miércoles, 22 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 20




La reunión con el abogado no fue exactamente como Paula había esperado. Por lo visto, su divorcio no iba a ser un asunto rápido ni sencillo.


Se sentía agotada, emocional y físicamente, mientras esperaba a Pedro. Desde luego, su elección de zapatos no mejoraba su estado. Los tacones de seis centímetros habían parecido la opción lógica para conjuntar con la falda de corte sastre y el blusón de maternidad. Pero hacía un par de meses que Paula no utilizaba zapatos de tacón. Le dolían los pies y también los riñones. Cambió el peso de un pie a otro y miró la calle, esperando que Pedro llegase pronto. Estaba cansada, frustrada y deseando sentarse y quitarse los zapatos.


El Porsche se detuvo junto a la acera un momento después, y Pedro bajó para abrirle la puerta.


—Siento llegar tarde. De camino vi algo en el escaparate de una tienda y tuve que parar a comprarlo.


—No te preocupes —miró dentro del coche. Había un oso de peluche enorme, vestido con un tutú rosa, sujeto con el cinturón de seguridad. La risa cosquilleó su garganta—. Supongo que eso es lo que tuviste que comprar.


—Sí. Me llamó la atención —se frotó la nuca con expresión avergonzada—. ¿Qué te parece?


A ella le parecía perfecto. Pensaba que él era perfecto. Le había hecho el primer regalo a su bebé. Aparte del pelele amarillo que Lily le había enviado con una tarjeta de felicitación. Pero el oso era distinto. Miró a Pedro y su sonrisa se apagó.


—No te gusta —dijo él.


—No es eso —dijo Paula con tono vivo—. Es que no se me había ocurrido que te gustara algo tan femenino como los animales de peluche.


—Muy graciosa. Es para el bebé.


—Y es adorable —aseguró ella—. Muchas gracias.


—De nada —Pedro le quitó el cinturón al oso y lo alzó. Allí de pie, con el oso en brazos, rodeado del ajetreo del tráfico y los peatones, tenía un aspecto tan ridículo como dulce.


—¿Y si el bebé es un niño? —preguntó ella.


El frunció el ceño, como si esa posibilidad no se le hubiera ocurrido. Después se encogió de hombros.


—Mi instinto me dice que será niña, pero si me equivoco le quitaremos el tutú al oso y le buscaremos ropa más viril.


—Parece que has pensado en todo —rió ella.


—Lo intento —colocó el oso en el asiento trasero y ayudó a Paula a sentarse—. ¿Alguna petición especial para cenar?


—Me da igual dónde vayamos y qué sirvan. Sólo es importante que las mesas tengan manteles largos.


—¿Perdona?


—Me muero por quitarme los zapatos.




MILAGRO : CAPITULO 19




AGOSTO dio paso a septiembre y Paula podía contemplar los cambios por las ventanas de su casita. Las manzanas de los árboles empezaron a madurar al tiempo que el verdor veraniego adquiría un tono más apagado. Empezaban a aparecer tonos de rojo y naranja, anunciando el espectáculo que sería el otoño. Por las tardes el aire era más fresco y traía el olor de madera quemada.


Paula y Pedro habían adquirido la costumbre de dar un paseo durante la puesta de sol. 


Después se sentaban en el porche, se columpiaban, charlaban o se limitaban a estar en silencio hasta que aparecían las primeras estrellas en el cielo. Paula, habiendo vivido siempre en la ciudad, nunca había visto tantas estrellas juntas. En el campo, sin luces eléctricas que apagaran su brillo, eran impresionantes.


Cuando se alzaba la luna y empezaba a hacer demasiado fresco, Pedro acompañaba a Paula hasta su casita. Siempre le daba un beso de buenas noches cuando la dejaba en el umbral. 


Era un beso amistoso, a veces en la mejilla, a veces en la esquina de la boca. Lucas la había besado así con frecuencia. Y también otra gente a lo largo de su vida. Pero lo de Pedro era distinto, especial en un sentido que no acertaba a definir, aunque le daba vueltas al tema en la cama.


Según iban pasando las semanas, Paula empezaba a esperar ese beso, a desearlo casi. 


Y a veces, cuando por fin conseguía dormirse, tenía sueños en los que aparecía Pedro y que le hacían difícil mirarlo a los ojos al día siguiente.


Estaban ocurriendo muchas cosas en la vida de Paula. Muchos cambios, y muchos de ellos físicos. La maravillaba cómo su abdomen empezaba a abultarse, que sus senos se hubieran agrandado y se sintieran más pesados.


Por fortuna, ya no le dolían como al principio, aunque seguían estando muy sensibles.


Paula había encontrado un nuevo médico en el pueblo, pero las reuniones con su abogado le exigían viajar a Nueva York de vez en cuando. 


La noche anterior, mientras Pedro y ella se balanceaban en el columpio y él le señala las distintas constelaciones, se había ofrecido a llevarla a la ciudad al día siguiente.


—Tengo cosas que hacer en Midtown. Podría dejarte en tu reunión y nos encontraríamos después. Podemos ir a cenar antes de volver —le sugirió.


Era una idea práctica y amistosa con el medioambiente, ya que requería menos gasolina y suponía un coche menos para el congestionado tráfico de Manhattan. Aun así, la mañana siguiente Paula tardó casi una hora en decidir qué ponerse.


Llamó a la puerta trasera de la casa y esperó. 


Su sonrisa se desvaneció al ver a Pedro. Estaba acostumbrada a verlo con pantalones vaqueros desgastados y camisetas viejas, con una sombra de barba en el mentón y el cabello alborotado. Ese día, sin embargo, llevaba unos pantalones oscuros, una chaqueta sobre el brazo y una corbata suelta al cuello. Estaba bien peinado y recién afeitado.


—Buenos días —lució sus hoyuelos de siempre.


Por primera vez en su vida, Paula supo lo que se sentía cuando temblaban las rodillas.


—Estas... impresionante —consiguió decir.


—Gracias —él se rió—. Tú también lo estás, pero en ti es lo habitual. ¿Es una blusa nueva?


—¿Esta? Es un blusón premamá —admitió ella, aplastando el vuelo de la prenda con la mano.


—Te queda bien.


—Gracias. En realidad me he puesto lo primero que he encontrado en el armario —mintió. Alzó una ceja—. A ti sí que te queda bien lo que llevas.


—Es lo primero que he encontrado en el armario —repitió las palabras de ella y se encogió de hombros.


—No sabía que lo compartías con Armani —miró la camisa hecha a medida remetida en los pantalones color carbón. No eran prendas de grandes almacenes, de eso no había duda—. Tienes muy buen gusto.


—Me gustan las cosas bien hechas y de calidad —afirmó él.


Pero ese buen hacer y calidad, como él decía, no salía nada barato. Pedro no parecía la clase de hombre que gastaba por encima de sus posibilidades. Paula ladeó la cabeza.


—¿Por qué tengo la impresión de que haces algo más que rehabilitar casas viejas en mitad de la nada?


—Porque es verdad. Mi hermano y yo tenemos una empresa. Compramos y rehabilitamos edificios en Manhattan.


—¿Edificios históricos? —preguntó ella.


—Hemos hecho algo de eso, sí —afirmó él—. Pero generalmente adaptamos edificios antiguos a nuevos usos. Por ejemplo, compramos un almacén y lo convertimos en lofts de moda o en despachos de oficina. De eso trata la reunión de hoy. Hemos encontrado comprador para un edificio que rehabilitamos en el Village.


Eso requería dinero. Mucho dinero. Sin embargo, él nunca se había jactado de su riqueza. Ella lo admiró aún más por eso.


—¿Cómo se llama vuestra empresa?


—Construcciones Hermanos Phoenix.


Ella lo miró boquiabierta. Aunque ya había adivinado que distaba de ser pobre, no esperaba eso.


—Oh, Dios mío.


—¿Has oído hablar de nosotros? —preguntó él, alzando una ceja.


Claro que había oído. El inconfundible logo de su empresa había adornado algunos de los edificios mejor restaurados de Nueva York.


—¿Puedo decir que estoy impresionada? No me gustaría hacer que te sientas incómodo alabando vuestra increíble visión y talento.


—Adelante —sonrió él—. Alaba.


—Hacéis un trabajo fantástico, pero ya lo sabes.


—Lo intentamos —dijo él con modestia—. Si hay que hacer algo, ¿por qué no hacerlo bien? Requiere tiempo e inversión, pero suele compensar.


Tiempo... inversión... recompensa. Estaban hablando del trabajo de él, de edificios, pero sus palabras podían aplicarse a otras muchas cosas.


—¿Y si no es así? Quiero decir, ¿no te da miedo a veces entregarte en cuerpo y alma y al final descubrir que no obtienes nada a cambio?


—A veces.


Él salió y cerró la puerta. Paula captó el olor especiado de su loción para después del afeitado.


—Y aun así... ¿lo haces? —inquirió ella.


—¿Estamos hablando de tu empresa publicitaria?


—Entre otras cosas —dijo ella, desviando la mirada.


—La vida está hecha de riesgos.


—Entonces, supongo que debería empezar a hacer acopio de coraje —Paula tragó saliva.


Se miraron cara a cara, en la distancia sonaban los ladridos de un perro.


—Deberíamos... deberíamos... —dijo ella con esfuerzo. Él observaba su boca.


—Exactamente.


Sin esperar a oír qué estaba corroborando él, Paula se dio la vuelta y fue hacia la furgoneta. Pedro agarró su mano y la detuvo. 


Ella se dio la vuelta, sorprendida y expectante; él señaló el garaje.


—Creo que para este viaje utilizaremos mi coche.


—¿Coche?


—Será más cómodo.


El garaje era tan viejo como la casa y estaba igual de destartalado, pero cuando él levantó la puerta de madera, desveló un reluciente Porsche negro.


—Bonito coche —silbó Paula.


—Me lleva de A a B —dijo él, quitándole importancia, pero sonrió con obvio orgullo masculino—. Y me lleva más rápido.



MILAGRO : CAPITULO 18




Pedro se duchó, afeitó y cambió de ropa en un tiempo récord. Cuando llegó a la casita tenía el pelo húmedo y aún sentía el cosquilleo de la loción para después del afeitado en la piel. 


Paula abrió la puerta con aspecto nervioso, y tan bonita como siempre.


Eso lo puso a él nervioso.


Se miraron un instante, incómodos, hasta que ella señaló un paquete que él llevaba en la mano.


—¿Eso es para mí? —preguntó.


—Por supuesto. Mi madre me dijo que nunca apareciera en una casa con las manos vacías. Además, no se pueden tomar huevos sin tocino.
Son dos cosas que van juntas.


—No puedo decir que ningún hombre me haya traído un regalo de anfitriona como éste antes —dijo ella, estudiando el paquete.


—Bueno, lo de las flores está muy visto —replicó él, sorprendido por el comentario.


Ambos se rieron y la tensión se disipó.


—Entra, por favor —se apartó para darle paso.


Era la primera vez que él entraba en la casa desde su llegada y notó el aspecto acogedor que le había dado sin excederse en la decoración. Pensó que tal vez podría pedirle consejos cuando pusiera la casa grande en el mercado. Las primeras impresiones importaban mucho, y era obvio que ella tenía buen ojo. La zona de estar estaba decorada en tonos neutros, con toques de colores vivos en cojines y cuadros. Además de los muebles que habían llegado el primer día, la semana anterior había llegado una mesa de cocina y sillas de madera de arce.


—¿Por qué no te sientas mientras cocino? —le sugirió ella.


—¿Necesitas ayuda? —preguntó él.


—No, gracias. ¿Quieres algo de beber? Puedo hacer café, aunque hace tanto calor que tal vez prefieras té helado. O zumo. Tengo zumo de naranja.


—Lo que vayas a beber tú estará bien —Pedro se sentó—. Relájate, Paula. Soy fácil de complacer.


—Disculpa.


Él pensó que debería registrar esa palabra a su nombre, pero no dijo nada.


—Estoy un poco oxidada en este sentido —dijo ella.


—¿Oxidada en qué? —preguntó él lentamente.


—En la amistad —le dijo, retorciéndose las manos.


—Ah —además de sentir cierta decepción, un sentimiento que no pensaba explorar de momento, la respuesta lo confundió—. ¿Por qué dices eso?


—Es la verdad. Puedo organizar una cena para treinta socios de Lucas con sus cónyuges, y hablar de naderías con desconocidos durante horas, pero tú... eres diferente.


—Diferente —repitió él, nada seguro de que le gustase ese adjetivo como descripción.


—Me importas —añadió ella con voz suave.


Pedro tragó saliva, tampoco estaba seguro de que eso le gustara.


—No tengo demasiadas amistades —continuó Paula—, no se me da bien hacer amigos.


—Eso me parece difícil de creer —Paula era callada y a veces reservada en exceso, pero no le parecía en absoluto antisocial.


—Es cierto —se sentó en la silla de al lado de la suya y le hizo una confidencia—. Tengo miedo, Pedro. Mucho miedo.


—¿De mí? —se le heló la sangre al pensarlo.


—No, claro que no —estiró el brazo por encima de la mesa y apretó su mano. Era la segunda vez que lo tocaba esa mañana. Por segunda vez, el contacto lo recorrió con la fuerza de un rayo—. Temo lo que me deparará el futuro. Si fuera sólo yo, no me preocuparía tanto. Pero está el bebé —movió la cabeza y sus ojos brillaron.


—Estarás bien. Los dos estaréis bien —dijo él, dando la vuelta a la mano para agarrar la de ella.


—Esto es nuevo para mí y me aterroriza hacerlo mal. Yo... nunca pensé que fuera a tener hijos —admitió.


—¿Por qué? —tosió—. Perdona. Es una pregunta demasiado personal.


A pesar de que Paula daba la impresión de ser muy reservada, le contestó con candor.


—Es lo que siempre dijeron los médicos. Tengo un par de problemas físicos que, según ellos, imposibilitan la concepción.


—Eso te demuestra cuánto saben —él soltó una risa con el fin de quitar seriedad a la conversación.


—Sí. Supongo —aceptó ella. Pero seguía pareciendo preocupada.


—Se llama «practicar medicina» por una buena razón —le dio un apretoncito en la mano.


Ella por fin sonrió. Él supuso que por su próxima maternidad, no por su broma. Paula estaba radiante, preciosa. Sentada a su lado con unos pantalones cortos que le permitían lucir sus esbeltas piernas estaba... sexy. Tragó saliva y notó que empezaban a sudarle las palmas de las manos. No sabía si era correcto considerar sexy a una mujer embarazada. Su conciencia hizo una puntualización: casada además de embarazada. Eso le hizo pensar en su esposo.


—¿Y qué opina Lucas de lo del bebé? —preguntó, aunque suponía la respuesta, tras la conversación telefónica que había oído.


—Cuando nos casamos dijo que no quería tener hijos —ella desvió la mirada y su resplandor se apagó un poco—. De hecho, fue una de sus estipulaciones.


—¿Qué? —Pedro la miró incrédulo—. ¿Se puede incluir algo así en un acuerdo prenupcial?


—No, claro que no. Pero dejó muy claros sus deseos en ese sentido.


Aunque sólo había visto a Holden una vez, a Lucas no le resultó difícil verlo como un tipo que prefería la ropa de diseño y los coches deportivos a caritas pegajosas y las muchas exigencias de la paternidad. Pero no pensaba lo mismo de Paula.


—¿Por qué accediste?


—No lo hice. Como he dicho, creía que no podía tener hijos, así que el que Lucas no los quisiera... —dejó la frase inacabada y alzó los hombros.


—Lo convertía en el hombre perfecto para ti.


Paula alzó la cabeza bruscamente al oírlo. Abrió la boca y retiró la mano de la de él.


—Perdona —dijo él—. Eso ha sido grosero y atrevido por mi parte.


Ella movió la cabeza, pero no dijo nada. Sus mejillas se tiñeron de rojo, a él no le pareció que fuera por enfado. 


¿Culpabilidad? ¿Arrepentimiento? ¿Sorpresa de que él hubiera intuido algo así y pudiera entenderlo en cierto sentido?


—Así que ésa es la importante diferencia a la que te referías cuando dijiste que ibas a divorciarte.


—Sí.


Paula tenía las manos sobre el regazo y las miraba. Él lo hizo también, y vio que se había quitado la alianza y la había sustituido por un anillo con una amatista. Tuvo la sensación de que Paula era demasiado tradicional como para andar por ahí sin llevar un anillo en el tercer dedo de la mano izquierda estando embarazada.


—Lucas opina que criar hijos es incompatible con el estilo de vida que le gusta —dijo ella, un momento después. Su voz sonó como un susurro.


Pedro deseó maldecir en voz alta. Romper algo con el martillo, o mejor aún con el puño. Deseó rodear a Paula con sus brazos, consolarla... besarla. Borró esa idea de su mente y habló con voz seria.


—Estoy seguro de que tiene razón. Los niños lo cambian todo, o al menos eso me ha dicho mi hermana montones de veces. Pero el matrimonio es un compromiso.


—¿Tú estabas dispuesto a comprometerte? —le preguntó Paula, mirándolo.


—¿Te refieres a cuando estaba casado?


—Sí.


Él movió los pies bajo la mesa, desconcertado ante esa pregunta que lo obligaba a reexaminar su propia relación. Prefería seguir hablando de la de ella.


Se preguntó si se había comprometido lo bastante. Si había tomado las decisiones correctas, sobre todo al trabajar tantas horas, antes de que Helena iniciara su aventura. 


Entonces le había parecido lo correcto, porque quería avanzar rápidamente, pero tal vez...


—Quería que nuestro matrimonio funcionara. 


Diablos, no quería admitir que había cometido un error.


—A nadie le gusta admitir eso —corroboró Paula.


—Fue todo demasiado rápido. Tal vez si hubiera esperado, no habría precipitado las cosas, me habría dado cuenta de que Helena y yo éramos demasiado distintos para que la unión funcionara. Las pistas ya estaban ahí.


Pistas como luces de neón, que su hermano Gaston había intentado hacerle ver. Eso les había llevado a discutir amargamente, afectando a su relación personal y de trabajo, hasta que Pedro tuvo que admitir que Gaston había tenido razón.


—¿Cuánto tiempo hacía que os conocíais cuando os comprometisteis?


—Un par de meses —entonces le había parecido tiempo más que suficiente. Hizo una mueca y movió la cabeza—. Después nos fugamos.


—Eso fue muy rápido —murmuró ella.


—Impulsivo, más bien —volvió a sacudir la cabeza, arrepintiéndose de la espontaneidad que lo había llevado a la rápida ceremonia en Las Vegas, que entonces le había parecido emocionante.


—No das la impresión de ser impulsivo —Paula ladeó la cabeza y lo estudió—. Pareces tranquilo y reflexivo, por lo menos a juzgar cómo llevas la renovación de la casa.


—Ay, pero ése es el nuevo y mejorado yo. He aprendido a bajar el ritmo y tomarme el tiempo necesario para evaluar la situación antes de hacer una tontería —soltó una risita—. Gaston, mi hermano, dice que ya no soy tan divertido.


—No sé qué decir a eso. A mí me gusta el nuevo y mejorado tú. Mucho.


—Gracias —no sabía si era cosa de su imaginación, pero le pareció ver que ella se sonrojaba—. A mí también me gusta tu nuevo y mejorado tú.


—¿Cómo sabes que he cambiado? —Paula parpadeó con sorpresa.


—Porque estás aquí —contestó él con sencillez.


Ella asintió lentamente y admitió la verdad.


—Siempre he hecho lo que se esperaba de mí. He escuchado y seguido las normas y... —alzó los hombros y su voz se apagó.


—Pero esta vez no —concluyó él.


—No. Esta vez no —tragó saliva y desvió la mirada—. Esta vez no podía.


Él se preguntó si Paula era consciente de que había cuadrado los hombros al decirlo. La mujer era una paradoja. Parecía frágil en muchos sentidos, pero de vez en cuando dejaba ver que también tenía una estructura de acero por debajo. Eso le gustaba.


—Bien por ti.


—Gracias, pero la verdad es que me avergüenza haber tardado tanto en hacerlo. Mi matrimonio no va bien desde... bueno, nunca fue bien. Pero me quedé.


—Se tarda más en aprender algunas lecciones que otras —la consoló él.


—Supongo —Paula se levantó, fue a la encimera y sacó los ingredientes para la tortilla—. Bueno, ya que tienes experiencia, ¿conoces a algún buen abogado experto en divorcios? —preguntó con voz irónica, mientras cascaba los huevos.


—Depende de lo que busques —dijo él.


—Sólo quiero que sea rápido para que el bebé y yo podamos seguir adelante con nuestra vida.


Echó un poco de leche en el bol y empezó a mezclar los ingredientes con determinación. El tuvo la impresión de que Paula era acero envuelto en terciopelo, pero decidió que sería mejor prevenirla.


—Ten cuidado con eso. Yo también quería seguir adelante con mi vida cuanto antes, y acabó costándome un buen montón de dinero en la negociación.


—No me importa. Lucas puede quedárselo todo. El piso, los muebles, las acciones y el resto de las inversiones. Sólo quiero lo que tenía cuando me casé. Tengo algunos ahorros y puedo ganarme la vida.


—No lo dudo, pero tu hijo tiene derecho a recibir apoyo económico de ambos padres. Aunque ahora no lo veas así, sería mejor que no cedieras demasiado al principio de las negociaciones —le aconsejó Pedro.


—Haces que suene como un asunto de negocios —dijo ella, frunciendo el ceño.


—Por desgracia, eso viene a ser el divorcio —carraspeó—. ¿Has pensado en la custodia y los derechos de visita?


—Lucas no quiere este bebé —dejó de batir los huevos—. No pedirá la custodia. Y dudo que le interesen los derechos de visita.


—Eso podría cambiar. Lo siento, Paula —añadió, cuando ella dejó caer el bol de golpe y lo salpicó todo—. No pretendo asustarte, pero la gente hace muchas cosas inesperadas cuando acaba un matrimonio. Lucas da la impresión de preocuparse mucho por su imagen pública.


—Es verdad. La considera esencial para su carrera profesional —limpió con un paño húmedo las gotas de huevo que habían manchado su blusa.


—Entonces no querrá que lo vean como el hombre que se divorció de su esposa porque estaba embarazada de él y después abandonó a mujer e hijo física y financieramente hablando.


—No lo había pensado de esa manera —Paula aferró la encimera con ambas manos. Su rostro se puso blanco como la nieve—. Dios, ¿crees que le interesará la custodia, total o compartida?


—No lo sé. Pero creo que deberías estar preparada.


—Pero él no quiere al bebé —insistió Paula. Se puso la mano en el vientre y sus ojos se humedecieron—. No siquiera soy capaz de repetir la «solución» que sugirió para mi embarazo.


Pedro se puso en pie antes de que cayera la primera lágrima.


—Eh, eh. No hagas eso. No llores. Todo irá bien —le dio una palmadita en el hombro. Después recordó lo agradable que era sentirla en sus brazos y decidió no mantener las distancias. Ella lo necesitaba. Y él también necesitaba algo. 


Aunque no estaba dispuesto a analizar sus sentimientos, se sentía bien abrazando a Paula. Bien y extrañamente completo.


—No quiere a nuestro bebé —dijo ella. Esa vez musitó las palabras contra el hombro de Pedro.


—Todo irá bien —prometió él. Él se aseguraría de que fuese así.


—No le permitiré tenerlo —dijo ella—. Mi hijo se merece algo mejor que ser criado por alguien demasiado ocupado para interesarse. Yo crecí así. Sé lo que es —se estremeció con un sollozo—. No permitiré que eso le ocurra a mi bebé —afirmó


—Lo siento, Paula. Lo siento mucho —no lo decía sólo por consolarla. Realmente sentía que hubiera sido una niña solitaria y que el hombre con quien se había casado la hubiese decepcionado tanto—. Seguramente Lucas no querrá la custodia y, por lo que dices, apuesto a que tampoco querrá derechos de visita —dijo, rezando a Dios por que fuera verdad.


Ella siguió en sus brazos unos minutos más, con las manos apoyadas en su pecho.


—Gracias —le dijo al apartarse por fin.


—No necesitas agradecérmelo —dijo él con voz liviana—. Soy incapaz de resistirme a una mujer que llora —dijo, aunque siempre había sido exactamente al contrario a lo largo de su vida.


—Últimamente lloro mucho. Son las hormonas —se sorbió la nariz y recuperó el tono de voz normal—. No suelo andar por ahí estallando en sollozos y gimoteando como un bebé. Soy bastante más fuerte.


—Sí que lo eres —afirmó Pedro. Se inclinó hacia ella, incapaz de resistirse a rozar sus labios con un beso suave—. Pero no hace falta que lo seas siempre. Al menos no conmigo.