sábado, 23 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 23







Lo había visto con sus propios ojos.


Y sabía por qué le costaba creer que Paula Chaves fuera el tipo de mujer que aceptaba unos cuantos golpes a cambio de una vida de lujo y consumo.


Paró en una gasolinera ante un surtidor de gasolina sin plomo. Pasó la tarjeta de crédito por la ranura y esperó a que se llenara el depósito con los brazos cruzados sobre el pecho.


Afuera de la tienda, dos adolescentes discutían sobre quién de ellos era dueño de un boleto de lotería premiado con el reintegro. Por el rabillo del ojo, vio el BMW de Paula pasar de largo.


Reaccionó de forma automática. Puso el tapón al depósito. 


La máquina lo avisó para que recogiera el recibo, pero se metió al coche sin hacerlo.


Se incorporó a la carretera lo más rápido que pudo. No la vio y pisó el acelerador, sin permitirse pensar en qué hacía y por qué.


Medio minuto después la descubrió dos coches más adelante. Pisó el freno y mantuvo la distancia. En el semáforo, ella giró a la derecha.


Estaba tres coches por detrás de ella. Una furgoneta le bloqueaba la vista. Un par de kilómetros después, la furgoneta se desvió a la izquierda.


La vista estaba despejada, pero el coche de ella había desaparecido. Condujo un par de minutos más, giró en redondo y volvió en dirección opuesta, escrutando los edificios de ambos lados de la calle. Estaba a punto de rendirse cuando vio el BMW en un aparcamiento. Puso el intermitente y aparcó en un hueco un par de filas más allá.


Un letrero indicaba que estaba ante la Biblioteca Trace Matherson. Se preguntó si había esperado que fuera al centro de asistencia a mujeres más cercano, para demostrar que él tenía razón.


Podía haberse equivocado. Tal vez su vida fuera así de normal y e iba a devolver libros que había sacado para su hijo.


Y él la había seguido. Empezaba a asustarse de sí mismo.


Dio una vuelta alrededor del aparcamiento, encontró la salida y regresó a la oficina.



****


Paula tomó el ascensor hasta el segundo piso, fue rápidamente a la sección de ordenadores y eligió uno en un extremo. Accedió a su cuenta de correo electrónico y esperó un momento, con el corazón en la boca, hasta que apareció la pantalla.


Tiene un correo nuevo.


Una película de sudor cubrió su frente y su labio superior. 


Pulsó sobre el icono.


Hemos encontrado un lugar seguro para usted y para su hijo. Le adjunto un documento con los detalles de su destino. Debe ir al aeropuerto internacional Hartsfield Atlanta, el 7 de febrero. Vaya a la heladería de la terminal A. A las 9:00, pida un helado de chocolate para su hijo. Pida al dependiente que se asegure de que no lleve nueces, porque el niño es alérgico. Esa será la señal para que el dependiente le entregue los billetes. Cuando los tenga, vaya a la Terminal de British Airways. Su vuelo saldrá a las 12:00. En el sobre encontrará billetes de tren e instrucciones para el resto de su viaje.
Buena suerte.
Kathryn Milborn


Paula se quedó quieta, asombrada. Tan sencillo. Parecía tan sencillo… Se preguntó si sería posible.


Un destello de esperanza cosquilleó en su interior. Por primera vez en mucho tiempo, le pareció real.






LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 22





Pedro estuvo bajo el chorro de la ducha un largo rato, intentando reunir la energía para moverse. Sentía el cuerpo aplastado por el peso de los recuerdos. Hacía muchos, muchos años que no se había permitido recordar.


Nunca encontraron al asesino de su hermana.


Eso era lo que nunca había podido aceptar: que la crueldad de un ser humano no recibiera castigo, que pudiera perpetuarse y afectar a otras personas.


A lo largo de su carrera, ése era el agujero que había intentado rellenar, sin conseguirlo. Era como si al fondo hubiera una trampilla y, por mucha tierra que echase encima, la trampilla acababa por ceder y él volvía a sentir el mismo vacío, la misma sensación de fracaso.


En su papel de fiscal se había tomado cada caso como algo personal. Sentía el dolor de la familia de las víctimas como algo propio. Porque sabía bien lo que estaban sintiendo.


Y eso era lo que le impedía ignorar la vocecita que le advertía respecto a Paula Chaves. Había visto cómo Jorge aferraba su brazo la noche anterior, y tenía la certeza de que su vida no era en absoluto lo que parecía.


Quería ignorarlo. Pero sabía, a ciencia cierta, que no podía hacerlo.



****


Jorge salió de casa muy temprano a la mañana siguiente, antes de que Paula bajara a la cocina. Después de dejar a Santy en el colegio, tomó dos tazas de café en el Starbucks de la calle Peachtree, mientras esperaba a que abriese el centro comercial. Dos minutos antes de las diez, subió al coche y condujo hasta la plaza Lenox. Empezó por los grandes almacenes del extremo, comprando vestidos, zapatos y lencería.


—Debe ir usted a un sitio muy especial —le dijo la vendedora rubia, apilando sus compras junto a la caja registradora.


—Sí —respondió Paula—. Así es.


Unos minutos después, con el recibo en la mano, llevó todo al coche y se encaminó a la siguiente tienda de su lista.


A las doce ya había llenado el maletero y el asiento trasero con bolsas. Entonces volvió a casa a descargar sus compras.


En calidad de recién llegado, Pedro había heredado un montón de casos de los que nadie quería ocuparse. Eran todos irritantes y tan aburridos que había llegado a pensar que masticar cristal sería una alternativa agradable.


Justo después de mediodía fue hacia el despacho de Ramiro con un expediente en la mano, dispuesto a no mostrar su irritación. Le había enviado la misma pregunta por correo electrónico dos veces el día anterior y dos veces esa mañana. Aún no había recibido respuesta del abogado.


Pedro asomó la cabeza por la puerta entreabierta. Ramiro estaba al teléfono, pero le hizo un gesto para que entrase y señaló una silla. Pedro se sentó y tardó muy poco en comprender que hablaba con Chaves.


—¿Te ha dado una respuesta? —preguntó Pedro, cuando Ramiro colgó el teléfono.


—Disculpa —Ramiro se pasó la mano por el rostro—. He olvidado preguntarle por esos arrendamientos. ¿Por qué no lo llamas? Está en su oficina.


Pedro asintió y volvió a su despacho. En pie, ante el escritorio, evaluó la sabiduría, o estupidez, de lo que estaba pensando hacer.


Miró el número que había en el expediente; llamó a su secretaria y le dijo que salía a almorzar.


Tomó la autovía en dirección a Buckhead, aparcó junto a un 7-Eleven y marcó el número de Chaves en su teléfono móvil. 


Una secretaria lo puso con él.


—Jorge, soy Pedro. Necesito hacerte un par de preguntas.


—Tengo una reunión aquí dentro de cinco minutos —replicó Chaves con tono cortante.


—Con cinco minutos me sobra.


Pedro consiguió sus respuestas y las apuntó en el expediente. Después, tiró el móvil sobre el asiento del pasajero y arrancó el coche.



*****


Paula aparcó delante de su casa. Subiría alguna de las bolsas arriba, para que Jorge las viera. A él le encantaba que comprase cosas. Se lo tomaba como una muestra de que lo había perdonado.


Echó un vistazo al reloj. En menos de una hora tenía que recoger a Santy. Sacó varias bolsas del asiento trasero y subió los escalones que llevan a la puerta delantera.


Un coche redujo velocidad y se detuvo ante el camino de entrada a su casa. Paula miró por encima del hombro.


Dejó caer las bolsas sobre el suelo de piedra de la entrada. 


El corazón empezó a latirle con fuerza. ¿Qué hacía él allí? 


Se preguntó si habría quedado con Jorge o si, de nuevo, llevaba algo para él.


Paula cerró los ojos un segundo y se obligó a inspirar profundamente. «No reacciones en exceso. Pregúntale qué quiere. Dile que tienes que salir y se irá», se dijo mentalmente.


Él apagó el motor. Paula pensó que no volvería a oír el sonido de un coche como ése sin pensar en él. La idea le resultó tan inesperada que se quedó inmóvil, transfigurada.


—Hola —saludó él, inseguro sobre cómo lo recibiría.


—¿Puedo ayudarlo en algo, señor Alfonso? —dijo, con voz fría. Observó cómo cambiaba la expresión de él. Debía dé considerarla una antipática.


—¿Tiene un minuto para hablar?


—No, en realidad no. Tengo que recoger a mi hijo.


Él llevaba un traje azul marino, una camisa azul claro y la corbata floja sobre el cuello, como si tolerase ese símbolo de respetabilidad pero no lo convenciera del todo.


—No le quitaré mucho tiempo —metió las manos en los bolsillos del pantalón y a ella le pareció un gesto que no encajaba con el abogado seguro de sí mismo que había visto en el Ritz Carlton la noche anterior.


—Me temo que no tengo tiempo que ofrecerle, señor Alfonso.


Él se acercó y se detuvo al principio de los escalones. Su aire inseguro casi pudo con el empeño que tenía Paula en tratarlo con cortesía gélida. Si Jorge volvía a casa… si uno de los vecinos mencionaba haber visto un coche allí…


—No se preocupe —dijo él—. Está en una reunión. Lo comprobé antes de venir.


Esa afirmación dejó muda a Paula, y lo que implicaba hizo que su corazón se desbocara.


—Entre —dijo, metiendo la llave en la cerradura y abriendo. 


Él la siguió y cerró la puerta a su espalda.


Ella dejó caer las bolsas a sus pies y giró en redondo, tan sorprendida que no pudo controlar el miedo y la ira que reflejó su voz al hablar.


—¿Qué está haciendo?


—Paula…


—No me conoce. No tiene idea de lo que está haciendo.


—Tiene razón —aceptó él—. No la tengo. Pero si necesita ayuda…


—No quiero su ayuda —su voz se tiñó de pánico—. Lo que quiero decir es que no necesito su ayuda. ¿Qué lo ha llevado a pensar algo así?


Él la miró un momento, después se miró los pies y alzó la vista de nuevo.


—Sé que parece una locura. A mí me lo parece, pero desde que la conocí he tenido la sensación de que… tal vez sí la necesite.


Paula se quedó inmóvil controlando las emociones que la asaltaban para que no se reflejaran en su rostro. El tono bondadoso de su voz casi la había derrumbado. Había rezado durante tanto tiempo para que alguien viera…


Pero ya no. Y menos ese hombre.


—Señor Alfonso… —apretó los labios— sólo hay una cosa que quiero de usted. Que se vaya. Por favor. Lo que sea que haya imaginado no es más que eso… Cosa de su imaginación. Ahora, por favor, váyase.


Ella abrió la puerta, se hizo a un lado y esperó a que él se moviera. Él sostuvo su mirada unos momentos, después la bajó hacia su hombro, donde había visto el cardenal la última vez que estuvo allí. Salió, miró el coche abierto y las bolsas que se veían en el asiento trasero y el maletero.


—Entonces, supongo que me equivoqué del todo —dijo.


—Sí —contestó ella—. Es obvio que sí.


Fue hacia su coche y subió. Ella lo vio alejarse. Por alguna inexplicable razón, deseó ir tras él, decirle que todas esas cosas materiales no significaban nada para ella. Que al día siguiente devolvería todas y cada una de las bolsas y pediría dinero en metálico.




LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 21





Lo último que Pedro deseaba hacer ese viernes por la noche era recoger a su hermanita después del partido de fútbol. 


Tenía una cita con María Reed. Llevaban saliendo un par de meses y tenía la sensación de que esa noche sería la noche. Llevaba toda la semana esperando esa cita, pasándose las clases de matemáticas soñando despierto con su piel cremosa y sus largas piernas.


Ninguna semana había pasado tan despacio como ésa. Y el viernes por la mañana, cuando su madre le pidió que recogiera a Susana después del partido, hizo cuanto pudo para evitarlo.


—Mamá, tengo planes —protestó en la mesa del desayuno, acabándose los cereales.


—Hijo, tu padre y yo no saldremos del concierto hasta después de las once. El partido acabará a las diez como muy tarde. Y como tu hermana está castigada por llegar tarde la semana que pasada, le he prohibido que la traigan sus amigos.


Pedro echó un vistazo a Susana, que miraba a su madre con ojos azules llenos de fuego y el pelo oscuro cayéndole sobre el hombro. A los quince años, era bonita y testaruda; un magnífico ejemplar de adolescente rebelde.


—Oh, mamá, ¿por qué no puedo volver a casa con Claudia y Alejandra?


—No hay discusión posible, jovencita. Si no tuvieras que actuar como animadora del partido, no saldrías esta noche —dijo Charlotte Alfonso. Su madre no era muy estricta en cuestiones de disciplina. Y aunque toleraba bastante más que la mayoría de las madres que Pedro conocía, Susana se había pasado de la raya. Su hora de llegada a casa era medianoche, pero el sábado anterior había regresado a las dos y media; para entonces, su madre daba vueltas por la casa, convencida de que estaba tirada en alguna zanja, desangrándose.


La excusa de Susana había sido bastante pobre. Y aunque Pedro sólo era un par de años mayor que su hermana, ya había descubierto que sus padres se ponían frenéticos si no llegaba a su hora y no llamaba antes para avisar. Susana aún no.


—Mamá, tengo una cita —lo intentó de nuevo—. Con María. No la he visto en toda la semana…


—Puedes verla de todas formas. Sólo tienes que recoger a tu hermana después del partido —dijo ella, con tono firme.


—Espero que la próxima vez elijas mejor el fin de semana del castigo, Susana —dijo él, dejando los cereales a medias y levantándose de la mesa.


—Bah, estás enfadado porque temes que no te dé tiempo a hacértelo con María —dijo Susana.


—Susana —advirtió su madre—. La que está castigada eres tú, no tu hermano.


—Pues cualquiera lo diría —farfulló Pedro. Susana se levantó de un salto y corrió por el pasillo a recoger sus libros.


Pedro, siento estropearte los planes, pero si no soy firme esta vez, nunca aprenderá que tiene que pagar el precio de sus errores.


Aunque no estaba dispuesto a admitirlo, parte de él sabía que su madre tenía razón.


—¿Harás esto por mí? —preguntó su madre.


—Sí, mamá, lo haré —aceptó, yendo hacia la puerta.



****


Los padres de María estaban pasando el fin de semana fuera de la ciudad. María lo había invitado a cenar; ella misma había preparado la cena, después de informarse de cuál era su plato favorito. Cuando llegó a su casa, poco después de las seis, el olor a carne asada le llegó desde la cocina.


Pero cuando vio a María vestida con unos vaqueros ajustados y una blusa negra de escote redondeado, lo último que se le pasó por la cabeza fue comer.


—Hola —sonrió ella.


—Estás fantástica —contestó él, poniéndole las manos en la cintura y atrayéndola hacia sí. Se apoyó en la puerta y se besaron largo rato, olvidándolo todo excepto que llevaban dos meses volviéndose locos haciendo de todo, excepto llegar al final. Los besos se volvieron más apasionados y él deslizó las manos por su espalda antes de ponerlos sobre sus pechos. Se oyó un timbre. Lo ignoraron unos segundos.


—Será mejor que vaya —dijo María por fin—. No quiero que la casa se incendie.


—Vale —aceptó él, siguiéndola a la cocina para ayudarla a sacar el asado del horno. María había robado una botella de vino de la bodega de sus padres. Pedro consiguió abrirla y sirvió dos copas. Lo bebieron lentamente, comentando y riendo sobre lo que había ocurrido en clase esa semana; incluso hicieron el puré de patatas antes de empezar a besarse de nuevo.


Ella le desabrochó la camisa e introdujo las manos dentro, volviéndolo loco con sus caricias. No se creía capaz de soportarlo si paraban otra vez. Para su alivio, María lo tomó de la mano y lo sacó de la cocina.


—Podemos comer después. No creo que esto pueda esperar ni un momento más.


La siguió escaleras arriba, a su dormitorio. Ella cerró la puerta y echó el cerrojo. Pedro había estado con un par de chicas, pero habían sido encuentros experimentales. Con María, quería que fuera mucho más que eso. No estaba seguro de saber lo que era el amor, pero lo que sentía se parecía mucho a todas las descripciones que había oído. La contempló un momento, admirando sus suaves curvas y su expresión abierta y entregada.


Empezaron a besarse de nuevo, jadeantes y a punto de perder el control.


Pedro la alzó en brazos y la colocó sobre la cama, apartando los peluches de un manotazo. Desabrochó sus vaqueros mientras ella le quitaba la camisa de los hombros.


Ninguno de los juegos previos que llevaban semanas practicando había preparado a Pedro para la realidad de hacer el amor. Era mucho mejor de lo que nunca había imaginado.


—¿Cuántas veces más puedes hacerlo? —preguntó María riéndose, recostada en la almohada y los pechos apenas cubiertos por la sábana.


—¿Cuántas veces puedes tú? —sonrió él. Echó una ojeada al reloj y gruñó. Las nueve y media—. Tengo que irme.


—¿Qué pasa? —María rodeó su cintura con un brazo y apoyó la cabeza en su hombro.


—Tengo que recoger a Susana a las diez.


—¿Esta noche? —María no pudo ocultar su decepción.


—Está castigada y mamá me pidió que la llevara a casa después del partido.


—Pero yo pensaba…


—Lo siento —se puso de costado y apretó su cuerpo desnudo contra él, adorando la sensación que le provocaba—. Intenté escabullirme, pero mi madre fue rotunda.


—Sólo unos minutos más —suspiró María.


—Debería irme —Pedro miró el reloj, eran las nueve y treinta y cinco.


—Mis padres volverán mañana —dijo ella con tristeza—. ¿Quién sabe cuándo tendremos otra oportunidad como ésta?


—Ya —gruñó él—. ¿Quién sabe?



******


María lo acompañó a recoger a Susana al instituto. Eran casi las diez y media. Aunque sólo llegaban media hora tarde, el aparcamiento estaba casi vacío. Condujo hacia la puerta del gimnasio, donde había quedado con Susana. No la vio, así que aparcó el jeep bajo una farola y apagó el motor.


—¿Dónde estará? —miró su reloj y después a María, que tenía una mano apoyada sobre su muslo.


—Tal vez esté dentro.


—Sí. Voy a ver. Volveré enseguida.


Pedro fue al gimnasio. No se veía a nadie.


—¿Susana?


—¿Puedo ayudarte? —el conserje, un hombre mayor de hombros anchos, apareció con una escoba en la mano.


—Busco a mi hermana. Susana Alfonso. Teníamos que encontrarnos fuera del gimnasio hace un rato.


—Hace veinte minutos que no veo a nadie. ¿Qué aspecto tiene?


—Pelo oscuro. Ojos azules. Seguramente llevaba puesta una chaqueta de aviador, de cuero.


—Ah, sí. Una chica muy bonita. Estaba aquí hace unos treinta o cuarenta minutos. Me dijo que esperaba a su hermano. Le dije que podía esperar dentro, pero contestó que estaría bien afuera y salió.


Pedro frunció el ceño. Tal vez se había cansado de esperar y se había ido con algunos amigos.


—¿Había alguien más con ella?


—No —el conserje se agachó para recoger un papel del suelo—. Casi todo el mundo se había ido ya.


—Gracias.


—De nada —contestó el hombre. Pedro volvió al jeep y abrió la puerta.


—¿La has visto? —le preguntó a María. Ella negó.


—¿No estaba dentro?


—No. ¿Dónde puede estar? —sería típico de Susana marcharse con unos amigos y olvidarse de que él la estaría esperando. Pero su madre había sido rotunda y no creía que Susana se atreviera a hacerlo. Echó una ojeada al aparcamiento vacío y subió al jeep—. Supongo que deberíamos esperar un rato, por si vuelve.


—Vale —María se inclinó hacia él y le dio un beso—. No seas duro con ella. Seguramente volverá enseguida. Además, hemos llegado tarde.


Pedro sabía que tenía razón, pero se sentía intranquilo. Eran casi las once. Esperaron hasta las once y cuarto. Para entonces, estaba realmente preocupado. Susana sabía que sus padres llegarían a casa en cualquier momento, y ella no se atrevería a aparecer más tarde.


—Vamos a dar una vuelta por el pueblo —dijo, pasándose una mano por el pelo. Dejaron el instituto y fueron hacia el aparcamiento del centro comercial, donde solían reunirse los jóvenes el fin de semana. Pedro paró junto a un grupo de coches y bajó la ventanilla. Una amiga de Susana lo reconoció y se acercó.


—Hola, Tina. ¿Has visto a Susana?


—Después del partido, estaba esperándote en la puerta del gimnasio. Le pregunté si quería que la lleváramos. Dijo que estaba castigada y tú ibas a recogerla.


—Sí. Llegué algo tarde —a Pedro se le contrajo el corazón.


—¿No estaba allí cuando llegaste? —Tina saludó a María con la mano. Pedro negó con la cabeza.


—Volveré allí. Puede que haya regresado.


—Vale. Hasta luego.


Pedro se despidió con la mano y regresó al instituto. Ya no quedaba ningún coche en el aparcamiento. Bajó del coche y gritó su nombre, aunque no se veía a nadie por allí.


Fue a la cabina telefónica que había fuera del gimnasio y llamó a su casa, angustiado. Eran las doce menos cuarto. Le daba igual que lo regañaran, sólo quería oír a su madre decirle que Susana estaba allí.


—¿Mamá?


—Hola, cariño. Pensé que vosotros dos ya estaríais aquí. Acabamos de entrar por la puerta.


La angustia de Pedro se extendió y tardó unos segundos en poder hablar.


—No la encuentro, mamá. Llegué tarde a recogerla y no estaba aquí.


—¿Cómo que no estaba allí, Pedro?


—Pensé que tal vez se habría ido con unos amigos, así que conduje por ahí, pero nadie la ha visto después del partido.


—¿Dónde estás hijo?


—En el gimnasio. En el aparcamiento.


—Quédate ahí —dijo ella con voz sombría—. Tu padre y yo llegaremos enseguida.


Esperaron en silencio hasta que el coche de sus padres aparcó junto al jeep. El padre de Pedro bajó del coche con expresión preocupada.


—¿No hay señas de ella?


—No sabía qué hacer, papá —Pedro agachó la cabeza—. Llegué tarde —miró a María con culpabilidad—. Lo siento —después explicó lo que habían dicho el conserje y Tina, la amiga de Susana.


Octavio Alfonso puso una mano en su hombro.


—Tiene que haber una explicación. María y tú, id a la zona sur de la ciudad. Preguntad si alguien la ha visto. Tu madre y yo iremos al norte. Nos encontraremos aquí dentro de veinte minutos.


Pedro miró dentro del coche. Su madre estaba en el asiento delantero y parecía más preocupada que nunca. Todos sabían que Susana no se habría comportado así normalmente.


Hicieron lo que su padre había sugerido, pero sin éxito. 


Nadie la había visto.


Veinte minutos después, cuando se reunieron de nuevo, los rostros de sus padres estaban tensos de preocupación. 


Bajaron del coche.


—Hemos llamado a casa dos veces. No hay respuesta —dijo su padre—. Voy a llamar a la policía. Sé que dirán que no lleva bastante tiempo desaparecida, pero no sé qué otra cosa hacer.


Desaparecida. La palabra golpeó a Pedro con la fuerza de un tractor. Nada de eso podía estar ocurriendo. Había llegado tarde. Pero no podía haber pasado nada en treinta minutos.


—Todo se arreglará —Charlotte Alfonso se acercó y le puso un brazo sobre los hombros.


En ese momento, Pedro quiso a su madre más de lo que había imaginado nunca. Sabía lo asustada que estaba, lo enfadada que debía estar con él. Pero había percibido su culpabilidad y miedo y, en vez de culparlo, lo consolaba.


Octavio fue a la cabina y llamó al despacho del sheriff. Cinco minutos después un coche de patrulla llegó al aparcamiento.


 El sheriff Wally Akers bajó y los saludó.


—Octavio. Charlotte. ¿Qué problema hay?


—Es Susana. Pedro debería haberla recogido a las diez. Llegó tarde, pero nadie la ha visto desde un poco antes de eso


—¿Estáis seguros de que no decidió marcharse con sus amigos?


—Hemos recorrido toda la ciudad, preguntando a los chicos. No está con ninguno de sus amigos.


Pedro imaginaba que en otros sitios, la policía habría contestado que era demasiado pronto para hacer nada. Pero en una ciudad como la suya no era normal que una chica de quince años desapareciera. Wally volvió a su coche y habló por radio.


María se acercó a Pedro y le apretó la mano, tenía tanto miedo como él.


Pronto llegaron dos coches patrulla más, con las luces destellando. La policía les hizo muchas preguntas sobre los hábitos de Susana, qué tipo de chica era, si era posible que se hubiera escapado de casa.


Pedro observó cómo él rostro de su madre se volvía cada vez más ceniciento; cuando la policía le preguntó qué llevaba puesto Susana, ella apenas tuvo voz para contestar.


—Aquí no podéis hacer nada. Hemos puesto un aviso de búsqueda; en cuanto sepamos algo, os llamaremos —dijo finalmente el sheriff.


Se marcharon. Pedro llevó a María a su casa y cuando aparcaba, ella se volvió hacia él con el rostro empapado en lágrimas.


—Lo siento, Pedro. Me siento como si esto fuera culpa mía. Si no te hubiera pedido que te quedases un poco mas…


—No es culpa tuya, María —contestó él, con voz cansada.


—Rezaré por ella —se inclinó hacia él y lo besó—. Por favor, llámame en cuanto sepáis algo.


—Lo haré —prometió Pedro.


Volvió a casa aún sin creer lo que estaba ocurriendo. Sus padres esperaban en la sala de estar, junto al teléfono. Se sentó en el sofá, con las manos sobre las rodillas y la cabeza gacha.


—Papá, mamá, lo siento. Si le ha ocurrido algo no sé cómo voy a…


Pedro. No digas eso —su madre fue hacia él y le puso un brazo sobre los hombros—. Recemos para que ocurra lo mejor y no pensemos en nada más.


Pedro miró a su padre, que asintió.


—Tiene razón, hijo. No es momento de culpabilizarse.


Esperaron toda la noche, bebiendo café, pendientes del sonido del teléfono y temiendo más la llamada con cada hora que pasaba. Eran poco más de las seis cuando llamaron a la puerta. Octavio Alfonso se levantó de un salto y abrió. 


Charlotte y Pedro lo siguieron.


El sheriff Akers estaba allí, con el sombrero en la mano. Harry Clark, uno de los médicos locales, lo acompañaba.


—Octavio, me temo que tengo malas noticias.


—Oh, no —Charlotte se llevó una mano a la boca y un gemido escapó de sus labios—. No.


Pedro la agarró antes de que se desmayara. Octavio dio un paso atrás y la rodeó con el brazo, sujetándola. Pedro se apartó con un nudo en la garganta, incapaz de tragar saliva.


—Díganos, sheriff. ¿Dónde está? —exigió Octavio.


—Está muerta, Octavio —dijo el sheriff Akers con voz desgarrada—. No sabes cuánto lo siento, pero está muerta.


Charlotte se desplomó en el suelo. Octavio se inclinó y la alzó en brazos, con el rostro surcado de lágrimas.


—Vamos a llevarla arriba, Octavio —el doctor Clark entró en la casa—. Le pondré un calmante.


Pedro se quedó paralizado, incapaz de pensar, sin sentir nada excepto la horrible comprensión de que aquello no era un sueño, que no iba a despertarse y rectificar sus acciones. 


Media hora. Nada más. Rogó a Dios que no fuera cierto, que le concediera otra oportunidad. Habría entregado cualquier número de años de su vida para recuperar esa media hora y que Susana estuviera bien. Suplicó a Dios que le devolviera esos treinta minutos.


Perdió la consciencia del tiempo hasta que la voz de su padre, desde arriba, lo devolvió a la realidad.


—No, Wally. Tengo que verla.


—No creo que sea buena idea, Octavio.


—Tengo que verla —su padre ya había bajado la mitad de la escalera. Miró a Pedro—. Voy con Wally, hijo. Quédate aquí con tu madre, ¿de acuerdo?


Pedro sabía que lo mejor era hacer caso a su padre. Pero no podía. Tenía que verla él mismo, o nunca creería que fuese verdad. Tal vez se habían equivocado y la chica no era Susana.


—Quiero ir contigo, papá. Por favor.


Fueron en el coche de Wally hasta la pista para corredores en la que habían encontrado el cuerpo de Susana. En voz baja, Wally les contó que un atleta madrugador la había descubierto hacía una hora. La pista. A Pedro le pareció imposible. Sólo estaba a unos pocos metros del gimnasio. Colina arriba. ¿Por qué no lo había oído Susana cuando la llamó?


Una ambulancia y tres coches patrulla los esperaban. Wally aparcó a su lado. Octavio miró a Pedro, que estaba en el asiento trasero.


—Espera aquí, hijo. Volveremos enseguida.


Pedro asintió, oyendo y viendo lo que ocurría a su alrededor, pero sintiéndose completamente distanciado de todo. Vio a su padre acercarse a la escena, detenerse y mirar fijamente hacia abajo, antes de derrumbarse hacia delante como un barco a punto de naufragar.


Pedro salió del coche y corrió hacia donde dos hombres sujetaban a su padre por los brazos.


Tumbada tras una de las colchonetas que el equipo de atletismo usaba en sus entrenamientos, estaba su hermana de quince años. Su preciosa cara estaba amoratada e hinchada, y si no hubiera llevado puesta su vieja chaquetilla de aviador, no la habría reconocido. La minifalda de animadora estaba levantada hasta la cintura. Sus muslos tenían cardenales y manchas de sangre.


Pedro se quedó sin aire; estaba inmerso en una pesadilla tan horrible que no podía ser verdad. Pero no era una pesadilla. 


Era real. Susana estaba muerta. Y era culpa de él. Culpa suya.