sábado, 24 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 40





—¡Paula, por Dios, ¿dónde has estado?!


La voz profunda de Pedro la sobresaltó. No esperaba encontrarlo en casa a esas horas; pensaba que aún estaría trabajando en las amplias oficinas que había alquilado no muy lejos de allí, y no estaba preparada para enfrentarse a él tan pronto.


Lo miró sin decir nada y le sorprendió la apariencia de su marido. No tenía buen aspecto. Estaba en mangas de camisa y se había aflojado la corbata; tenía el pelo corto muy alborotado y una expresión de angustia y preocupación que jamás había visto en su rostro.


—¡No sabía dónde estabas, Paula! Estaba fuera de mí… —empezó, pero ella lo interrumpió sin contemplaciones.


—¿Dónde están Sol y la Tata?


—No quería que se preocuparan también y las he mandado a casa de Candela, pasarán allí la noche. ¿Qué ha ocurrido, Paula?


—¿Por qué has vuelto tan pronto? —se limitó a preguntar, a su vez, en un tono distante.


—He terminado antes y me apetecía pasar la tarde con vosotras…


—¡No me tomes por idiota, Pedro! —Los ojos dorados despidieron chispas de rabia.


Desde que la conocía jamás la había visto furiosa de verdad; no parecía la misma Paula de siempre. A pesar de su aire frágil y de su escasa estatura se enfrentaba a él decidida y sin ningún temor y, de pronto, Pedro comprendió que su dulce y encantadora mujercita podía convertirse en una peligrosa leona llegado el caso. No entendía qué era lo que estaba pasando, pero, por primera vez en su vida, el temor, igual que un puño helado, le oprimió el corazón.


—Imagino que alguno de tus secuaces te habrá avisado de que me habían perdido de vista, ¿no? ¿Por qué me espías? ¿Temes que yo sea igual que tú? —Su tono rezumaba desprecio.


Su marido la miró desconcertado, pero sacudió la cabeza y trató de explicarse:
—No te estoy espiando, Paula. Tengo plena confianza en ti, pero conozco a los tipos como Antonio de Zúñiga y estaba preocupado por tu seguridad.


—¡¿Y por qué no me lo dijiste?! ¡¿Por qué me tratas como a una niña?! —Una rabia incontrolable burbujeaba en el pecho femenino.


Él trató de contestar en un tono calmado:


—No quería preocuparte ni que te agobiaras; ahora me doy cuenta de que quizá tendría que haberte consultado. Reconozco que he pasado demasiado tiempo solo y estoy acostumbrado a hacer lo que creo conveniente sin preguntar a nadie. Lo siento.


Pedro se pasó una mano nerviosa por sus revueltos cabellos castaños. Su expresión era de absoluta sinceridad y saltaba a la vista que no mentía al hablar de lo inquieto que había estado por ella, pero Paula estaba demasiado herida para sentir compasión de él.


Sin contestar, se quitó el abrigo, lo lanzó de cualquier manera sobre la banqueta tapizada del recibidor y pasó a su lado, en dirección al salón, sin dirigirle una sola mirada. Su marido la siguió cada vez más preocupado por su extraña actitud. Estaba claro que algo grave había ocurrido durante las tres horas en las que ella había escapado de la vigilancia de sus hombres y estaba decidido a averiguarlo.


Paula permaneció en pie junto a la ventana francesa que daba a un balcón, mirando sin ver la elegante fachada neoclásica del edificio de enfrente. Estaba tan abstraída en sus pensamientos que no se dio cuenta de que Pedro se había colocado a su espalda y, al sentir las cálidas palmas de sus manos sobre sus hombros, saltó como si le hubiera dado un calambre. Con rapidez, se apartó de él y, dirigiéndole una mirada cargada de desprecio, exclamó:
—¡No me toques! ¡No vuelvas a tocarme!


—Paula, baby, ¿qué te ocurre? —Pedro clavó sus pupilas, suplicantes, en las suyas.


—No empieces con tus trucos, Pedro, ya no cuelan.


De pronto, él alargó la mano y sujetó su barbilla entre el índice y el pulgar. Alzó su rostro para exponerlo de lleno a los últimos rayos de sol que entraban por el ventanal y sus ojos empezaron a arder con un amenazador fuego azul. El lado implacable de su marido, al que Paula no tenía especial simpatía, reapareció una vez más decidido a obtener las respuestas que buscaba.


—Tienes el labio hinchado, ¿qué ha ocurrido? —Ella apartó la cabeza para librarse de su contacto, pero Pedro la agarró con fuerza de los brazos y le impidió que se alejara de él—. ¿Qué ha ocurrido? ¡Dímelo! Ha sido Antonio de Zúñiga, ¿verdad? ¡Vamos, contéstame de una vez!


La sacudió con poca delicadeza.


—¡Suéltame!


—¡No te soltaré hasta que me lo cuentes todo! —Una nueva sacudida. Paula jamás había visto a Pedro así de furioso, incluso le estaba haciendo daño—. ¿Qué te ha hecho? ¿No te habrá…? ¿No se habrá atrevido a besarte?


Ella dejó escapar una risa desganada.


—No, no me ha besado, precisamente.


Con suavidad, Pedro pasó un dedo, que temblaba visiblemente, por su labio inflamado.


—Dime la verdad, ¿te pegó?


Al sentir el suave contacto de sus dedos, Paula no pudo evitar cerrar los párpados un segundo, pero se repuso en el acto y respondió con frialdad:
—Al parecer no le gustó que dijera que era un mal bicho.


El rostro masculino perdió todo el color y su expresión adquirió la dureza del hielo.


—Voy a matarlo —afirmó con tanta suavidad que Paula no pudo evitar un escalofrío.


—No es necesario. A pesar de todo, no quiero que acabes tus días encerrado. Si las cosas siguen su curso, es más que probable que, al final, sea el marqués de Aguilar el que dé con sus aristocráticos huesos en la cárcel —repuso con amargura y, sin detenerse a tomar aire, añadió—: Quiero el divorcio.


Su marido se tambaleó como si le hubiera golpeado con una barra de hierro en pleno rostro. Pero enseguida se repuso y, clavando los dedos en la tierna carne de sus hombros, acercó su rostro al rostro femenino hasta casi tocarlo y masculló lleno de furia:
—Escúchame bien, Paula: jamás, y quiero que te quede muy claro, jamás permitiré que te alejes de mí. —Durante unos instantes, a ella le pareció que la miraba casi con odio y, de pronto, tuvo miedo.


—He ahorrado bastante dinero y las cosas me van bien. Puede que nunca consiga devolverte todo lo que te debo, pero al menos no tendrás que cargar conmigo. Serás libre y podrás hacer lo que te parezca. —Paula hablaba atropelladamente, como si pensase que diciéndolo todo muy rápido sería más fácil convencerlo.


—¡¿Qué parte de «jamás permitiré que te alejes de mí» no has entendido?! —gritó con salvajismo, sin percatarse de las marcas que sus dedos furiosos dejaban en su piel.


—¡¿Por qué lo haces aún más difícil, Pedro?! —exclamó, desesperada—. Hasta ahora estaba convencida de que sabía por qué te habías casado conmigo; en teoría era sencillo. Yo necesitaba algo de ti, tú necesitabas algo de mí y, si bien era un intercambio algo desequilibrado, pensé que estabas contento con el trato…


Una vez más él la miró casi con odio.


—¿Un trato? ¿Crees de verdad que lo nuestro es un trato? —De repente, la soltó con tanta brusquedad que Paula se tambaleó y tuvo que apoyarse en la pared para no caerse. Pedro empezó a caminar arriba y abajo de la habitación mientras se pasaba una mano nerviosa, una y otra vez, por sus desordenados cabellos castaños—. Pensé que te había dado suficientes pistas, Paula. Creí que, aunque no habláramos de ello, era evidente. Puede que me comportase como un estúpido supersticioso al evitar decirlo en voz alta. Lo reconozco; tenía miedo de averiguar que quizá tú no sentías lo mismo, pero nunca pensé que me arrojarías a la cara la palabra «divorcio» sin venir a cuento.


Jadeante, Pedro se detuvo y se irguió frente a ella en toda su estatura con los brazos en jarras, de manera amenazadora, pero Paula ya no estaba dispuesta a dejarse intimidar por ningún otro hombre y le plantó cara, retadora.


—No sé de qué estás hablando, pero…


—¡¿No sabes de qué estoy hablando?! —la interrumpió a gritos una vez más. El asombroso autocontrol de Pedro Alfonso al parecer había saltado por los aires—. ¡¿No sabes aún lo que siento por ti?! ¡¿No sabes que te amo?! ¡¿Que te he amado desde la primera vez que te vi?!


Por unos segundos, Paula lo miró boquiabierta. Aquella confesión era lo último que esperaba, pero enseguida reaccionó y gritó también:
—¡No trates de enredarme! No sé qué pretendes, pero…


Pedro no la dejó terminar; cogió el rostro de Paula entre sus manos sin mucha delicadeza y la obligó a mirarlo.


—Ya va siendo hora de que sepas la verdad, Paula, baby. —En esa ocasión recalcó el apelativo cariñoso con sarcasmo—. El día que Lucas nos presentó en el Hotel Palace no fue la primera vez que te vi. —Notó que las pupilas femeninas se dilataban por el asombro y continuó—: La primera vez fue unos seis meses antes. ¿Recuerdas un cóctel en la embajada de Italia con motivo de una exposición de Correggio en el Museo del Prado?


Paula asintió en silencio. Recordaba bien esa fiesta; solo había acudido porque su amigo Lucas insistió mucho. Su vida social en aquella época era prácticamente inexistente, pero ella lo prefería así. Le extrañaba no haberse fijado en él; un hombre del tamaño de Pedro Alfonso no era de los que pasan desapercibidos. Claro que se había marchado pronto; como de costumbre, Antonio de Zúñiga había aparecido para atormentarla y ella no había podido resistirlo. 
Ni siquiera se había despedido de Lucas, lo que le valió un buen rapapolvo al día siguiente.


—De pronto, levanté la cabeza y te vi… y juro por Dios que me enamoré ahí mismo de ti. Nunca había creído en el flechazo, pero, aunque suene a novela romántica de tercera, en aquel instante supe sin ninguna duda que eras la mujer destinada para mí. Me dolía tanto el corazón que, durante unos segundos, pensé que me estaba dando un infarto y tuve que ir al cuarto de baño a mojarme la cara con agua fría. Cuando regresé a la fiesta te busqué por todos lados, pero tú ya no estabas allí.


Paula estaba demasiado atónita como para interrumpirlo, y aquellos ojos magnéticos, tan cerca de los suyos, la mantenían en una especie de trance hipnótico que le impedía apartar la vista de ellos.


—Pensé que no volvería a verte; pregunté a todo el que pude por una morena bellísima con un vestido azul, pero nadie sabía nada. Sentía que estaba a punto de perder la cabeza cuando, por fin, tu amigo Lucas, al que ya conocía de antes, me dijo que habías acudido con él a la fiesta. En vez de alegrarme, estuve tentado de soltarle un puñetazo. Pensé que era tu novio y no podía soportar la idea, pero, por fortuna, aquella noche Lucas estaba casi locuaz y me contó que erais amigos desde la infancia, que te habías quedado viuda y que llevabas una vida muy recluida. Reconozco que lo sometí a un interrogatorio exhaustivo hasta que él empezó a mirarme mal. Me dijo que habías sufrido mucho y que no permitiría que un tipo como yo te hiriera de nuevo.


—¿Un tipo como tú? —A Paula le sorprendió ser capaz de pronunciar aquellas palabras.


Sin soltarla, Pedro se encogió de hombros, consciente de que no era el momento de andarse con rodeos. Era ahora o nunca.


—He salido con muchas mujeres, baby —a ella no le gustó escuchar aquella confesión, aunque se dijo que era lógico. Un hombre de la experiencia de Pedro tenía que haber practicado mucho—, pero te juro que nunca antes me había enamorado. Nunca. Hasta que te conocí.


Paula notó que la esperanza trataba de abrirse camino en su interior, pero luchó contra ella con todas sus fuerzas. El dolor había sido demasiado intenso, y un discurso bonito no era suficiente para hacerlo a un lado.


—Continúa… —exigió con frialdad.


Pedro tragó saliva antes de obedecerla. Nada quedaba en él del simpático gigantón al que le gustaba gastar bromas, ahora era un hombre desesperado por convencerla de que le diera otra oportunidad.


—Al final se lo confesé todo a Lucas. Pensé que me tomaría por loco, pero pareció comprenderme muy bien. Con su ayuda elaboré un plan y al conocerte me di cuenta de que también por dentro eras bellísima. Me resultó imposible luchar contra eso, y el resto ya lo conoces. Estuve a punto de confesarte la verdad durante nuestra noche de bodas, pero me saliste con eso de que «bastaba con tener al lado a alguien con experiencia» y me dije que sería mejor esperar un poco. Sé que jamás te hubieras casado conmigo si los esbirros de Zúñiga no te hubieran dado un susto de muerte —tenía una expresión atormentada que hablaba a las claras de remordimientos—, sé que tendría que haber saldado tu deuda y haberte dejado libre en vez de obligarte a casarte conmigo; eso es lo que cualquier hombre honorable hubiera hecho. Pero yo no soy un hombre honorable, Paula. Soy un tipo egoísta acostumbrado a luchar por lo que quiero, y en toda mi vida había deseado nada como te deseo a ti. No pude dejar escapar la oportunidad de que fueras mía.


Hasta Paula podía ver que sus palabras rezumaban sinceridad por los cuatro costados, así que, cada vez más confusa, preguntó en un tono cargado de desolación:
—Entonces, ¿por qué, Pedro?


Sus manos cayeron a ambos lados de su cuerpo y preguntó, desesperado:
—¡Por qué, ¿qué?!


Paula se apartó de él, caminó hacia donde había dejado su bolso, sacó el sobre y, sin decir una palabra, se lo tendió a Pedro que lo cogió, sorprendido. Notó que los largos dedos de su marido temblaban al abrirlo. Despacio, sacó las fotografías y las examinó una a una.


Paula notaba la cabeza a punto de estallar por la tensión, pero Pedro seguía mirando las fotos sin decir nada y a ella le entraron ganas de gritar.


—Así que era esto —dijo él, por fin, al tiempo que alzaba la vista hacia ella.


A Paula le parecía increíble que, tras ojear aquellas reveladoras imágenes, no solo no pareciera culpable en absoluto, sino que una sonrisa, casi imperceptible, asomara en la comisura de su boca.


Su actitud indiferente le trajo muy malos recuerdos y, herida en lo más hondo, afirmó con sarcasmo:
—Sí, Pedro era esto.


—¡Paula, baby!


Sin previo aviso, su marido se abalanzó sobre ella y empezó a devorar sus labios, al tiempo que la estrechaba con tanta fuerza entre sus brazos que, por unos segundos, estuvo segura de que moriría asfixiada. Luchó por liberarse, pero no tuvo el menor éxito hasta que Pedro decidió soltarla, por fin.


—Perdona, baby —rogó, compungido, al notar que Paula inspiraba con ansia—. Todo tiene una explicación, una sencilla explicación.


Pedro no se le escapó la luz esperanzada que asomó a los expresivos ojos castaños y, de pronto, le embargó una poderosa sensación de júbilo. No estaba todo perdido, se dijo. Paula sentía algo por él.


—La mujer que aparece en las fotografías es mi hermana Alicia.


A Paula aquella noticia la dejó completamente estupefacta. 


Aún estaba tratando de procesar aquella información cuando, sin saber cómo, se encontró sentada en el sillón sobre el regazo de Pedrorecostada contra su pecho.


—¿Tienes una hermana? —Se apartó un poco para mirarlo a los ojos, tratando de abstraerse de la sensación de profundo bienestar que aquellos fuertes brazos le proporcionaban; necesitaba llegar hasta el fondo de aquel asunto.


—Bueno, en realidad no tenemos lazos de sangre. —El estómago de Paula se contrajo de nuevo al oírlo, y algo de eso debió asomar a su rostro, porque Pedro se apresuró a seguir con su explicación—: Verás, varios años después de que mi padre nos abandonara, mi madre se enredó en una nueva relación sentimental. La pobre tenía una especie de imán para atraer a los perdedores más patéticos.
Joel tenía una hija seis años menor que yo. Después de pasar más de un año en casa, viviendo a costa de mi madre y haciéndome la vida imposible, se largó y, además de un par de calzoncillos viejos y una armónica desafinada, se olvidó también de Alicia.


—Pobre pequeña… —Paula sacudió la cabeza con compasión—. Y pobre de tu madre también, no debió ser fácil tener que cargar con la hija de un novio desleal.


Al recordar aquella época, una sonrisa cargada de nostalgia se dibujó en los firmes labios masculinos.


—Alicia era un diablillo que se hacía querer. Mi madre no hacía ninguna diferencia entre nosotros, era obvio que para ella era una hija más y lo poco que había en casa lo repartía entre los dos como buenos hermanos.


Al oír aquello Paula esbozó una cálida sonrisa.


—Tu madre debió ser una mujer excepcional.


—Sí que lo fue —afirmó Pedro, orgulloso, sin dejar de acariciarle la nuca con delicadeza.


Como siempre que la tocaba, el cuerpo de Paula empezó a hervir; sin embargo, necesitaba aclararlo todo, así que hizo un esfuerzo y se apartó un poco más de él, aunque siguió sentada sobre sus muslos. Luego clavó sus pupilas en las pupilas masculinas y preguntó:
—¿Por qué no me hablaste nunca de ella? ¿Por qué no vino a nuestra boda?


Antes de contestar, Pedro tomó su mano y deslizó las yemas de los dedos por la suave piel. Sentía una necesidad acuciante de tocarla, de estar en contacto con ella; como si tuviera miedo de que fuera a desaparecer en cualquier momento.


—Mi hermana no ha tenido una vida fácil. Ella es bailarina, una gran bailarina de ballet, pero hace tres años tuvo un accidente y se vio obligada a dejar de bailar. El ballet era su vida; estaba muy deprimida y tenía muchos dolores, así que empezó a abusar de los calmantes. El último año y medio lo ha pasado entrando y saliendo de una clínica de desintoxicación. Me prohibió que te hablara de ella, dijo que quería conocerte cuando estuviera recuperada del todo. Tú eres una persona encantadora que te preocupas demasiado por los demás, baby —se llevó la mano de Paula hasta sus labios y la besó en la palma con pasión—, y no quería añadir otro problema a los que ya tenías. Si no me crees puedes preguntarle a Marcos, somos amigos desde el instituto y conoce todos los detalles de mi vida.


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas, alzó la mano y, con mucha delicadeza, acarició su rostro con ternura, sin que se le escapara el estremecimiento que sacudió su cuerpo inmenso.


—Te creo, Pedro —susurró.


Una vez más él la apretó con fuerza entre sus brazos, apoyó la mejilla contra sus cabellos oscuros y suplicó con voz ronca:
—No vuelvas a hacerme esto, Paula. Si tienes alguna duda debemos hablarlo abiertamente. No podría soportar perderte. Cada día me digo que he llegado al tope, que ya no puedo quererte más, pero siempre me equivoco y el límite no está donde yo creía.


Paula se apretó contra él y contuvo el deseo de llorar. Había llegado la hora, se dijo; a partir de ese momento no habría más secretos entre los dos. Solo esperaba que el amor que Pedro decía sentir por ella resistiera el peso de su confesión.


—Hay algo que debo contarte, Pedro. Algo que te hará comprender por qué me apresuré a pensar lo peor de ti. Eso sí —esbozó una mueca de amargura—, después de escucharme puede que tu amor se enfríe bastante.


Mientras hablaba, se bajó de su regazo y se sentó en una confortable butaca frente a él.


—Baby… —Su marido trató de protestar, pero ella alzó la mano para impedirlo.


—Prefiero mantener la distancia, Pedro. Cuando estoy cerca de ti me cuesta pensar con lógica.


Abstraída, se pasó las palmas de las manos por los muslos, una y otra vez, en un gesto maquinal y, con los ojos clavados en un punto de la mesa que la separaba de él, trató de encontrar las palabras adecuadas para contar aquello que jamás se había atrevido a expresar en voz alta.







TE QUIERO: CAPITULO 39





Después de deambular como un zombie por las calles de Madrid, perdida por completo en sus pensamientos, Paula decidió regresar a casa. A pesar de las horas que habían transcurrido desde que el lujoso vehículo de Antonio de Zúñiga se detuvo a varias manzanas de distancia de su piso y él la había invitado a bajarse sin la menor amabilidad, seguía teniendo la mente embotada y notaba un dolor sordo en su pecho cada vez que respiraba.


Durante todo aquel tiempo no había sido capaz de tomar ninguna decisión. En vez de concentrarse en qué era lo que iba a hacer a partir de ese momento, su mente parecía más interesada en revivir los días y las noches, llenas de risas y de pasión, que había pasado en compañía de Pedro.


Lo único que quería era acurrucarse en cualquier rincón oscuro y dar rienda suelta a su dolor; sin embargo, sabía que debía ser fuerte. Por Sol, por la Tata, por ella misma, no podía darse el lujo de derrumbarse.


Entró en el elegante vestíbulo de la finca en la que vivían ahora y subió en el ascensor hasta el último piso, el maravilloso ático-dúplex al que se habían mudado. Giró la llave en la cerradura y, al entrar, aspiró el agradable aroma del que había sido su hogar en los últimos meses y en el que había pasado algunos de los momentos más felices de su vida.





TE QUIERO: CAPITULO 38





Dos semanas después, tras asistir a una comida de negocios y despedirse efusivamente de su futura clienta, Paula aprovechó para ir al baño del restaurante. Acababa de terminar de lavarse las manos cuando un hombre de tamaño considerable y con el cráneo afeitado por completo irrumpió, de repente, en el pequeño servicio de mujeres.


—Venga conmigo —ordenó y, al ver que ella miraba a su alrededor con nerviosismo tratando, sin éxito, de buscar una salida, añadió sin demostrar la menor emoción—: Y no haga ningún movimiento extraño o le pesará.


Paula tragó saliva, muy asustada, y decidió colaborar; aquel tipo era mucho más grande que ella y podría dejarla fuera de juego sin mucho esfuerzo. Él la agarró del brazo con firmeza y la obligó a caminar a su lado por un estrecho pasillo que conducía a las cocinas del restaurante. A esas horas, el cocinero y sus ayudantes estaban demasiado ocupados con las comandas y nadie les prestó la menor atención. A toda prisa, salieron por la puerta trasera que daba a un callejón solitario donde les esperaba aparcado un enorme vehículo de gama alta con los cristales tintados. Sin mucha delicadeza, su captor la obligó a introducirse en la parte trasera y cerró la puerta con brusquedad.


—Hola, Paula.


Al ver a Antonio de Zúñiga sentado a su lado en el interior del vehículo, Paula se volvió al instante y forcejeó, frenética, con la manilla de la puerta, pero fue en vano; por supuesto, estaba bloqueada.


El marqués hizo un gesto al chófer con la barbilla y este, que observaba sus movimientos con atención por el espejo retrovisor, puso el coche en marcha y, con suavidad, se incorporaron al intenso tráfico madrileño. Zúñiga apretó un botón y, al instante, se alzó una mampara insonorizada entre ellos y los otros dos hombres.


—Me ha costado un poco organizar este tête à tête, querida —comentó en su habitual tono sedoso como si, en vez de acabar de raptarla, ambos estuvieran tomando el té en casa de alguno de sus conocidos—. Tu nuevo marido te tiene bien vigilada.


Por unos instantes, Paula olvidó su temor y lo miró extrañada.


—¿Pedro?


—¿No me digas que no habías notado que dos guardaespaldas te siguen a todas partes? Me pregunto si será porque no confía en ti lo suficiente… —El brillo malicioso de aquellos ojos oscuros era muy desagradable.


—Yo creo que más bien será porque no confía en ti —replicó ella, con sarcasmo, si bien estaba muerta de miedo—. Y al parecer no estaba equivocado. ¿Qué quieres ahora? Pedro ya saldó todas mis deudas, no tienes derecho a seguir acosándome.


—Sí. El yanqui saldó tus deudas, salta a la vista que estaba ansioso por poseerte, algo que puedo entender muy bien. —Hizo un gesto lascivo con la lengua que le provocó un escalofrío—. Sin embargo, ahora vuelve a tener un importante descubierto; sé muy bien que es él quien está detrás de toda esa información que ha aparecido en los últimos tiempos sobre mis negocios. —Ahora los iris oscuros se clavaban en ella con tanta frialdad, que se vio obligada a apretar las manos con fuerza sobre su regazo para ocultar el temblor de sus dedos—. Conozco de sobra cómo trabaja su amigo de Lucca. Así que creo que tengo derecho a una pequeña venganza, ¿no crees, mi querida Paula?


Las familiares calles del centro de Madrid se deslizaban sin pausa por la ventanilla, pero no parecía que se dirigieran a un lugar en concreto; India tenía la sensación de que el conductor se limitaba a dar vueltas.


—¿Pretendes… pretendes secuestrarme? —A pesar de sus esfuerzos, le costó formular la pregunta sin que se le quebrara la voz.


El marqués de Aguilar echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada, como si todo aquello le pareciera de lo más divertido, aunque sus ojos seguían manteniendo la temperatura de un carámbano.


—Por supuesto que no, querida. —Sonrió con desdén—. Verás, te he estado observando discretamente en todas las reuniones a las que has acudido con tu flamante esposo. Por cierto, te felicito por la labor que has realizado; conozco los orígenes de Pedro Alfonso y no creo que haya sido fácil pulir a un paleto como él.


Paula saltó al instante en defensa de su marido y replicó, desafiante:
—Puede que los orígenes de Pedro sean humildes, pero es un hombre con unos valores y una calidad humana que tú ni en tus mejores sueños podrías alcanzar.


La sonrisa se borró de los finos labios de su interlocutor en el acto. De repente, alargó la mano sujetó la mandíbula femenina con tanta fuerza que le hizo daño y la mantuvo inmovilizada un buen rato mientras estudiaba, complacido, el intenso temor que se reflejaba en aquellos maravillosos ojos color caramelo.


—Ten cuidado, Paula. No me gustaría desfigurar tu precioso rostro —advirtió en un susurro amenazador. Ella tragó saliva, incapaz de decir nada, y permaneció muy quieta hasta que por fin la soltó—. En fin, como te iba diciendo, os he visto juntos y he llegado a una asombrosa conclusión: estás enamorada de ese galán. —Paula se limitó a mirarlo, sin afirmar ni negar—. Aparte de deplorar tu horroroso gusto en cuestión de hombres, esto me ha dado una idea bastante clara respecto al tipo de venganza más efectiva, así que toma.


De uno de los bolsillos de cuero del asiento delantero sacó un sobre acolchado de buen tamaño y, con un suave giro de la muñeca, lo lanzó sobre su regazo.


Paula se quedó paralizada y su estómago se contrajo dolorosamente. Su rostro mostraba la misma expresión que si Antonio de Zúñiga acabara de arrojarle una cobra real dispuesta al ataque.


—¿No tienes la sensación de que esto ya lo has vivido antes? —preguntó, burlón.


Pero ella se limitó a observar aquel sobre, común y corriente, de apariencia inofensiva, incapaz de decir nada.


—Ábrelo —ordenó, autoritario.


Paula empezó a manosear el sobre, pero le temblaban tanto los dedos que no pudo abrirlo. Antonio de Zúñiga la observaba con una mueca satisfecha en sus labios crueles; después de un buen rato, soltó un suspiro de fingida exasperación y se lo arrebató de las manos.


—Anda, déjame a mí.


De un solo movimiento, rasgó la solapa con sus dedos elegantes, en uno de los cuales relucía un pesado sello de oro, y sacó un fajo de fotografías que volvió a colocar sobre los muslos femeninos.


—¡Míralas!


Paula mantenía las pupilas clavadas en la mampara de separación, pero, al escuchar aquella nueva orden, no le quedó más remedio que bajar la vista. Empezó a pasar una fotografía detrás de otra y sus labios comenzaron a temblar. 


Había más de veinte y el tema era el mismo todo el rato: Pedro junto a una mujer rubia de aspecto frágil, pero de una belleza exquisita, Pedro abrazando a esa misma mujer, la mujer con los brazos en torno al cuello de Pedro, los labios de Pedro posados sobre la boca de la mujer…


Si no hubiera sido porque en la muñeca masculina se apreciaba a la perfección el reloj Hublot que ella le había regalado el día de su boda, Paula habría pensado que las fotografías eran de hacía tiempo. De manera pausada, las repasó todas un par de veces; luego hizo un montón con ellas, las volvió a meter con cuidado en el sobre, y este, a su vez, dentro de su bolso y se volvió hacia la ventana con la mirada perdida en la tarde, fría, pero soleada, de aquel fatídico día de mediados de noviembre.


Unos minutos más tarde, Antonio de Zúñiga rompió el silencio.
—Si me hubieras elegido a mí, Paula, nada de esto hubiera ocurrido. Te quise desde el primer momento en que te vi al lado de Álvaro sobre la cubierta de aquel barco —confesó.


Ella volvió despacio la cabeza y clavó en él sus grandes ojos rasgados, secos por completo.


Incluso a un hombre de escasa empatía como Antonio de Zúñiga le alarmó aquella mirada, vacía por completo de toda emoción, y en ese instante supo, sin asomo de duda, que su venganza había sido un éxito absoluto.


—Y yo, desde el primer momento en que te vi, supe que eras un mal bicho y te odié con toda mi alma —afirmó con frialdad.


Al oír sus palabras, los ojos del marqués brillaron llenos de rabia y, sin poder controlar su furia, descargó una tremenda bofetada en la mejilla de Paula que la hizo salir despedida hacia atrás y golpearse con violencia contra el cristal de la ventanilla. Sin embargo, a pesar del dolor, ella se irguió de nuevo en el asiento, desafiante, y secándose con el dorso de la mano el hilillo de sangre que manaba de la comisura de su boca, le lanzó una mirada cargada de desprecio. Y entonces Antonio de Zúñiga, marqués de Aguilar, comprendió una cosa más:
Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara ya no le temía.