?


–No.


–¿Debo suplicarte que me perdones?


Entonces recordé que ya había suplicado y sentí que me ardía la cara. Y al ver los ojos de Pedro clavados en mi boca pensé que él estaba recordando lo mismo.


–Eres tan sexy… no tocarte ha sido lo más difícil que he hecho en toda mi vida.


No era lo que yo esperaba que dijese y estuve a punto de hundirme en el agua del todo.


–¿Ah, sí?


En sus ojos había un brillo de incredulidad.


–Tienes que saber que es así, Paula.


–Pues… no. ¿Cómo voy a saberlo? Nunca hemos hablado.


–Exactamente –había cierta exasperación en su voz, como si estuviera diciendo algo que debería ser obvio.


Según Raquel, Pedro siempre estaba pendiente de mí…


–Si sentías eso, ¿por qué nunca me lo has dicho?


–Porque estabas saliendo con Mauro.


–Y no sé por qué, la verdad. Nunca se me han dado bien las relaciones, pero Mauro parecía un chico tradicional, estable. Supongo que pensé que si iba a tener una relación seria, tendría que ser con alguien como él.


–¿Alguien que ignora cómo eres en realidad? ¿Alguien que se acuesta con tus amigas?


–Gracias por recordármelo –dije yo. Claro que Cristina ya no me parecía una amiga. Las amigas no hacían eso.


–¿Te dolió?


–Me dolió un poco, pero más bien por orgullo. Debería haberme roto el corazón, pero no fue así y eso debería decirme algo –murmuré, pasando las manos por la superficie del agua–. La verdad es que se me dan fatal las relaciones. Mi propósito para el nuevo año es tener sexo sin complicaciones, por eso estoy aquí.


–Ah, ya –el brillo de sus ojos hizo que me ruborizase.


–No me has contado qué pasó cuando me fui de la capilla.


–Tuve que llamar a una flota de ambulancias para transportar a todos los hombres que habían sufrido un infarto.


–Venga ya… En fin, no creo que pueda volver a salir a la calle de día. Me muero de vergüenza. No sé cómo voy a dar la cara.


–Nadie estaba mirando tu cara, no te preocupes.


Reí, sorprendida de lo fácil que era hablar con él. La conversación fluía de manera natural.


–No te he dado las gracias por salvarme. Todos los demás me miraban con la boca abierta… ni siquiera Raquel fue capaz de hacer nada. Si no hubiera sido por ti, seguiría allí como una conejita de Playboy. ¿Qué pasó en el banquete?


–Después de ver tus impresionantes pechos, Cristina estuvo de mal humor durante todo el banquete, pero se lo merece por robarte el novio.


–Me alegro de que me lo robase. Si no lo hubiera hecho no estaría aquí ahora.


–Sí estarías aquí. Esto tenía que pasar.


–¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes?


–Porque yo iba a hacer que pasara –respondió Pedro–. Estaba esperando que recuperases el sentido común y te dieras cuenta de que Mauro no podría hacerte feliz.


–¿En serio?


–Esperaba que fueras tú quien tomase esa decisión, no él. Me preocupaba que no hubieras tenido tiempo de llegar a esa conclusión tú misma y que te hubiera hecho daño.


Pensé en la fiesta de mi ascenso, cuando Mauro se emborrachó y ni siquiera se molestó en felicitarme…


–Fue un fracaso, pero no volverá a ocurrir. No voy a tener más relaciones serias, solo sexo… como hoy. Aunque no sabía que esto fuera a pasar, no sabía que Raquel te hubiera invitado a comer.


–Resultó evidente cuando entré en la cocina y vi tu expresión.


–Me alegro de que Raquel te invitase.


–Yo también –Pedro deslizó una mano entre mis muslos. No hacía mucho tiempo que había estado dentro de mí, pero necesitaba desesperadamente volver a tenerlo allí.


Levanté un poco las caderas, muy poco porque el golpe de aire helado sobre los hombros me convenció de que bajo el agua estaba mejor, y me coloqué sobre él a horcajadas. Pedro me miraba con esa expresión tan sexy que hacía que quisiera hacerle cosas malas.


–Eres el mejor regalo de Navidad que he recibido nunca –murmuré sobre sus labios. Y sentí que sonreía.


–Vamos dentro.


–¿Ahora?


–Sí, ahora mismo. Quiero verte entera y no puedo hacerlo sin que te congeles –tomándome por la cintura, Pedro me sacó del jacuzzi y me envolvió en una toalla.





SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 8





Había llevado el Ferrari rojo, un rugiente trofeo italiano de perfecta ingeniería.


Me pregunté si debía hacerme la lista y fingir que viajaba en coches como aquel todos los días, pero entonces recordé que me había visto medio desnuda en medio de una boda y había encontrado lo del vibrador en mi portátil. Hacerme la lista ya no tenía sentido, de modo que me dejé caer sobre el caro asiento de piel, suspirando.


–¿Sabes que tiene un motor V8 de 4 litros y medio? Han reducido la compresión del pistón como en un coche de carreras. Me encanta. Me gustaría tirarme encima y lamerlo –tuve que contenerme para no acariciar el salpicadero–. Supongo que siendo italiano debes tener un coche como este. No estarás compensando por alguna deficiencia masculina, ¿verdad?


Su respuesta fue una sonrisa porque, por supuesto, no estaba compensando por nada. Yo había tomado el almuerzo navideño con una mano en su “masculinidad”.


Era la primera vez que lo veía sonreír y había merecido la pena esperar. Me quedé mirando la curva sexy de sus labios, fascinada. Había tantas cosas ocultas en aquel hombre que estaba deseando empezar a quitarle capas… todas ellas.


Aquel prometía ser el mejor día de Navidad en mucho tiempo.


Después de mirar por el espejo retrovisor, Pedro arrancó y empezó a conducir por las calles vacías. Seguía nevando y debía ser una pesadilla conducir el Ferrari en esas condiciones, pero él no parecía tener ningún problema.


Pedro Alfonso era un hombre que parecía tenerlo todo controlado, fuese un vestido descosido, una servilleta ardiendo o un asfalto helado.


Así que decidí arriesgarme y puse una mano entre sus muslos.


–Imagino que la capacidad de conducir coches rápidos está en el ADN de los italianos.


–Dio… –él suspiró, sin apartar los ojos de la carretera. Impresionante. Como he dicho, este hombre tiene un control de acero–. No sabías que Chiara y yo íbamos a comer con vosotras, ¿verdad?


–Raquel no me dijo nada.


Pedro dio un volantazo y aparcó de una forma tan brusca que casi esperé que me saltase el air bag en la cara.


–Dime la verdad –hablaba con los dientes apretados, en sus ojos un destello de pasión contenida.


No podía creer que alguna vez lo hubiese creído un hombre frío.


–¿Sobre qué?


–Sobre lo que sientes. Y quiero que seas sincera.


Yo no tenía el menor problema para ser sincera. Lo prefería, aunque ser sincera significaba exponerte. Y no me refiero al vestido roto sino a otro tipo de exposición.


–Estoy en tu coche, eso debería decirte lo que siento.


–Quiero que los dos tengamos claro lo que es esto.


Ah, había olvidado que era abogado.


–¿Quieres que firme un contrato o algo así?


Pedro lanzó sobre mí una mirada exasperada, pero luego se encogió de hombros.


–No seas tonta.


–Si esperas que lea tus pensamientos, tendrás que darme más pistas. No revelas nada de ti mismo, Pedro. La mayoría del tiempo no sé si estás alegre o triste.


–¿Qué tal excitado? –me preguntó en voz baja–. ¿Puedes saber cuándo estoy excitado?


Yo pensé en lo que había sentido bajo la mano.


–Esas pistas son más fáciles de desvelar.


–Es la única que necesitas –respondió él, sosteniendo mi mirada–. Te deseo, Paula.


No debería haberme excitado escuchar eso, pero así fue. De hecho, era precisamente lo que esperaba escuchar. No quería nada más.


Me pregunté si el Ferrari tendría un sistema de aspersores porque estaba segura de que iba a estallar en llamas en cualquier momento.


–Me parece bien. Mi propósito para el nuevo año es tener sexo sin las complicaciones de una relación.


Él me miró como si no me creyera y su escepticismo no me sorprendió. ¿Por qué iba a hacerlo? Éramos capaces de llevar un hombre a la luna, pero no de convencer a la población masculina de que una mujer podía querer sexo sin tener que escuchar la palabra “amor”. Y no tenía ninguna razón para pensar que Pedro Alfonso era diferente al resto de los hombres.


Después de eso hubo un largo y tenso silencio. La nieve caía sobre el parabrisas, silenciosa.


–Dime lo que sentiste en la boda.


–No sé si puedo explicarlo. En fin, besas de maravilla y también se te dan bien otras cosas, así que estaba excitada y luego exasperada cuando nuestras hermanas fueron a buscarnos.


Después de decir eso me quedé callada, pensando que esa explicación resumía lo que había sentido.


Pedro respiró profundamente.


–Te preguntaba lo que sentiste al ver que Mauro se casaba con otra mujer.


–Ah.


Empecé a rezar seriamente por los aspersores del Ferrari. 


La humillación era como un barril de aceite hirviendo entrando en mis poros hasta que pensé que iba a evaporarme.


Yo diciéndole lo que sentía por él y lo único que Pedro quería saber era lo que sentía por Mauro.


Había revelado demasiado.


Y esa era la historia de mi vida en realidad.


Metafórica y literalmente, toda mi vida era un vestido descosido.


–Ya, bueno, en fin, esto es un poco embarazoso.


–No, no lo es.


–Tal vez no lo sea para ti, porque no eres tú quien se ha puesto en evidencia.


–¿Entonces no tienes el corazón roto?


–Si quieres que sea sincera de verdad, me gustaría saber por qué me besaste si ni siquiera te gusto. Estoy por el sexo sin complicaciones, pero mi autoestima exige que al menos sea con alguien a quien le gusto.


–¿De verdad crees que habría metido la mano bajo tu vestido si no me gustases?


–Eres un hombre. Los hombres hacen esas cosas todo el tiempo.


Antes de arrancar, Pedro activó el limpiaparabrisas para quitar la nieve.


–Algunos hombres toman decisiones basándose en algo más que la testosterona.


El motor rugió, como encantado con el suave toque de su amo. Y yo lo entendía.


Eran más de las seis y en cualquier otro sitio del país todo estaría oscuro, pero Londres era otra cosa. Era como si alguien hubiese olvidado apagar las luces. La ciudad brillaba como la pista de aterrizaje del aeropuerto de Heathrow.


–¿Estás enfadado?


Él tardó un momento en responder:


–Imaginarte con Mauro me enfada. ¿Por qué salías con él? Mauro intentaba convertirte en alguien que no eres.


–Eso no es verdad.


–Cuando conseguiste ese ascenso, ¿lo celebró contigo? No, lo que hizo fue emborracharse como un idiota.


Y él me había llevado a casa. Como me había recordado mi hermana, había sido Pedro quien me dejó a salvo en la puerta.


Y empecé a preguntarme lo que debería haberme preguntado desde ese día.


–Sé que no te caigo bien.


Como siempre, su expresión no revelaba nada.


–Tú no sabes nada, Paula –respondió Pedro, deteniéndose en un semáforo.


Me sentía como una adolescente mirando al chico más guapo de la clase. En ese momento, nada más existía para mí. Podríamos ser las dos únicas personas en un planeta extraño, donde las luces brillaban y las calles estaban vacías.


–No quiero hablar de Mauro –su voz era tan ronca que me puse a temblar.


–Muy bien –no era una respuesta muy elocuente, pero era la única que se me ocurrió en ese momento.


–Y, para tu información, tampoco yo puedo explicar lo que pasó en la boda. No suelo hacer esas cosas.


Una mirada a la expresión de Chiara me había dejado eso bien claro.


Yo no podía hablar. Un extraño calor se extendía por todo mi cuerpo. En aquel momento era la mujer con la que estaba Pedro y me daba igual lo que hubiera ocurrido antes o lo que pudiese ocurrir después.


El semáforo se puso en verde, pero él no se movió y yo tampoco. Estábamos inmóviles, mirándonos como si no hubiese nada más en el mundo.


De verdad, cuando veo esas escenas en las películas pongo los ojos en blanco. Aunque en las películas la protagonista mire a alguien como Ryan Gosling, lo cual hace que el pasmo sea más creíble.


Pero no había imaginado que podría pasarle en la vida real a una persona tan normal como yo.


La conexión era tan intensa y poderosa que me gustaría embotellarla. Querría sentir esa emoción durante el resto de mi vida. O quizá no porque entonces no sería capaz de comer o dormir.


Pensé en la película Atrapado en el tiempo y decidí que si pudiera elegir un momento que revivir para siempre sería aquel, suspendida en la insoportable emoción de lo que estaba por llegar.


Tal vez tras mi propósito para el nuevo año, todas mis relaciones serían así. Disfrutaría del momento y luego me daría la vuelta, sin tener que soportar el consiguiente desastre.


Un claxon sonó en ese momento y me di cuenta de que no éramos los únicos en la calle.


Pedro murmuró una palabrota mientras volvía a arrancar.


Se dirigía hacia el río y me di cuenta de que ni siquiera le había preguntado dónde vivía. No sabía dónde me llevaba.


Pasamos al lado del Albert Bridge, mi puente favorito en Londres, tan resplandeciente que iluminaba las aguas negras del Támesis. Cuando era pequeña me recordaba a una mujer poniéndose un collar de diamantes para salir de fiesta. Yo no creía en cuentos de hadas, pero si creyese aquel puente aparecería en el mío.


Estábamos en Chelsea y yo esperaba que siguiéramos hacia el sur porque no conocía a nadie que pudiese permitirse el lujo de vivir allí, pero de repente entró en un aparcamiento subterráneo.


Era espacioso y bien iluminado, pero lejos de las brillantes luces de la ciudad me di cuenta de la verdad: estaba con un hombre al que apenas conocía.


–Hace frío. Deberíamos subir –murmuró, alargando una mano para quitarme el cinturón de seguridad.


¿Frío? Yo no tenía frío, estaba ardiendo.


Estaba empezando a preguntarme qué hacía allí, pero que apenas nos conociésemos no debería ser un problema. Eso era lo bueno del sexo sin complicaciones.


Además, Pedro no era un extraño. Nos habíamos encontrado muchas veces, aunque nunca hubiésemos hablado. Además, ¿la gente se conocía de verdad? Mi madre estuvo casada con mi padre durante años antes de descubrir que tenía aventuras con un montón de mujeres. 


Había confiado en él y mira dónde la había llevado eso.


Yo había estado diez meses con Mauro y, al final, tampoco lo conocía. Lo único que sabemos sobre una persona es lo que esa persona decide mostrarnos.


El apartamento de Pedro estaba en el último piso y me quedé de piedra porque era un ático con terraza desde el que podía ver mi puente favorito.


–¡Madre mía! –exclamé. Tampoco era un elogio muy elocuente, pero no se me ocurría otra cosa. De verdad, estaba apabullada–. ¿Qué tipo de Derecho has dicho que practicas?


Había dicho que “del bueno” y debía serlo para poder pagar aquel apartamento.


–¿De verdad quieres hablar de trabajo?


Estaba detrás de mí y cuando me di la vuelta vi que tenía una botella de champán en la mano.


–No bebiste alcohol durante el almuerzo.


–Porque sabía que tenía que traerte aquí.


Yo me pasé la lengua por los labios.


–¿Y si te hubiera dicho que no?


–Las pruebas que tenía sugerían que no ibas a hacerlo –su respuesta era segura, confiada. Sonriendo, abrió la botella de champán, pero yo estaba tan nerviosa que cuando saltó el tapón di un respingo.


–No creo que un par de palabras escritas en un buscador puedan ser usadas como prueba. Mucha gente ha tenido acceso a ese ordenador, tú mismo por ejemplo.


Él enarcó una ceja mientras servía el champán en dos copas de finísimo cristal.


Raquel y yo solo bebíamos champán si otra persona lo compraba y nunca en copas como aquella. Me hacía sentir especial. Él me hacía sentir especial. Me preguntaba qué habría pensado de nuestro apartamento, con la vajilla de platos comprados aquí y allá y la mesa demasiado pequeña.


En su casa había muebles de madera brillante, sofás de piel, mesas de acero y cristal.


–¿Qué estamos celebrando? –le pregunté–. ¿La Navidad?


–A ti. Desnuda en mi apartamento.


Se me encogió el estómago.


–Sigo vestida.



Nuestros ojos se encontraron por encima de las copas.


–No lo estarás durante mucho tiempo.


Con el pulso acelerado, levanté mi copa.


–Feliz Navidad.


–Buon Natale! Salute!


Ay, Dios, el italiano es un idioma tan caliente.


Las burbujas del champán recorrían mis venas. O tal vez era la química que había entre nosotros. Fuera lo que fuera, podía sentirlo por todo mi cuerpo.


–En italiano solo sé decir pizza marguerita. Y tú eres el primer hombre italiano al que conozco.


Pedro sonrió.


–Soy siciliano.


–Como Al Pacino.


–Al Pacino nació en Nueva York.


“Cállate, Paula”.


–Bueno, será mejor que me calle.


–No –dijo él, dejando la copa de champán sobre la mesa de café–. No dejes de hablar. Me gusta.


–¿Te gusta que diga tonterías?


–No dices tonterías, es que estás nerviosa –cuando me quitó la copa de la mano yo debería haber protestado, no solo porque me gusta el champán sino porque después de Mauro no quería que ningún hombre me dijese cuándo o qué podía beber.


–En realidad…


–Me gusta que no censures lo que haces o lo que dices.


Vaya, cuando estaba a punto de enfadarme, tenía que decir algo así.


–Pues no pareció gustarte cuando mi vestido se descosió.


–No quería que a los invitados les diese un infarto. Estaba seguro de que el hospital no podría soportar un incidente masivo tan cerca de Navidad.


Yo estaba riendo y poniéndome colorada al mismo tiempo porque era imposible recordar el incidente sin recordar también los momentos que habíamos compartido.


–Sigo sin saber qué pasó.


–Lo inevitable –dijo él.


–No, eso no es verdad. No digo que no se me hubiera ocurrido, pero ni en un millón de años pensé que podría pasar de verdad.


–No estaba hablando del vestido.


–Yo tampoco –murmuré yo, mirando sus labios. Había visto el Gran Cañón y las cataratas del Niágara, pero te juro que no había mejor paisaje que su cara–. Pensé que no te gustaba.


–No me gustaba quién eras cuando salías con Mauro porque no eras tú de verdad. Estabas siempre intentando controlarte Pedro pasó un dedo por mi cara, estudiándome, y yo tragué saliva, preguntándome cómo sabía tanto.


–Tal vez no te gustaría la verdadera Paula.


–Yo vi quién eras el día que te conocí. Estabas charlando con un grupo de gente, tan llena de energía, tan emocionada que me acerqué para ver de qué hablabas.


–Seguramente de algo aburrido –dije yo. Y la verdad era que también me había fijado en él–. Fue una fiesta en casa de Mauro, hace dos años.


–Veinte meses, dos semanas y dos días.


Me atraganté con el champán. ¿Era una cosa de abogados recordar esos detalles?


–Algunas cosas se me quedan grabadas en la cabeza.


–Esa noche no me dijiste nada.


Pedro sonrió.


–Porque cuando empezaste a hablar con Mauro esa emoción y esa alegría desaparecieron. Te contenías.


–A Mauro no le interesan los satélites, solo el canal de deportes.


–Te convirtió en una persona diferente a la que eres en realidad y tú le dejaste.


Avergonzada, tuve que admitir que era verdad. Supongo que necesitaba comprobar que podía retener a un hombre si quería. Resultó que no era así.


Poco a poco, había ido dejando a un lado a la verdadera Paula. Dejé de hablar de mi trabajo cuando estábamos juntos y sonreía cuando Mauro hablaba del suyo. Había ocurrido poco a poco, así que apenas me di cuenta, pero era como el zorro del Ártico, que cambia el pelaje de marrón a blanco para asimilarse al paisaje. Nunca había tenido una relación que funcionase a ningún otro nivel. Nunca había estado con nadie, aparte de mi hermana, que me aceptase por mí misma, que no quisiera que fuese otra persona.


Pero no tenía ni idea de quién era Pedro Alfonso.


–Pensé que desaprobabas que estuviera con él.


Pedro inclinó la cabeza para apoyar su frente en la mía.


–Porque era como darle un Ferrari a alguien que solo conduce cuando va al supermercado. Un trágico desperdicio.


Ningún hombre me había comparado antes con un Ferrari y para mí era un cumplido. Y también cómo me miraba, como si fuera el mejor regalo de Navidad que pudiese recibir un hombre.


–Mauro no era hombre para ti, en ningún sentido.


Yo no pensaba discutir con él. Especialmente en aquel momento, cuando estaba a punto de besarme. Pero llevaba todo el día esperando ese momento y pensé que estaba mostrando un control admirable.


Descubrí que me gustaba ese ritmo lento, cargado de anticipación. Y tal vez a él también porque en lugar de besarme esbozó una sonrisa y deslizó los dedos por mi pelo.


Daba igual lo que hiciera con los dedos o qué parte de mí estuviera acariciando, siempre provocaba el mismo efecto.


No había pensado en nada más durante los últimos cuatro días y la espera estaba matándome. Y no ayudaba que llevásemos todo el día volviéndonos locos el uno al otro.


Fui yo quien dio el primer un paso.


Un momento antes mi mano estaba sobre la pechera de su camisa y, de repente, estaba desabrochando los botones. 


Por fin. La gran revelación.


–Tú me viste desnuda de cintura para arriba. Estás en deuda conmigo.


Pedro acercó su boca a la mía, pero no me besó. O era un hábil torturador o lo sabía todo sobre las recompensas a largo plazo.


–Yo siempre pago mis deudas –susurró, clavando en mí una de esas miradas que hacían que me temblasen las piernas.


Porque veía sexo en sus ojos.


Impaciente, abrí la camisa de un tirón y los botones saltaron por todas partes, pero yo estaba demasiado ocupada mirando los poderosos contornos de su pecho bajo una suave capa de vello oscuro…


“Ay, Santa Claus, Santa Claus, qué buen regalo me has traído este año”.


–Acabas de rasgar mi camisa.


–Lo siento.


Nunca en la historia de las disculpas una había sonado menos sincera. No lo sentía en absoluto y, para demostrarlo, deslicé las manos por su torso, sintiendo los duros músculos y los suaves latidos de su corazón.


–Tú me viste con un vestido desgarrado, así que ahora estamos en paz.


–Parece que te gusta eso de rasgar ropa –el brillo de sus ojos hacía que me resultase difícil respirar.


–En Navidad está permitido rasgar los regalos. Además, si puedes permitirte vivir aquí, seguro que puedes comprarte otra camisa –aparté la prenda de los musculosos hombros y contuve el aliento porque allí, sobre su bíceps derecho, había un tatuaje.


Creo que mi corazón se detuvo. Desde luego, hizo algo muy raro dentro de mi pecho.


–Pero bueno… esto sí que es sorprendente –murmuré, levantando una mano para trazar el dibujo con un dedo. Ni en un millón de años hubiera esperado que aquel hombre llevase un tatuaje–. Pensé que eras un tipo serio y conservador, tipo alumno de Oxford.


–¿Ah, sí? –la pregunta, hecha con voz ronca, hizo que se me doblasen las rodillas. Para variar.


Pensé en la boda, cuando tuve que reconocer la elemental y cruda realidad que había bajo aquel elegante traje de chaqueta italiano. O en la noche que me llevó a casa, cuando tuve que contener la respiración. Creo que en realidad siempre había sabido lo que había bajo la superficie.


–Imagino que saqué conclusiones precipitadas.


–La gente suele hacer eso.


–Pero Mauro…


–No quiero hablar de Mauro.


Tampoco yo.


Me pregunté cómo un hombre que nunca mostraba emociones podía ser tan perceptivo. Cómo podía entender mis sentimientos. Eso me inquietaba. Estaba acostumbrada a que la gente creyera en la persona que yo presentaba ante el mundo. Yo elegía cuánto de mí revelaba. Salvo el día de la boda, cuando había revelado mucho más de lo que pretendía, no solía mostrar demasiado.


Pensé en la parte de mí misma que nunca compartía con nadie, en los pensamientos que eran solo míos.


–Háblame del tatuaje.


–Un tatuaje es algo que está en la superficie. Lo nuestro es algo más profundo.


Yo tragué saliva. ¿Ah, sí?


–Un tatuaje no es lo que yo soy, como tú no eres un vestido descosido –su boca estaba muy cerca de la mía y podía sentir su aliento en los labios.


Me había acostumbrado a pensar que las relaciones eran falsas y superficiales, pero aquello no parecía nada de eso. 


No había nada falso en cómo su lengua trazaba mis labios. 


Nada falso en cómo sus manos apretaban mis caderas y desde luego nada falso en el bulto que notaba bajo el pantalón.


Me incliné hacia delante y puse la boca sobre su hombro. El tatuaje me sorprendía porque era inesperado, pero siempre había sabido que Pedro Alfonso era mucho más de lo que dejaba entrever. Pasé los dedos por su bíceps, trazando la oscura tinta del tatuaje, y al notar un ligero cambio en su respiración supe que estaba haciendo un esfuerzo por mantener el control.


–Te contienes –murmuré, preguntándome por qué–. ¿Quién eres en realidad?


–¿Eso importa? –su voz ronca sonaba increíblemente excitante.


Recordé entonces mi resolución de acostarme con hombres guapos. Y no se podía ser más guapo que Pedro Alfonso.


–No –respondí, diciéndome a mí misma que no era relevante–. Te deseo, Pedro.


Él esbozó la sonrisa más sexy que había visto nunca. Tal vez no sonreía a menudo, pero cuando lo hacía, era realmente espectacular. Su boca estaba perversamente cerca de la mía hasta que, en mis prisas por terminar lo que habíamos empezado en la boda, temí lanzarme sobre él como una tigresa.


Y entonces, por fin, después de días de espera sin pensar en nada más, Pedro Alfonso inclinó la cabeza para buscar mis labios.