domingo, 7 de enero de 2018

EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 17




Cuando apareció el primer amago de un capullo, Paula no estaba en casa. ¿Dónde estaría? Pedro había estado observando cuidadosamente el rosal y había vuelto a casa porque sabía que estaba a punto de florecer y quería enseñárselo. Le gustaba la admiración con que ella lo miraba, como una especie de dios.


De todas formas, todavía no había manera de saber los colores que tendría aquello, así que tendría que esperar. 


Cuando estuviera completamente en flor se lo enseñaría. 


¿Pero dónde estaría ella?


Paula estaba almorzando con Sara, la esposa de Francisco.


—Ya veo que estás dispuesta a jugar otro partido con mi hijo Dom —le dijo Sara al verla con la raqueta de tenis.


—Me gusta jugar con él. Es muy bueno.


—Ya puede serlo. Vive y respira para el tenis. Yo no dejo de repetirme que es un pasatiempo positivo y saludable.


—En eso tienes razón.


Y podía ser más. El chico tenía potencial. Le gustaría llevarlo al club, donde podría ver a algunos profesionales. Lo mismo que quería llevarse a navegar a los hijos de Leandro.


Pero todavía no. No estaba muy segura de lo que la retenía, pero algo lo hacía. No sabía por qué sentía que no era el momento de mezclar sus dos mundos. Más tarde…


—Por lo menos va a trabajar a tiempo parcial este verano como mensajero —dijo Sara mirando el reloj—. Estará aquí dentro de un momento.


—Muy bien. Después de este almuerzo necesito hacer ejercicio.


Ya era tarde cuando Pedro oyó acercarse al viejo Ford. 


Acababa de cerrar las puertas del establo para proteger las plantas. Parecía como si fuera a haber tormenta.


Se apresuró a ir a darle la bienvenida a Pau.


Ella salió del coche pareciendo una modelo, con esa falda corta que apenas le cubría el trasero.


Pedro pensó que había estado jugando al tenis y se alegró de que se divirtiera un poco. Pero se alegró más todavía por verla de vuelta en casa.


Antes de que la pudiera abrazar, ella se pasó al asiento del pasajero.


—¿Qué haces tú con ella?


—¿Recuerdas el acuchillado del suelo? Prometí hacer de niñera. Charlie y su mujer se han ido a bailar y yo me he ofrecido a quedarme con su hija esta noche. Sujétala.


Pedro tomó a la niña en brazos.


—Bueno, no me mires así. A mí tampoco me gusta —le dijo al bebé—. Me gusta tanto una visita tuya como tener un agujero en la cabeza.


Le hizo cosquillas a la niña y ella se rió, pero aún así, él siguió gruñendo.


—¿Dónde vas a dormir? No pienso subir al desván a por esa vieja cuna…


—No vas a tener que hacerlo —le dijo Paula—. Dámela y saca su corralito del coche. Su madre me ha dicho que se sale de él cuando se despierta, pero que puede dormir muy bien en él.


Mientras caminaban hacia la casa con la niña y toda su parafernalia, Pedro le dijo:
—¿Así que es ahí donde has estado todo el día? ¿En casa de Charlie?


—No, sólo he pasado por allí para recogerla a ella. He almorzado con Sara y luego he jugado un partido de tenis con Don. ¿Sabes que es muy bueno?


Luego siguió contándole como había pasado el día y, cuando tuvieron acostada a la niña, los dos estaban demasiado cansados como para nada más y se acostaron también.


Pedro decidió no contarle lo del capullo que iba a salir y esperar al día siguiente.


La niña se portó bien esa noche y sólo se despertó una vez. 


Paula se levantó y la acunó cantándole una vieja nana en la mecedora. Pedro pensó que parecía una Madonna del Renacimiento italiano, con el rostro iluminado por los relámpagos de la tormenta que había en el exterior.


Pensó que, algún día, ella acunaría así a su propio hijo. Le sorprendió lo mucho que le gustaba esa idea.


Las rosas florecieron una semana más tarde. A Pedro se le escaparon las lágrimas. ¡Lo había logrado!


Esa tarde le dijo a Paula que bajara para ver la sorpresa que le tenía preparada.


Una rosa en un florero de cuello alto, rodeada de velas. Un caleidoscopio de colores, melocotón, salmón y lavanda con pequeños destellos amarillos.


Paula la miró como transfigurada.


Pedro. Oh, Pedro. Es preciosa. ¿Cómo lo has hecho?


—Como se lleva haciendo desde 1967.


—¿Eh?


—Es cierto. Antes de esa fecha, todas las rosas que crecían en Europa y aquí eran color rosa, blancas o rojas. Cuando se cruzaron con las rosas de té chinas, amarillas, surgió el primer híbrido, llamado La Franee. Desde entonces… bueno, ya sabes. Tenemos nuestros híbridos modernos de varios colores, mezclas… Es sólo cuestión de cruces y…


—¡Y eso es lo que has estado haciendo tú! Eres tan inteligente, Pedro. Esta es muy diferente. Nunca he visto ninguna parecida.


Pedro sonrió.


—Gracias. Ese es el propósito.


—Y tú lo has logrado. Oh, Pedro, es preciosa. Me encanta.


—Me alegro que te guste mi rosa Paula.


Ella lo miró fijamente.


—¿Paula? ¿Por mí?


—De una belleza a otra —dijo él ofreciéndole una copa de champán.


—Adulador.


Brindaron y él respondió:
—No es adulación, querida. Tú eres igual de hermosa. Pero no es por eso por lo que le he puesto tu nombre.


—¿No?


—No, la he llamado Paula porque eres tú.


—¿Qué?


Pedro le señaló la flor.


—¿Ves esa melodía de colores?


Ella asintió.


—Una melodía de muchas tú.


Ella se rió.


—Vamos, Pedro, sólo hay una yo.


—No. Hay más de una. Eres una madre con mi abuela, una luchadora con mi padre, te enfrentas con él como nadie más en la familia se atreve. Eres una compañera de juegos con los hijos de Leandro y una competidora jugando al tenis con Dom. Tienes una elegancia que no pierdes nunca, ni siquiera cuando estás con una brocha en la mano. Y, demonios, para mí eres un millón de cosas más.


Pedro dejó las copas sobre la mesa y la abrazó mientras le susurraba al oído:
—Eres una mujer cariñosa, amante, apasionada que me ha hecho el hombre más feliz del mundo.


Pedro, oh Pedro. Eso es lo más bonito que me has dicho nunca. No, es el cumplido más maravilloso y dulce que me han hecho en la vida. Te amo.


—Y yo a ti.


La conferencia de jardinería se celebró en un hotel de Atlantic City. Fueron allí con estilo, con la rosa en el suelo del asiento trasero del viejo Ford del abuelo Alfonso. Llegaron con un día de anticipación para instalarla apropiadamente en el gran salón donde se iba a celebrar la muestra, entre otras muchas plantas.


Los premios se iban a anunciar durante la cena de la última noche. Paula estaba nerviosa. Estaba segura de que la rosa de Pedro era la más hermosa de todas. ¿Pero pensarían lo mismo los jueces?


La sorprendió ver que Pedro no parecía nada nervioso. Incluso estaba más tranquilo que nunca.


Le gustó verlo así, tranquilo, sin esa mirada distraída que ponía a menudo incluso en las reuniones familiares.


Se le ocurrió que esa era la primera vez que lo veía en un evento social, sin que estuviera presente el resto de la familia. Parecía estar en casa. Conocía a bastantes de los asistentes y les presentó orgullosamente a su esposa.


Era su terreno y ellos eran sus colegas. Podía trabajar como un energúmeno en la granja, pero era un profesional y sabía lo que hacía.


Una tarde fueron a jugar al golf con el profesor Lindstrom y la volvió a sorprender demostrando que también lo sabía hacer.


—Querida, mientras estudiaba, uno de mis trabajos fue hacer de caddy, así que, ¿cómo no voy a aprender algo? —le dijo.


Y el caso era que jugaba bastante bien aunque decía que no había tocado un palo desde hacía años. Incluso tuvieron algo de tiempo para ir a la playa. Aquello era como una luna de miel, la que no habían tenido.


La última noche, Pedro recibió el premio por su rosa.


¡Todos esos reconocimientos oficiales! La enhorabuena de todos… A ella se le saltaron las lágrimas cuando oyó las palabras de alabanza que le dedicaron todos los personajes notables de ese campo.


Pedro la tomó de la mano y la introdujo en el grupo que le estaba dando la enhorabuena. Un par de nombres le dieron a él sus tarjetas de visita y le pidieron la suya. Querían hablar de negocios con él y cuanto antes.


—¿De qué se trataba? —le preguntó ella cuando estuvieron a solas.


—Son representantes de compañías de venta de flores. Quieren los derechos exclusivos de la patente de la rosa.


—Acéptalo enseguida.


Pedro se rió.


—No te preocupes, querida. Todo está bajo control. Lo he dejado todo en manos de un bufete de abogados que me recomendó mi profesor de botánica. Gutierrez y Ferber. Se dedican casi exclusivamente a las patentes de flores.


Pau descubrió entonces una cosa más de su marido. 


También era un hombre de negocios.



EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 16




Un día que volvía a su casa pensó si aquellos ahorros iban a durar para siempre.


De repente se rió al darse cuenta de que no le importaba. Se estaba divirtiendo. Era divertido ir a que Rosa la enseñara a cocinar. Incluso se divirtió pintando el cuarto de baño. 


Volvió a reírse cuando recordó la cara que puso Pedro.


—Eres toda una mujer, Paula Alfonso —le dijo él riéndose mientras le limpiaba las manchas de la cara y las manos—. La próxima vez deja que lo haga yo.


Pero ella sabía que no tenía tiempo para esas cosas. Y pintar el cuarto de baño le dio una idea de lo que podía hacer ella sola.


Trabajó como una bestia, quitó todas las cortinas viejas del salón para dejar que entrara la luz, no servían de nada, ya que no tenían vecinos que cotillearan y los árboles daban sombra suficiente. Luego pintó también el salón. Leandro la ayudó cuando descubrió lo que estaba haciendo. Realmente fue él quien pintó más, aunque no parara de quejarse de que su hermano anduviera por ahí criando flores mientras él tenía que hacer los trabajos pesados.


A Paula le gustó contarle a Pedro que Leandro lo había hecho. Pedro incluso ahora la dejaba trabajar a su lado con las flores, cosa que a ella le encantaba, era como si le dieran buenas sensaciones.


—¿Sabes una cosa, Pedro? Creo que es terapéutico trabajar con las manos en la tierra.


Él sonrió.


—Tal vez. Pero te las estropea. ¿Y tú sabes otra cosa?


—¿Qué?


—No me gusta nada admitirlo, pero el que seas una niña rica y mimada me sigue poniendo nervioso. Me pone un poco paranoico, me hace sentirme como… Bueno, como si algún día me fueras a dejar.


—¡Eso nunca! Nunca —dijo ella acariciándole la mejilla.


El le tomó esa mano y le besó la palma.


—Me encantan tus manos. Y todo en ti. Eres elegante incluso con esos vaqueros cortados y la camiseta manchada. Es extraño, ¿no? Amo a la chica rica y mimada que hay en ti, pero eso me asusta.


—No te preocupes. No me voy a ir a ninguna parte. Me encanta la forma en que tú me mimas. Oye, ¿qué te parecería si quitáramos la vieja moqueta del salón? He visto el suelo de madera que hay debajo, que es el mismo que el del resto de la casa y…


—De eso nada.


—Había pensado que tal vez lo pudieras hacer tú.


—¡Yo! Escucha, Paula, hay muchas más cosas que hacer y más importantes que quitar esa moqueta. Tendría que acuchillarse el suelo y…


—Ya lo sé. Charlie me ha dicho que nos podría prestar una máquina para hacerlo. Debe ser igual de fácil que usar un córtaselos, ¿no?


Pedro hizo una mueca.


—Escucha, probablemente dentro de pocos meses ya no estaremos aquí y entonces…


—Bueno… Cualquier mejora aumentaría el valor de la casa, ¿no?


—El que vaya a comprar la propiedad no estará comprando la casa. Será demolida para edificar otras nuevas y llenar todo esto de cemento —dijo él un poco amargamente—. Dejémoslo. No me gusta nada pensarlo.


Entonces ella se sintió tentada de contárselo todo. Pero no lo hizo.


De todas formas, quitó la moqueta y acuchilló el suelo. A cambio de la ayuda de Leandro y Charlie les prometió a cada uno que cuidaría a sus hijos un fin de semana. 


Terminaron el trabajo en una tarde. Luego ella hizo unas palomitas de maíz y abrió una de las botellas del vino del abuelo Alfonso para celebrar lo bien que les había quedado.


La casa parecía todavía más espaciosa, más bonita, mientras mantenía la antigua atmósfera de confort. Unas pocas flores del jardín de Pedro se añadían a la alegría que había ganado la casa.


Como dijo Pedro cuando lo vio, la casa parecía haber adquirido un encanto propio.


—Un toque de tu elegancia.


A Pau le satisfacía enormemente haberlo agradado y eso era más incluso que el orgullo que sentía por su obra. Lo había hecho ella misma. Bueno, con la ayuda de la familia.


Y además, no había llamado a ningún decorador ni contratista.


Realmente estaba orgullosa de sí misma.



EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 15





Tres mañanas más tarde, Paula estaba preparando el desayuno en la cocina. Los dos días anteriores habían sido paradisíacos. Los habían pasado en la granja sin que nadie los molestara. Los periodistas no los habían encontrado o no habían querido hacerlo y se habían ido en busca de noticias más espectaculares, dejándolos a ellos en paz.


—Buenos días, mi amor —dijo Pedro rodeándola por la cintura por detrás.


Paula se apretó contra él.


—Oh Pedro. ¿Tienes que ir a trabajar hoy?


—Me temo que sí, querida. Olsen depende de mí y ya voy retrasado dos días. Pero volveré —le prometió él con un sugestivo susurro.


—¿No tiene tu abuela un libro de cocina por alguna parte? —le preguntó ella mientras desayunaban.


—No lo sé. Nunca le he visto ninguno.


—Bueno, pues yo sí necesito uno.


—Lo estás haciendo bien. La verdad es que incluso me estás mimando. Antes yo trabajaba toda la mañana con el estómago vacío. Nunca desayunaba hasta mediodía y no siempre.


—Gracias por sus amables palabras, señor. Pero no podemos vivir de bacón y huevos fritos.


Eso era lo único que ella había aprendido a hacer a bordo del barco de Jeronimo. La cena del día anterior fue todo un desastre.


—¿Por qué no? A mí me gustan el bacón y los huevos. Yo…


Ambos oyeron el ruido de un coche acercándose.


Los dos se levantaron y corrieron a la puerta delantera.


La limusina negra con chófer se detuvo. No eran los periodistas, sino el padre de Pau. Salió del coche, una figura alta y formidable, impecablemente vestido. Un aura de poder lo rodeaba. Ignorando los ladridos de Cocoa, subió los escalones de la marquesina. Era una figura amenazadora.


El corazón le dio un vuelco a Paula. ¡Lo iba a estropear todo!


Pedro abrió entonces la puerta.


—Buenos días, señor. ¿Quiere pasar?


Samuel Chaves lo hizo y miró a Pedro.


—¿Alfonso?


—Eso es. Pedro Alfonso. Y usted debe ser el padre de Paula. Encantado de conocerlo, señor —dijo Pedro extendiendo la mano.


Paula miró a su padre. Él se quedó mirando la mano extendida y, finalmente, la estrechó, como si no le gustara que hubiera sido Pedro el que tomara la iniciativa.


Trató de recuperarla y adoptó una actitud autoritaria.


—Alfonso, he venido para dejar las cosas claras.


—Por supuesto. Pase, estábamos desayunando —le dijo Pedro dirigiéndose de nuevo a la cocina.


Samuel Chaves lo siguió, pero cuando llegaron allí, dirigió su artillería contra Paula.


—Ya veo que, como siempre, te las has arreglado para dar un espectáculo.


—Yo… yo…


—No ha sido culpa suya, señor. No invitamos a la prensa —dijo Pedro interponiéndose entre ellos y pasándole a ella un brazo protector sobre los hombros—. Ofrécele a tu padre una taza de café, querida.


Luego se acercó a una silla y se la ofreció.


—Siéntese aquí, señor. ¿Quiere unas tostadas?


Chaves se sentó, pero agitó la cabeza. Por un momento pareció quedarse sin palabras.


Pedro se sentó también y continuó con su desayuno. 


Pareciendo tan tranquilo como cuando estaba trasplantando una rosa, dijo:
—¿Quiere que hablemos, señor?


—¡Eso es! Usted es consciente de que mi hija es una mujer muy rica.


—Él no es… no era… No sabía quien era yo —dijo Pau agitadamente—. Creía que yo trabajaba en tu… nuestra casa. No lo descubrió hasta que nos casamos y aparecieron todos esos periodistas.


—¡Mentira! Los oportunistas saben cuando quedarse callados.


—¡Papá!


Paula miró a Pedro y, sorprendentemente, le pareció hasta que se estaba divirtiendo.


—No necesitamos tu dinero. Vamos a vivir con lo que tenemos —añadió ella.


—Lo que tenéis, ¿eh? Puedes hacer lo que quieras, ¿no? Ahora que ya tienes más de veintiún años y tienes…


—Ahora que tengo a Pedro—lo interrumpió ella—. Podemos vivir con lo que él gana. No necesitamos más.


—Te has vuelto muy independiente de repente, ¿eh? ¿No aprendiste lo suficiente de cuando estuviste trabajando en ese restaurante en Las Vegas? Bueno, deja que te diga…


Pedro se levantó inmediatamente de su silla, que cayó al suelo.


—¡No avasalle a mi esposa!


Chaves se detuvo en medio de la frase y lo miró también. 


Luego se levantó también. Listo para la batalla.


—Escuche. Ella es mi hija y puedo…


—¡Papá! —Exclamó Paula agarrándolo de la manga y mirando suplicante a Pedro—. Pedro, por favor.


Pedro la hizo sentarse de nuevo.


—Termina tu desayuno, querida. No es su hija, sino yo lo que le preocupa, ¿no es así? Quería que habláramos claro. Bueno, pues dejemos algo muy claro. Yo no estoy buscando una mejor posición ni dinero. Llevo varios años cuidando de mí mismo y puedo cuidar también de mi esposa.


Chaves se rió sarcásticamente y miró escéptico a su alrededor.


—Mi hija está acostumbrada a un cierto estilo de vida que dudo seriamente que usted le pueda proporcionar.


—Cierto. Comprendo su preocupación. No será fácil para ella.


Paula se puso inmediatamente de su lado.


—Será fácil, Pedro. Mientras esté contigo.


Pedro volvió a pasarle un brazo por los hombros.


—Es la decisión de ella, señor.


Chaves hizo una mueca de disgusto.


—Y ahora que tiene más de veintiún años y más de…


—¡He prometido vivir de lo que gane Pedro, maldita sea! —exclamó ella mirándolo fijamente, retándolo a que dijera la cantidad.


Vio en los ojos de su padre sus dudas, sus sospechas. Pero también vio otra cosa… un leve destello de respeto.


Chaves se encogió de hombros.


—¡Bueno, es tu dinero! Dame otra taza de café. Este se ha enfriado.


Paula se levantó y su mirada indicó su agradecimiento. Pero sabía que aquello no había terminado. Conocía a su padre y sabía que investigaría hasta el último detalle de la vida de Pedro.


Y todo lo que iba a encontrar sería bueno, pensó orgullosamente.


Pedro podría tener su sueño… Conseguido por sí mismo. Ella se aseguraría de ello.


De todas formas, seguían los problemas. ¿Y si recalificaban la zona y aparecía otra oferta de compra?


Bueno, ya cruzaría ese puente cuando llegara a él.


Cocinar era su mayor preocupación. Cualquier hombre que trabajara lo duramente que lo hacía Pedro debía comer saludablemente.


Pero él tenía una esposa que apenas sabía freír un huevo.


De repente se le ocurrió que podía pedirle a Rosa que la enseñara. La llamó y Rosa se mostró encantada, así que a partir de entonces fue a su casa todos los días conduciendo el viejo coche de los abuelos de Pedro.


—Debes aburrirte mucho —le dijo Rosa un día mientras cocinaba—. Debes estar acostumbrada a una vida social muy activa y Pedro se pasa mucho tiempo trabajando fuera, dejándote sola en la granja. ¡Debes estar subiéndote por las paredes!


—No. Nunca.


Le encantaba estar en la granja… un sitio tan tranquilo, rodeada de flores. Y sólo pensar en Pedro evitaba que se aburriera. Pasar en sus brazos todas las noches merecía esas largas esperas.


—Además —añadió—, hay mucho que hacer.


Sobre todo lavar platos y la colada, pensó ella.


La señora Alfonso le había dicho que debería tirar gran parte de la vajilla, en que cada pieza era distinta.


Así que un día se había llevado a la abuela de Pedro a la granja e hicieron limpieza. Empaquetaron un montón de cosas para dárselas a las organizaciones de caridad y guardaron con cuidado los recuerdos y tesoros familiares.


Con eso, la vieja casa pareció ganar espacio, pero seguía igual de vieja.


Deseó hacer cambios en la casa, arreglar el cuarto de baño, las tuberías… todo.


Lo podía hacer con facilidad, sólo tenía que llamar a un contratista y que lo hiciera, pero una promesa era una promesa y no iba a utilizar su dinero, por mucho que le pareciera necesario.


Pedro estaba ahorrando dinero con gran esfuerzo por si llegaba el día en que alguien se hiciera cargo de la opción de compra de la granja y se tenían que mudar de allí y eso le rompía el corazón a Pau. Incluso dejó de ir a clase en verano. Deseó decirle que no tenía que hacerlo. Que cualquier cosa que él necesitara la tendría, que podría hacer lo que quisiera.


Casi se lo dijo. La granja podía ser suya y podía seguir yendo a sus clases.


Pero algo la contuvo. El entusiasmo de él en lo que estaba haciendo. Su sueño.


Su orgullo.


Así que ella también se dedicó a ahorrar todo lo que pudo en la compra diaria y, para eso tuvo que apoyarse en las mujeres de la familia Alfonso y, con ellas, compraba todas las ofertas que salían. Incluso nunca salía de la casa de Rosa sin una bolsa de verduras de la huerta de Leandro.