martes, 12 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 23




Pedro conocía a casi todas las personas que había allí. Al principio, Paula sintió que la timidez se apoderaba de ella, pero después, recuperó la confianza en sí misma al ver que Pedro no la dejaba sola ni un momento. Él hacía que se sintiera segura incluso cuando le presentaba a todas esas personas importantes, ya que lo hacía con una nota de orgullo y afecto en su voz.


Tal y como Paula había imaginado, en la exposición había muchas mujeres que se acercaban a Pedro para saludarlo. El hablaba con ellas de manera amistosa, y Paula se alegró al ver que ninguna de ellas era capaz de provocar ese brillo especial en sus ojos. La luz que veía cada vez que él la miraba.


Después de ver la exposición fueron a cenar a un pequeño café situado cerca de la casa de Paula. Era uno de sus lugares favoritos y el sitio perfecto para intercambiar sus opiniones acerca de la exposición. Paula pensó que la velada habría sido estupenda, de no ser porque ella estaba demasiado nerviosa acerca de cómo iba a terminar.


Miró a Pedro y se percató de que nunca se había sentido tan atraída por él. Tenía miedo de enamorarse y de terminar con el corazón destrozado.


De pronto, pensó que quizá Pedro creía que estaba en deuda con él por haberle presentado al dueño de la galería. Sabía que él no era ese tipo de persona, pero no podía evitar preocuparse y decidió aclarar las cosas.


Pedro, quiero darte las gracias por presentarme a David Martin. Has visto muy pocas de mis obras, y has sido muy generoso al dar esa opinión sobre ellas.


—Tonterías —él le agarró la mano—. No tienes que darme las gracias. Tienes mucho talento, Paula. David es quien debería estarme agradecido. Estoy seguro de que le encantará tu trabajo.


—Bueno… pase lo que pase, te agradezco el favor —dijo ella—. Pero espero que no pienses que esto… cambia nuestra relación de alguna forma.


Él arqueó las cejas.


—¿Cambiar nuestra relación? ¿Qué quieres decir?


—Olvídalo —dijo ella. De pronto se arrepentía de haber sacado el tema.


—No, quiero saber qué quieres decir con eso. ¿Cómo crees que podía cambiar nuestra relación? —insistió él.


Paula no estaba segura de si estaba enfadado. Estaba decidido a continuar con el tema. Ella respiró hondo y lo miró a los ojos.


—Estaba preocupada por si pensabas que yo… te debía un favor. Eso es todo —admitió.


Él soltó una carcajada.


—Paula, no me conoces ¿verdad? No necesito hacer favores para conseguir que las mujeres se acuesten conmigo, si es a eso a lo que te refieres.


Paula se sintió avergonzada.


—Lo siento. No era exactamente eso lo que quería decir —soltó—. En serio.


Él suspiró.


—Entonces, ¿qué querías decir?


—Tengo miedo —admitió ella—. Tengo miedo de que nuestra relación se convierta en algo serio.


Ya. Ya lo había dicho. Todavía no había sucedido nada. Pero esa noche era un punto clave, para bien o para mal. Quizá aún pudiera salir con el corazón intacto.


Él se reclinó en la silla y la miró. Paula notaba que se sentía dolido, y ella se sentía igual. De pronto, Pedro puso una expresión ininteligible.


—Al contrario, yo no siento lo mismo. Me gusta tu compañía, Paula. Tú lo sabes. Pero si quieres que las cosas sean estrictamente platónicas entre nosotros… Creo que podré aceptarlo. Me conformaré con quedar contigo de vez en cuando. Me has ayudado mucho a mantener alejadas a todas esas mujeres que normalmente me asedian cuando asisto a uno de esos eventos. Ése es el único favor que esperaba —añadió.


Sus palabras, y el gélido tono de su voz, llegaron a lo más profundo del corazón de Paula. ¿Eso era todo lo que significaba para él? ¿Un señuelo para espantar a otras mujeres? 


Durante un momento sintió que no podía respirar. Sabía que era extraño que un hombre como Pedro se interesara por ella. Cuando lo miró de nuevo, no encontró las palabras adecuadas, y notó que sus ojos se llenaban de lágrimas.


—Bueno, si ése era el motivo por el que me pediste que te acompañara, creo que ha llegado el momento de marcharme —se levantó y agarró el bolso—. Adiós, Pedro —dijo entre lágrimas. 


Se volvió y se marchó.


—Paula… espera —oyó que él la llamaba. Sabía que él tenía que pagar la cuenta y que eso le daría tiempo para escapar.


En la calle, el aire era frío. Pensó en tomar un taxi, pero se percató de que estaba solo a unas manzanas de su casa. Apresuró el paso para que Pedro no pudiera alcanzarla.


Dobló la esquina de Amber Court y vio su edificio. Abrió la puerta del portal y entró. Ni siquiera se molestó en mirar el buzón. Subió directamente hasta su casa y mientras abría la puerta se alegró de haberle pedido a Silvia que sacara a Lucy a pasear. Así no tendría que bajar y no correría el riesgo de encontrarse con Pedro.


De pronto, oyó pasos en la escalera y Pedro apareció al final del pasillo.


Se volvió, y al verlo pensó que debía de haberse dejado la puerta abierta.


—Paula, espera, por favor —gritó Pedro, y se acercó hacia ella.


Ella lo miró y después se giró hacia la puerta.


—Paula, por favor… Quiero hablar contigo.


—¿No tienes bastante con lo que has dicho? —dijo ella, y se volvió para mirarlo a los ojos.


—Por favor, deja que te lo explique. Después me marcharé… te lo prometo.


La expresión de su rostro hizo que Paula perdiera fuerza. Además, no quería montar una escena en el pasillo a esas horas de la noche. 


No tenía más remedio que hablar con él. Y esperaba que fuera por última vez.


—De acuerdo… entra —dijo con un suspiro.


PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 22




El sábado por la noche, Paula se miró en el espejo momentos antes de que Pedro pasara a recogerla. Se alegraba de que Silvia la hubiera acompañado de compras. Paula nunca se habría probado aquel traje. Era un vestido de tubo, corto y con escote redondeado. Resaltaba su bonita figura y dejaba al descubierto sus largas piernas. Tenía una chaqueta a juego con largas solapas y un solo botón. Silvia la había convencido de que era el modelito perfecto para la ocasión. Paula se puso unos pendientes que había hecho ella, y en el último momento decidió ponerse en la chaqueta el broche que le había prestado Rosa.


Decidió llevar el pelo suelto y se maquilló un poco. La dependienta de la sección de perfumería le había enseñado a ponerse poco maquillaje, pero con mucho resultado, de forma que Paula se sintiera a gusto.


Cuando se puso los zapatos de tacón, se preguntó por qué se había tomado tantas molestias. ¿Para evitar la duda de que no estuviera lo suficientemente guapa para Pedro


Eso no era una buena excusa, Pedro le había dicho que le gustaba tal y como era. Esperaba que así, le gustara aún más.


Momentos más tarde, cuando Paula abrió la puerta para saludarlo, la expresión de Pedro le dijo por qué había llegado tan lejos.


—Estás preciosa —dijo él, y la miró fijamente—. ¿Cómo voy a fijarme en las obras de arte? Voy a estar distraído toda la noche contigo.


—No seas tonto —dijo Paula mientras él le ayudaba a ponerse el abrigo. Pero sus cumplidos hicieron que se sintiera muy atractiva, y cuando llegó al coche se sentía como si estuviera flotando.


El museo estaba precioso por la noche. La entrada estaba decorada con luces brillantes que anunciaban la nueva exposición, y las luces exteriores resaltaban el diseño arquitectónico del edificio. Paula se imaginó que estaba entrando en un castillo.


En el recibidor, había una multitud de hombres y mujeres muy elegantes que bebían champán. 


Paula se puso un poco nerviosa. No le gustaban las fiestas, ni siquiera cuando conocía a la mayoría de los invitados. Pedro notó que se estaba poniendo nerviosa y le dio la mano.


—No te preocupes, Paula, va a ser divertido —le susurró al oído—. Hay algunas personas que quiero presentarte. Gente que puede ayudarte en tu profesión. Nadie te va a comer, te lo prometo —bromeó.


Ella se rio y dijo:
Pedro, no seas tonto.


—Todos menos yo, claro —añadió con una sonrisa—. Pero eso será más tarde.


Paula lo miró y una ola de deseo se apoderó de ella. Aquella tarde sería algo más aparte de la primera vez que salían juntos como pareja. 


¿Eran una pareja? Todo sucedía demasiado deprisa. Si no tenía cuidado, pronto se convertiría en la amante de Pedro. A pesar de que él le había prometido tener paciencia…


Pedro, me alegro de verte —un hombre se acercó a Pedro con una sonrisa.


—David, yo también me alegro de verte. Esperaba encontrarte aquí —lo saludó—. Paula, éste es David Martin. Es el propietario de la galería Pendleton-Martin, la que está en Pace Street.


—¿Cómo estás, Paula? —dijo David, y le tendió la mano.


—Encantada de conocerte —dijo Paula, y le estrechó la mano.


—Y por cierto, solo soy el dueño de la mitad, la parte de Martin —aclaró David entre risas—. Mi socio, Tomas Pendleton, se enfadaría si me llevo todo el mérito.


—Bueno, según tengo entendido, tú eres el que elige las exposiciones —dijo Pedro—. Paula es una artista con mucho talento. Una escultora. Tienes que echar un vistazo a sus obras. Es muy buena, de veras.


Paula no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Por qué Pedro no le había advertido que iba a presentarle al dueño de una galería? Cuando David la miró, sintió que se le secaba la garganta.


—Últimamente hay mucha demanda de esculturas. Todos los jóvenes ejecutivos tienen que decorar sus despachos y sus mansiones —bromeó—. Nosotros siempre buscamos nuevos talentos —le dijo—. ¿Trabajas para alguna otra galería, Paula?


—Uh… no. No, durante los últimos años he participado en varias exposiciones, pero realmente soy diseñadora de joyas… así es como me gano la vida.


David sonrió con indulgencia, y Paula pensó que lo había estropeado todo.


—Sobre todo, trabajo el metal. Ahora estoy haciendo obras muy grandes. Utilizo objetos fundidos y diferentes clases de metal —añadió.


—Parece interesante —contestó David—. ¿Dónde montas las obras?


—Tengo un estudio en State Street, en un almacén.


—¿Puedo pasar por allí algún día? ¿O quizá puedas enviarnos algunas diapositivas? —sugirió.


—Claro. Es decir, cualquiera de las dos cosas me parece bien.


—Tenemos una exposición de grupo en diciembre. Quizá alguna de tus obras encaje en ella. Llámame.


Le dio una tarjeta y le dedicó otra sonrisa.


—Muchas gracias —contestó ella.


—Si no te llama ella, te llamaré yo —le prometió Pedro.


David se rio. Miró a Pedro y después a Paula. «Así es como la gente te mira cuando eres una pareja», pensó Paula.


—Si la contrato, tendrás que pedirle una comisión, Pedro —bromeó David.


—Soy un gran admirador —Pedro miró a Paula y ella sintió que se sonrojaba.


—Sí, estoy seguro —dijo David, y miró a Paula—. Encantado de conocerte. Pasadlo bien.


Cuando David se marchó, Paula seguía un poco asombrada. El dueño de una conocida galería de arte se había ofrecido para ver su trabajo. 


¿Cómo podía haber sucedido con tanta facilidad? Levantó la vista y vio que Pedro la estaba mirando.


Pedro podía hacer cosas como esas con solo chasquear los dedos. Conocía gente importante. Tenía influencias.


—¿Te has enfadado conmigo porque te haya presentado a David? —le preguntó.


—Se ha ofrecido para ver mi trabajo, así que creo que sería una desagradecida si me enfadara contigo —dijo ella.


Pedro se rio.


—Había pensado en decírtelo antes —admitió—, pero no estaba seguro de si iba a estar aquí o no, y no quería que te hicieras ilusiones.


—¿Ni que me pusiera nerviosa por si me enfadaba contigo? —añadió ella con una sonrisa.


—Bueno… había pensado en esa posibilidad —admitió.


Tendría que haberse enfadado con él, pero con lo atractivo que era y su maravillosa sonrisa, no había nadie que pudiera hacerlo.


Pedro la agarró por los hombros y la miró.


—Solo quería ayudarte un poco. Aun así, eso no significa que quiera que cambies, Paula —le prometió en un susurro.


—Lo sé.


La miró durante un instante y después dijo:
—Vamos a ver la exposición, ¿vale? —la tomó del brazo y se dirigieron hacia la primera sala.



PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 21





Paula no esperaba que Pedro la llamara mientras estaba de viaje, pero no podía evitar echarlo de menos. Pensó en él durante toda la semana, y por las noches no conseguía dormir. 


El viernes por la noche se acostó temprano, pero el teléfono la despertó. Miró el reloj. Era casi medianoche. La única persona que podía llamarla a esas horas era su madre, que nunca se acordaba de que en California era dos horas más temprano que en Indiana.


—¿Diga? —contestó Paula medio dormida.


—¿Te he despertado? Lo siento. Acabo de llegar y quería oír tu voz.


Era Pedro. El sonido de su voz despertó a Paula de golpe. Se sentó en la cama y sonrió.


—Me alegro de que hayas llamado. ¿Qué tal el viaje?


—Agotador. Pero he avanzado mucho —le contó un par de detalles sobre su negocio y sobre los problemas con que se había encontrado. Paula estaba encantada de que confiara en ella—. Estoy rendido… pero quería decirte hola.


—Hola —dijo Paula. Deseaba que estuviera junto a ella.


Él dio un largo suspiro.


—Te he echado de menos.


—Yo también te he echado de menos —admitió ella—. Gracias por las rosas, son preciosas.


—Me alegro de que te gustaran. Cuatro días es mucho tiempo. No quería que te olvidaras de mí.


Ella se rio.


—Buena idea. Creo que ha funcionado —bromeó.


—¿Mañana por la noche nos vamos a ver? —preguntó él. Paula notó una sombra de duda en su voz, como si esperara que ella tuviera alguna excusa para decirle que no.


—Sí, por supuesto. Tampoco me he olvidado de eso —le dijo.


—Bien —dijo Pedro. Su voz era cálida y Paula podía imaginar el brillo en sus ojos oscuros. Hablaron un poco más y quedaron en que Pedro pasaría a recogerla—. Buenas noches —se despidió—. Que tengas dulces sueños.


Sin duda sus sueños iban a ser mucho más dulces.


—Buenas noches, Pedro —susurró Paula, y colgó el teléfono.