lunes, 11 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 3





Toda la obra fue muy bien. Al público le encantaron las canciones de Aly, sobre todo la de la mamá tigre que enseña a su hijito a rugir. 


Una niña, Jaime Cranston, olvidó su texto y Paula tuvo que ayudarla, lo que le molestó mucho, porque era una de las primeras de la clase y había sido la única que había necesitado ayuda de la profesora. Paula se dijo a sí misma que tendría que animarla un poco después de la obra, pero después vio que no sería necesario, pues los padres de Jaime subieron al escenario sin que nadie se diera cuenta a abrazar a su hija.


Paula volvió la mirada a la obra, pero sin poder dejar de mirar a la familia por una rendija del telón. El padre habló a Jaime en voz baja y ella sonrió. Después la abrazó y también lo hizo su madre. Paula dejó de prestar atención a lo que estaba ocurriendo en el escenario y se centró en la parte de atrás: aquella mirada de la madre de Jaime era como la de una virgen, irradiando serenidad y amor, y supo que nunca podría olvidarlo.


Aunque Paula no pudo oírla, supo que cuando ella se inclinó sobre su marido, las palabras que le susurró fueron: «te quiero».


Después volvieron a sus asientos y Paula volvió a centrarse en la obra.


Cuando cayó el telón, toda la sala, o mejor dicho, el gimnasio, se puso en pie aplaudiendo. Paula saltó al escenario y reunió a los niños para que saludaran. Ante la luz cegadora de los flashes, Paula y sus alumnos recibieron su merecido premio.


En aquel momento no fue orgullo lo que la embargó, sino una pena y un vacío muy hondos. 


Era la primera vez que se sentía así.


Cuando todos los niños se hubieron marchado, Paula echó un vistazo a su clase. La luz de la tarde entraba por las ventanas. Todo era muy familiar, y sin embargo, se sentía extraña. En lugar de recoger el trabajo que se tenía que llevar a casa, sacó su ligera chaqueta de primavera del armario, las llaves y cerró la puerta de la clase tras de sí.


El viaje en metro se le hizo muy corto y no dejó de mirar su reflejo en la ventana del vagón, como si fuera una extraña más entre la multitud.


Se levantó de un salto de su asiento al llegar a su parada y caminó las tres manzanas hasta su edificio. Normalmente Paula disfrutaba de ese paseo y se decía a sí misma que tenía suerte de vivir en la parte histórica de la ciudad, pero aquel día no apreciaba nada.


Abrió la puerta del portal y sin detenerse a mirar en el buzón, subió hasta su casa. Tampoco se molestó en llamar a la puerta de Pedro para ver si había llegado ya.


Al entrar en casa vio la luz del contestador automático parpadeando, tenía dos mensajes, pero tampoco le importó. Se dejó caer en el sillón y se quedó mirando al techo. Se sentía... vacía.


¿Qué le había pasado? Al final todo había ido muy bien: la obra, la charla con los padres, ¡os exámenes que habían hecho sus niños por la mañana... Sus niños...


Pero los niños no eran suyos, sino de otras personas. Paula recordó el rostro de la madre de Jaime, radiante de amor y orgullo ante su familia. No sabía a qué se dedicaba aquella mujer, pero suponía que su familia sería su prioridad.


Ella nunca había considerado el tener una familia como una de sus prioridades.


Le gustaba, o mejor dicho, le encantaba, estar soltera. Le gustaba salir con gente distinta cada fin de semana y conocer a mucha gente distinta. 


Sus amigas, Aly por ejemplo, consideraban el tener citas como el paso previo a encontrar al hombre ideal con el que casarse, pero Paula no lo veía de ese modo. No se veía capaz de cenar con un hombre mientras valoraba su potencial para el compromiso de por vida. Desde luego, no tenía prisa por encontrar al hombre de su vida.


Pero en aquel momento ya no veía las cosas del mismo modo; tal vez Aly y tantas otras mujeres tuvieran razón y salir con hombres era el medio de llegar a tener algo más, algo que quizá no encontrara si seguía tomándose sus citas como una diversión pasajera.


¿Acaso necesitaba algo más? ¿Había algo que no había tenido en cuenta?


Paula se levantó de un salto del sofá y fue hacia la cocina. Normalmente se tomaba una cerveza y veía la tele mientras se preparaba algo para cenar, pero súbitamente ese plan le pareció muy de solterona. Sacó una tetera que apenas usaba de un armario y se preparó un té. Muy hogareño.


¿Hogareño? Paula se quedó parada en medio de la cocina, preguntándose si realmente estaba pensando en tener una familia. ¿Ella? ¿Paula Chaves, la mujer amante de la diversión y la soltería, podía desear tener un marido?


El teléfono empezó a sonar y Paula se sobresaltó.


—¿Sí? —contestó rápidamente.


—Has llegado pronto a casa. Iba a dejarte un mensaje —la voz de barítono de Pedro la saludó, ligeramente fría, como suena la de una persona que hace una llamada personal desde el trabajo. Paula sabía que debía de estar en el trabajo, porque si hubiera llegado a casa, hubiera subido directamente a verla.


—Hola, Pedro.


—Pareces agotada. ¿Te han tratado mal los niños? Oh, pero hoy era la actuación, ¿no? ¿Qué tal ha ido?


—Bien, sin problemas —respondió ella, incapaz de ser más comunicativa, echando un vistazo al exterior por la ventana de la cocina. El brillante sol de la tarde hizo que se retirara rápidamente.


—Hoy es viernes, otra vez —continuó Pedro—, y esta vez te toca elegir. ¿Dónde te apetece ir a cenar esta noche?


Maldición. No podía creer que hubiera olvidado su cena de todos los viernes con Pedro, pero realmente no se sentía como para salir aquella noche. Iba a meterse en la bañera con un disco de Billy Joel y a ordenar sus pensamientos hasta que acabase de aclararlos. Tenía que pensar sobre su futuro.


Pedro, esta noche no me encuentro muy bien.


—¿Qué te ocurre? —preguntó Pedro un segundo después.


—No me ocurre nada.


—Pues hay algo que no encaja. Nunca habías cancelado una cena. Yo lo he intentado dos veces y siempre has acabado convenciéndome para que dejara el trabajo o lo que fuera. Y siempre has tenido razón, así que te recogeré dentro de un par de horas. Aún me quedan unas cosas que acabar por aquí.


Pedro, lo digo en serio. Lo siento, pero no puedo quedar esta noche.


—De acuerdo, no te preocupes. No me lo tomaré a mal, pero dime por qué no quieres salir.


—Pareces preocupado.


—Y lo estoy, porque a nadie le gusta salir tanto como a ti.


Pedro —insistió ella—, estoy bien. Sólo quiero quedarme aquí y pensar un rato.


Pedro soltó una carcajada, aunque no era su estilo.


—Esa excusa sí que no me la habían puesto antes.


Pedro, por favor, hablamos mañana. No te rías de mí.


—No, no lo pretendo —respondió él, poniéndose serio de nuevo—. Espero que soluciones pronto lo que te tiene preocupada. ¿Quieres que lo dejemos para mañana por la noche? No sé si tienes algún plan ya...


Paula no tenía ninguna cita.


—Te llamaré mañana, pero en principio, no habrá problemas —dijo, distraída.


—Un momento —Pedro tapó el micrófono del teléfono y volvió al cabo de unos segundos —. Paula, tengo que dejarte. ¿Hablamos mañana entonces?


—Sí.


—Que no se te olvide llamarme...


—No se me olvidará.


Se despidieron y colgaron. Paula intentó controlar el curso de sus pensamientos, pero a pesar de todos sus esfuerzos, había algo que no dejaba de rondarle la cabeza: «Quiero tener una familia».


—Bueno —pensó—, ¿por qué luchar contra ello? Ya lo he decidido.


Al girarse vio el póster de los Patriots que Pedro le había regalado el mes pasado como recuerdo de su primer encuentro. Sonrió al recordar la imagen de Pedro, tal alto, moreno y guapo, entrando con un bate en la mano en su apartamento... el dulce y responsable Pedro.


Le había dicho que lo llamaría sin pensarlo, para que no se preocupara, pero pensándolo mejor, sería la persona perfecta para echarle una mano.


Si alguien podía entenderla sería él. El no tenía mujer ni hijos, y tampoco había salido con nadie en serio desde que ella lo conocía, pero perseguía sus metas y era ambicioso. Ella necesitaba a alguien así para planificar cómo reestructurar su vida en torno a su nuevo objetivo: formar una familia.




PAR PERFECTO: CAPITULO 2




Medio año más tarde


La función del Día de la Madre sería una catástrofe anunciada.


Veintisiete chicos de tercero corrían alocados por detrás del escenario haciendo todo tipo de travesuras y tropezándose con sus propios disfraces de animales.


Paula echó un vistazo a su reloj. Aún faltaban cinco minutos para que se abriera el telón. Sabía que lo único que haría detenerse a los niños sería su penetrante y poco femenino silbido, el mismo que utilizaba para reagrupar—los y llevarlos a clase después del recreo. Los niños siempre se tapaban los oídos en un gesto de terror fingido y obedecían a la llamada, pero no le gustaba la idea de emplearlo en aquel momento, consciente de la presencia de los padres al otro lado del escenario.


—Niños, niños, calmaos —susurró, pero nadie le hizo caso, lo que obligó a Paula a tomar una medida drástica.


Se llevó los dedos a la boca y silbó con todas sus fuerzas.


—¡Señorita Chaves! —exclamaron, llevándose las manitas a los oídos.


Paula hizo una mueca al acordarse de los padres, pero se tranquilizó al oír unas risas e incluso una sonora carcajada al otro lado del telón. Debía haber imaginado que ellos la comprenderían e incluso aprobarían sus medidas. Aliviada, se volvió hacia la clase.


—Muy bien —dijo, abriendo los brazos para que los niños acudieran hacia ella—. Recordad que tenéis que hacerlo lo mejor que podáis. Si os olvidáis de una frase o de una canción, no pasa nada. Esto lo hacemos para divertirnos, ¿de acuerdo?


Todos asintieron, muy serios para variar en sus peludos disfraces.


«Éstos son mis chicos», pensó Paula, y sonrió para sí.


—Y yo estaré delante del escenario, como en los ensayos, por si necesitáis ayuda para recordar algo. En el último ensayo salió todo genial, ¿verdad? —todos asintieron con vehemencia—. Vuestros padres estarán muy orgullosos de vosotros, tanto si han podido venir, como si no —dijo, mirando a ciertos niños en concreto.


—¡Hola, señorita Berenson! —gritaron todos a una cuando la cabeza de Aly Berenson, la profesora de música, apareció por el telón.


—Hola, pandilla. ¿Estáis listos para rocanrolear?


—¡Sí! —gritaron todos. Les encantaba Aly, con su pelo cobrizo y su facilidad para inventar en un momento una cancioncilla graciosa sobre cualquier alumno.


Aly miró a Paula.


—¿Y tú? ¿Estás lista? —preguntó sonriendo—. Tenemos un lleno absoluto ahí fuera. Paula le sonrió.


—Hay muchos nervios de preestreno sueltos.


—¿Tuyos o de los niños? —Tengo que reconocer que estoy un poco nerviosa.


—Yo también —admitió Aly—. Y no tengo excusa, porque todos los años escribo las canciones de las obras del colegio y ya tengo merecido un premio Tony. O dos.


Paula se volvió a los niños y les dijo que se colocaran en sus puestos. Mientras su zoo de ocho años corría a obedecerla, le dijo a Aly:
—Eres genial. Cuando se me ocurrió hacer una función el Día de la Madre, pensé que me matarías.


—No, es estupendo —dijo Aly—. Lo he pasado muy bien. La canción del tigre fue un poco complicada, pero para eso estamos los genios.


—En cualquier caso, toda esa gente no ha venido a vernos a nosotras...


—Tienes razón. Buena suerte. Te veré luego —dijo, antes de desparecer tras el telón.


Paula miró a los niños y cuando le pareció que todos estaban bien colocados, llamó a un leoncito llamado Jeremy y lo condujo al centro del escenario.


—¿Estás listo?


—Sí —dijo él, con voz temblorosa y decidida a la vez.


—Muy bien. Voy a salir ahí fuera. Tú quédate aquí, cuenta hasta veinticinco lentamente y después sal al escenario.


—De acuerdo, señorita Chaves. No estoy asustado —añadió, más para sí mismo que para ella.


—Ya lo sé —dijo, colocándole un dedo sobre la nariz—. Bien, empieza a contar.


Paula bajó al patio de butacas por una puerta lateral y se colocó frente al escenario. Decidió no dar un breve discurso de bienvenida porque imaginó que Jeremy estaña contando rápido, así que saludó con la mano a los padres que habían empezado a aplaudir y se colocó frente al escenario justo en el momento en que Jeremy salía a escena.


—Madres y padres —empezó Jeremy, recordando hablar en voz muy alta—. Los estudiantes de tercero de la señorita Chaves estamos orgullosos de presentar: Mamas salvajes. Y para eso vamos a ir al zoo, donde los animales se preparan para celebrar el día de la madre —con un rugido, Jeremy acabó su intervención y corrió tras la cortina con el aplauso de los padres.


PAR PERFECTO: CAPITULO 1




Pedro oyó que una mujer gritaba en el piso de arriba, pero no pudo entender ninguna palabra. 


El agudo grito rompió la calma de Pedro mientras tomaba un tazón de cereales en la mesa de la cocina y le provocó un sobresalto. Se levantó y retiró la cortina un poco para echar un vistazo afuera; la ventana del piso de arriba estaba abierta. Tras semanas de un frío muy intenso, aquel inusualmente cálido día de noviembre había hecho que su vecina se animara a abrir todas las ventanas. Pedro aguardó en silencio unos minutos, pero no oyó nada más.


Aún algo tenso, Pedro volvió a su tazón de cereales, pero manteniéndose alerta. Intentó relajarse diciéndose a sí mismo que vivir en Boston implicaba entablar una relación con sus vecinos, le gustase o no. Y, aquel día, lo cierto era que no le apetecía mucho conocerlos. Se había dado el lujo de dormir todo lo que le pidiera el cuerpo, hasta después del mediodía, y después había abierto su maletín y había trabajado durante una hora antes de darse cuenta de que no había desayunado.


Pedro se acabó la leche del tazón antes de llevarlo a la pila, fregarlo y secarlo a conciencia. 


Repitió la operación con la cuchara y colocó los dos utensilios en sus lugares respectivos.


Otra vez.


Otro grito de mujer resonó en el callejón entre los dos edificios y llegó hasta la cocina de Pedro. Se quedó de pie, sin moverse, intentando sentirse molesto por el ruido, como cualquier otro ciudadano.


Al menos no lo habían despertado los gritos, pensó él. Pero ¿a quién le estaría gritando? No oía ninguna otra voz.


Él dio tres pasos hasta el sofá y se dejó caer en él. Buscó el mando bajo su trasero y pensó que un poco de televisión lo ayudaría a relajarse. Lo necesitaba de verdad, y además el sonido de la tele ahogaría los gritos de su vecina; esperó que no volviera a hacerlo cuando él tuviera que ponerse a trabajar en serio.


Pero antes de que apretara el botón de encendido, oyó un golpe sobre su cabeza acompañado de otro chillido.


Después, silencio.


Pedro se puso en pie de un salto.


Había alguien con ella. Y sonaba como si le fuera a hacer daño. Tal vez lo hubiera hecho ya.


Pedro esperó tenso, oyó otro golpe, de un mueble, y otro grito indignado.


En su mente se dibujó la imagen de la mujer, aunque no la conocía. Sus rasgos no estaban definidos, pero había terror en sus ojos y temor por el siguiente golpe, que no se haría esperar. 


Él sintió también el terror. Lo había vivido hacía años.


Pedro corrió a la ventana abierta.


—¡Eh! —gritó, consciente de que su interrupción no serviría para nada con alguien como su propio padre, pero deseando que el hombre del piso de arriba fuera otro tipo de cobarde—. ¡Eh! ¿Qué pasa ahí arriba?


La mujer volvió a gritar pero tenía que haberla entendido mal:
—¿Qué clase de juego es éste?


¿Juego? Pedro, que seguía junto a la ventana, echó un vistazo al aparcamiento mientras intentaba ordenar sus ideas. Tal vez alguien estuviera practicando algún extraño «juego» con ella, algún enfermizo juego sexual... Un compañero del departamento había trabajado en un caso parecido hacía unos meses; un hombre había matado a su mujer sin querer en el transcurso de una sesión de sado.


Entonces empezaron a sonar unos golpes rítmicos contra el suelo, el techo de Pedro.


—¡Vamos! —gritó la mujer—. ¡Vamos! ¡Por Dios! ¡No! ¡No!


La furia hizo presa de Pedro, que corrió a su cuarto y agarró el bate de béisbol de detrás de la puerta. Después salió de su piso y subió las escaleras a la carrera, resbalando por culpa de los calcetines sobre el suelo de madera, y abrió de un golpe la puerta del piso encima del suyo. 


Entró en el salón con el bate levantado y la mujer, que veía la televisión sentada en el suelo, se puso en pie de un salto y gritó.


—¿Estás bien? —preguntó él.


—¿Quién demonios eres? —exclamó ella.


Pedro la ignoró por un segundo e inspeccionó con la vista la sala, la cocina, su cuarto y el baño, a pesar de las protestas de ella.


No había nadie. Después de haber confirmado que estaba sola, él volvió al salón, donde ella lo miraba con ojos asombrados, esperando una explicación.


—Vivo en el piso de abajo. Oí tus gritos y...


—¿Y por eso has entrado así? ¿En mi casa? —la mujer lo miró un segundo—. Bueno, siento haberte molestado. Es que me excito mucho con...


—¿Estás bien? —repitió Pedro. Desde luego, a él le parecía que estaba muy bien, o mejor que eso. Era espectacular. Tenía el pelo rubio y corto, como un chico, pero su cara era muy femenina, con una naricita respingona, labios gruesos y unos enormes ojos marrones.


Ella emitió un sonido que Pedro interpretó como parte suspiro de alivio y parte risa.


—Bueno, un hombre medio desnudo acaba de entrar en mi salón con un bate de béisbol, aparentemente preparado para darme una paliza por haber hecho mucho ruido. No es una cosa que se vea todos los domingos por la tarde, pero supongo que sí, que estoy bien.


Pedro bajó la vista, echó un vistazo a sus gastados vaqueros y se dio cuenta de que no llevaba camisa.


—¿Dónde está él? —preguntó, pero su tono de voz se había suavizado un poco.


Ella sacudió la cabeza, confusa.


—¿Quién?


—Te he oído gritar y he oído los ruidos y los golpes. ¿Alguien trataba de... hacerte daño?


—Oh, no —dijo ella, y se tapó la boca con las manos—. Lo siento mucho —pero sus ojos parecieron sonreír—. Es por el partido.


—¿Partido? ¿De qué partido me hablas?


Pedro apartó sus ojos de la maravillosa visión del rostro de la mujer para desviarlos hasta la televisión, donde el locutor anunciaba el fin de la primera parte con el marcador en Broncos de Denver, 13 y Patriots de Nueva Inglaterra, 10.


—¿A este juego te referías? —preguntó Pedro, sin apartar la mirada de la tele.


—Sí. Normalmente bajo a ver el partido al bar de la esquina, pero la persona con la que había quedado me ha dejado plantada. Hubiera ido sola, porque no pienso dejar que un idiota me estropee la tarde, pero ando un poco justa de dinero y he preferido quedarme en casa —se inclinó para tomar el mando del suelo y apagar el volumen de la televisión—. Me pongo un poco nerviosa en los partidos de los Patriots y supongo que grité más de la cuenta, pero... ¿has subido aquí corriendo porque pensabas que me estaban atacando?


Pedro asintió con la cabeza y después se dejó caer en el feo sofá naranja. Después echó un vistazo a su camiseta de fútbol azul, blanca y roja y a sus vaqueros, y dejó caer el bate sobre el suelo.


—Gracias —dijo ella con sinceridad—. Lo digo en serio. ¿Estás bien? Pareces muy enfadado... lo siento mucho.


Pedro no estaba muy seguro de cómo se sentía. 


Había subido allí a toda velocidad pensando que iba a rescatar a alguien del terror que había sufrido él mismo y al verla allí, sana y salva frente a él, sentía un alivio enorme.


—No, es sólo que me siento un poco avergonzado. Eso es todo.


—Pues yo te estoy muy agradecida —replicó ella con vehemencia—. Tanto como si en realidad alguien me hubiera atacado y me hubieras salvado. En serio. Y siento haberme dejado llevar con las ventanas abiertas. Me gustaría compensarte... ¿Por qué no te quedas? Prepararé algo para comer y creo que tengo refrescos y cervezas...


—¿Quieres que me quede?


—Claro que sí. No te conozco de nada, pero has pasado el examen de amigo con buena nota al venir a rescatarme. La mayoría de mis amigos no lo hubieran hecho, incluido el imbécil que me ha dejado plantada —se dirigió a la cocina sin dejar de hablar—. De todos modos, no era mi tipo —sacó dos refrescos light de la nevera y la cerró con un golpe de cadera—. Tampoco es que esté buscando a nadie, que quede claro —le lanzó una lata que Pedro atrapó en el aire—. Me encantaría tener un amigo en el edificio y además, si fueras un ladrón, ya hubieras salido de aquí con los seis dólares que tengo en el monedero y mis dos únicas joyas verdaderas. Venga, quédate a ver el partido.


Pedro, aún algo aturdido, le estaba costando seguir el ritmo de su conversación. Abrió el refresco, tomó un trago y estuvo a punto de atragantarse cuando ella le dijo:
—No es que esté buscando alguien con quien salir ni nada parecido, no te vayas a confundir —ella también tomó un trago—. Quiero decir, que estás bien y eso, pero valoro mucho mi estado civil de soltera. Es sólo que pareces muy... simpático.


Ella lo miró de un modo que a él se le antojó el de un psiquiatra examinando a un paciente, y él evitaba a los psiquiatras puesto que no creía necesario pagar a alguien por que le recordara la dureza de su infancia. Su mirada lo estaba poniendo nervioso.


—No eres psiquiatra, psicólogo, terapeuta ni nada parecido, ¿verdad?


—No, lo siento. No puedo ayudarte con eso —dijo ella con una carcajada—. Puedes quedarte a ver el partido y contarme tus problemas en los descansos. Veré qué puedo hacer.


Su vitalidad era contagiosa y resultaba difícil no sonreírle.


—¿Crees que puedes contener tus nervios con alguien al lado? No me gustaría que alguno de esos golpes me cayera a mí.


Ella le sonrió, traviesa.


—Ya imagino. Supongo que con un invitado podré reprimirme un poco —le extendió la mano y él se la tomó. Le resultó fría y delicada, pero pronto se tornó cálida y confiada—. Me llamo Paula.





PAR PERFECTO: SINOPSIS





Estaba buscando al hombre perfecto sin sospechar que lo tenía delante de las narices...


La sexy y vivaz Paula Chaves nunca había sentido el menor deseo de sentar la cabeza y casarse. Sin embargo, últimamente algo había hecho que se diera cuenta de que lo único que quería en la vida era convertirse en madre y esposa. ¿Y quién mejor para ayudarla que su mejor amigo, Pedro Alfonso? Pedro aceptó ayudar a su amiga a encontrar al hombre perfecto. ¿Por qué entonces le molestaba tanto que Paula quisiera casarse? Él hacía mucho tiempo que había decidido que no sería un buen padre, así que jamás podría ser el hombre que Paula buscaba. ¿O quizá sí?