jueves, 30 de junio de 2016

EL PACTO: CAPITULO 20





El loft de Pedro era el apartamento más bonito que Paula hubiera visto jamás.


—¡Madre mía, Pedro! —exclamó al contemplar las paredes de cristal ante las que se desplegaba Nueva York.


El pulido suelo de ébano brillaba tanto que se reflejaban las luces de la ciudad, y cuando Pedro encendió la luz, ella volvió a exclamar. La ausencia de paredes se compensaba con los muebles que separaban artísticamente los espacios.


Una escalera ascendía a la planta superior, donde había otro salón y dos puertas, detrás de las cuales seguramente estarían los dormitorios.


—Te lo digo en serio —Paula lo agarró del brazo—. ¿Después del divorcio puedo quedarme con el apartamento?


—No, a no ser que tengas un abogado realmente bueno —él hizo una mueca—. Supongo que te gusta.


—Es impresionante. Ya había visto cosas parecidas en las revistas.


—No es descomunalmente grande —Pedro le hizo un gesto para que lo siguiera escaleras arriba—. Y tampoco está en un barrio de moda, pero me gusta.


Eso se notaba. Los muebles y la decoración llevaban el sello de Pedro Alfonso. Era evidente que estaba orgulloso de ese lugar.


Tras desearle buenas noches junto a la puerta de su dormitorio, ella lo vio marcharse, no sin lamentarlo. Lo mejor era dormir separados, pues dormir en la misma cama tenía sus implicaciones, aunque en esos momentos no se acordaba de cuáles podrían ser.


El dormitorio era pequeño, pero funcional, con una pequeña ventana que apenas dejaba ver la luna. Al menos tenía un cuarto de baño integrado.


Encendió todas las luces y se preparó para acostarse. Sin embargo, no consiguió dormirse. La sorprendente oferta de trabajo de Pedro seguía resonando en su mente. Ser la ayudante de Carla era más seguro y familiar pero ¿era lo que realmente quería?


Existía la posibilidad de que Pedro se retractara a la mañana siguiente. Tenía fama de tomar decisiones rápidas y luego echarse atrás al día siguiente.


Al fin se durmió y un vívido sueño la empujó al interior de una madriguera de conejo. Pedro se había marchado, y ella se sentía sola y asustada.


Despertó bañada en un sudor frío, sobresaltada y sin saber dónde estaba.


Pero enseguida lo recordó todo. Estaba en Nueva York, en el loft de Pedro.


Respirando agitadamente, intentó calmarse, pero nada de lo que hacía parecía funcionar.


¿De quién había sido la estúpida idea de dormir separados? 


Paula era de carne y hueso y necesitaba sentir el abrazo de Pedro. De inmediato.


Saltando de la cama, salió del dormitorio. La puerta de Pedro estaba abierta de par en par, y ella entró. Tras acomodar la visión a la penumbra, la silueta de la cama tomó forma y, sobre ella, un cuerpo.


Aliviada, suspiró.


Se deslizó bajo las sábanas y se acurrucó contra el cálido cuerpo, como solía hacer en Las Vegas.


Poco a poco el pulso se le calmó.


—Durmiendo aquí —Pedro se volvió y murmuró algo ininteligible.


—Tuve una pesadilla —susurró Paula, y estalló en sollozos.


—¡Eh! —él hundió una mano en la melena caoba—. Paula, estás temblando.


Se giró y, segundos después, una cortina se elevó tras ellos, inundándolos de luz. La pared detrás del cabecero de la cama también era de cristal—. Ven aquí —susurró—. Estás helada.


Y era cierto. Pero el frío estaba en su interior, donde Pedro no podía llegar.


Incapaz de dejar de temblar, Paula apoyó la espalda contra el torso de Pedro y, al sentirse rodeada por los fuertes brazos, cerró los ojos, al fin en paz.


—Te juro que no ha sido un truco para meterme en tu cama —ella se embebió del calor del masculino cuerpo—. No tiene nada que ver con el sexo.


—Ya me he dado cuenta —Pedro la abrazó con más fuerza—. ¿Mejor?


—Sí. Gracias.


Pedro la acarició distraídamente con el pulgar y Paula se preguntó si alguna vez ese hombre había sido consciente de lo mucho que lo necesitaba. Seguramente no, porque nunca se lo había dicho.


Aquello no era como en Las Vegas. Era mucho mejor de lo que podría haberse imaginado.


—¿De qué iba esa pesadilla? —preguntó él con dulzura.


—Yo buscaba algo… —recordó algunos detalles.


Había estado a punto de contárselo todo. Había salido corriendo a la calle, vestida con el pijama, buscando a Pedro sin encontrarlo.


Pero omitió esa parte. La interpretación del sueño era bastante simple. Tenía miedo de perderlo y no tenía ni idea de cómo retenerlo.


—¿Algo importante? —insistió Pedro.


—Sí, pero no lo encontraba y me asusté mucho —Paula suspiró—. Ahora me parece una tontería.


Sobre todo porque su verdadero temor era tener contacto con Pedro a diario, soportando la tortura de no llegar adonde quería llegar con él.


—El miedo no es racional —susurró él. Era evidente que estaba esforzándose por mantenerse despierto. Por ella.


—Lo siento, te desperté. Necesitaba sentirme segura. No me eches de aquí.


—De acuerdo.


Al poco rato, la respiración profunda de Pedro le indicó que se había dormido. No cabía duda de que se preocupaba por ella. Pero no bastaba.


Quizás había llegado el momento de descubrir qué quería realmente.



EL PACTO: CAPITULO 19




Bettina seguía en el restaurante a pesar de que Pedro y Paula llegaron con casi una hora de retraso.


—Lo siento, mamá —Pedro le besó la mejilla—. Te presento a Paula.


—Señora Alfonso, es un placer —Paula le estrechó la mano y se sentó—. Sus vaqueros son mis preferidos. Ajustan divinamente, y son una de las razones que me llevaron a aprender a coser de adolescente.


Pedro temió que se hubiera pasado un poco, pero el rostro de Paula exudaba sinceridad.


—Llámame Bettina —la mujer sonrió resplandeciente—. Me alegra conocerte al fin. Voy a matar a Pedro por no presentarnos la otra noche durante la gala.


—¡Mamá!


—Sé a qué te refieres —Paula cortó la protesta de Pedro—. Me sentí muy defraudada cuando me sacó de allí al poco de llegar. No podía esperar para tenerme a solas.


Pedro soltó un juramento y llamó al camarero. Las mujeres siguieron enfrascadas en la conversación que, al parecer, no lo incluía a él.


—Ya me imagino —Bettina rio—. Ya me di cuenta de que no apartaba los ojos de ti.


—¿En serio? —la mano de Paula encontró el muslo de su esposo.


Esa no era la cena que él se había imaginado. El travieso gesto de Paula lo había incendiado por dentro. La idea que tenía su esposa acerca de la vida no solía coincidir con la suya.


—Ya basta de tanta gala —no estaba colgado por Paula, tal y como su madre parecía insinuar. Si la había mirado tan atentamente era porque estaba hablando con Valeria.


—Deberías haberme dicho que era tu esposa —su madre pidió una carísima botella de vino—. ¿Te gusta trabajar en Alfonso?


—Le falta alma —Paula arrugó la nariz—. Los diseños son buenos, pero no geniales. Se nota que la gente trabaja allí solo por dinero.


—No podría estar más de acuerdo —Bettina miró a su nuera atentamente—. ¿Dónde estudiaste?


—Paula no fue a la universidad —aclaró Pedro, harto de ser excluido de la conversación.


La mirada asesina de su esposa casi le provocó una quemadura. La mano abandonó el muslo y él deseó que regresara a su lugar.


—Estaba hablándome a mí —Paula le clavó una uña en el brazo a Pedro. Era evidente que no le había gustado la interrupción—. Tú has disfrutado de su atención durante unos treinta años. Ahora me toca a mí —se volvió a Bettina—. Mi hermana es diseñadora y llevo trabajando para ella un par de años. Aparte de eso, soy autodidacta.


La conversación continuó mientras Pedro se consolaba con el vino.


¿Por qué estaba tan furioso? Era justo lo que le había pedido que hiciera.


Pero no había esperado que lo hiciera tan bien.


Ni que a su madre le gustara tanto su mujer. ¿Cómo iba a darle a Bettina la noticia del divorcio cuando se produjera? 


Odiaba no ser capaz de anticiparse a una situación.


Se centró en el filete con espárragos mientras esperaba que la cena concluyera para poder llevarse a Paula de regreso al hotel para recoger sus cosas.


No iba a resultarle fácil concederle espacio en su casa. 


Jamás había vivido con una mujer, y los últimos seis meses los había dedicado a imaginarse compartiendo el apartamento con Meiling. Ella sí habría respetado su privacidad. Jamás se le hubiera ocurrido entrar en el cuarto de baño con unas tenazas en una mano y un dónut en la otra, vestida únicamente con una bata.


La vez que Paula había hecho algo así, había acabado lamiendo el relleno del dónut de sus pechos.


A lo mejor le permitiría volver a hacerlo alguna vez.


—¿No te parece, Pedro?


—Eh ¿cómo? —algo se había perdido mientras fantaseaba con el dónut.


—Tu madre me hablaba de la innovadora alianza que lograste con el Canal Estilo —Paula enarcó las cejas—. Es evidente que has heredado el sentido de la moda y los negocios de tu madre. Y la capacidad para prestar atención, de tu padre.


Bettina soltó una carcajada. Pedro no recordaba la última vez que le había oído reír así.


—Cariño, tú yo nos vamos a llevar muy bien —anunció la mujer a Paula—. En cuanto a ti —se volvió a Pedro—, te perdono la vida por casarte con una mujer tan extraordinaria.


«Misión cumplida», pensó Pedro con amargura mientras decidía mantener la boca cerrada durante el resto de la cena.


Y casi lo consiguió, hasta que Paula y él entraron en el coche.


—Pagaré la cuenta y te ayudaré a recoger tus cosas —sugirió—. Podrás aprovechar el fin de semana para instalarte.


—¿Eres consciente de lo que me acabas de proponer? —ella sonrió—. Soy una chica, y tengo un montón de cosas.


—Es lo menos que puedo hacer —Pedro desvió la mirada de las bonitas piernas, pero no consiguió que disminuyera su deseo de que le rodeara la cintura con ellas—. Por cierto, gracias por llevar la ropa que te elegí y por ser tan agradable con mamá. Estuviste genial.


—Lo dices como si tu madre fuera una bruja. Es una leyenda viva. Toda una fuente de inspiración. Siempre he sido admiradora suya.


Era la primera noticia que Pedro tenía de ese detalle. Lo cierto era que Paula nunca le había hablado de sus sentimientos, de sus planes a largo plazo tras comprar una parte del negocio de su hermana.


—Pensaba que solo estabas siendo amable —cada vez le intrigaba más la mujer con la que se había casado.


—En ese caso, espero ser bien recompensada por mi tiempo —ella parpadeó con coquetería.


—¿No te basta con el divorcio y cien de los grandes? —bromeó Pedro.


—No está mal para empezar —Paula sonrió traviesa, indicando que la compensación debería incluir varios orgasmos seguidos.


—En serio ¿qué más quieres? —él no pudo contenerse—. Si pudiera concederte todos tus deseos ¿qué me pedirías?


Casi habían llegado al hotel, pero él no quería dar por terminada la conversación. Paula era una mujer de profundas convicciones, y sentía un extraño deseo de conocerla mejor.


Tras un largo y agotador día, lo único que le apetecía era estar con ella, conectar con ella.


—¿Aparte del sexo, te refieres? —la mirada de Paula se suavizó—. Veo que hemos terminado de flirtear. No hace falta que me des nada. Ha sido divertido. Estoy aprendiendo mucho. Allo es horroroso, pero es otra leyenda. A veces me siento en medio de un cuento de hadas.


—¿De verdad? —desde luego, parecía sincera—. Nunca me has hablado de tu deseo de ser diseñadora. ¿Forma parte de tu sueño, junto con el de los vestidos de novia?


Paula frunció el ceño.


Habían llegado al hotel, pero Pedro le pidió al chófer que diera una vuelta alrededor del edificio.


—Vamos —insistió—. Tú sabes todo lo mío. Cuéntame qué va a pasar cuando regreses a Houston.


Estaban casados y quería conocer todos los secretos de su esposa.


Paula consideró seriamente contestar algo descarado. Solo había hablado de sus planes con Carla, y su hermana no le había hecho ninguna pregunta.


¿Tan malo era buscar la aprobación de los demás? ¿Tan malo contarle a alguien tus planes y recibir una opinión experta?


Miró a Pedro de reojo. Su esposo llevaba el diseño y la gestión empresarial en los genes. Y la había visto desnuda. 


¿Ante quién mejor que él podría desnudar su alma? Ya lo había hecho en Las Vegas.


—Me convertiré en socia de un exitoso negocio —afirmó—. Como una adulta de verdad.


—¿Y qué eres ahora? —los ojos de Pedro brillaron divertidos—. ¿Una adulta de mentira?


En Las Vegas ambos habían estado perdidos, pero Pedro había encontrado su camino y, al parecer, le resultaba divertido ver que a ella no.


—Ahora mismo no soy nada —Paula lo miró furiosa—. Antigua reina de belleza. Lacaya de Allo. Esposa de Pedro Alfonso. Inminente dueña de un negocio de vestidos de novia. Y ya está.


—Pues a mí me parece una lista de cosas de la cual estar muy orgullosa —Pedro le tomó una mano y le besó los nudillos—. Eres única.


—¿Y se supone que debo considerar un honor que sigamos casados? —ella puso los ojos en blanco—. El matrimonio es un arma para ti.


—Sí, y no suelo disparar mi cohete a la ligera —señaló él con calma—. Si no fueras valiosa para mí, habría firmado ya los papeles del divorcio. ¿Por qué crees que he luchado con tanta fuerza para conservarte?


Paula lo miró aturdida. ¿Cómo había conseguido que sus palabras sonaran tan románticas?


—Es evidente que te excito. Es la única razón que se me ocurre —murmuró ella.


—No te subestimes, Paula —él le acarició la mano—. Eres un activo muy importante. Tu hermana tiene suerte de tenerte como socia, sobre todo si diseñar vestidos de novia se te da tan bien como comprender todos los aspectos del negocio.


—Te estás burlando de mí, ¿verdad? —Paula sonrió—. Sinceramente, no tengo ni idea de diseñar vestidos de novia. Sé coser y cortar patrones, pero nada más.


Paula sintió un escalofrío en la espalda. Lo cierto era que aún no había pensado en lo que sucedería tras su regreso a Houston. Quizás tras entregarle el dinero a su hermana, se convertiría de golpe en una adulta.


Pero ¿qué sucedería al día siguiente? ¿En qué consistía ser su socia?


—Puedes aprender diseño, si es lo que quieres —observó Pedro—. O puedes dedicarte al aspecto más comercial. Lo que tú decidas.



—Lo dices como si tuviera todas las posibilidades —lo cierto era que estaba haciendo lo único que podía. Jamás podría montar su propio negocio.


¿O sí?


Si Pedro le daba el dinero, y no tenía que devolverlo, las posibilidades eran infinitas. Al marcharse de Houston, Diseños Carla Chaves-Harris lo había sido todo para ella. 


Pero Pedro había expandido su mente enormemente. 


Quizás podría hacer algo más que vestidos de novia.


—¿Y no tienes todas las posibilidades? Es tu sueño, cariño —Pedro le sujetó la barbilla y la miró a los ojos—. No te pases la vida haciendo algo que no te llene. Empresas Alfonso es mi herencia, creada de la nada por las personas que me dieron la vida, por mi sangre. Haría cualquier cosa por mantenerla a flote. ¿Cuál es tu pasión?


El fuego que emanaba de los ojos azules, y la convicción en la voz de Pedro, la hechizaron.


—Pues, no lo sé —tenía que pensar en algo para no interrumpir esa conexión—. Me encanta la ropa, el tacto de la tela, el arte de los colores. Creo que mi fuerte está, más que en el diseño, en descubrir lo que no funciona.


—Muy bien. ¿Qué más? Cuéntame más de tus impresiones sobre Alfonso, como hiciste con Bettina.


—Alfonso es… interesante —era lo más políticamente correcto que se le ocurría—. Al es diferente.


—¿Por qué? —insistió él.


—Porque se respira vitalidad —la atención que le prestaba Pedro la animaba a expresar sus pensamientos—. Es como si el espíritu creativo impregnara las paredes. Cuando estuve allí, sufrí una sensación parecida al mareo, expectación. Seguramente pensarás que estoy loca.


—No, creo que hablas como una mujer que lleva la costura en el alma. Si sigues así, puede que añada un trabajo de ejecutiva en Al, junto con los cien mil —Pedro enarcó una ceja.


—¿Un puesto ejecutivo? —Paula respiró hondo—. ¿En Al? ¿Cómo hemos llegado a eso? Estábamos hablando de mi mitad de un negocio de vestidos de novia. No soy ejecutiva.


—No estoy de acuerdo —él se encogió de hombros—. Y hablo con conocimiento de causa, dado que he contratado a unos cuantos. ¿Tanto te sorprende que me parezcas increíble? Tienes una mente estratégica. Trabajas duro. Son cualidades de un buen ejecutivo. Tu amor por la moda es un punto añadido.


—No puedo trabajar en Al —protestó ella mordiéndose el labio—. Tengo un trabajo con mi hermana. Además, vivo en Houston.


En Nueva York no la conocía nadie. Si conseguía salir adelante, sería por sus propios medios, sin Carla, sin el dinero y la influencia de su padre, sin los contactos de su madre, sin el título de Miss Texas.


—La gente se traslada de un lugar a otro continuamente por motivos de trabajo.


Ni en un millón de años habría pensado en poder aceptar. Si optaba por quedarse en Nueva York, vería a Pedro a diario.


 Todos los días.


Una sensación de esperanza y anticipación se le extendió por el pecho, pero la aplastó antes de que prendiera con demasiada fuerza.


—Y, sobre todo, estamos a punto de divorciarnos.


—¿Y eso qué tiene que ver? Las parejas divorciadas pueden trabajar juntas.


—Tus padres no pudieron —puntualizó Paula.


—Sí, pero ellos estuvieron enamorados —la mirada de Pedro se oscureció—. Nosotros no tenemos ese problema.


—Cierto —por algún motivo, eso no mejoró las cosas. 


Porque, de repente, deseaba que Pedro sintiera la misma pasión por ella que por Al.


Hubo una vez en que había sido así, y la sensación había perdurado dos años.


Y ese era el verdadero motivo de su presencia en Nueva York. Quizás el divorcio nunca había sido un factor.


—Piénsatelo. La oferta es sincera —él miró por la ventanilla—. Vamos a recoger tus cosas.


Confusa, Paula tomó la mano que le ofreció Pedro para bajar del coche. De repente había comprendido que Pedro le despertaba la misma pasión que ella a él.


En Houston no podría ser una ejecutiva. Y seguramente tampoco sería una buena socia en un negocio de vestidos de novia. Y, desde luego, no podía pasar de Miss Texas a adulta de pleno derecho, porque su única posibilidad de triunfar pasaba por recibir la ayuda y el apoyo de Pedro


Lo necesitaba, necesitaba su fe en ella.


Y, sobre todo, lo necesitaba porque, a pesar de asegurar lo contrario, estaba segura de estar enamorándose de ese hombre con el que se había casado accidentalmente. Un hombre que pretendía usar su matrimonio para conseguir un puesto de director ejecutivo y luego divorciarse de ella.