sábado, 29 de abril de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 8





Pedro miró horrorizado las escasas pertenencias que tenía Paula.


—¿Eso es todo?


—La mayor parte de mi ropa se estropeó cuando se cayó el techo, pero no importa mucho, ya no me cabía. No tengo mucho más. He aprendido a viajar con poca cosa.


—Supongo que el resto de tus cosas las tendrás en casa de tu madre —dijo él.


Ella soltó una risita.


—Ni siquiera sé dónde está mi madre en estos momentos —dijo ella mientras guardaba una camiseta en una bolsa—. En Egipto, creo, pero no estoy segura. Puede que esté en América del Sur… En Perú, posiblemente.


—¿Y tú casa?


—No tengo casa —suspiró—. Ya te lo dije —miró otra camiseta, la olió y la rechazó.


—¿Ni siquiera una base? Has de tener algún sitio —añadió, incapaz de comprender cómo podía ser que no perteneciera a ningún sitio.


Pedro, si tuviera algún sitio, no estaría viviendo en este agujero —dijo ella.


Él se cruzó de brazos, frunció el ceño y la observó mientras empaquetaba.


Si es que podía llamarse así. La mayor parte de las cosas las estaba tirando en la cama y él pudo ver que estaban llenas de moho.


Tragó saliva. ¿Cómo podía haber sobrevivido a esa vida?


Ella cerró la bolsa y se puso en pie.


—Muy bien. Ésa soy yo.


—Sí, recojamos tus cosas y salgamos de aquí.


Llevaron un par de bolsas y unas zapatillas de deporte viejas al coche, después, ella se dirigió hacia la puerta otra vez.


—Iré a por la gata —dijo ella, y entró en el hotel.


—¿La gata? ¿Qué gata?


—Pebbles. La gata del hotel. Estará por aquí en algún sitio. Entra y sale por la ventana del tejado.


—¿Y qué tiene que ver contigo?


Ella lo miró alucinada.


—Yo le doy de comer.


—¿Y? —dijo él, con una sensación extraña.


—Que no puedo dejarla aquí. Es mayor.


—¿Y si yo no quiero tenerla en casa?


—Entonces, no iré —dijo ella con firmeza.


Pedro suspiró y se pasó la mano por el cabello.


—Busca a la gata —le dijo resignado, y comenzó a vagar por las habitaciones—. ¡Gatito, gatito, gatito!


—No te molestes, está sorda como una tapia. Hay que buscarla… ¡La tengo!


Y apareció en la puerta con una gata escuálida en los brazos.


—Las mujeres embarazadas deben tener cuidado con los gatos —dijo él.


Ella se rió.


—No te preocupes, la he desparasitado y no tiene caja de excrementos. Ya está. ¿Nos vamos?


Él miró a la gata y la gata lo miró a él. Después, volvió la cabeza, y se acurrucó, maullando, entre los brazos de Paula.


Preguntándose dónde diablos se estaba metiendo, Pedro señaló hacia las escaleras y dejó que ella pasara primero. Paula se metió en el coche y Pedro se aseguró de que la puerta del hotel estuviera cerrada. 


Después se sentó al volante y arrancó el motor.


—Bien, vamos a casa.




CENICIENTA: CAPITULO 7





Paula le pidió referencias, por supuesto.


—No puedes decir que no te lo advertí. Sólo por que seas un arquitecto fantástico no significa que no seas un asesino —le dijo.


—¿Y quién consideras que puede darte una referencia sobre mí? Teniendo en cuenta que es domingo.


Ella se encogió de hombros.


—¿Alguien que te conozca desde hace años? ¿Un médico? ¿Un profesor? ¿Un párroco? —lo miró dubitativa—. Probablemente, un párroco no.


—¿Qué tal Hernan Kavenagh?


—¿El chico de la tele? ¿Uno que es corresponsal en el extranjero o algo así?


—El mismo.


—¿Lo conoces? —preguntó ella.


—Somos amigos desde hace años. Ahora somos socios. Está casado con mi hermana. Viven a la vuelta de la esquina.


Ella negó con la cabeza.


—Oh, oh. Tenéis una relación demasiado cercana. Inténtalo otra vez.


—Nico Barón… ¿Has oído hablar de él? Es de los que mueven los hilos en la ciudad… Un buen chico. Es otro de mis socios.


—No.


—¿Y la esposa de Nico? Es arquitecto, pero ahora sólo puede pensar en pañales. Me conoce desde el colegio, ¿te servirá? ¿O también es demasiado cercana?


—¿Cómo de cercana?


Él sonrió un instante.


—La besé una vez cuando éramos niños. Ella me pegó una bofetada. No me quedaron ganas de intentarlo de nuevo.


—Ella servirá. No es lo ideal, pero me dirá si cree que no eres de fiar. Una mujer no mentiría.


—La llamaré —dijo él, y cuando ella contestó, añadió—: Hola, Georgia. Necesito que alguien dé referencias sobre mí para una posible empleada. A falta de párroco, tú eres la primera en su lista. ¿Te importaría hacer eso por mí?


—¡Oh, Pedro! ¿Merece la pena? —bromeó ella, provocando que él se riera.


—Está aquí, conmigo. Se llama Paula. Pondré el altavoz —dijo él, y apretó el botón para que pudiera escucharse su voz. Después, cruzó los dedos en el bolsillo y suplicó que Nico no le hubiera nombrado a Paula. «No lo estropees, Georgia. No lo estropees»—. ¿Georgia? ¿Me oyes?


—Te oigo —dijo ella—. Hola.


Él miró a Paula y después hacia el teléfono.


—Hmm… Hola, Georgia. ¿Tengo entendido que conoces a Pedro desde hace tiempo?


—Veinticinco años —dijo Georgia entre risas—. Un chico muy pesado.


—¿Puedo fiarme de él?


—¿Fiarte de él? —preguntó Georgia asombrada—. ¿Respecto a qué? ¿A tu seguridad? ¿A tu reputación? ¿A tu castidad?


Para su sorpresa, Paula se rió.


—Es un poco tarde para mi reputación, y la castidad la perdí hace tiempo. Me refería a mi seguridad.


—Completamente. Bueno, en realidad, puedes fiarte en todos los aspectos. Nosotros nos fiamos de él con nuestros hijos, y los trata de maravilla. Ellos lo adoran. Es un chico encantador. Nada le supone demasiado problema.


—Sí. Creo que tienes razón —dijo Paula—. Además tiene una casa preciosa.


—¿Te ha mostrado su casa? —preguntó Georgia sorprendida.


—Sí… Bueno, era importante que lo hiciera. Quiere contratarme como ama de llaves.


—¿Ama de llaves? —preguntó Georgia con el corazón encogido—. ¡Santo cielo, pensé que querría una secretaria personal o algo así, Paula!


—¿Hay algún problema con ello? —preguntó Paula.


Pedro oyó un comentario por detrás.


—Ssh, Nico, quiere hablar conmigo, no contigo. Podrás hablar con Pedro enseguida. Hmm… Ningún problema, sólo que no sabía que estuviera buscando un ama de llaves, pero lo comprendo. Es muy desordenado. Aunque desde que tiene esa casa pretende ser más cuidadoso.


—Y no sé cocinar —dijo Pedro, agarrando el teléfono y desactivando el altavoz antes de que Nico dijera algo inconveniente—. Y planchar se me da muy mal. En cualquier caso, esto está dejando de ser novedad.


—No pensé que fuera a durar. Paula, no le hagas caso. No quieres trabajar para él en esa casa, es una pesadilla…


—No puede oírte…


—Dime que no es la okupa del hotel —dijo Nico, retirando a Georgia del teléfono.


—¿Qué? —preguntó Georgia.


—Gracias por las referencias —dijo él, y cortó antes de que alguno de los dos dijera una inconveniencia.


Paula, lo miraba fijamente.


—¿Eres muy desordenado? Ya me había dado cuenta. La mesa está hecha un desastre, las cajas de arriba todas revueltas, y no has hecho la cama —dijo pensativa—. Y teniendo en cuenta que la casa está casi vacía porque acabas de mudarte, no hay mucho que desordenar. Así que a lo mejor Georgia tenía razón. ¿O vas a cambiar en esta casa?


Él soltó una carcajada.


—Depende del día, y no has visto mi estudio. Allí reina el caos, te lo aseguro.


Ella lo miró en silencio y sonrió.


—Bueno, ella parece agradable. Decente. Lo acepto.


—¿El trabajo?


Paula asintió y él suspiró aliviado.


—Estupendo. ¿Cuándo quieres empezar?


Ella se rió.


—¿Qué te parece dentro de cinco minutos? —le dijo.


—Me parece estupendo —dijo él, y se relajó pensando en que ya no tendría que preocuparse por que el techo del hotel se derrumbara sobre aquella chica.







CENICIENTA: CAPITULO 6





¿Sobrecogedor?


Él sonrió extrañado. Era extraño que le importara tanto su opinión, pero así era.


—Gracias —dijo Pedro. Y entonces, pensó en todo lo demás. En el trabajo que había creado de repente, en el hecho de que ella iba a mudarse del hotel sin saber nada acerca de él y de sus intereses personales y, de pronto, se sintió culpable por no haberle dicho que estaba involucrado en el proyecto.


Ya tendría tiempo de decírselo después.


Era probable que ella se enfadara con él por no habérselo dicho, pero para entonces estaría en un lugar seguro, recibiendo el mejor asesoramiento legal y con la posibilidad de que tuviera el futuro más asegurado.


Podría vivir con ese cargo de conciencia.




CENICIENTA: CAPITULO 5





—¡Cielos!


Ella vio que él la miraba, pero continuó mirando la verja de hierro que estaban atravesando con el coche. Nada más entrar, torcieron a la izquierda y aparecieron frente a una casa.


Sin duda, era una casa, pero ella nunca había visto algo así. 


El tejado era casi plano y tenía un alero pronunciado. La puerta era negra y estaba situada en la mitad izquierda. 


También había tres ventanas y un ventanal que llegaba casi hasta el tejado.


En el lado derecho estaba el garaje.


No era una construcción bonita, pero era de atractiva simplicidad.


Él detuvo el coche frente al garaje, junto a un contenedor lleno de materiales de construcción y basura que indicaba que la casa estaba recién construida o que acababan de renovarla.


Ella miró a Pedro. Había salido del coche sin decir nada y se había acercado a su puerta para ayudarla a bajar. Ella lo siguió hasta la puerta y esperó a que abriera.


Al ver que hacía un gesto para que pasara, dio dos pasos hacia delante y se detuvo asombrada. La pared del fondo era de cristal. Desde el suelo hasta el techo. Y tras la enorme cristalera se veía una terraza, una gran extensión de césped y el mar en el horizonte.


Ella dio otro paso adelante. Ni siquiera se fijó en la casa. Era irrelevante. El mar la tenía atrapada. El sol brillaba sobre el agua revuelta, pero ella podía imaginarlo brillando sobre el mar en calma, o sobre un fuerte temporal. Sabía que reflejaría cualquier estado de la naturaleza, la brisa del viento y las gotas de lluvia, renovando su espíritu, recargando su energía y llenando su alma. Era impresionante y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.


Adoraba el mar. Y necesitaba verlo. Y él veía aquello cada día. Impresionante. Un hombre afortunado.


Ella apartó la vista y miró a su alrededor. Al fijarse en la casa, se quedó boquiabierta.


Estaban en el recibidor donde se encontraba la escalera. Era un espacio amplio y vacío, excepto por los escalones de madera que parecían salir de la pared.


Ella se acercó a la cristalera fijándose en las paredes blancas y el suelo de pizarra. A la derecha, vio la entrada a un salón enorme donde había grandes sofás alrededor de una mesa de café y de una alfombra de lana. La habitación estaba dividida en dos, y la cocina quedaba en una esquina desde la que se podía ver el mar mientras se cocinaba. Era preciosa.


Asombrosa. Tan simple, de líneas tan puras…


Eso era. Puro. Daba sensación de calma y tranquilidad y hacía que olvidara el estrés de los últimos meses. Era sorprendente que una casa pudiera provocar una sensación así con sólo entrar en ella.


Se volvió y miró a Pedro a los ojos. Él la observaba, esperando su reacción.


—Es preciosa —dijo ella, y para su sorpresa vio que él se relajaba, como si le importara su opinión—. Alucinante. Es como una de esas casas modernistas de los años treinta que he visto en los libros… Y no me preguntes de quién, soy malísima con los nombres, pero… ¡Guau, Pedro! Es impresionante. El espacio, la luz… ¿Tú también puedes sentirlo? ¿O sólo soy yo? —de pronto se preguntó si él iba a reírse de ella.


—Creo que has endulzado demasiado el pastel. No es que no me sienta halagado, pero ellos estaban a otro nivel. Pero me alegro de que te guste.


—Me encanta. Es impresionante, y no está a otro nivel, para nada. Bueno, en realidad no sé nada de esto, pero creo que no le estás haciendo justicia al arquitecto. Es estupenda. ¿Quién la ha diseñado? Me encantaría conocerlo. ¿Es nueva o la has reformado?


—No, es nueva.


De pronto, él adoptó una expresión extraña y ella lo miró un instante.


—Oh, cielos —dijo en voz baja— Has sido tú, ¿no es así? ¡Tú la has diseñado! La has diseñado y la has construido tú mismo. Es eso, ¿verdad? ¡Tú eres el arquitecto!


Él asintió y esbozó una sonrisa.


—Tuve mucha suerte con la parcela. Antes había una casa de estilo similar, mucho más sencilla y pequeña, pero la mujer que vivía aquí no podía mantenerla y empezó a deteriorarse. Al final, hubo un incendio y tuvieron que demolerla. Los urbanistas insistieron en que la casa nueva tenía que parecerse a la original. Siempre me ha gustado la arquitectura modernista, y siempre había soñado con construirme una casa como ésta, pero nunca pensé que tendría la oportunidad de hacerlo. Bueno, no hasta que fuera mayor, pero resultó que estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado y que la suerte estaba de mi lado.


«¿Suerte? Querrás decir dinero», pensó ella.


—Santo cielo. Eres tremendamente rico, ¿no es así? —mirándolo como para obtener alguna pista—. Probablemente seas millonario.


Él soltó una carcajada.


—No tanto. En estos momentos tengo muchas deudas, pero tuve suerte y, en Nueva York, conseguí algunos inmuebles potencialmente valiosos. Después los vendí y…


—¿Cuánto tiempo tardaste en construir tu imperio inmobiliario? —dijo ella.


—Diez años, supongo. Compré mi primer piso a los veintiún años, y ése fue el principio. Pero fue en Nueva York, hace cuatro años, cuando empezaron a irme bien las cosas. Y puesto que tenía contactos en el mundo inmobiliario conseguí oportunidades que otros no habrían conseguido.


«Y un don. Un talento extraordinario», pensó ella. Y eso que todavía no había visto toda la casa.


Miró de nuevo a su alrededor y se fijó en que estaba amueblada de forma sencilla. La mesa de comedor, la mesa de café y los escalones eran de madera de roble, Paula se fijó en que había tazas y platos llenos de migas sobre la mesa de café, y que en la encimera de la cocina había una botella de leche vacía.


—Siento todo este lío —dijo él.


Ella negó con la cabeza.


—Al menos, ahora me creo que necesites a alguien para cuidar de la casa.


Él sonrió y ella se dirigió a la cocina.


—¿Crees que podrías ocuparte de esta cocina? —preguntó él.


Ella se rió con suavidad.


—No. Me pasaría el día mirando al mar y soñando —le dijo.


—Te acostumbrarás con el tiempo.


Ella negó con la cabeza.


—Nunca. Es impresionante, Pedro. Me encantaría ver el resto de la casa, ¿me la enseñas?


Él sonrió un instante, pero Paula se dio cuenta de que la mirada de sus ojos color avellana era cálida.


—Por supuesto —contestó él, y la guió de nuevo al recibidor.
Paula señaló una puerta corredera que había en el otro extremo.


—¿Qué hay allí?


Él cerró la puerta antes de que ella pudiera asomar la cabeza para mirar.


—Mi estudio. Está hecho un desastre. No hace falta que lo veas.


La guió escaleras arriba y le mostró los dormitorios. Todos tenían una cristalera con vistas al mar. Incluso el baño de la habitación principal tenía un ventanal, de forma que se podía contemplar el mar desde la bañera.


—¡Guau! —exclamó ella en voz baja.


Lo imaginó en la bañera con una copa de vino y un libro, contemplando la maravillosa vista. Lo miró.


¿Qué aspecto tendría…?


¡No! ¡No debía pensar en eso! Y menos si iba a vivir con él, trabajando como ama de llaves.


Ama de llaves. Las palabras la hacían pensar en una mujer de mediana edad, vestida de gris y con un delantal blanco.


Y no en una mujer embarazada de veinticuatro años, sin casa y sin estudios.


—Impresionante —dijo ella, y miró la zona de la bañera, preguntándose si sería fácil de limpiar.


Lo siguió hasta la habitación principal y trató de no fijarse en la cama deshecha, y tentadora, que estaba al otro lado del ventanal.


—No hay cortinas —dijo ella—. En ningún sitio. ¿Es por que acabas de mudarte? He visto el contenedor en el jardín y los materiales de construcción.


—Me acabo de mudar, pero no hay cortinas porque no son necesarias.


Apretó un botón en la pared y la vista desapareció, dejando la habitación con una iluminación más tenue. Lo apretó de nuevo, y la habitación se oscureció aún más. Después, volvió a presionarlo hasta que el mar apareció de nuevo ante sus ojos.


—Cristales inteligentes —dijo él.


—¿Cómo funcionan?


—Hay una corriente que atraviesa el cristal y corta la luz.


Ella frunció el ceño y lo miró, sin estar segura de haberlo comprendido.


—Entonces, ¿no necesitas cortinas para aislar? ¿Es una casa completamente bioclimática?


Él esbozó una sonrisa.


—No del todo. Si fuera completamente bioclimática no tendría una pared de cristal, pero he hecho todo lo posible en el resto de las cosas. Son cristales triples y el hecho de que se oscurezcan hace que se ahorre energía, manteniendo el calor en el invierno dentro de la casa, y evitándolo en verano. Y consumen muy poca energía para cambiar de opacidad. Son los mejores que hay en el mercado.


—¿No te sientes culpable por tanto consumismo, Pedro? —murmuró ella.


—Para nada. Toda la casa está bien aislada, el tejado está cubierto de placas solares, la calefacción también se alimenta de energía solar, tiene un sistema de recuperación de aguas grises y de agua pluvial para regar el jardín y, gracias al diseño de las ventanas y del tejado, se mantiene fresquita y no necesita aire acondicionado en el verano. Es la muestra real de mi trabajo, y creo que es lo que el consumidor moderno está buscando.


Él parecía estar un poco a la defensiva, como si esperara que ella no lo creyera. Paula lo miró y se volvió para que no la viera sonreír. Regresó al pie de las escaleras y miró las otras habitaciones. Estaban sin amueblar, y una de ellas estaba llena de cajas.


Todo indicaba que él acababa de mudarse a la casa.


Se fijó en una puerta que probablemente daba paso a otro baño.


—¿Todas las habitaciones son así? —preguntó ella con incredulidad.


Él se apoyó contra el cerco de la puerta y sonrió.


—¿Me matarás si te digo que me parece lo razonable? —dijo él.


—Bueno… —sonrió ella—. ¿Y cuál será la mía?


—Ninguna de éstas —dijo él—. La tuya está abajo.


La guió escaleras abajo y por el pasillo mientras ella se amonestaba por haber pensado que la empleada doméstica también tendría una habitación con vistas al mar. Entonces, él abrió una puerta que daba a un pequeño salón. Pequeño según sus estándares, no los de ella. Junto al salón había un dormitorio con una cama nueva situada frente a las vistas maravillosas, un baño, y una cocina con una mesa y unas sillas.


Paula se percató de que debían de estar en la zona que había junto al garaje. Era como un pequeño apartamento, con una entrada propia. Junto al primer dormitorio, había otro más pequeño. La única zona habitable de la casa, aparte de su cocina, que no tenía vistas al mar.


¿Y esa zona era para ella?


Como si él hubiera leído su mente, le preguntó:
—Creo que si tú y el bebé os quedáis aquí, tendréis todo lo que necesitáis. La cocina es sencilla, pero no la necesitarás si vas a cocinar para mí, excepto para prepararte algo de comer en tus días libres. ¿Supongo que comerás conmigo?


Durante un instante Paula sintió que el pánico se apoderaba de ella. ¿Y si fallaba?


¿Y si no podía desempeñar aquel trabajo? ¿Y si a él no le gustaba vivir con ella?


Quizá su hija le pareciera demasiado ruidosa, o le molestara que ella comentara todo lo que se le pasaba por la cabeza. 


Tenía que dejar de hacerlo.


Su estudio estaba al lado de su habitación, aunque las puertas quedaban muy alejadas. ¿Y si el bebé lloraba y lo molestaba mientras él estaba trabajando? Quizá no trabajara demasiado tiempo en casa. Quizá tuviera un despacho en otro sitio. Le hubiera gustado entrar en su estudio. Quizá habría podido obtener más información acerca de él.


—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó él—. ¿Es suficiente?


—¿Suficiente?


—Ya sabes, para ti y para tu hija. Lo diseñé con idea de que fuera una habitación de invitados, un apartamento para mis padres, o para un empleado doméstico, pero no lo diseñé pensando en un bebé. Supongo que podría ponerle moqueta, para que sea más agradable para la niña. ¿Qué opinas?


—¿De la casa? ¿O de la moqueta?


—De ambas. De todo.


Ella pensó en bromear, pero decidió no hacerlo. Aparte de que necesitaba, y deseaba, aquel trabajo, no podía mentirle. Y menos cuando su opinión insignificante parecía tan importante para él.


—Creo que es la casa más bonita que he visto nunca —dijo ella—. Y siento haber bromeado acerca de lo del consumismo.


Él esbozó una sonrisa.


—En cierto modo tienes razón, por mucho que yo trate de justificarlo —dijo él—. Entonces… ¿podrías vivir aquí? ¿Lo harías? ¿Aceptarás el trabajo?


—Por supuesto. No sé cómo lo haré de bien, pero haré todo lo posible y seguro que aprenderé. Si me das la oportunidad de hacerlo, no se me ocurre un sitio mejor donde me gustaría estar. Es impresionante. Y creo que has creado algo más que una casa, algo excepcional, y sobrecogedor.