domingo, 25 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO FINAL




Paula no comprendía que Pedro estuviera tan tranquilo. Ella estaba temblando. Miró nuevamente a Tomás, que seguía muy serio. Pero no estaba asustado. El niño esbozó una sonrisa y ella lo correspondió, pese a todo lo que estaba sintiendo. Deseaba abrazarlo. Pero tenía miedo de tocarlo.


‐¿Y qué pasará ahora? ‐preguntó.


‐Tendrá que rellenar algunos documentos en la comisaría esta tarde ‐dijo Alonso‐. Después podrá marcharse con su hijo a su casa.


‐¿Eso es todo? ‐dijo, desconcertada.


‐No exactamente ‐intervino Pedro‐. Paula, hay algo más que deberías saber antes de que te emociones demasiado.


‐¿No irás a decirme que lo han maltratado?


‐No, no se trata de eso. Claro que no ha tenido una vida fácil, de casa en casa y de orfanato en orfanato durante los últimos cuatro años.


Paula sintió una punzada de dolor. El niño había sufrido un tormento. Tenía un montón de preguntas en la cabeza. Pero no era el mejor momento mientras Tomás aguardaba, erguido como un soldado.


Pedro hizo un gesto y Alonso se desplazó unos metros. 


Reapareció al instante con otro niño más pequeño. Paula jadeó ante la presencia de otro niño.


‐Este último año, mientras se instalaban en el nuevo orfanato, Tomás adoptó a un compañero —la voz de Pedro era grave, baja—. Tomás considera que Tulio es como su hermano. Son uña y carne.


Nadie dijo nada. El corazón de Paula latía con fuerza.


—No me gustaría separarlos ‐dijo Pedro‐. Pero no impondré mi criterio. Es tu decisión.


‐En ese caso, tendremos dos chicos —suspiró Paula.


—No quiero que te sientas obligada. Sé que nunca habías sido partidaria de la adopción y no quiero que lo decidas ahora, tan cansada...


‐Para ‐agarró su brazo y sacudió la cabeza ante una discusión tan estúpida‐. No hay ninguna diferencia entre ellos. Quizá Tomás sea nuestro hijo, pero es un extraño para nosotros. Y si quiere a Tulio, deberían quedarse juntos. Vendrán con nosotros como hermanos.


‐No tenemos que decidirlo ahora ‐comentó Pedro.


Pero lo hicieron porque ambos estaban convencidos de su postura.


Pedro deseaba que ella fuera feliz y Paula sentía su amor como una marea continua.


‐Esto lo cambiará todo ‐dijo y miró a los chicos, tan escuálidos.


‐Ya lo ha hecho ‐reconoció Pedro.


Sus ojos verdes se inundaron de lágrimas. Era cierto. La aparición de Tomás en sus vidas lo había transformado todo. 


Ya no se trataba de ellos dos. No se trataba sólo de romance, pasión.


Ahora era una cuestión de familia. Se trataba de estabilidad, coraje y esperanza. Y, sobre todo, consistía en mantener la fe ante el futuro.


Paula se arrodilló, las manos trémulas sobre los muslos, y estudió los rostros de los dos niños, las miradas solemnes. 


Sonrió a través de las lágrimas.


‐Hola, Tomás y Tulio. Me llamo Paula Chaves. Soy vuestra mamá.






EL SECRETO: CAPITULO 25





LA EXCITACIÓN era tan grande que Paula no comprendía cómo no había alcanzado el climax todavía. Su corazón latía con tanta fuerza que apenas respiraba.


De pronto alcanzó el firmamento y su cuerpo estalló mientras la lava líquida corría por sus venas. Clavó las uñas en los hombros de Pedro, en busca de apoyo.


Apenas se había recuperado cuando Pedro la levantó en el aire, colocó sus piernas alrededor de su cintura y se enterró en ella. Paula soltó un jadeo y notó la contracción de sus músculos.


Hundió la cara en el pecho de Pedro. Se sentía en la gloria. 


Sentía que eran un solo cuerpo, una sola persona.


‐Estás tan caliente ‐dijo Pedro‐. Nunca te había sentido tan caliente.


‐Nunca había estado tan enamorada ‐respondió.


Empezaron a moverse de un modo rítmico, despacio. Paula sintió que formaban parte de la naturaleza. Eran criaturas de la noche. No imaginaba que la vida pudiera proporcionarle una felicidad mayor.


Y cuando Pedro se descargó en ella, Paula también se rindió. Pedro abrazó a Paula hasta que sus cuerpos se relajaron. Apartó el pelo de la cara con ternura mientras sostenía su cuerpo desnudo, húmedo.


‐Me marcho por la mañana ‐dijo y notó cómo se ponía tensa‐. Voy con Víctor y me ausentaré un par de días. Tres, a lo sumo.


‐¿Vas a dejarme aquí? ‐preguntó, perpleja.


‐Quiero que te quedes aquí. Estarás segura ‐explicó—. Los otros velarán por ti.


‐Pero ¿por qué vas con Víctor? ¿Y adonde vas?


‐Vamos a Jujuy ‐anunció‐. Iremos más deprisa sin ti.


‐Pero me aseguraste que iríamos juntos. Dijiste que haríamos este viaje juntos...


‐Quieres encontrar a Tomás, ¿verdad? ‐ella no contestó, pero Pedro conocía la respuesta‐. Víctor conoce alguna gente. Tiene contactos con tipos peligrosos. Estoy dispuesto a arriesgarme.Pero no dejaré que tú corras ningún riesgo.


‐No quiero que hagas nada peligroso. Quizá deberíamos contactar con Alonso.


‐Vamos, no seas cobarde. Sabes que no podemos esperar. Ambos estamos preocupados por el chico. Y queremos asegurarnos de que está a salvo. Vamos, dijiste que confiarías en mí.


‐¡Se supone que formamos un equipo!


‐Y es cierto.


‐Un equipo no abandona a la mitad de su gente cuando la otra mitad está en peligro.


Pedro quería sonreír, pero no se atrevía. Ella estaba muy enfadada, pero le emocionaba su insistencia. Pero nunca pondría en peligro su bienestar.


‐Somos un equipo. Pero, a veces, los roles no son equivalentes. Si lo piensas, has llevado la voz cantante durante nuestra estancia en Mendoza. Nuestra vida se ajustó a tus necesidades —vio cómo abría la boca y levantó la mano—. Y lo acepté. Nunca lamenté mis decisiones. Pero estamos en mi terreno y aquí mando yo.


‐Pero soy fuerte, Pedro. Y soy lista. No tienes que dejarme en segundo plano ‐imploró con sus grandes ojos verdes, deseosa de acompañarlo.


‐Tienes que confiar en mí porque nadie te amará jamás tanto como yo —dijo.


‐Todavía me amas ‐susurró con lágrimas en los ojos.


‐Por supuesto. Mi vida es tuya ‐se inclinó y la besó‐. Confía en mi. Nunca te abandonaré, nunca te traicionaré y nunca te pondré en peligro. Y vendré a buscarte en cuanto sepa algo.


‐Está bien ‐asintió Paula con la voz entrecortada‐. Puedes marcharte por la mañana. Pero tendrás que hacerme el amor esta noche una vez más.



****

Pedro se había marchado hacía dos días.


Uno de los hombres cabalgó hasta ella. Creyó, por un momento, que era Pedro y se incorporó. Pero era otro gaucho.


Ella entrecerró los ojos, pero estaba cegada por el sol. El gaucho estaba empapado en sudor y la camisa se ceñía a su cuerpo. Paula no lo conocía, pero se parecía a Pedro.


‐Señora Alfonso ‐el gaucho desmontó de su caballo‐. Tiene que acompañarme. Nos vamos enseguida. Pedro quiere que se reúna con él por la mañana.


‐¿Vamos a viajar toda la noche? ‐preguntó.


‐Es sencillo ‐respondió despreocupado.


‐¿Los dos solos? —Paula no ocultó su miedo.


‐No, los otros vendrán con nosotros ‐dijo e hizo un gesto a los dos jinetes que aguardaban junto al lago—. No se preocupe. No estará a solas conmigo.


‐No. Estaré sola con tres desconocidos.


‐No se preocupe. Pedro está enamorado de usted. Me ha confiado esta misión porque soy tan fuerte como él ‐dijo.


—Supongo que se conocen muy bien —aventuró Paula.


‐Ya lo creo ‐el gaucho le tendió la mano‐. Soy Orlando Alfonso, su hermano pequeño. Y eso la convierte en mi hermana.


El hermano de Pedro. No sabía si debía llorar o reír. Apretó la mano de Orlando


‐Hola, Orlando.


‐Hola, Paula. Recojamos tus cosas. Tenemos que irnos.


Cabalgaron toda la noche. Paula dormitó parte del trayecto, apoyada en Orlando, y tardó unos instantes en darse cuenta de que se habían detenido. Notó unas manos fuertes y parpadeó, medio dormida.


‐¿Pedro?


‐Sí, no es un sueño ‐dijo‐. Estás conmigo.


Ya era de día. Miró a su alrededor y asumió que estaban en una pequeña población, frente a un edificio anodino.


‐¿Qué hora es? ‐preguntó.


‐Poco más de las siete de la mañana ‐informó Pedro.


‐¿Has averiguado algo de Tomás? ‐preguntó.


‐Sí ‐dijo y, sin decirle nada más, empujó a Paula hacia la puerta del edificio.


Estaba oscuro y Paula notó la mano de Pedro en su espalda. 


Estaba asustada. Bizqueó y advirtió la presencia de dos personas en el interior de la casa. Había un hombre alto, de pelo castaño, y un niño.


‐Buenos días, Paula.


‐¿Alonso? ‐reconoció la voz al instante.


‐Me alegro de verte ‐dijo‐. Te estábamos esperando.


¿A quién se refería? Miró a Alonso y al muchacho. Paula sintió frío, después calor. Empezó a temblar. Volvió a mirar al chiquillo. Era Tomás.


Se quedó boquiabierta. No era un bebé. Era un chico con el pelo negro, la piel dorada y los ojos verdes.


Paula estaba cegada por las lágrimas. Se volvió y hundió la cara en el pecho de Pedro.


Temblaba entre fuertes espasmos.


—Paula —dijo Alonso‐. Te presento a Tomás. Tiene cinco años y estaría encantado de que pudiéramos proporcionarle una cama, una casa y unos padres.


Paula estaba en una nube. Se giró y abrió los ojos. El chico seguía ahí, mirándola.


‐Paula ‐dijo Pedro‐. Es nuestro hijo.


‐¿Estás seguro de que es...?


‐Sí, completamente.


Paula sintió que le faltaba el aire. No llegaba oxígeno a sus pulmones.


‐¿Cómo lo sabes? ‐preguntó.


‐Hemos hecho la prueba del ADN —dijo Alonso‐. Los resultados llegaron anoche.


‐Pero tú me dijiste... que Tomás no podía ser...


‐Me equivoqué. Estaba tan delgado, que calculamos mal la edad. El médico que trabaja para nosotros nos dijo que era un año más pequeño de lo que era en realidad.


¿Quién sería ese médico?, se preguntó Paula.


‐Alonso no había salido del país ‐la informó Pedro, atrayéndola hacia sí‐. Él ha estado trabajando con el gobierno, haciendo los trámites para que nos devolvieran al niño, pero no quería reunirse con nosotros hasta que no tuviera todas las respuestas.


‐¿Y cuándo te hiciste un análisis para la prueba de ADN?


‐En Mendoza. Después de hablar con Alonso, fui a la consulta del doctor Domínguez y me hice un análisis de sangre. Alonso ya tenía una muestra de sangre de Tomás.


‐¿Por qué no me dijiste todo esto?


‐Porque no quería crearte falsas esperanzas y, francamente, no sabía qué creer.









EL SECRETO: CAPITULO 24






UN ESPÍA? ‐repitió Paula, presa de la excitación—. ¿Igual que James Bond? 


—Bueno, supongo que no será tan seductor como James Bond. Pero, desde luego, trabaja para el gobierno‐contestó Pedro.


Revisó el resto de los papeles. Había una lista de nombres, direcciones y números de teléfono. Figuraban todas las personas que habían tenido alguna relación con Tomás.


‐Todo son pistas que conducen a Tomás ‐dijo Paula mientras leía los nombres‐. Creo que no estamos lejos de su último paradero.


‐Son pistas antiguas —corrigió Pedro mientras leía los márgenes—. Aparentemente, el chico ha desaparecido del orfanato.


‐¿Desaparecido?


‐Alonso dice que se ha marchado y que no hay ninguna pista.


‐No es posible ‐protestó Paula, rígida‐. Los orfanatos llevan un registro. Tendrán anotada su última dirección. No dejarían que un desconocido se llevase a un crío. ¡Los chicos no se desvanecen en el aire sin dejar rastro! ¿Dónde estaba ese orfanato?


‐En las afueras de San Salvador de Jujuy ‐dijo Pedro.


‐No está lejos, Pedro. Sólo son dos horas en coche desde Salta ‐agarró su brazo‐. Alquilemos un coche y vayamos. Podríamos presentarnos allí a última hora de la tarde.


Pedro no contestó, absorto en las notas de Alonso. Parecía que el supuesto orfanato no estaba registrado. La desaparición de niños era bastante habitual. En el último año se habían sucedido cuatro directores diferentes. El edificio estaba en las montañas y dedujo que era un establecimiento pequeño. Albergaría un máximo de veinte niños, descendientes de los incas en su mayoría. Y si un centro tan pequeño no recordaba a Tomás significaba que algo no marchaba bien.


‐Vamos, Pedro. Busquemos un coche. Estamos perdiendo el tiempo.


‐Para un poco, Paula. Tenemos los caballos y todavía hay muchos cabos sueltos.


‐Quizá Alonso erró la búsqueda ‐apuntó Paula, frenética‐. Quizá no hizo las preguntas pertinentes. San Salvador de Jujuy está alejado del mundo y es un extraño. Tiene sentido que la gente no confiara en él. Pero tú tienes sangre india. La gente confiará en ti. Estoy segura.


Hablaba con enorme pasión. Pedro sabía que el niño no se había evaporado. Había ocurrido algo. Pero ¿qué?


Recordó que cinco años atrás, una banda fronteriza había alarmado a la población con robos, secuestros y chantajes. 


Habían raptado bastantes niños que habían vendido, según los rumores, a familias acomodadas de otros continentes. Pero los habían detenido hacía dos años y, desde entonces, la vida en la frontera se había normalizado.


Pedro contuvo la respiración. Alonso era un agente secreto. 


¿Cómo se había enterado del caso de Tomás? ¿Cómo había descubierto la relación con la familia Chaves? Cruzó por su mente que quizá se trataba de algo mucho más gordo que la desaparición de un niño. Recordó que Paula había mencionado el mercado negro.


Quizá Alonso conociera el paradero de Tomás, pero no quisiera revelarlo para que la operación no se viniera abajo.


Tenía que encontrarse con Alonso. Algo en la información que contenía ese sobre resultaba altamente sospechoso.


‐¿Así que no vamos a hacer nada? ‐Paula se plantó frente a él‐. ¿Vamos a sentarnos de brazos cruzados mientras esperamos?


‐Actuaremos con mucha cautela —dijo para salvaguardarla.


‐¿Y eso qué significa? ‐preguntó furiosa.


‐Voy a hacer algunas pesquisas antes de que nos encaminemos hacia el norte —respondió con calma—. Quisiera que estrecháramos la búsqueda.


—¿Eso es todo? —ella sacudió la cabeza mientras mascullaba algo entre dientes‐. ¿Volvemos a casa para que hagas unas llamadas?


‐No vamos a casa y no voy a hacer unas llamadas. Seguiremos nuestro camino y pararemos de vez en cuando. Tengo amigos en el camino.


—Yo no quiero seguir a caballo —manifestó—. No me interesa. Quiero un coche que me lleve a Jujuy. Quiero ir a ese orfanato y entrevistarme con el director...


—Ha sido sustituido —interrumpió Pedro—. El centro ha tenido cuatro directores distintos durante el último año. Dijiste que querías conocer mi mundo, mi familia. Y eso es lo que pretendo, si me dejas...


‐Pero Tomás...


—Está desaparecido. Será mejor que dejes que mi gente nos eche una mano. No conseguiremos nada si nos presentamos en la ciudad armando revuelo. Sólo levantaremos sospechas.


‐¿Crees realmente que tu gente puede ayudarnos?


‐Sí. Pero hay que tener paciencia. Tienes que darte cuenta de que ahora estás en terreno ajeno. Y, a medida que nos adentremos en las montañas, conocerás a gente que desconfiará de ti tanto como tu familia siempre ha desconfiado de mí.


Paula cerró los ojos y dejó escapar una lágrima. Pedro notó cómo se encogía su corazón y secó la lágrima con la yema del dedo índice.


‐Sé que no te resultará fácil, Paula, porque siempre te gusta salirte con la tuya. Te gusta supervisarlo todo, pero aquí tiene que hacerse a mi manera. ¿Puedes hacerlo? ¿Por nosotros? ‐vaciló un instante‐. ¿Por mí?


Ella apretó la mandíbula. Tragó con dificultad y pestañeó. 


Sus ojos estaban empapados, pero sostuvo la mirada de Pedro.


‐Sí ‐dijo.


Satisfecho,Pedro devolvió los documentos al sobre, guardó todo debajo del cinturón de cuero y entró en una tienda para aprovisionarse con comida. Guardó todo en las alforjas y salieron de la ciudad camino de las montañas.


Cabalgaron durante varias horas. Paula, ajena al paisaje, sólo pensaba en Tomás. ¿Quién lo habría sacado del orfanato? Según la documentación de Pedro, alguien se lo había llevado entre septiembre y diciembre del pasado año.


Pero quizá fuera una buena noticia que hubiera dejado el orfanato. Quizás había encontrado una buena familia. O puede que hubiera regresado con sus padres. Pero Paula sabía que, en realidad, se estaba engañando. Acalorada e irritable, se quitó el poncho y lo anudó en su cintura. Estaba cansada y quería respuestas.


Pero Pedro le había pedido que confiara en él. Paula reprimió un gruñido. Odiaba la perspectiva que se avecinaba.


‐Ya falta poco ‐dijo Pedro, animoso‐. Quédate cerca de mí.


‐Eso intento ‐dijo con el ceño fruncido.


‐Ya sé que es una cuesta muy empinada, pero el esfuerzo valdrá la pena. ¿No te estás divirtiendo, flaca? ‐preguntó con cariño.


‐Al contrario, señor. Estoy disfrutando mucho del paseo.


Al cabo de una hora, tras coronar la cima y descender hasta el valle, Paula se animó.


—¿Eso es humo? —preguntó.


—Mis amigos. Acamparemos ahí esta noche.


Había media docena de gauchos reunidos al borde de un lago. Iban vestidos con pantalones y camisas blancas. Uno de ellos preparaba mate cuando Pedro bajó de su caballo. Fue recibido con entusiasmo. Todos lo abrazaron. Entonces se acallaron todos los saludos y se volvieron al unísono hacia Paula.


‐Esta es Paula ‐dijo con suma tranquilidad‐. Mi esposa.


Y, al instante, los gauchos se olvidaron de ella y se interesaron por los caballos. Luego se sentaron alrededor de la hoguera y compartieron una taza de mate.


Paula se quedó sola durante más de una hora mientras los hombres charlaban y reían. No concebía que Pedro se hubiese olvidado de ella. La ceremonia del mate podía alargarse varias horas y parecía que iba a llevarles toda la noche.


¿Acaso la habían invitado? No. ¿Acaso Pedro había contado con ella? No. Había olvidado que existía.


Finalmente, él se levantó, se sacudió el polvo y se acercó a ella.


‐¿Quieres bañarte? ‐preguntó‐. Hay una fuente de agua termal detrás de las rocas. Está protegida y nadie te molestará. Tendrás privacidad absoluta.


‐No he traído una toalla ‐dijo, incapaz de reconocer su inseguridad en ese terreno.


‐Yo sí ‐dijo Pedro y desempaquetó la toalla que guardaba en la mochila.


Paula lo siguió, pasaron de largo junto al campamento y llegaron a la fuente termal. Era tal y como había dicho. Se agachó y comprobó que la temperatura del agua era ideal.


‐¿Hay muchas pozas como ésta? ‐preguntó.


‐Un par de ella por la zona ‐dijo‐. Y muchas más si sigues hacia el norte. Es una consecuencia del volcán Ojos del Salado.


Se estremeció cuando notó sus dedos en la nuca. Era muy sencillo entregarse a sus caricias.


Estaba agotada y sus manos eran fuertes. Adoraba la confianza de sus movimientos cuando la tocaba. Nunca habían existido dudas entre ellos.


‐¿Vas a bañarte conmigo? ‐preguntó, encarándolo, ansiosa por retenerlo.


‐No puedo, negrita. Tengo que reunirme con mi gente. Es importante. Debo sentarme con ellos un rato...


‐¡Ya lo has hecho! ‐se apretó contra su pecho‐. Te has pasado una hora con ellos.


‐No tienes que enfadarte ‐dijo mientras intentaba calmarla‐. Uno de los hombres, Víctor, viene de la zona de Jujuy. Son gente que conoce estas tierras, Paula. Hemos venido para obtener información. Quizá puedan ayudarnos.


‐Pero quiero formar parte de la búsqueda ‐protestó.


‐Las cosas son distintas aquí, Paula. Los gauchos viven separados de sus mujeres durante largas temporadas. Son personas muy independientes. No podré pedirles ayuda si te sientas con nosotros.


Ella asintió. En esos momentos, empezó a comprender cómo se había sentido Pedro al ser excluido por su familia.


Tras el baño y una copiosa cena típicamente gaucha, la gente se repartió en pequeños grupos. Unos jugaban a las cartas, otros charlaban y uno de ellos tocaba la guitarra. La música rebotaba en las rocas y ascendía al cielo.


‐No te enfades con ellos ‐susurró Pedro a su oído para que no lo oyeran‐. No les disgustas, Paula. Pero todavía no te conocen.


‐Sí, lo entiendo ‐aseguró‐. Sé que sólo quieren lo mejor para ti.


‐Tú eres la mejor ‐se inclinó y la besó en la mejilla‐. La mejor de todas.


‐¿No podemos retirarnos a algún lugar apartado? ‐preguntó‐. ¿Quedarnos a solas?


‐No puedes vivir sin un poco de sexo, ¿verdad?


‐No me falta el sexo, Pedro ‐replicó, sonrojada‐. Te echo de menos a ti.


Pedro levantó las pestañas y ella observó el fuego en su mirada. Sabía que sentía exactamente lo mismo que ella.


‐Vamos ‐dijo‐. Tenemos cosas pendientes.


Se alejaron del grupo. Cruzaron las aguas termales y llegaron a un claro. Entonces empujó el cuerpo de Paula contra una roca y ella aspiró con fuerza el aire de la noche.


Estaba hambrienta y anhelaba el contacto con su cuerpo. 


Deslizó las yemas de los dedos sobre el torso húmedo de Pedro. Trazó un círculo con su dedo mojado alrededor de uno de sus pezones y Pedro aspiró con violencia.


‐No creo que quieras hacerlo ‐dijo con voz ronca.


‐Claro que quiero ‐dijo Paula, complacida ante su reacción.


—Ninguna mujer me acaricia de ese modo y se va ‐advirtió.
Deseaba poseerla. Deseaba una vida a su lado, una entrega incondicional.


Paula frotó sus manos con delicadeza sobre sus muslos y besó de nuevo su pecho.


‐Ya sabes lo que quiero.


—No empleas muchas sutilezas —reconoció Pedro.


‐¿Debería? ‐preguntó con malicia.


‐Estás jugando con fuego, negrita.


Pedro buscó el bajo de la blusa y sacó la prenda por arriba. 


Paula no se había puesto sujetador y ya estaba medio desnuda. Pedro emitió un gruñido gutural, cubrió sus pechos con las manos y empujó con fuerza hasta que se quedó inmovilizada contra la roca. Bajó la cabeza y rozó con la boca la curva de uno de sus pechos. Ella notó la barba áspera en su piel y la dulzura de su lengua en el pezón. 


Gimió mientras Pedro mordía el pezón enhiesto con los labios. Succionó con fuerza y despertó en su interior un placer infinito.


Paula se estremeció cuando Pedro cambió al otro pecho. 


Trazó con la lengua la aureola del pezón y ella estuvo a punto de desmayarse.


‐No te muevas ‐ordenó Pedro‐. Ahora eres mía. Me perteneces.


Se agachó y desabrochó los botones de la falda. Observó cómo caía la prenda a sus pies y festejó la visión que se ofrecía a sus ojos.


Depositó un beso en la cara interior de su muslo. Ella se quedó sin aire mientras Pedro le quitaba las braguitas. Paula se sintió totalmente expuesta, vulnerable. Pero también era
increíblemente sensual. Sabía que pertenecía a Pedro en cuerpo y alma.


Pedro besó la encrucijada de sus muslos. Se empleó con toda la ternura que pudo para derretirla con sus besos. Paula no podría resistirlo mucho tiempo. Notó cómo crecía su deseo y olvidó las inhibiciones. Sabía que, hiciera lo que hiciera, iba a disfrutarlo. Podía comérsela viva y pediría más. 


Colocó las manos en la cabeza de Pedro y empezó a temblar. Movía la lengua con tanta delicadeza, tanta paciencia. Ella se estremeció cuando la excitación se concentró debajo de su ombligo. Movía los dedos y enmarañaba su pelo con cada acometida de su lengua. Se agarró con fuerza, temerosa de que le fallaran las piernas.



—Esto es demasiado —dijo, sofocada.


‐Nunca es demasiado para ti ‐replicó Pedro con una carcajada leve.