martes, 27 de junio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 6




Domingo, 18:00 horas


Pedro estaba sentado detrás del ordenador de Picture This e introducía un número de orden tras otro, eliminando lentamente el montón de facturas que se habían acumulado en el escritorio de Nico. A juzgar por el número de facturas y pedidos, el negocio de Nico florecía. Bodas, fiestas de aniversario, bautizos, mayorías de edad, graduaciones, sesiones particulares… cada día se hacían más reservas.


Acababa de terminar otra factura cuando una llamada ligera hizo que alzara la cabeza y se quedara quieto… a excepción de su corazón, que pareció darle un vuelco.


Paula se hallaba del otro lado de la puerta de cristal, que él había cerrado cuando Nico se marchó horas antes. Se puso de pie y cruzó con rapidez la sala.


—Hola —saludó al tirar de la puerta hacia dentro—. Pasa —la sonrisa se desvaneció de sus labios al ver el rostro pálido y los ojos enrojecidos—. ¿Estás bien?


—Sí —lo tuvo que rozar para entrar.


El cuerpo de Pedro se tensó ante ese breve contacto y fingió no haberlo sentido, ni haber captado una vaharada de su perfume ligero y floral. Apretó los dientes, le dio la espalda y dedicó unos segundos extra a cerrar la puerta. Se reprendió, diciéndose que no podía ponerse así solo porque pasara por el local. Probablemente, quería encargar unas impresiones de las fotos. Para ese tipo del que no recordaba cómo se llamaba.


Pero al darse la vuelta, Paula lo descolocó otra vez. Se hallaba a menos de medio metro y lo miraba con una expresión inescrutable, pero que le encendió la sangre. Y entonces lo terminó de fulminar al dar un paso adelante, pegarse contra él y acariciarle el pelo. Luego se puso de puntillas, le acercó la cabeza y lo besó. Como si lo sintiera.


Si la sangre no hubiera abandonado su cerebro para asentarse entre sus piernas, seguro que se habría preguntado qué había provocado esa reacción. Pero cualquier cosa que requiriera pensar tendría que esperar. La rodeó con los brazos, la pegó más a él y profundizó el beso iniciado por ella.


Sabía exactamente como la recordaba. Deliciosa. Cálida, dulce y seductora. Como chocolate derretido. Y causaba la misma sensación tenerla en brazos. Curvilínea, suave y femenina. La sensación erótica de su lengua le evaporó todo contenido de la mente excepto una única palabra que martilleaba con creciente urgencia.


«Más».


Pero antes de poder actuar en consonancia, Paula volvió a modificar la situación quebrando el beso. Apoyó las manos en su pecho y se echó para atrás en el círculo de sus brazos. Con cierta satisfacción notó que la respiración de ella era tan trabajosa como la suya.


Sin duda hacían falta algunas palabras, pero con el cerebro licuado metido aún en la bruma de la lujuria, las palabras estaban más allá de su alcance.


Ella deslizó las manos por su torso, abriendo un sendero de fuego descendente.


—Me lo imaginaba —dijo ella con una voz que sonaba a terciopelo áspero.


No había duda acerca de lo que quería decir… que el calor que acababa de generar no la sorprendía. Pedro quedó impresionado de que pudiera formar una frase coherente. Él aún no había llegado a eso, de modo que solo asintió. Al menos eso le pareció.


—Temía que ya te hubieras marchado. Me alegro de que sigas aquí.


Tragó saliva dos veces y logró encontrar la voz.


—Sí. Yo también.


Pero entonces le estudió la cara y confirmó lo que había visto antes de que se le fundiera el cerebro. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados y la coherencia retornó de golpe.


—Has estado llorando.


—¿Cómo lo sabes?


Alzó una mano y con gentileza la acarició debajo de un ojo.


—A través de un proceso maravilloso llamado «vista» —y dado el modo en que lo había saludado, no tuvo duda de que fuera lo que fuese que estaba mal, tenía que ver con el tipo con el que salía—. ¿Qué ha sucedido?


Ella lo empujó con gentileza y él la dejó ir, observando en silencio mientras establecía cierta distancia entre ambos y respiraba hondo. Luego le dedicó una sonrisa que no llegó a sus ojos.


—Me dijiste que si las cosas no salían bien con Gaston, te llamara. Como andaba por aquí, se me ocurrió que lo mejor era pasar.


Tal como había pensado, había roto con su novio. Así como no podía negar que una parte de él se alegraba, odiaba ver la prueba de que había llorado. El sentido común le advirtió de ir con cuidado, ya que así como lo hacía feliz poder ofrecerle amistad, no lo entusiasmaba verse atrapado en medio del fuego cruzado.


La tomó de la mano y la llevó hacia la zona de espera en un rincón, donde había un sofá, dos sillones y una mesilla.


—Sentémonos unos minutos —la dejó en el sofá y se sentó en el sillón que había enfrente—. Muy bien, cuéntame qué ha pasado.


Ella clavó la vista en sus manos, cerradas sobre el asa del bolso.


—¿Conoces las tres palabras que menos quieres oír mientras estás haciendo el amor? —Pedro negó con la cabeza y ella alzó la vista y dijo—: «Cariño, he llegado».


Sintió que lo recorría un torrente de furia. El maldito canalla la había engañado. No solo lo enfurecía, sino que le hizo mover la cabeza en aturdida incredulidad. ¿Cómo podía ser tan estúpido? Tener a una mujer como Paula y luego perderla…


«Eh, hace nueve años tú fuiste el estúpido», le recordó la voz interior.


Pero su estupidez había estado motivada por el miedo.


Jamás la había engañado. ¿Cómo alguien que tenía a Paula en su cama podía buscar otra cosa?


Le tomó las manos y se las apretó.


—Lamento que te haya pasado algo tan doloroso, cariño.


—Gracias —suspiró—. Fue una visión chocante y en absoluto atractiva, te lo aseguro. Y la mujer con la que estaba… —emitió un sonido de disgusto—. Una aspirante a abogada de veinte años con el pelo teñido y unos implantes en los pechos que parecían sujetos con velero. Están enaaaaamorados —hizo una mueca.


Le acarició el dorso suave de las manos.


De pronto ella emitió un gruñido y se levantó con brusquedad. Se puso a caminar delante de él.


—No te aburriré con los detalles, pero baste decir que en estos últimos meses las cosas no iban tan bien entre Gaston y yo. Yo lo achaqué a nuestras agendas frenéticas, aunque empezaba a darme cuenta de que no teníamos tanto en común como en un principio había creído. Y que esas diferencias eran realmente… irritantes. Por supuesto, no era consciente de que la ecuación la formábamos tres. Desde luego, me alegro de haberlo averiguado.


—¿Lo… lo amabas?


Se detuvo y lo miró.


—Antes no estaba segura exactamente de cuáles eran mis sentimientos, pero ahora sí, y la respuesta es un «no» rotundo. Pero me importaba. Lo bastante como para darle a nuestra relación algo más de tiempo y esfuerzo. No obstante, siempre faltó algo entre nosotros. Desde luego, cualquier afecto que pude haber sentido por él se ha extinguido por completo. Solo desearía no tener la imagen de Melones y él juntos.


Reanudó el ir de un lado a otro. Luego continuó:


—No es que tenga el corazón roto. Ni mucho menos. En realidad, me siento aliviada. Pero, maldita sea, estoy enfadada. Con él por ser un hipócrita, pero esencialmente conmigo por aguantar demasiado tiempo. Por creer que era el hombre estable y fiable que buscaba. Por ser tan estúpida.


La tomó de las manos cuando pasó a su lado, luego se puso de pie, conteniendo su propia furia con ese canalla que la había impulsado a sentirse de esa manera.


La sujetó por los hombros y la miró a los ojos.


—No eres estúpida, Paula. No has hecho nada malo.


—Fui tan confiada…


—Te mintieron. Eso no es ningún reflejo de tu carácter. El hecho de que estuvieras dispuesta a recorrer el kilómetro extra por una relación muestra la clase de persona que eres. Eres leal. Tienes integridad. Y no abandonas.


Le tembló el mentón y le sonrió insegura.


—Haces que me sienta mucho mejor.


—Me alegro. Pero deberías sentirte bien. Aunque las circunstancias han sido una porquería, míralo de esta manera… acabas de liberarte de una relación en la que, basándonos en los hechos de que te sientes aliviada y no lo amabas, es evidente que ya no querías estar involucrada.


—Tienes razón. Lo sé. Es que desanima tanto que te dejen por alguien que parece salida de las páginas de Playboy.


—No hay motivo alguno para que te sientas desanimada. Es obvio que ese tipo es idiota. E increíblemente ciego.


En los ojos de ella brilló una gratitud inconfundible.


—Bueno, gracias. Cielos, ese hombre tiene treinta y cuatro años y estudió en una universidad importante. Creía que tendría el sentido común y el gusto de dejarme por alguien lo bastante mayor como para poder comprarse su propia cerveza y con algo más que unos enormes pechos falsos —suspiró—. Pero quizá sea muy agradable.


Él le apartó un mechón de pelo sedoso.


—No tanto como tú.


—Y realmente inteligente.


—No tanto como tú.


—Lo más probable es que sea más bonita que lo que pensaba… no me concentré precisamente en su cara.


—Jamás podría ser más bonita que tú.


Sonrió.


—¿Sabes?, estás haciendo un trabajo sobresaliente en sanar mi ego herido.


—Bien —la miró a los ojos—. Ésa fue la causa del beso. Un ataque de ego.


Paula se ruborizó.


—Supongo que necesitaba una pequeña reafirmación que me indicara que no era un trasgo —en sus ojos titiló la duda—. No estás enfadado conmigo, ¿verdad?


—¿Enfadado? ¿Porque me bese una mujer sexy y bonita? ¿Por un beso que me hizo sentir que me habías metido en el horno y encendido el grill? Diablos, no. Seguro que fue evidente que mi reacción no fue el enfado —le tomó la cara entre las manos y le acarició las mejillas—. Considera que estoy más que dispuesto a ofrecerte toda la reafirmación que necesites.


«Eh, aguanta ahí, tío», le gritó su voz interior. «¿Qué estás diciendo? ¿Has olvidado que Paula no es apropiada para ti?».


No lo había olvidado. Solo acababa de realizar una… reevaluación. El hecho de que fuera una mujer de «para siempre», no significaba que fuera su mujer de «para siempre». Si quería una aventura que le reafirmara el ego, diablos, ¿quién mejor para la misión que el Soltero Número Uno?


Además, de eso no podía salir nada. Él estaba ahí para ayudarla en su despecho. Todo el mundo sabía que esa clase de hombres jamás terminaban siendo permanentes. Lo cual, dado el hecho de que se marchaba a Europa dos días después, hacía que la sincronización fuera perfecta… algo novedoso para los dos.


—Mmm. Reafirmarme… —repitió—. Puede que acepte tu ofrecimiento.


—¿Puede? Creo que voy a tener que encargarme de cambiar ese «puede» por algo definitivo —ella volvió a ruborizarse—. Aquí hay algo que debería ayudarte a reafirmarte. ¿Te acuerdas de nuestro almuerzo hoy? Fue una tortura. No tienes idea de la enorme cantidad de autocontrol que necesité para no tocarte. Besarte.


—Me tocaste. Me besaste.


—No como quería.


En los labios de ella danzó el fantasma de una sonrisa.


—He de reconocer que vine a verte con la esperanza de que tal vez estuvieras dispuesto a darle un empujón a mi abatida autoestima.


—Cariño, no sabes lo dispuesto que estoy —en sus ojos aún había sombras… sombras que él quería desterrar. La necesidad de besarla se tornó insoportable. Sin embargo, quería hacer mucho más que besarla. Pero por el momento…


«Solo un beso más», se prometió. «Para reafirmarla y hacerle ver lo increíblemente deseable que es».


Bajó las manos lentamente hasta sus brazos. El corazón le palpitaba como si hubiera recorrido toda la isla de Manhattan a la carrera. Inclinó la cabeza y le rozó los labios con suavidad. Y al instante comprendió su error. Un solo beso no sería posible.


Volvió a besarla suavemente, un gesto que suplicaba más. 


Ella respondió entreabriendo la boca y pasándole la lengua por el labio inferior. Y Pedro supo que ni cien besos bastarían.


Con un gemido, la acercó más e introdujo la lengua en esa boca sedosa. En un abrir y cerrar de ojos estuvo perdido, todo sentido del tiempo y del espacio abrumados por la necesidad de tocarla. Y probarla. Deslizó una mano a su espalda para meterla entre su cabello, mientras la otra bajaba para coronar la suculenta curva de sus glúteos. Y de pronto los años se desvanecieron y se vio invadido por esa misma sensación audaz y descabellada que en una ocasión Paula le había inspirado. Cuando no podían estar sin tocarse. Cuando jamás se saciaban.


Ella le rodeó el cuello con los brazos y se movió contra él. Su erección se sacudió. Hizo que en su mente sonaran campanillas.


Interrumpiendo el beso, Paula jadeó:
—Teléfono.


¿Teléfono? Un sonido agudo atravesó la bruma de excitación que lo envolvía.


—¿Tienes que contestar? —preguntó ella, mordisqueándole la mandíbula.


Quiso decir que no, pero podía ser Nico.


—Sí, debería —repuso, reacio a dejarla. Estaba tan duro que no pudo caminar sin hacer una mueca. Al llegar al escritorio, alzó de mala gana el auricular—. Picture This —respondió con voz ronca.


Pedro, ¿eres tú? —quiso saber Nico.


—Soy yo. ¿Qué pasa? —bajó la vista al bulto en la bragueta y esperó que Nico no le hiciera la misma pregunta.


—Suenas raro. ¿Estás bien?


—Sí —«salvo por el estrangulamiento que siento en el pantalón»—. ¿Qué me dices de ti?


—Bien. Escucha, me acaba de llamar mi vecina para comprobar si tenía algún hueco libre la semana próxima, y como la agenda está en mi escritorio, pensé en comprobar si seguías allí. ¿Puedes mirarlo por mí?


—Claro —abrió el cuaderno de citas y pasó las páginas. Después de encontrar tres huecos, Nico eligió uno y le pidió que escribiera el nombre de su vecina, Audrey Shay—. Ya está —comentó al terminar, cerrando el cuaderno.


—Gracias, amigo. Nos vemos mañana por la tarde.


—Adiós.


Colgó y luego se pasó las manos por el pelo.


Miró a Paula, que seguía en el sitio exacto donde la había dejado delante del sofá. El corazón le latió con fuerza al ver la excitación que aún acechaba en sus ojos.


Hasta él llegó el sonido de risas apagadas y miró hacia la puerta. Vio pasar a dos parejas y se dio cuenta de que por ese escaparate pasaba mucha gente. Algo de privacidad iba a ser necesaria.


Regresó junto a Paula y le tomó las manos.


—¿Estás bien?


—Sí —sonrió con picardía—. Solo sufro de un grave caso de «besus interruptus».


No pudo evitar reír.


—Yo también. No obstante, nos ha salvado literalmente la campana. Si ese beso hubiera continuado… —le besó las manos—. Bueno, dada nuestra visibilidad, mejor que nos haya interrumpido el teléfono y no un agente de policía —la acercó más. Cuando sus cuerpos se tocaron de pechos a rodillas, cuando la dura erección quedó entre ambos, dijo—: ¿Sigues albergando alguna duda de que eres increíblemente sexy?


—Decididamente, cada vez me siento menos trasgo.


—Bien… aunque espero que todavía necesites algo más de reafirmación.


—Una chica nunca tiene demasiada.


—No entiendo cómo puedes llegar a verte de otra forma que no sea deseable y hermosa. ¿Quieres que le dé una paliza a Como-se-llame?


Sonrió.


—¿Lo harías?


—Encantado.


—¿Y si te dijera que mide uno noventa y pesa ciento veinte kilos?


—Respondería que eso haría más difícil las cosas, pero al final, me encargaría de que quedara peor y más dañado que yo.


—A pesar de lo mucho que agradezco la oferta, no vale ni tu tiempo ni tu esfuerzo.


—De acuerdo. Pero la oferta sigue en pie —se inclinó y le dio un beso justo debajo de la oreja—. Tú, por otro lado —le susurró al cuello—, sí que vales mi tiempo y mi esfuerzo.


—De hecho, venía a invitarte a cenar. Si no recuerdo mal, te gustaba el marisco, y yo preparo una pasta con gambas que te mueres.


—¿Te estás ofreciendo a cocinar para mí?


—Sí. ¿Interesado?


—Desde luego que sí —se irguió y la miró a los ojos—. Pero a mí me interesa mucho más que la pasta. ¿Interesada?


Ella no titubeó.


—Desde luego que sí.


Esas simples palabras abrieron un surco de lujuria desbocada por su interior.


—¿Para cuándo lo tenías pensado?


—¿Por qué no esta noche? ¿O tienes otros planes?


Él sonrió.


—Parece que los tengo… con una mujer hermosa y pasta con gambas.


También ella sonrió.


—Estupendo —miró el montón de papeles sobre el escritorio—. ¿Has terminado por aquí?


—No me tomará más de una hora.


—Eso es perfecto, porque tengo que pasar por el supermercado —miró la hora—. Ahora son las seis y media. ¿Por qué no quedamos a las ocho? Si puedes llegar antes, estupendo.


—Suena muy bien. Llevaré el vino —la soltó a regañadientes, pero se consoló con el hecho de que los esperaba toda la noche.


Ella sacó una tarjeta de su bolso y se la entregó.


—Ésta es mi dirección. Está a unos diez kilómetros de aquí —le indicó cómo ir y añadió—: En la tarjeta figuran los números de mi móvil y de casa. Llama si te pierdes.


—No te preocupes, Paula. Créeme, te encontraré.




EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 5





Sábado, 16:00 horas



Paula se hallaba en el aparcamiento de su agencia inmobiliaria despidiendo a sus clientes, los Langdon, quienes habían hecho una oferta por la casa de Maple Drive.


Para ella, unir a un comprador con el lugar perfecto para vivir implicaba mucho más que mostrar una casa… era encontrarles un hogar. Y eso precisamente creía haber logrado con los Langdon.


Entró en la oficina y trató de ponerse al día con el papeleo, pero sus esfuerzos fueron en vano, ya que su mente no dejaba de vagar… regresando al mismo tema de la última semana.


Pedro Alfonso.


Cerró los ojos para desterrarlo de su mente, pero la imagen brilló detrás de sus párpados. Y no solo la imagen. No, también un recuerdo de él desnudo en la ducha. Habían ido a Filadelfia para asistir a un concierto y habían pasado la noche en un motel barato. Era la primera vez que pasaban juntos una noche entera. La primera vez que hacían el amor en la ducha. Podía visualizarlo con tanta claridad… chorros de agua caliente cayendo por su cuerpo musculoso y excitado. Los ojos oscuros llenos de deseo. La lenta penetración…


Abrió los ojos y emitió un sonido disgustado. Santo cielo, ¿qué le pasaba? Eso tenía que parar. Aparte de llenarla de una profunda sensación de culpabilidad, experimentaba una frustración sexual no satisfecha.


Seguro que el único motivo por el que no podía quitarse a Pedro de la cabeza era que Gaston llevaba toda la semana en Los Ángeles por un viaje de negocios y se había sentido sola.


¿O no?


—Por supuesto —recalcó en voz alta—. La soledad, echar de menos a Gaston… ésa ha sido la fuente de mi frustración y descontento.


Pero su conciencia la forzó a reconocer que en realidad había disfrutado al tener una semana para ella sola. Había disfrutado de no tener que acoplar su agenda con la agenda demencial de Gaston. De las veladas en apacible silencio, poniéndose al día con los libros que tenía para leer.


A Gaston no le gustaban las veladas tranquilas en casa. 


Prefería cenas elegantes en restaurantes de moda. Así como a ella le gustaba eso de vez en cuando, también apreciaba una pizza en casa mirando una película en la tele.


O acurrucarse en el sillón con un buen libro en las manos.


Por lo general quedaban dos o tres noches por semana, y otra vez los sábados y los domingos. Gaston se quejaba de que ella trabajaba todo el día los fines de semana, pero esos eran sus días más ocupados.


Desde luego, no había sido así al conocerse. Entonces a él no le había importado no salir y su vida sexual había sido muy buena. En realidad, solo buena. Pero Gaston era un tipo decente, inteligente, trabajador y atractivo que había sido persistente con ella y que estaba dispuesto a dedicar tiempo y esfuerzo a ver hasta dónde podía llegar su relación. Era fiable y estable. Tenía casa propia. Había trabajado para el mismo bufete durante los últimos diez años. No quería vivir en otra parte que no fuera Long Island. Quería tener familia allí.


No es que hubieran hablado de matrimonio, pero tarde o temprano tocarían el tema. No hacía mucho, ella había querido hablar del futuro, pero en los últimos meses las cosas no habían ido tan bien. Gaston no se había mostrado tan atento y, para ser sincera, tampoco ella. Había estado viajando con frecuencia a Los Ángeles y un par de veces había pasado el fin de semana allí. En su opinión, la vida sexual había bajado de adecuada a automática.


Lo que la había llevado hasta Picture This. Y a Pedro. Y a una semana confusa en la que cuanto más trataba de no pensar en su ex amante, más invadía éste sus pensamientos. Lo cual sin duda cambiaría en cuanto Gaston viera las fotos.


Desvió la vista al sobre en su escritorio. Incapaz de contenerse, lo abrió, sacó las fotos y las estudió con atención. Y con cada foto su culpabilidad e incomodidad se incrementaban.


Pedro había dicho que estaba sexy y no podía negar que también ella lo creía. Sexy y… excitada. Que lo había estado.


Pero el único problema era que no habían sido pensamientos de Gaston los que le habían inspirado la excitación. Y sí recuerdos de Pedro.


Se llevó los dedos a las sienes en un intento vano por cambiar la dirección de sus pensamientos. Luego guardó las fotos de nuevo en el sobre, donde no podrían provocarla con Pedro.


Era como había temido. Comer con él ese día había sido una mala idea. Un ejercicio en futilidad que había puesto seriamente a prueba su autocontrol. El esfuerzo dedicado a no tocarlo, a mantener la rienda de sus pensamientos, a suprimir los recuerdos de su relación, a resistir el impulso de ahondar más en la vida personal de Pedro, la había dejado frustrada y emocionalmente agotada.


Cuando los labios de él le habían rozado las yemas de los dedos al dar un bocado a un aro de cebolla, las imágenes intensas que le habían recorrido el cerebro la habían dejado sin aliento. ¿Cuántas horas habían dedicado a alimentarse el uno al otro? Desde uvas hasta patatas fritas. Se había convertido en un juego, una forma de preludio amoroso que siempre terminaba con ellos haciendo el amor. El gesto de darle de comer ese día había dado como resultado una descarga de lujuria que prácticamente la había incinerado. 


Necesitó de toda su fuerza de voluntad para ocultar su reacción, y ni siquiera estaba segura de haber tenido éxito.


Y entonces, al separarse, el beso suave en la mejilla…


Cerró los ojos y al instante recordó lo bien que olía. Limpio, con un leve toque de jabón. Jamás le había gustado ponerse colonia y era evidente que sus preferencias no habían cambiado.


Abrió los ojos y suspiró. Su sugerencia de que se mantuvieran en contacto la había golpeado con la fría realidad. Bajo ningún concepto era una buena idea. Y menos cuando le había apetecido tanto… algo que la hacía sentirse más culpable y desleal con Gaston. Le había costado rechazarlo. Y también alejarse con rodillas flojas al oír esa única palabra: «Seis».


La envolvió una oleada de calor. Había recordado que aquella tarde en la barca habían hecho el amor seis veces. 


Qué Dios la ayudara, pero tampoco ella lo había olvidado.


El móvil la arrancó de esos pensamientos tórridos. Sacó el teléfono del bolso y la pantalla le indicó que se trataba de Nadia. Pero antes de que pudiera decirle hola, su mejor amiga soltó:
—Muy bien, cuenta. ¿Cómo han salido las fotos?


—Sorprendentemente bien.


—¿Dónde estás ahora?


—En la oficina.


—Bien. Quédate ahí. Estoy a unos minutos de distancia. Adiós.


Cerró el teléfono, y luego decidió concentrarse en el trabajo hasta que llegara Nadia. Durante diez minutos no alzó la vista, hasta que se abrió la puerta.


Nadia Straton entró en la oficina con el borboteante entusiasmo de una adolescente. Con unos vaqueros cortos y un top encima de un bañador de color rosa neón, su pelo color miel estaba recogido en una coleta y unas gafas de marca reposaban sobre su frente.


—¿Vas a la playa? —preguntó Paula.


—Desde luego. Es el único sitio en el que se puede estar en un día como éste.


—¿Y qué pasa con El Rincón de Nadia? —preguntó, refiriéndose a la boutique de ropa moderna de la que era propietaria en el centro de la ciudad.


—Se rompió el aire acondicionado y el servicio técnico no puede venir hasta el lunes. Dejé abierto unas horas, pero cuando hizo demasiado calor, cerré.


—Siento lo de tu aire acondicionado.


—Yo también. Pero el negocio está flojo de todos modos. Vamos. Tengo un bañador extra en el bolso —palmeó el enorme bolso verde de playa que llevaba al hombro—. Puedes cambiarte aquí y venir conmigo. Mientras espero, le echaré un vistazo a tus fotos.


—Ojalá pudiera, pero aún me queda trabajo.


Nadia chasqueó con la lengua.


—Tanto trabajo y nada de diversión te está convirtiendo en una chica aburrida.


Paula enarcó una ceja y empujó el sobre hacia su amiga.


—¿Aburrida? Míralas y dime si todavía piensas que soy aburrida.


Nadia sacó las fotos y abrió mucho los ojos.


—Santo cielo, Paula. Son calientes —se dejó caer en una silla y estudió las pruebas con atención—. El fotógrafo realizó un trabajo excelente en la captura de tu sensualidad interior. Creo que tal vez pida una cita para una sesión.


No le gustó nada la idea de que Nadia pudiera posar para Pedro. Después de un rápido debate consigo misma, decidió compartir los detalles.


—El fotógrafo hizo un trabajo excelente, teniendo en cuenta que es un agente de la Bolsa.


—¿Eh? —Nadia alzó la vista.


Respiró hondo y le contó su historia con Pedro. Al terminar, su amiga cruzó los brazos.


—Nos conocemos desde hace cuatro años y nunca me habías mencionado a este chico…


—Supongo que lo mantuve en el pasado… donde le corresponde.


—¿Y ahora has esperado una semana entera para decirme que lo has vuelto a ver? —preguntó, entre enfadada y dolida—. ¿Qué explicación tiene eso?


—Lo siento —Paula retorció los dedos—. De verdad. Quería hablarte del asunto, pero las dos hemos estado muy ocupadas y no… sabía qué decir —finalizó de forma poco convincente.


—Bueno, ¿cómo está Pedro Alfonso ahora? —quiso saber Nadia.


—Igual.


Su amiga movió la cabeza.


—Mmmm. No me lo creo. Ningún chico está igual con treinta que con veinte años. O bien está peor, con barriga y el pelo cada vez más ralo, o bien está mejor… más hecho y masculino, con un aire de cierta experiencia. ¿Por cuál te decides?


Paula se sentó frente a Nadia y suspiró.


—Más hecho y masculino.


—Mmm. Suponía lo mismo, de acuerdo a estas fotos. ¿Has estado pensando en él toda la semana?


—No me lo puedo quitar de la cabeza —reconoció con sonrisa derrotada y carente de humor.


—Veo que estás inquieta, Paula, pero no es un delito recordar el pasado. O pensar que otro hombre es atractivo. El mundo está lleno de tipos magníficos. Veo sus fotos en la revista People todo el tiempo.


Paula intentó esbozar una sonrisa débil.


—Sí, pero la mitad de lo que pasa por mi cabeza es «X».


—¿La mitad… o mínimo tres cuartas partes? Porque no creo que constituya un problema a menos que sean tres cuartas partes.


—El problema es que durante esta última semana, los pensamientos de Pedro han llenado mi mente en un noventa y nueve por ciento. No ha quedado mucho espacio para Gaston… ya sabes, el chico en el que se supone que debería estar pensando. Me siento confusa, desleal y muy culpable.


—Quizá es señal de que Gaston y tú estáis llegando al fin del trayecto. Hace un tiempo que se veían problemas en tu horizonte.


No pudo refutar las palabras de Paula.


—Lo sé, pero estas fotos se suponía que iban a ayudar con los problemas… no a causar más —movió la cabeza—. Quizá estemos llegando al final, pero no lo sabré hasta que lo intente todo. Gaston tiene sus defectos, pero es un buen hombre. Fiable. Estable. Sabes lo importante que es eso para mí. Y también sabes lo infructuosa que ha sido mi búsqueda de un hombre que quiera algo más que una aventura. Gaston tiene sus defectos, pero ¿quién no? Dios sabe que a mí me sobran. No estoy dispuesta a dejarlo sin intentarlo.


—Bueno, si esas fotos no resucitan tu relación, es que está en encefalograma plano. ¿Verás a Gaston mañana por la noche?


—Sí. Te llamaré el lunes para contarte cómo ha ido.


—Bien. Te perdonaré una vez por ocultarme las cosas, pero no dos.


—Entendido.


Con expresión inusualmente seria, Nadia la estudió varios segundos.


—Paula, ¿amas a Gaston?


Volvió a soltar una risa sin humor alguno.


—Ah, la pregunta que me he hecho al menos una docena de veces en la última semana.


—¿Y cuál fue la respuesta?


Paula suspiró.


—¿Sinceramente? No lo sé. Y después de ocho meses de salir juntos, creo que debería saberlo. Quiero, necesito, descubrir la respuesta. Pero no sería justo para Gaston o para mí que dejara que un encuentro fortuito con un antiguo amante influyera en mí. Necesito decidirlo exclusivamente por lo que Gaston y yo tenemos. Es el primer hombre decente que he conocido en mucho tiempo y no quiero cometer un error descartándolo demasiado pronto.


—Eso es inteligente —le apretó la mano—. Ten en cuenta que si otro hombre puede despertar sentimientos fuertes en ti, quizá tus sentimientos por Gaston no son tan profundos como habrías podido considerar.


—Buen consejo. ¿Cuánto te debo por la consulta, doctora?


—Te enviaré la factura. ¿Seguro que no te puedo convencer para que vengas a la playa?


—No, gracias. Debo limpiar mi escritorio.


Las dos se pusieron de pie y, después de intercambiar un abrazo, Nadia se marchó.


Paula respiró hondo y situó las cosas en perspectiva. Esos pensamientos descabellados sobre Pedro no eran más que un punto en su radar emocional. Un mal caso de nostalgia descontrolada. En cuanto volviera a ver a Gaston y reencendiera el fuego de su vida sexual, todo volvería a su sitio.


Sintiéndose mejor, dedicó la hora siguiente a despejar sus cosas y decidió parar. La velada se extendía ante ella como una amplia playa virgen… tranquila, apacible y desierta. Con eso en mente, pensó en darse el gusto de comprar comida tailandesa, que Gaston detestaba, y alquilar una película de video.


Después de recoger sus cosas, dejó la oficina y la cerró. Un calor sofocante emanaba del alquitrán del aparcamiento. 


Una vez a salvo en el aire acondicionado del coche, se dirigió al video-club, y después de elegir y alquilar la película, fue al restaurante Thai Palace. De camino, tomó un desvío hacia donde vivía Gaston para comprobar que todo estuviera en orden, como tenía costumbre hacer cuando él no se hallaba en la ciudad.


A una calle de la pequeña casa de ladrillo visto enarcó las cejas al ver lo que parecía el Lexus plateado de Gaston en la subida de coches. Segundos más tarde, aparcó detrás de lo que ya no cabía duda de que era su coche. Era obvio que había tomado un vuelo anterior.


Pero ¿por qué no la había llamado? Quizá estaba recuperando un poco de sueño atrasado. Mmm… si ése era el caso, tal vez quisiera compañía en la cama.


Con el sobre de las pruebas en el bolso grande y una sonrisa en los labios, abrió con la llave que él le había dado. 


Entró en el recibidor pequeño y cerró a su espalda. Del equipo de música llegaba el sonido de una suave música de jazz. Por la distribución de la casa, pudo ver que Gaston no se hallaba ni en la sala de estar ni en el comedor diario de la cocina, de modo que avanzó por el pasillo alfombrado en dirección al dormitorio. Como no quería despertarlo hasta no haberse metido en las sábanas con él, abrió con sigilo.


No tendría que haberse preocupado por despertarlo. Ni en reencender su vida sexual. Ni en pensar que podía necesitar compañía… ya tenía abundante en la forma de una rubia exuberante y desnuda que lo cabalgaba como si fuera el potro ganador del Derby de Kentucky. Debajo de la rubia, Gaston gemía y con las manos coronaba los enormes pechos que se desbordaban entre sus dedos.


La correa del bolso se le escurrió del hombro y cayó al suelo con un sonido sordo. Se quedó boquiabierta.


Gaston y la rubia giraron hacia ella. Entonces, también ellos se quedaron helados. La rubia, que parecía tener unos diecinueve años, pareció sorprendida e irritada por la interrupción. Gaston pareció conmocionado y se quedó lívido.


—¿Quién diablos eres? —quiso saber la chica.


Paula tuvo que tragar dos veces para encontrar la voz. Y al hablar, la acompañó con una oleada de furia.


—Yo te haría la misma pregunta, pero no hay necesidad, ya que es bastante obvio.


La rubia se apartó el pelo y suspiró.


—Escucha, sé que me parezco a Pamela Anderson, pero no soy ella.


Paula emitió una carcajada de incredulidad mientras Gaston soltaba una retahíla de maldiciones y se quitaba a la rubia de encima. A ésta eso no le gustó mucho y se puso de rodillas y plantó las manos en las caderas.


Paula decidió que era hora de largarse de ahí. Recogió el bolso, dio media vuelta y avanzó por el pasillo con piernas temblorosas.


—Paula, espera —pidió Gaston.


Ella aceleró el paso y acababa de abrir la puerta cuando él la sujetó por el brazo. Paula dio media vuelta y lo atravesó con una mirada demoledora antes de bajar la vista y ver que aún seguía desnudo. Y evidentemente sobresaltado.


—Quítame la mano de encima. Ya. A menos que quieras una nueva carrera de cantante soprano entre los Niños Cantores de Viena.


Al instante la soltó.


—Paula, escúchame. Esto…


—¿No es lo que parece?


—No lo es.


Cruzó los brazos y adoptó una expresión exagerada de sorpresa.


—¿Quieres decir que no te acabo de encontrar disfrutando de una jovencita exuberante? En ese caso, ilumíname. Estoy impaciente por aclararme.


El rostro pálido se vio inundado por el color.


—No soporto cuando eres sarcástica.


—No sabes cuánto lo siento. De verdad. Y si tuviera otras seis horas para desperdiciar contigo, me encantaría decirte todas las cosas que no soporto de ti.


El rubor de él se ahondó.


—Sé que parece que acabo de ligar con una mujer, pero no es así. Conocí a Mandy hace tres meses y, bueno, nos hemos enamorado. Mañana tenía toda la intención de contarte que había conocido a otra persona.


—¿En serio? ¿Antes o después de invitarla a comer un Happy Mac?


—No es mucho más joven que yo, maldición. Tiene veinte años.


—Es perfecto que su coeficiente intelectual coincida con su edad.


Tuvo el descaro de mirarla enfadado.


—Para que sepas —dijo con rigidez—, su ambición es ser abogada algún día.


—Bien. Mientras tanto, se dedica a acostarse con los abogados. Sois perfectos el uno para el otro —abrió la puerta. Él hizo el amago de querer sujetarla otra vez por el brazo, pero lo frenó con una mirada que habría podido calcinar carne cruda.


—¿Qué pasa con las cosas que tengo en tu casa? —preguntó Gaston—. ¿Puedo ir a buscarlas mañana?


Paula no pudo contener una carcajada.


—Mira, no te quiero ni a ti ni tus cosas en mi casa. Te guardaré todo y te lo haré llegar.


—De acuerdo, yo haré lo mismo por ti —entrecerró los ojos—. No fastidiarás mi ropa o mis CDs, ¿verdad?


—Es evidente que debo señalar que no soy yo quien se ha portado de forma deplorable. Además, no perdería ni mi tiempo ni mi energía en algo así. Sin embargo, sí te voy a pedir que me des la llave de mi casa —comenzó a sacar la llave de él del llavero.


—Bien —regresó por el pasillo al dormitorio.


—Haznos un favor a los dos y ponte unos pantalones —aconsejó con dulzura.


Entró en el dormitorio y Paula oyó que la rubia preguntaba:
—¿Quién diablos es y qué diablos está pasando?


Carraspeó y luego dijo en voz alta:
—En cuanto a quién diablos soy… soy la novia que ha tenido durante los últimos ocho meses. Afirma que me iba a hablar de ti mañana, de modo que es posible que también te lo contara a ti mañana —sonrió al oír el jadeo de Melones—. En cuanto a qué diablos está pasando —continuó—, Casanova se va a poner unos pantalones, gracias a Dios, y a devolverme la llave de mi casa, que yo le había dado. En cuanto la tenga en mi mano, será todo tuyo.


Segundos más tarde, Gaston salió del dormitorio, con unos pantalones puestos y expresión tormentosa. Melones le pisaba los talones, sus generosos activos apenas cubiertos por la camisa de Gaston.


Paula extendió la mano y él le plantó la llave. Luego soltó la suya sobre la mano abierta de él.


La rubia le dedicó una mirada bastante desagradable.


—Era todo mío antes de devolverte la llave, encanto.


—Mmm. Y vaya premio que tienes —movió la cabeza—. Verás, Candy…


—Mandy —corrigió la joven con los dientes apretados.


—… en realidad siento muchísima pena por ti. Este tipo ha demostrado ser un mentiroso y un tramposo. Creo que tú podrías conseguir algo mejor. Sé que yo puedo. Pero ahora él ha pasado a ser tu problema. Os deseo suerte a los dos.


Sin mirar atrás, salió y se subió al coche.


«Lárgate, lárgate», entonó su voz interior.


Al final del bloque, fuera de la vista de la casa de Gaston, entró en el aparcamiento de una galería comercial y aparcó delante de una panadería italiana. Luego apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, cerró los ojos y se obligó a respirar despacio.


Temblaba. Y aunque trató de contenerlas, las lágrimas atravesaron sus párpados y bajaron por sus mejillas. No quería llorar. Se secó la humedad con gesto impaciente, pero brotaron más lágrimas.


Se preguntó si alguna vez había estado tan indignada, humillada. No pudo recordarlo. Estaba furiosa. Con él… consigo misma. Con ese bombón de pechos descomunales. 


Pero principalmente con él.


Cómo había podido ser tan estúpida como para pensar que ese sujeto era fiable, estable. Al menos agradeció haber descubierto la verdad a tiempo para no humillarse y haberle dado las fotos.


Al pensar en las fotos, en su mente surgió una imagen de Pedro. Qué irónico que se sintiera culpable porque la atrajera.


Manteniendo los ojos cerrados, permaneció quieta durante varios minutos, concentrándose en técnicas de relajación respiratoria mientras se serenaba. Cuando las lágrimas dejaron de fluir y el corazón se le asentó, realizó un inventario emocional.


Tuvo que reconocer que también se sentía aliviada.


Abrió los ojos, se quitó la horquilla del pelo y se lo mesó. Y reconoció que no se sentía ni dolida ni con el corazón roto.


Lo cual respondía de forma irrevocable a la pregunta de si amaba a Gaston. Era evidente que no. Y eso le indicó lo afortunada que era de librarse de él.


Sin embargo, y aunque no le hubiera roto el corazón, por desgracia había algo muy negativo para su ego en el hecho de que el abandono se produjera por una jovencita que podría aparecer en las páginas centrales de Playboy.



Pensó en llamar a Nadia. Sabía que la ayudaría a machacar a Gaston por haber dejado «a una chica tan maravillosa», pero no era eso lo que anhelaba su magullado ego.


Y una película alquilada y comida tailandesa tampoco servirían.


No, su orgullo herido exigía sentirse deseable. Atractiva. Sexy.


Y conocía al hombre exacto para el trabajo.