martes, 23 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 23





Cuando oyó el coche acercándose a la casa salió corriendo, pero no era Pedro. Era el coche patrulla de Gabriel que se acercaba solo, hasta el porche.


—No… —murmuró Paula, llevándose una mano al corazón.


No, otra vez no.


Gabriel se quitó el sombrero, y lo colocó bajo su brazo antes de llamar al timbre, pero ella no podía abrir. No podía escuchar lo que iba a decirle. Recordaba al oficial de policía diciéndole que Tomas había muerto…


El timbre volvió a sonar.


—¿Paula?


Un sollozo escapó de su garganta. Aquella mañana Pedro le había dicho que la quería, y ella le había contestado que nunca podría amar a nadie como había amado a Tomas. Lo había rechazado cuando estaba a punto de enfrentarse con una situación peligrosa, haciéndole creer que no lo quería en absoluto.


Pero lo quería. Lo quería tanto que se negaba a pensar en un mundo en el que no estuviera Pedro.


—¡Paula, abre la puerta! —el grito de Gabriel hizo que alargase la mano hacia el picaporte, y al abrir, vio que el jefe de policía tenía la camisa manchada de sangre.


—¡No!


—Paula, siéntate, por favor.


Ella negó con la cabeza.


—Dilo, Gabriel… Por favor, dilo y termina con esto de una vez.


—No está muerto si eso es lo que crees.


De nuevo, un sollozo escapó de su garganta, pero consiguió dejarse caer sobre uno de los sillones del porche antes de que se le doblaran las rodillas.


—Gracias a ti y a Juana hemos encontrado drogas, dinero y armas en el granero de Harding —empezó a decir Gabriel—. No quiero que te asustes, pero Pedro recibió un disparo y lo han llevado al hospital.


Ella enterró la cara entre las manos. Lo sabía, lo sabía…


—¿Está muy grave?


—Está vivo, pero no sé nada más.


—Yo… Yo lo rechacé esta mañana. Y no debería haberlo hecho. No debería…


—Puedo llevarte al hospital, si quieres —se ofreció Gabriel.


Paula asintió con la cabeza. Lo único que deseaba era ver a Pedro y decirle que lo quería, antes de que fuese demasiado tarde. Pero una vez en el coche patrulla, Gabriel recibió una llamada por la radio.


—Tienen que llevar a Pedro al hospital de Edmonton. Van a llevarlo en un helicóptero.


Ella volvió a asentir con la cabeza, acongojada. Estaba tan mal, que habían tenido que llevarlo a un hospital más grande, pensó. Pero tenía que aguantar hasta que llegase allí, tenía que hacerlo. Recordó entonces todas las cosas que habría querido decirle a su marido, todas las que no pudo decirle.


Pedro tenía que aguantar.


—Voy a llevarte a Edmonton, no te preocupes. Carlos está en la comisaría, y de allí no va a salir.


—Espero que no… —murmuró ella sin mirarlo.


—Paula, he estado comprobando los informes sobre la muerte de Tomas… —empezó a decir Gabriel entonces—. Sé que llegaste al hospital cuando ya era demasiado tarde, y que la investigación no fue fácil para ti, especialmente después de haberlo perdido de esa forma. Es normal que tengas miedo, y no hay ninguna garantía, pero aunque ya sé que no es asunto mío, creo que sería una locura alejarte de alguien que te quiere tanto como Pedro. Te perderías algo maravilloso, ¿no crees?


Paula tragó saliva para intentar deshacer el nudo que tenía en la garganta. Lo decía como si fuera tan fácil. Pero querer a Pedro Alfonso no era fácil. Lo quería y eso la asustaba. Lo quería tanto, que la idea de perderlo le resultaba intolerable.


—Ser policía puede ser un trabajo muy solitario, y a veces, es la familia lo que nos mantiene vivos. Las mujeres de los policías tienen que soportar mucho, pero… —Gabriel mantenía la mirada fija en la carretera—. A veces tener un ancla es lo que te permite seguir adelante. Piénsatelo.


—Lo haré.


¿Estaría bien? ¿Estaría vivo cuando llegasen al hospital?
¿Y cómo iba a dejarlo solo?



***


Una enfermera los llevó a la Unidad de Cuidados Intensivos, advirtiéndoles que seguía inconsciente.


—De todas formas, quiero verlo —insistió Paula.


Una vez en la habitación, se acercó a la cama con miedo. 


Pedro estaba muy pálido, entubado, y con una serie de cables conectados a un monitor.


—Ha perdido mucha sangre —explicó la enfermera—. Es normal que esté inconsciente.


—Gracias… —murmuró ella, sentándose en una silla al lado de la cama—. ¿Puedo quedarme aquí?


—Normalmente, las visitas sólo pueden estar unos minutos…


—Sólo voy a quedarme aquí sentada. No quiero que esté solo cuando despierte.


La enfermera se fijó en la camisa de Gabriel, manchada de sangre, y pareció tomar una decisión.


—Pero no hagan ruido, por favor… Y no intenten despertarlo.


—Voy a traerte un café —dijo Gabriel, cuando la enfermera los dejó solos.


Paula asintió, aunque no sería capaz de tragarlo.


La habitación quedó en silencio, salvo por el zumbido del monitor. Le habían disparado en una pierna, y un millón de preguntas pasaban por su cabeza: Si la herida sería grave, si quedaría imposibilitado de por vida, si habrían sacado la bala, si la bala habría tocado la arteria… Pero todas esas preguntas se convertían en un solo pensamiento: «Por favor, no me dejes…».


Gabriel volvió poco después con el café y se quedó un rato, pero tenía que volver a Mountain Haven para firmar el atestado y solucionar el traslado de Harding a Estados Unidos. Se marchó, con la promesa de volver en cuanto le fuera posible, y Paula volvió a quedarse a solas con Pedro.


—No me dejes, cariño. Por favor, no me dejes…







IRRESISTIBLE: CAPITULO 22




El café estaba hecho, y Paula miraba por la ventana de la cocina sin ver el paisaje. Apenas había pegado ojo esa noche, despertándose cada cinco minutos preocupada, dándole vueltas a todo. Y por fin a las cuatro, había decidido levantarse de la cama. Ya dormiría más adelante. Después, cuando Pedro se hubiera ido, tendría todo el tiempo del mundo para dormir.


Nada tenía sentido. Había estado enfadada con él por las mentiras, pero ya no lo estaba. Al contrario, aunque su arriesgada profesión le daba pánico, se sentía orgullosa de Pedro. Pero quería que se fuera de su casa. Quería que todo aquello terminase de una vez.


Entonces lo oyó moviéndose en el piso de arriba. Cuando se fuera volvería a su vida normal, una vida sin lustre, aburrida… Y lamentaba haberle hablado como lo había hecho la noche anterior.


No podía soportar la idea de quedarse sentada allí, esperando noticias, esperando que volviera a casa… O no volviera. No, sería mejor despedirse ahora.


Cuando estaba preparando el que sería su último desayuno en el hostal, lo oyó bajar la escalera, y al volverse, se quedó helada.


Era magnífico.


No había otra palabra para describirlo, y eso la asustaba tanto como la excitaba. Pedro Alfonso no podía esconder quién era aquella mañana. En el pecho de la camisa llevaba colgada su placa de comisario, y al hombro la funda de la pistola. Tenía un aspecto peligroso, imponente.


Pero Paula no pudo dejar de notar que tenía ojeras. Estaba claro que no había dormido bien, pero tenía que estar alerta, despierto. ¿Y si era culpa suya que no hubiera descansado?


—Te he hecho el desayuno.


Fue lo único que se le ocurrió decir. Cualquier otra cosa abriría una puerta que no quería abrir en ese momento. Los dos sabían que iba a marcharse. No había más que decir sin empezar con los lamentos y las recriminaciones.


—Sólo quiero una taza de café.


—Deberías comer algo… Tienes un día muy largo por delante.


—Sí, tienes razón… —suspiró él—. Paula, lo siento mucho… Siento que hayas tenido que pasar por todo esto, de verdad.


—Déjalo, Pedro, Los dos sabemos que es tu trabajo, Y los dos sabíamos que llegaría este momento.


—Esto no es fácil para mí. Yo no contaba con… Conocerte —Paula apartó la mirada. No podía soportar la idea de que pusiera en peligro su vida—. Dime algo, por favor…


—¿Qué quieres que te diga? Ese hombre podría haberte matado. Y no me digas que no, porque yo sé cómo es la vida de un policía. Tú no eres el único que tiene secretos.


—No sé a qué te refieres. ¿Qué secretos?


—¿Es que no lo sabes? ¿No sabes que mi marido murió porque le dispararon mientras estaba trabajando?


—¿Qué? Te juro que no lo sabía.


—¿Cómo no ibas a saberlo? ¿Gabriel no te lo ha contado?


—No, no me ha dicho nada. Te juro que yo no lo sabía. ¿Cómo ocurrió?


Paula lo miró a los ojos para ver si decía la verdad. Y le parecieron sinceros. Pero hablar de ello seguía doliéndole tanto… Nunca olvidaría los ingratos recuerdos de esa noche.


—Era guardia de seguridad en la refinería de petróleo, y una noche, alguien le disparó. Mi marido intentó defenderse… Pero pagó un precio muy alto por ello. Juana y yo también tuvimos que pagar un precio muy alto… —dijo, suspirando—. Yo tuve que soportar un interrogatorio, como si mi marido hubiera hecho algo malo, y mi hija ha tenido que vivir sin su padre desde entonces.


—Lo siento mucho. De verdad, lo siento…


—No, déjalo. No quiero seguir hablando de ello —Paula dio un paso atrás. Lo último que necesitaba en aquel momento era su compasión—. Será mejor que termines tu desayuno, se está haciendo tarde.


El tono seco puso fin a la conversación, y Pedro siguió comiendo. Paula no entendía cómo podía comer. Pero seguramente aquél era un día normal para él. Quizá fuera simple rutina. Levantarse, vestirse, desayunar, e ir a trabajar… Arriesgando su vida. Para ella, eso nunca sería normal.


Luego se levantó para dejar el plato del desayuno en el fregadero.


—Gracias, Paula.


Ella cerró los ojos, deseando poder decirle adiós por fin pero desesperada por retenerlo allí unos segundos.


—De nada.


Era una tontería, se decía a sí misma, que le importase tanto alguien a quien había conocido sólo unas semanas antes. 


Alguien que le había mentido, además. Pero sin que se diera cuenta, Pedro había atravesado todas las barreras que había levantado desde la muerte de Tomas. Y había empezado a sentir otra vez, a desear, a soñar.


Pedro, yo…


Pero cuando se dio la vuelta, él había salido de la cocina.


Lo encontró en la puerta, poniéndose un chaleco antibalas. 


Nunca en toda su vida se había alegrado tanto de ver una prenda así, y rezaba para que lo mantuviera a salvo


Pedro apoyó un pie en el primer peldaño de la escalera para abrocharse la correa de la pistola en el muslo, con gestos rápidos, eficaces.


—Tienes un aspecto tan diferente… —murmuró.


Era un extraño ahora, y sin embargo, la atracción seguía ahí. Esa sensación de que lo conocía desde siempre, de que era algo suyo.


—Soy un comisario de policía, Paula.


—Eres mucho más que eso, Pedro. No creas que no lo sé.


Cinco minutos más. Eso era todo lo que faltaba.


—Yo…


—Quiero que te lo lleves todo —lo interrumpió ella—. Cuando te marches esta mañana, quiero que sea un adiós definitivo.


Pedro señaló la bolsa de viaje y la mochila, en el suelo, al lado de la puerta. Eso era lo que ella quería, y sin embargo, verlo marchar…


¡Cómo le gustaría ser tan valiente como para decirle lo que significaba para ella! Sentir sus brazos alrededor una vez más, sentir el calor de su cuerpo.


—Tengo que irme, Paula

.
—Lo sé.


Después de echarse las cosas al hombro, Pedro puso la mano en el picaporte. Y esperó.


Ella estaba temblando. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía marcharse después de un simple adiós?


Entonces, sin decir una palabra, Pedro tiró las bolsas al suelo y la envolvió en sus brazos mientras Paula le echaba los suyos al cuello. El duro metal de la pistola que llevaba en la pierna se clavaba en su muslo, pero le daba igual. Sólo quería decirle cuánto había significado para ella conocerlo.


—Ojalá no te hubieras ido de la habitación anoche…


—Lo siento, Pedro. Ya no estoy enfadada, te lo prometo… —musitó Paula, haciendo un esfuerzo para no llorar.


—Tengo que irme —repitió él, besando su frente—. Pero no quería hacerlo sin decirte… ¡Maldita sea, Paula…! Esto no ha sido sólo un trabajo para mí y los dos lo sabemos. Siento haberte hecho daño, lo siento más de lo que crees.


—¿Cómo voy a estar enfadada contigo? —Paula intentó sonreír para que la despedida fuese más fácil—. Hiciste lo que tenías que hacer, lo entiendo.


—No era sólo un trabajo. Quería protegerte, a ti y a Juana. Veo todos los días lo que hombres como Carlos Harding pueden hacer.


—No quiero pensar en eso —lo interrumpió ella, apartándose—. Márchate, Pedro. Vete, Gabriel estará esperando.


Pedro volvió a tomar las bolsas del suelo y abrió la puerta. 


Pero de repente, volvió a cerrarla.


—Te quiero, Paula.


Esas palabras la dejaron sin aire.


¿La quería? No, no. Ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse. No podía ser verdad. Iba a reunirse con Gabriel, se dirían adiós y ella volvería a su vida normal.


Pero en un momento, dos palabras habían cambiado todo eso. Aquello era diferente. El amor era diferente. Y en su vida no había sitio para el amor.


—No puedes quererme, Pedro. Nos hemos conocido hace unas semanas. Sólo lo dices porque… Por la situación, por lo que ha pasado.


—No, no es eso.


Aquello no podía estar pasando. No podía quererla. Tenía que ser una bonita despedida, nada más.


Pedro, no hagas esto… Yo no puedo quererte.


—Lo sé —él dio un paso adelante—. Es complicado, pero eso no cambia mis sentimientos. O que tuviera que decírtelo.
Algo dentro de ella se rompió. Llevaba tanto tiempo diciéndose a sí misma que nadie volvería a quererla… Pero se había equivocado. Pedro la quería. No serviría de nada, claro, pero saberlo la llenaba de una emoción que casi había olvidado.


—¿Qué es lo que quieres?


—Te quiero a ti. No sé cómo vamos a hacerlo, pero no puedo decirte adiós.


—Estás hablando de… De un futuro.


Era tan atractivo, un pilar de fuerza y energía. Era todo lo que una mujer podía desear…


Entonces, ¿por qué estaba tan decidida a correr hacia el otro lado?


Porque Pedro tenía que enfrentarse con el riesgo de la muerte cada día, y ella no podría vivir teniendo que soportar eso otra vez.


—Cásate conmigo, Paula Chaves…


—Pedro… Tú sabes que no puedo.


—¿Por qué no?


—Para empezar, porque tengo un negocio y una hija aquí.


—Yo podría vender mi casa y compraríamos otra, más cerca de la playa.


Paula negó con la cabeza.


—Juana va al colegio aquí.


—También hay colegios en Florida —sonrió Pedro—. O puede seguir estudiando en Edmonton e ir a vernos durante las vacaciones. La mayoría de los adolescentes darían un brazo y una pierna por pasar las vacaciones en Florida.


Paula lo miró asustada. Hablaba en serio. Ella había aprendido a vivir de cierta manera, y ahora… Ahora él le pedía que cambiara todo eso. No, no podía ser. Era una viuda de cuarenta y dos años con una hija adolescente, y Pedro tenía toda la vida por delante. No sería justo para ninguno de los dos.


—¿No quieres tener hijos, Pedro? Yo tengo cuarenta y dos años, y tú… Tú estás en la flor de la vida. Yo ya tengo a Juana, y no quiero tener más hijos a mi edad.


—¡Ah, claro! Ahora te agarras a eso… —suspiró él—. Pero a mí me da igual la edad que tengas. Nunca me ha importado y lo sabes. Además, no quiero tener hijos.


—Eso lo dices ahora, pero…


—No, Paula, no quiero tener hijos —la interrumpió él—. Tengo un montón de sobrinos a los que adoro, pero nunca he sentido la necesidad de ser padre. Prefiero poner mi energía ayudando a niños que están solos. Y ahora, ¿se te ocurre algún problema más? —Pedro sonrió mientras la tomaba por la cintura—. Porque nada va a cambiar el hecho de que te quiero.


Paula podría acusarlo, de esperar que ella diese un giro de ciento ochenta grados a su vida, mientras él seguía haciendo lo que había hecho siempre, pero sabía que no podía pedirle que dejase de ser quien era. Y tampoco podía casarse con él. Acababa de conocerlo, y la idea de que le pasara algo le partía el corazón. ¿Qué ocurriría después de varios meses o varios años de casados? ¿Cómo iba a esperarlo todos los días en casa, preguntándose si estaba bien, si le habría pasado algo? ¿Cómo iba a soportar que le rompieran el corazón por segunda vez?


Sólo había una salida. Y en su corazón, pidió disculpas antes de decirlo, sabiendo que iba a hacerle daño:
—Yo nunca podría quererte como quise a Tomas. Lo siento, Pedro.


Paula tuvo que contener un sollozo al ver que el brillo desaparecía de sus ojos.


—Claro… No puedo competir con un fantasma.


—¿Qué esperabas que dijera? Por favor, Pedro, no me lo pongas más difícil… Yo no puedo quererte como tú deseas que te quiera.


Él asintió con la cabeza.


—No puedo hacerte sentir algo que no sientes. Lo lamento, me equivoqué… —murmuró, pasándose una mano por el pelo—. En fin, tenemos que decirnos adiós.


—Sí.


—Después de detener a Carlos pasaré la noche en el pueblo —sus ojos, oscurecidos por la decepción, se clavaron en ella de nuevo—. Me iré por la mañana. Sé que no es suficiente, pero gracias, Paula. Gracias por todo.


Luego abrió la puerta y ella lo dejó ir para no prolongar la agonía.


—¿Pedro? —lo llamó desde el porche.


—¿Sí?


—Ten mucho cuidado…


Él se despidió con la mano antes de subir a la camioneta, y Paula volvió a la cocina para guardar su plato y su taza en el lavavajillas por última vez.



***


Había pensado que se pondría a llorar al quedarse sola, pero las lágrimas se negaban a salir. Suspirando, se sentó frente a la mesa de la cocina y cerró los ojos.


Pero después de unos minutos se levantó para hacer las tareas, cualquier cosa que la mantuviera ocupada. Cuando entró en la habitación de Pedro para limpiarla, deseó haber hecho el amor con él esa noche. Al menos tendría ese bonito recuerdo. Pero no había sido capaz de bajar la guardia porque tenía miedo… No miedo de él, sino de sí misma.


Cuando estaba terminando de cambiar las sábanas vio algo en la mesilla; era la medalla de San Cristóbal que Pedro solía llevar al cuello. Aquel día precisamente no había llevado con él su amuleto.


Angustiada, se la puso al cuello. Sabía que era una superstición, pero no podía dejar de preocuparse.


Por primera vez en quince años, estaba enamorada. Y Pedro estaba enamorado de ella.


Pero se había ido. Y aun sabiendo que no iba a volver, no descansaría hasta que supiera que todo había terminado y él estaba a salvo.







IRRESISTIBLE: CAPITULO 21





A medianoche estaba más que preocupada. No había oído a Pedro desde que Gabriel se marchó. Nada, ni un suspiro, ni sus pasos por la habitación… Y no dejaba de pensar en la herida de la frente…


Había visto cómo sujetaba la gasa con la mano mientras hablaba con Gabriel, y la anormal palidez de su rostro. 


Esperaba que se moviera, quizá que bajase a la cocina para comer algo…


No quería despertarlo. Tenía que levantarse muy temprano y debía descansar. Sin embargo, estaba casi segura de que sufría una conmoción, aunque fuese leve.


De modo que subió al piso de arriba silenciosamente, no sabía por qué. Iba a despertarlo de todas formas, ¿por qué le preocupaba hacer ruido? Quizá porque ahora tenían que ir de puntillas el uno con el otro.


Pedro estaba en la cama, sobre el edredón, a oscuras. Tenía los labios entreabiertos, y la gasa blanca en la frente era un recordatorio de todo lo que había pasado aquella tarde.


No quería tocarlo. No, ahora no. Eso sólo serviría para despertar recuerdos y anhelos inútiles.


Pedro… —lo llamó en voz baja—. Pedro… —repitió, un poco más alto.


Pero él no se movió.


Se acercó al borde de la cama y tocó su brazo suavemente, la cálida piel provocándole un escalofrío. Nunca había conocido a un hombre como él; incluso dormido era fuerte, decidido…


Pedro… —susurró, con un nudo en la garganta.


Él abrió los ojos poco a poco.


—Paula… —murmuró, y el suave sonido de su voz fue como una caricia.


Con mentiras o sin ellas, el deseo no había desaparecido. 


Había tenido tiempo de pensar en todo lo ocurrido aquella tarde, y aun sabiendo que no había futuro para ellos, entendía la razón para tantos secretos, para tantos subterfugios. Lo había hecho para protegerla, para proteger a Juana. No le gustaba, pero lo entendía. Sólo había hecho lo que tenía que hacer.


Lo que no entendía era por qué había dejado que las cosas se les fueran de las manos. Por qué no había mantenido las distancias. Si estaba allí por trabajo, ¿por qué no se había mostrado frío, distante?


Pero ¿era eso lo que quería? Entonces se habría perdido las últimas semanas con él, y a pesar del dolor, de las dudas, no podía lamentar lo que había pasado.


—Sólo quería comprobar que estabas despierto. No deberías dormir durante mucho rato… Por la posible conmoción.


—Quédate.


No se había movido, pero sus ojos y esa palabra la mantenían clavada al sitio.


—No… —susurró, tragando saliva.


—No todo en mi estancia aquí ha sido una mentira, Paula.


—¿Cómo puedes decir eso? Todo ha sido una mentira desde que llamaste para hacer la reserva. Tu interés por mí era parte de la tapadera.


—Te mentí sobre mis razones para estar aquí —dijo él, alargando una mano para tocarla—. Pero todo lo demás… Todo lo que ha habido entre nosotros era real. No era parte de ningún plan.


—¿Por qué voy a creerte?


Paula dio un paso atrás. No podía pensar ni ser objetiva si él la estaba tocando.


—Porque si no me crees, estarías equivocada. Equivocada cuando me besabas, equivocada cuando confiaste en mí… 
Pedro sonrió—. Y no lo estabas. Esos sentimientos eran reales.


Ella quería creerlo, necesitaba desesperadamente creer que todo lo que había ocurrido era verdad. Pero no podía dejar de pensar en la fría pistola bajo su camisa.


—Siento lo de la pistola —dijo Pedro entonces, como si hubiera leído sus pensamientos—. Pero tienes que saber que yo nunca te haría daño. Tienes que saber que haría lo que fuera… Cualquier cosa para protegerte. Incluso mentir.


—Me siento utilizada —admitió Paula, asombrada al darse cuenta de que aún podía confiarle sus sentimientos.


¿Cómo podía estar tan furiosa, y a la vez, sentirse tan cerca de él?


—Lo sé y lo siento. Le dije a Gabriel que deberíamos contarte la verdad, pero él insistió en que sería mejor no hacerlo.


De repente, Pedro tiró de su mano y Paula cayó sobre la cama.


—Espera…


Pero él no la dejó hablar, interrumpiendo la frase con un beso. Un beso distinto a los otros, más sexual, más ardiente… A pesar de todo, tenía el poder de hacerla sentir deseable, hacerla sentir una mujer. Era más que la firmeza de un cuerpo más joven. Era su forma de tocarla, como si no pudiera evitarlo. Como si fuera un tesoro para él.


Paula quería guardar ese recuerdo para siempre, y por una vez, dejó de analizar los pros y los contras, y se limitó a sentir.


En la oscuridad, sobre una cama medio deshecha, con el peso del cuerpo masculino sobre el suyo, levantó las manos para encontrarse con sus hombros desnudos, fuertes, duros. Deslizó los dedos por su espalda, y notó algo… ¿Una de las cicatrices que había mencionado? No podía saberlo.


—Esto no es mentira… —murmuró Pedro—. Lo que me haces no es una mentira.


Buscó luego su boca, y ella le devolvió el beso ardientemente. Había dejado que el miedo fuese una barrera durante demasiado tiempo. Pero ahora que Pedro iba a marcharse, se daba cuenta de que había estado esperando a alguien; un hombre con quien pudiera sentirse segura. Y le sorprendía darse cuenta de que seguía pensando en Pedro como ese hombre. Incluso después de todo lo que había descubierto.


Pedro metió la mano bajo la camiseta, y el roce de sus dedos hizo que los deseos enterrados durante tantos años volvieran a la vida. Paula se arqueó, apretándose contra su mano, disfrutando de una sensación que casi había olvidado después de tantos años de abstinencia.


Un suspiro escapó de su garganta mientras enredaba los dedos en su pelo, pero lo soltó enseguida, al oírlo gemir de dolor. En la pasión del momento se le había olvidado el corte de la frente.


Pedro, ¿te he hecho daño? Lo siento, no me daba cuenta…


Pero era una locura y nada bueno podía salir de aquello, pensó. Él se marcharía al día siguiente. Se iría y seguiría poniendo en peligro su vida. Ya había pasado por eso una vez, no quería volver a hacerlo.


Pedro, sencillamente dejó caer la cabeza sobre su pecho, y ella cerró los ojos, dejando que esa sensación se quedara grabada en su alma.


—Estoy bien… —murmuró—. Pero deberíamos parar. Me prometí a mí mismo que no haría esto.


De repente, Paula se sintió completamente expuesta. La fantasía había terminado, la realidad había ocupado su lugar.


—¿Qué quieres decir?


—No puedo hacerte el amor, cariño. Por mucho que lo desee.


Paula no creyó esa explicación. No la deseaba, y había sido una tonta por imaginar que podría ser así. Y seguramente pensaba que había subido a la habitación con ese propósito… Sólo de pensarlo le ardía la cara.


—No recuerdo habértelo pedido.


—No, es verdad.


Paula saltó de la cama, furiosa consigo misma por ser tan ingenua. Había sido él quien la besó, había sido él quien tiró de ella para tumbarla en la cama. ¿Con qué propósito?


—¿Qué querías, hacerme olvidar que me has mentido durante todo este tiempo?


—No es eso, Paula. Quería demostrarte que a pesar de todo, esto es real. Al menos lo es para mí.


—¿Cuándo te irás?


Pedro se incorporó, mirándola con expresión dolida.


—Mañana, si todo va como hemos planeado.


—¡Ah, muy bien! Entonces sólo tengo un día más para dudar de todo lo que digas.


De inmediato lamentó haber dicho eso, pero haciendo acopio de fuerzas, salió de la habitación y cerró la puerta sin dar más explicaciones.