sábado, 28 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 14





Pedro abrió los ojos sobresaltado, y maldijo a su hermano cuando reconoció el número de Damian en la pantalla del teléfono móvil.


—¿Es que te has vuelto loco? ¿Sabes qué hora es? ¿Qué ocurre?


—Acabo de recibir una llamada de comisaría. La alarma de la librería de Paula Chaves saltó hace diez minutos. Pensé que querrías saberlo.


Pedro ya se estaba poniendo los pantalones.


—¿Paula está bien? ¡Maldita sea, Damian, dime algo! ¿Está bien?


—Supongo que sí… No me han dado más detalles; sólo me han dicho lo de la alarma —explicó—. ¿Vas a ir?


—Ya estoy de camino.


Diez segundos más tarde, cerró la puerta de su piso y corrió hacia su coche.


Mientras conducía a toda velocidad por la autopista, en dirección a Capitol Hill, intentó convencerse de que Paula se encontraba a salvo.


Antes de dejarla había comprobado la puerta principal del
establecimiento, y era sólida como una roca. Además, había cambiado las cerraduras y ahora se necesitaba poco menos que un antitanque para forzar la entrada.


Por otra parte, no tenía motivos para pensar que el intruso se hubiera presentado de nuevo. La alarma podía estar defectuosa o mal programada; incluso cabía la posibilidad de que se hubiera ido la luz y hubiera saltado al quedarse con la batería de emergencia.


Aún estaba pensando en ello cuando dio la vuelta a la esquina y vio a Paula frente a la librería, bajo la luz de los coches patrulla.


Asombrosamente, llevaba un viejo mosquete en las manos; y miraba a su alrededor como desafiando a cualquier cosa que se atreviera a moverse entre las sombras.


Pedro estuvo a punto de reír.


La mayoría de las mujeres se habrían metido en uno de los coches de la policía y habrían cerrado las portezuelas para sentirse seguras. Pero Paula, no. Sus ojos ardían con furia y no sólo parecía dispuesta a defenderse si llegaba a ser necesario, sino que además sabía manejar un mosquete.


No necesitaba ser muy listo para comprender que era el tipo de persona que le podía ayudar a olvidar el pasado, Carla incluida. De hecho, empezaba a considerar seriamente la posibilidad de mantener una relación con ella.


Aparcó el coche y salió. Mientras se acercaba, se dijo que sería mejor que dejara el caso en manos de la policía de la ciudad y que mantuviera las distancias con Paula. Era muy peligrosa para él. Pero cuando vio el fondo de temor bajo su expresión decidida, supo que no podría dejarla.



****

—¿Quién está ahí? —bramó ella al oír sus pasos.


Pedro salió de entre las sombras y sonrió.


—No dispares. Vengo desarmado.


Ella se sorprendió tanto al verlo, que estuvo a punto de dejar caer el mosquete.


—¡Pedro! ¿Qué estás haciendo aquí?


—Damian me ha llamado. Le avisaron de comisaría y se puso en contacto conmigo —respondió—. ¿Estás bien?


Ella alzó la barbilla, orgullosa.


—Por supuesto. Sé cuidar de mí misma.


Él sonrió con sarcasmo.


—No lo he dudado ni un momento. Pero, ¿el mosquete funciona?


Paula también sonrió.


—No, pero los malos no lo saben. Y no me iba a quedar sola en la calle, sin ninguna defensa, mientras los agentes registran el edificio.


Pedro soltó una carcajada. Después, le quitó el mosquete y lo dejó en el techo de un coche patrulla.


—¿Qué ha pasado? ¿Alguien ha intentado entrar?


Ella se estremeció por el frío de la noche, y metió las manos en los bolsillos de la bata.


—No lo sé. Cuando la policía ha llegado, he alcanzado el mosquete y he bajado enseguida, pero la puerta estaba bien cerrada.


—¿Y qué me dices de la puerta de atrás y de las ventanas del piso bajo? Sé que estaban cerradas porque lo comprobé, pero son bastante viejas… Si alguien quisiera entrar, podría forzarlas fácilmente.


Paula palideció.


—No he tenido ocasión de asegurarme. Sólo quería salir de ahí.


—¿Y no has oído nada además de la alarma? Tal vez pasos o ruidos extraños…


Ella sacudió la cabeza y él imaginó lo mal que lo habría pasado.


Paula era más que capaz de afrontar cualquier problema, pero empezaba a conocerla bien y sabía que no era tan dura como fingía.


Se acercó un poco más a ella y le puso una mano en la cara. 


Fue un contacto leve, pero suficiente para que el ambiente se cargara de electricidad.


Los ojos de Paula se oscurecieron, y durante un segundo, Pedro tuvo la sensación de que podía ver su alma. 


Se quedó hechizado, inmóvil, sin poder pensar, sin poder sentir nada salvo el calor embriagador de su piel y los latidos acelerados de su propio corazón.


Los dos agentes que estaban registrando la librería salieron a la calle y caminaron hacia ellos, rompiendo el hechizo.


Pedro maldijo su suerte y apartó la mano al verlos.


Naturalmente, los conocía; pero eso no tenía nada de particular, había muy pocos policías o miembros del FBI que los Alfonso no conocieran.


—Hola, Pedro —dijo Jackson White, que le estrechó la mano—.¿Damian te ha llamado?


Pedro asintió.


—Sí. Existe la posibilidad de que este caso esté relacionado con unos robos en nuestros archivos —respondió.


—¿Ya han descubierto por dónde han entrado? —preguntó Paula.


—No han entrado —intervino Rick Sánchez—. Obviamente, alguien no sabía que había cambiado la cerradura…


Sánchez le enseñó una bolsa de plástico que contenía una llave. La llave con la que habían intentado entrar.


Al verla, Paula se quedó blanca como la nieve.


—¿Habéis encontrado huellas dactilares? —preguntó Pedro.


—No —dijo Jackson, disgustado—. La puerta estaba totalmente limpia; es obvio que llevaba guantes. Supongo que se asustó tanto al oír la alarma que salió corriendo y se dejó la llave en la cerradura.


—Y como no ha habido allanamiento ni robo —intervino su compañero —, tampoco hay nada…


—Nada que puedan hacer —lo interrumpió Paula.


—Eso me temo.


—¿Y ya está? ¿Se van a marchar sin más?


—No se ha cometido ningún delito —le explicó Jackson—. La ayudaríamos si pudiéramos, pero no podemos hacer nada hasta que ese canalla cometa un delito.


Paula sabía que tenía razón, pero estaba muy asustada. El barrio estaba tan terriblemente oscuro y silencioso, que le resultaba inquietante.


Empezaba a imaginar peligros detrás de cada sombra.


—Dime la verdad, Pedro. ¿Crees que ha sido la misma persona?


—Sí.


—Pero, ¿por qué? Ya se llevó los recibos que quería.


—Puede que sí y puede que no… —comentó—. No quiero asustarte, Paula, pero es posible que tu padre comprara más objetos robados y que nuestro intruso necesite algo que no encontró la primera vez.


—Pero no lo entiendo, dijiste que sólo habían robado veinte
documentos, los mismos que yo vendí por Internet.


—No —le corrigió—, yo no dije eso. Dije que los documentos que vendiste por Internet procedían de los Archivos Nacionales. Pero tenemos tantas cosas que no están en el inventario, que es imposible saber cuántos se han llevado y cuántos acabaron en posesión de tu padre.


—¡Oh, Dios mío! —dijo, estremecida—. Si esa persona tiene miedo de que lo encontréis, volverá para conseguir lo que está buscando. ¡Y ni siquiera sé lo que mi padre compró! ¡No tengo los recibos!


—Eso no importa. Lo solucionaremos —le prometió.


Pedro no estaba seguro de poder solucionarlo, pero quería
tranquilizarla. Además, Paula estaba en peligro y necesitaba su ayuda.


—¿Lo solucionaremos? ¿Los dos? —preguntó, sorprendida.


—No voy a dejarte sola. Te ayudaré —dijo—. Si trabajamos juntos, puede que tengamos las respuestas a finales de semana.


Paula dudó y pensó que debía rechazar su ofrecimiento. La
perspectiva de apoyarse en él resultaba demasiado atractiva, demasiado tentadora, demasiado peligrosa.


Pero le gustara o no, lo necesitaba. El intruso se había marchado aquella noche porque se había llevado una sorpresa al ver que había cambiado las cerraduras de la casa, pero la próxima vez, estaría prevenido.


Incluso cabía la posibilidad de que entrara en pleno día, cuando la librería estaba abierta al público. Al fin y al cabo, sólo debía esperar a que estuviera sola. Lo demás sería muy fácil; cerraría la puerta, la amenazaría con un arma, encontraría lo que necesitaba, y la mataría para no dejar testigos.


Al pensarlo, se le hizo un nudo en el estómago. Y por primera en su vida, conoció el verdadero significado de la palabra miedo.


—Está bien. ¿Cuándo empezamos?


Él se encogió de hombros.


—Cuando tú quieras. Si quieres acostarte ahora, volveré por la mañana. Pero si prefieres que empecemos ahora mismo…


Paula sólo había dormido cuatro horas cuando la alarma empezó a sonar. Estaba agotada, pero la idea de acostarse otra vez y de volver a oír los crujidos del viejo edificio y el sonido del viento en los árboles, la aterrorizó.


—Si no te importa, preferiría empezar ahora mismo.


Él asintió.


—No me importa en absoluto. ¿Por dónde empezamos?


—Por la cocina; por dónde si no —respondió con rapidez—. Antes que nada, necesito un café bien cargado.






NO TE ENAMORES: CAPITULO 13





Las calles de Capitol Hill estaban desiertas y oscuras a las cuatro de la madrugada. No había luna; el único sonido que se oía era el de las hojas secas que el viento arrastraba, aunque la sirena de una ambulancia que se dirigía al hospital George Washington, rompió la tranquilidad repentinamente.


Sin embargo, los residentes del barrio de Capitol Hill siguieron durmiendo a pierna suelta. Y en la oscuridad de las calles, nadie vio a la figura completamente vestida de negro que avanzaba entre las sombras.


Un perro ladró y la propia noche pareció contener el aliento. 


La figura se detuvo y permaneció inmóvil durante diez minutos, incluso después de que el animal dejara de ladrar.


El letrero de la librería Chaves, que estaba a media manzana de distancia, habría resultado invisible en la oscuridad si la luz procedente del escaparate, decorado con motivos navideños, no hubiera traicionado su presencia.


La figura de negro avanzó hacia la entrada principal, sacó una llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura. Un par de segundos después, soltó una maldición que nadie oyó. La llave no funcionaba.


En su frustración, empujó la puerta.


Y la alarma saltó.


Paula despertó de repente, y tardó un momento en reconocer el sonido. Era la alarma del edificio.


Sintió pánico; pero en lugar de dejarse dominar por el miedo, se levantó de la cama y extendió un brazo hacia el teléfono para llamar a la policía. Sin embargo, el teléfono se puso a sonar antes de que lo alcanzara.


—¿Dígame?


—¿Señorita Chaves?


—Sí…


—Soy Charles, de Washington Security. Acabamos de observar que la alarma de su establecimiento ha saltado. ¿Se encuentra bien?


—Sí, pero…


—¿Hay un intruso?


—No lo sé. No puedo oír nada salvo la alarma.


—Llamaré a la policía. Pero no se preocupe, me mantendré al teléfono hasta que el coche patrulla llegue.


Paula no había sentido más miedo en toda su vida. Quería
encender una luz, pero el instinto le decía que la oscuridad era la mejor protección en ese momento. Y los crujidos del viejo edificio, a los que estaba acostumbrada, le parecieron más inquietantes y amenazadores que nunca.


Ya empezaba a estar desesperada cuando oyó sirenas a lo lejos.


Menos de un minuto después, dos coches patrulla frenaron en seco delante de la librería.


No esperó más. Se puso una bata a toda prisa y bajó.





NO TE ENAMORES: CAPITULO 12






Pedro se dijo que había cosas en la vida que un hombre debía olvidar. Y que besar a Paula Chaves era una de esas cosas.


Por desgracia, no conseguía olvidarlo; cada vez que bajaba la guardia, ella volvía a sus pensamientos y lo tentaba y lo seducía. Ya había transcurrido una semana desde que se dejó llevar y tomó su boca, pero todavía sentía su sabor.


Y lo estaba volviendo loco.


Como en tantas otras ocasiones, se repitió no era para tanto, que sólo había sido un beso, que había besado a muchas mujeres a lo largo de su vida.


Pero no lo podía olvidar. Siete días después, seguía en su piel y en su memoria. Era lo mismo que le había pasado con Carla.


Al pensar en su ex, apretó los dientes. Cuando se enamoró de ella y se casó, pensó que había encontrado el tipo de amor que sus padres sentían, el que los había unido durante toda una vida. Sin embargo, su amor había resultado ser una fantasía, un sueño. Carla no le demostró quién era en realidad hasta que se marchó y le quitó a su hijo.


Por su culpa, ni siquiera sabía si podría volver a confiar en una mujer.


Pero Paula era distinta. Había entrado en su mente y lo asaltaba todo el tiempo.


La situación le resultaba tan inquietante que mantenía las distancias con ella. Cuando se veía obligado a llamarla por teléfono para informarle de la evolución del caso, era breve y se atenía a las cuestiones puramente profesionales.


Pero daba igual. Cada vez que se cruzaba con otra mujer, veía la cara de Paula. Y cuando iba a su barrio, no se podía resistir a la tentación de pasar por delante de la librería.


Era desesperante. No sabía qué hacer.


Mientras se dirigía a cenar a casa de su madre, se dijo que tenía que dejar de pensar en ella. El único vínculo que los unía eran los documentos robados. Cuando los encontrara, podría dejar de verla.


Lamentablemente, estaba en un callejón sin salida. Había interrogado a casi todas las personas de la lista de Paula, y todas negaban su relación con los robos y tenían coartada para la noche en la que entraron en la librería. Sólo esperaba que las huellas dactilares arrojaran alguna luz sobre el asunto.


—¡Vaya, ya estás aquí…! —dijo su madre cuando él entró en la cocina. Catalina Alfonso se acercó y le dio un abrazo—. Anda, saca la ensalada del frigorífico mientras yo sacó la lasaña del horno. ¿Qué tal tu día? Damian me ha dicho que trabajáis juntos en un caso.


Pedro gimió. No quería hablar de ese caso. Si su madre le tiraba de la lengua, él terminaría por mencionar a Paula, y ella lo sometería a un bombardeo de preguntas sobre su estado civil, su belleza y hasta su familia.


—¿Qué te ha contado Damian?


Catalina sacó la lasaña del horno y la dejó en la mesa. Pedro alcanzó una silla y se sentó.


—¡Oh, nada! Sólo que alguien vende objetos robados por Internet. Eso y que hay una mujer involucrada.


Pedro pensó que iba a estrangular a su hermano; Damian siempre disfrutaba complicándole la vida.


Durante un momento, Catalina se dedicó a servir la cena y pareció olvidarse del caso. Pero Pedro conocía bien a su madre, y no se dejó engañar; ardía en deseos de que sus tres hijos se enamoraran otra vez y sentaran la cabeza. De modo que no se llevó ninguna sorpresa cuando lo miró de repente y declaró con una sonrisa:
—Damian también ha dicho que esa mujer es muy atractiva.


—Mamá… —dijo en tono de advertencia.


—No me hables en ese tono. Sabes que sólo quiero que seas feliz. ¿Y bien? ¿Ya le has pedido que salga contigo? Podrías invitarla a la fiesta de Nochevieja… Me encantaría conocerla en persona —afirmó.


Ni la familia ni los amigos faltaban nunca a la fiesta de Nochevieja que su madre organizaba. Era todo un acontecimiento. Sin embargo, Pedro ya había aprendido que invitar a una amiga era un error; Catalina siempre llegaba a la conclusión de que había encontrado a la mujer de sus sueños, y no quería volver a pasar por esa situación.


—Era una sospechosa. Nada más.


—¿Era? Luego ya no lo es…


Pedro la miró con exasperación.


—No parece serlo, pero eso carece de importancia. No estoy
buscando ni una amante, ni una novia, ni nada por el estilo. Me he hartado de ese tipo de relaciones, y tú sabes por qué.


Catalina Alfonso no intentó hacerse la loca.


—Discúlpame, Pedro; sé que lo pasaste verdaderamente mal con Carla… ¿Has sabido algo de Tomy? —preguntó, refiriéndose a su hijo.


—No, nada. Supongo que no lo volveré a ver.


—No digas eso, hijo.


—¿Por qué? Es la verdad, mamá. El juez determinó que no tengo derechos sobre él porque no soy su verdadero padre. Carla no necesita nada más para expulsarme de su vida.


—Pero sabe que Tomy te adora —insistió—. Tú eres el único padre que ha conocido… ¡Y es Navidad! Estoy segura de que por una vez en su vida, será razonable y pondrá las necesidades de Tomy en primer lugar.


Pedro quiso ser tan optimista como su madre, pero no tenía motivos para serlo. Había llamado a Carla varias docenas de veces desde que se divorciaron, intentando que le permitiera ver ocasionalmente al niño, pero Carla se negó en todas las ocasiones, y al final lo amenazó con acusarlo de acoso.


—Yo no me haría ilusiones. Ya sabes cómo es Carla. Cuando toma una decisión, no la cambia por nada del mundo.


Pedro supo que a Catalina le habría gustado discutírselo, pero no podía; sabía que estaba en lo cierto.


—De todas formas, no renuncies a la esperanza —le rogó ella—. Aunque ahora no lo parezca, sé que las cosas mejorarán.


Catalina siempre había sido una de esas personas que veían la botella medio llena cuando otras la veían medio vacía. A Pedro le parecía digno de admiración; sobretodo, porque se había quedado viuda a los treinta años y había criado a tres niños sin ayuda de nadie. Pero eso no cambiaba nada. 


Había cosas que nadie podía cambiar; y la pérdida de su hijo era una de ellas.


Sin embargo, quería tanto a su madre que no quiso estropearle la noche con una verdad tan dolorosa.


—Tienes razón, mamá. Intentaré ser positivo.


—Quizás te sentirías mejor si salieras a divertirte más a menudo…


—Mamá…


—Y estaría bien que conocieras a alguna mujer interesante…


Pedro soltó una carcajada.


—Está bien, está bien, veré lo que puedo hacer. ¿Contenta? ¿Eso te hace feliz?


Ella sonrió, encantada.


—Por supuesto —respondió—. ¿Te he dicho ya que la sobrina de Mary Walker se acaba de mudar a Washington D.C.? He visto una fotografía suya y es verdaderamente preciosa.