martes, 15 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 3




Paula miró a su alrededor. Unas cuantas parejas había empezado a bailar y ella sintió la irresistible llamada de los tambores africanos.


Deseó ser libre, tener una pareja con quien bailar, hablar, compartir los problemas… Alguien que le ayudara a sobrellevar su carga.


Necesitaba a alguien que le ayudara a vivir la vida.


Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había
bailado, desde que se había soltado el pelo… que había olvidado lo que se sentía.


Como impulsada por un resorte, levantó la vista hacia su
acompañante, que la estaba mirando con gesto interrogativo. Por un instante, Paula creyó que iba a pedirle que bailara con él. Y se imaginó en la pista de baile, meciéndose entre sus brazos.


¿Habría él adivinado la dirección de sus pensamientos? Y si así era, ¿cómo?, se preguntó Paula. Al parecer, su jefe estaba empezando a darse cuenta de que era un ser humano y no sólo un robot…


Ella apartó la vista, alarmada. No quería tener vínculos con ningún hombre. No quería pasar por eso de nuevo. Estaba furiosa por haberle tenido que demostrar a Pedro Alfonso que era algo más que un mueble de oficina…


–¿Quién es Armando? –preguntó Paula, soltando lo primero que se le pasó por la cabeza para romper el flujo de sus pensamientos.


–Mi sobrino.


–¿Es amante de los animales?


–Mucho.


Paula Chaves esperó un momento, pero fue evidente que Pedro Alfonso no parecía dispuesto a seguir hablando de su sobrino.


Entonces, ella miró hacia la multitud y, de repente, una alta
figura llamó su atención. Era un hombre… alguien que en el pasado lo había sido todo para ella. Al verlo, se giró de forma abrupta y le tendió la copa a su jefe.


–Disculpe, pero tengo que ir al baño –explicó ella y desapareció dentro.


Sin saber cómo, Paula se había perdido dentro de la mansión de Narelle Hastings. Había encontrado el baño y había pasado diez minutos intentando calmarse. Sin embargo, su turbación había sido tanta que no había podido pensar con claridad. Había salido, decidida a irse de la fiesta y se había topado con Narelle despidiéndose de algunos invitados. Entonces, había dado media vuelta y había atravesado varios pasillos, hasta llegar a la cocina. Por suerte, había estado vacía, pero ella sabía que en cualquier momento podían llegar los camareros.


Bueno, se iría por la puerta trasera, se dijo.


Al principio, le pareció una solución prometedora. La cocina daba a un patio de servicio, con la puerta al final del muro. ¡Excelente! Lo malo fue que se encontró la salida cerrada con llave.


Paula tomó aliento, temblorosa, dándose cuenta de que podía meterse en una situación muy embarazosa si la encontraban allí.


¿Cómo diablos iba a explicarles a Pedro Alfonso y, sobre todo, a su tía abuela que estaba dando vueltas por la casa a su merced?


De pronto, escuchó voces provenientes de la cocina. Dudó tener el valor necesario para volver a entrar y sopesó sus opciones. No era buena idea intentar saltar el muro que daba a la calle, pues podía caerle a alguien encima. Pero la casa de al lado, en cuya entrada de vehículos había aparcado Pedro Alfonso, se suponía que estaba vacía. Su
jefe le había dicho que el dueño no estaba. Eso hacía que el muro que lindaba con ella fuera mejor opción. Lo único que tenía que hacer era trepar por el muro y, una vez en el jardín contiguo, salir por la cancela que había visto desde la calle. 


Pero… ¿cómo iba a hacer eso?


La puerta de la cocina se abrió y ella se ocultó en unas sombras, tensa. Un criado sacó una bolsa de basura y la dejó en un cubo verde, cerrando la puerta tras él.


El cubo le dio una idea a Paula. Podía pegarlo al muro, subirse encima de él y, así, saltar a la casa de al lado.
Igual que todo lo demás que le había sucedido en aquel día interminable, no era muy buena idea. Para empezar, justo cuando iba a ponerse en acción, salieron más criados de la cocina llevando más bolsas de basura. Eso le hizo reconsiderar el plan.


¿Y si conseguía saltar al otro lado y alguien se daba cuenta de que el cubo había sido movido de sitio?


Sin embargo, no podía seguir escondida en el patio trasero
mucho tiempo más. Mirándose el reloj, se dio cuenta de que ya llevaba allí veinte minutos.


Paula se mordió el labio y apretó los puños, esforzándose por mantener la calma, casi segura de que iba a tener que entrar en la cocina de nuevo. Pero algo decidió la suerte por ella. Una voz dentro de la cocina avisó a los demás de que iba a cerrar con llave la puerta. Y ella oyó la cerradura.


Paula cerró los ojos un instante, antes de salir corriendo a por el cubo, ponerlo contra el muro y quitarse los zapatos. Se puso el bolso al hombro, tiró los zapatos al otro lado, se levantó la falta y subió al cubo.


Trepar desde casa de Narelle era fácil, gracias a su invento, pero lo difícil iba a ser bajar a la casa adyacente. 


Descolgándose por la pared, intentó adivinar qué altura tenía.


Cuando sólo le quedaba un palmo para llegar al suelo, saltó. 


Pero perdió el equilibrio y se cayó. Justo cuando estaba incorporándose y examinándose las medias rotas y el rasguño en la rodilla, las puertas del paso de carruajes comenzaron a abrirse, acompañadas por el sonido del motor de un coche.


Paula se puso en pie y se quedó mirando las luces de los faros del lujoso coche que atravesaba las puertas y se paraba delante de ella.


La ventanilla del conductor, que quedaba a su lado, se abrió. 


Ella inclinó la cabeza y, al ver al hombre que había detrás del volante, comprendió…


–Ah. Ya entiendo. Ésta es su casa –señaló ella–. ¡Por eso, sabía que no habría problema con que aparcara en el camino de entrada!


–Elemental, Paula –repuso él, llamándola por su nombre de pila por primera vez–. Lo que es un misterio para mí es qué diablos estás haciendo aquí.



LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 2




Paula se lavó la cara y las manos en el baño de empleados, una sinfonía de mármol negro moteado y espejos grandes y bien iluminados. Todavía estaba molesta. Más aún, se sentía seriamente ofendida… y estaba deseando vengarse.


Observó su reflejo en el espejo. Para ir a trabajar, elegía atuendos formales y sencillos, pero no siempre vestía así. Resultaba que su madre era una excelente modista. Y el vestido color marfil que llevaba puesto tenía una chaqueta de seda a juego. Además, daba la casualidad de que había recogido la chaqueta de la tintorería esa misma mañana, a la hora del almuerzo. La tenía dentro de su cubierta de plástico, colgada detrás de la puerta del baño.


Paula la miró, la tomó en sus manos, le quitó el plástico y se la puso. Tenía hombreras, cuello redondo y se ajustaba a la cintura, con un poco de vuelo sobre las caderas. Era una chaqueta a la última moda, de un tejido estupendo y estiloso, con estampado de piel de leopardo en tonos azul, negro y plateado. Era original y llamativa.


Sonrió ante su imagen, pues ya no parecía tanto una secretaria, sino una mujer habituada a ir a cócteles. Bueno, más o menos, se dijo y titubeó un momento, antes de quitarse la chaqueta y colgarla otra vez.


Entonces, tomó una decisión. Se quitó los pasadores del pelo, dejándolo caer. Se quitó las gafas y buscó en el bolso las lentillas. Se las colocó con cuidado. Luego, sacó su neceser de maquillaje y examinó lo que contenía. Tendría que arreglárselas sólo con la sombra de ojos, la máscara de pestañas y el pintalabios que llevaba.


Después de pintarse los ojos, dio un paso atrás para observarse y la diferencia le pareció bastante sorprendente. Se roció con perfume, se cepilló el pelo y movió la cabeza hacia delante, para darle un aspecto un poco desarreglado. A continuación, volvió a ponerse la chaqueta y se la abrochó. Por suerte, los zapatos que llevaba eran de un tono plateado que combinaba a la perfección.


Se echó un último vistazo ante el espejo y quedó satisfecha con lo que vio. Pero, de pronto, le surgió una duda.


¿Parecería una dama de hielo?, se preguntó, frunciendo el ceño.


Si él supiera…


Pedro Alfonso estaba en el vestíbulo hablando con Monica cuando Paula llegó. Él le estaba dando la espalda, pero se volvió al ver la mirada de estupefacción de Monica.


Durante un instante, Pedro no la reconoció. Tuvo que mirar dos veces para darse cuenta de que era Paula. Entonces, soltó un suave silbido, algo que a ella le hubiera resultado muy satisfactorio si no hubiera sido por un detalle. Su jefe la recorrió con la mirada, deteniéndose en sus piernas y, luego, volvió a posarla en sus ojos, de esa manera en que los hombres le hacían saber a una mujer que la estaban considerando como pareja de cama.


Para su desgracia, aquella mirada provocó en Paula las mismas sensaciones involuntarias que la habían poseído cuando se había tropezado en la calle: respiración acelerada, palpitaciones y la desagradable conciencia de lo alto y guapo que era su jefe. Sólo gracias al resentimiento que todavía tenía hacia él consiguió no sonrojarse. Incluso levantó la barbilla con gesto desafiante.


–Entiendo –comentó él y se metió las manos en los bolsillos,
fingiendo seriedad–. Lo siento si la he ofendido, señorita Chaves. No sabía que podía tener ese aspecto… tan impresionante. Ni sabía que era capaz de sacarse de la manga un atuendo de alta costura –señaló, observando su chaqueta un momento, antes de mirarla a los ojos–. De acuerdo. Vámonos.


Llegaron a la fiesta en un momento. En parte, porque el Aston Martin de Pedro Alfonso era un coche rápido y manejable. Y, en parte, porque él era un excelente conductor y conocía bien las calles traseras de Sídney, para evitar el tráfico de la ciudad en hora punta.


Paula intentó disimular sus nervios, hasta que llegaron.


–Creo que equivocó su vocación, señor Alfonso. Debió ser usted piloto de Fórmula Uno –comentó ella cuando él aparcó.


–Lo fui. En mi juventud –replicó él–. Hasta que comencé a
aburrirme.


–Bueno, yo no diría que el trayecto ha sido aburrido –comentó ella–. Pero no se puede aparcar aquí, ¿o sí?


Pedro había parado delante del garaje de una casa, la que había al lado de una enorme mansión que estaba encendida como una tarta de cumpleaños y, sin duda, debía de ser el lugar de la fiesta.


–Eso no es problema.


–¿Y si el dueño quiere entrar o salir? –preguntó ella.


–El dueño está fuera.


Paula se encogió de hombros y miró a su alrededor.


Estaban en Bellevue Hill, uno de los barrios más lujosos de
Sídney. Seguro que la fiesta reunía a personajes de la clase más alta de la ciudad. A ella no le apetecía asistir a un evento así ni lo más mínimo.


–De acuerdo –dijo Paula y agarró el manillar–. ¿Terminamos de una vez con esto?


–Un momento –pidió él con tono seco–. Me he dado cuenta de que la he ofendido. Y me he disculpado. Y usted, con su increíble metamorfosis, ha ganado la última baza. Por lo tanto, me pregunto si hay alguna razón para que siga mostrándose tan rígida y descontenta. Se comporta como si fuera una institutriz.


Paula se sonrojó y se quedó sin palabras.


–¿Qué es lo que desaprueba exactamente? –quiso saber él.


–Si de veras quiere saberlo…


–Sí quiero –le interrumpió él.


Paula abrió la boca y se mordió el labio.


–No es nada. No soy quién para darle mi aprobación o no –
contestó ella. Se colocó el pelo, enderezó los hombros y se giró hacia él–. ¿De acuerdo?


Pedro Alfonso se quedó mirándola con gesto inexpresivo durante un largo instante. Entonces, sucedió algo muy curioso. En los reducidos confines del coche, no fue desaprobación lo que latió entre ellos, sino atracción.


Paula volvió fijarse en lo anchos que eran sus hombros bajo la chaqueta negra que llevaba con una camisa verde claro y una corbata más oscura. Se fijó en su sonrisa y en sus ojos inteligentes, azules e inmensos.


Y se dio cuenta del modo en que él la estaba mirando… Un
temblor la recorrió y se le puso la piel de gallina, pues estaban tan cerca que le resultó imposible no imaginarse los brazos de él rodeándola, sus manos en el pelo, su boca besándola.


Ella se giró de forma abrupta.


Él no dijo nada, sólo se limitó a abrir la puerta y salir. Paula lo imitó.


Aunque Paula había sido consciente de que iba a asistir a una fiesta de la clase alta, lo que vio cuando entró por la puerta de aquel hogar de Bellevue Hill la dejó sin aliento. Un ancho pasillo de piedra conducía a la primera de tres terrazas y a unas maravillosas vistas de la bahía de Sídney bajo los últimos rayos de sol. Antorchas encendidas iluminaban las terrazas, había jarrones de cerámica con exóticas flores y, en el nivel inferior, una piscina de color aguamarina parecía derramarse en una cascada hacia el final de la tercera terraza.


Había ya muchos invitados allí. Las mujeres formaban un ramo de colores, igual que las flores. En una esquina de la terraza de en medio, había una banda tocando música africana con un ritmo sensual, acompañado por el suave e hipnótico sonar de los tambores.


Un camarero con guantes blancos apareció a su lado de
inmediato para ofrecerles champán.


Paula estuvo a punto de declinar el ofrecimiento, pero Pedro le puso una copa en la mano sin más. En ese momento, la anfitriona se acercó a ellos.


Era una mujer alta e impresionante, con una túnica rosa y una buena cantidad de joyas de oro y diamantes. Tenía el pelo gris pintado con mechas rosas.


–Mi querido Pedro –saludó la anfitriona–. ¡Creí que no ibas a venir! –exclamó y arqueó las cejas al mirar a Paula–. ¿Pero quién es ésta?


–Se llama Paula Chaves, Narelle. Paula, ésta es Narelle Hastings.


–¿Cómo está? –murmuró Paula, tendiéndole la mano.


–Muy bien, querida, muy bien –replicó Narelle, analizando a Paula de arriba abajo con rapidez y experiencia–. ¿Así que has suplantado a Portia?


–Nada de eso –respondió Pedro Alfonso–. Portia ya no quiere salir conmigo y, como Paula está sustituyendo a Rogelio en la oficina, la he presionado para que me acompañara. Eso es todo.


–Querido, llámalo como quieras, pero no esperes que me crea que eres un angelito –le dijo Narelle con tono cariñoso. Luego, se giró hacia Paula–. Eres demasiado bonita para ser sólo una secretaria, querida. Pedro tampoco está mal. Son las cosas que hacen que el mundo siga dando vueltas –señaló y volvió a mirar a Pedro–: ¿Cómo está Armando?


–Echo un manojo de nervios. Wenonah está a punto de tener los cachorros en cualquier momento.


–Dale recuerdos –repuso Narelle, riendo–. ¡Oh! Disculparme. Han llegado más invitados –añadió, dirigiéndose a Paula–. Y no te olvides, la vida no es sólo trabajo, ¡así que disfruta de Pedro mientras puedas!


Dicho aquello, Narelle se esfumó y Paula se quedó mirándola,
estupefacta.


–No diga nada al respecto –le advirtió Paula a Pedro.


–No pensaba hacerlo. Reconozco que Narelle puede ser un
poco… excéntrica.


–De todas maneras, no ha sido buena idea venir.


Pedro la observó un momento y se encogió de hombros.


–A mí no me ha parecido de importancia.


Paula lo miró, dispuesta a seguir protestando, cuando, de pronto, volvió a caer en la cuenta de lo peligrosamente atractivo que era. Alto y moreno, con ese físico tan armonioso. Era lógico que todas las mujeres a su alrededor estuvieran pendientes de él. Y era comprensible que se sintiera acosado…


–No es su reputación lo que está en juego –le espetó ella al fin–. Seguramente, ya está…


–¿Por los suelos? –adivinó él.


Paula hizo una mueca y apartó la vista. Pensó que debía tener cuidado, pues no quería tener ninguna mancha en su historial ni que la carta de recomendación para su siguiente trabajo rezara que había insultado a su jefe diciéndole que tenía mala reputación.


–Este lugar es muy hermoso –comentó ella, cambiando de tema, y le dio un trago a su champán–. ¿Es una fiesta benéfica o por algún motivo en especial?


Pedro arqueó las cejas, sorprendido por el giro de la conversación, y sonrió.


–Creo que no. Narelle no necesita excusas para celebrar una fiesta. Es la reina de la alta sociedad.


–Qué… interesante.


–¿No le parece bien que alguien haga una fiesta que no sea
benéfica?


–¿He dicho yo eso?


–No lo ha dicho, pero me ha dado la sensación de que lo estaba pensando. Por cierto, Narelle es mi tía abuela.


Paula le dio otro trago a su copa.


–Gracias –dijo ella.


Pedro le lanzó una mirada interrogativa.


–Gracias por habérmelo dicho –explicó ella–. A veces, me
cuesta… no decir lo que pienso. Pero nunca diría nada malo de la tía abuela de nadie.


En esa ocasión, Pedro no sólo sonrió, sino que comenzó a reírse.


–¿Qué es tan gracioso?


–No estoy seguro –contestó él, sonriendo–. No sé si es que me confirma lo que sospechaba, que es usted una mujer correcta hasta la médula. O si es porque considera a las tías abuelas como una especie de seres sagrados.


Paula hizo una mueca.


–Supongo que ha sonado un poco raro, pero ya sabe a lo que me refería. Por lo general, no me gusta meterme en temas personales.


Pedro esbozó una expresión escéptica, pero no explicó por qué.


–Narelle puede cuidarse sola mejor que nadie. Lo que me llama la atención es que usted haya elegido una profesión que requiere gran diplomacia, si es que tiene tanta dificultad para no decir lo que piensa.


–Sí, bueno, también es un misterio para mí –admitió ella–. La verdad es que estoy aprendiendo a guardarme mis opiniones para mis adentros.


–Conmigo, no, ¿eh?


Paula bajó la vista y bebió un poco más de champán.


–Con toda honestidad, señor Alfonso, nunca antes me habían dado el recado de decirle a mi jefe que… preferirían salir con una serpiente de dos cabezas.


Pedro Alfonso soltó un silbido.


–¡Debía de estar muy enfadada por algo!


–Sí… por usted. Además de eso, me ha molestado un poco lo que ha dicho sobre que ir a la fiesta le dejaría expuesto a que lo acosaran…


–Es por el dinero –le interrumpió él.


–Ya. Como su tía, no pienso creerme que es usted ningún
angelito –comentó ella con ironía. De pronto, se encogió ante el inesperado flash de una cámara–. Si le suma a eso la posibilidad de que nos tomen por pareja y lo peligrosa que es su conducción por las callejuelas de Sídney, ¿le sorprende todavía que me cueste no decir lo que pienso?


–La verdad es que no –admitió él–. ¿Le gustaría abandonar el trabajo?


–Ah –dijo Paula y bajó la vista a su copa, dándose cuenta de que casi se lo había bebido todo–. En realidad, no. Necesito el dinero. Así que, si pudiéramos limitarnos al horario del trabajo y a las tareas habituales de una secretaria, se lo agradecería.


Pedro lo pensó un momento.


–¿Cuántos años tiene? ¿Y cómo consiguió el trabajo?


–Tengo veinticuatro y soy diplomada en secretaría de dirección. Era la mejor de mi clase, aunque le cueste creerlo.


–No me cuesta. Me di cuenta de que era muy inteligente por la forma en que tomó las riendas de la situación desde los primeros días.


–Bueno, gracias –repuso ella y le dio otro trago a su champán.


–Y Monica dice que es usted una especie de genio de las nuevas tecnologías.


–No tanto. Pero me gustan los ordenadores.


–Eso me hace preguntarme por qué hace trabajos temporales en vez de dedicarse en serio a su carrera –comentó él con aire meditativo