martes, 20 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 9




EL SONIDO de pasos en la escalera siguió al estremecedor grito. Paula, descalza, saltó los dos últimos peldaños. Llevaba el pelo suelto y la blusa blanca por fuera.


‐¿Qué quieres, Dario? ¿Qué estás planeando ahora? 


Dario retrocedió, perplejo, y levantó las manos para calmar a su hermana pequeña. 


‐He venido a verte.


‐¿Y qué más? ‐preguntó, las facciones marcadas mientras se hacía una coleta‐. ¿O acaso crees que no sé lo que pretendes?


‐No pretendo nada ‐la expresión de su hermano se endureció, impaciente‐. He venido porque has estado enferma y estaba preocupado.


‐No he estado enferma ‐negó Paula con un gesto despectivo de las manos, la mirada encendida‐. Sólo estaba enojada. Echaba de menos a Pedro, pero ahora ha vuelto conmigo. Y nadie podrá separamos esta vez. Nadie, Dario. Ni tú, ni mamá, ni su ejército de mercenarios.


‐Estás exagerando, Pau. No quiero mantenerte alejada de...


‐¡Mentiroso!


‐¡Paula! ‐dijo Dario, pálido.


‐No digas mi nombre en ese tono ‐las lágrimas brillaban en sus ojos‐. No quiero que me dirijas la palabra. Desde que murió Tadeo has intentado controlarme. Temes que me pase lo mismo que a él, pero yo no soy Tadeo. No tomo drogas y no bebo. Sólo estoy enamorada de PedroPero incluso eso te saca de quicio.


‐No es cierto, Pau.


‐Sí, Dario, claro que sí —clavó su dedo en el pecho de su hermano‐. Tú y mamá. Siempre os habéis entrometido. Nunca me habéis dejado en paz. ¿Por qué no puedo aspirar a algo distinto al resto de la gente?


Sus ojos estaban bañados en lágrimas y miraba a su hermano dolida, enojada y confusa.


Dario guardó silencio y ambos se estudiaron como enemigos en el campo de batalla. No parecían hermanos.


Ella vivía anclada en el pasado. Había olvidado que Dario se había convertido en su mejor amigo, su confidente.


‐Si no te marchas, Dario, me iré yo —Paula echó la cabeza hacia atrás y se secó una lágrima—. No quiero quedarme en la misma casa que tú.


‐¡Por el amor de Dios! —Dario dirigió una mirada impotente a Pedro‐. ¡Está loca!


—No es la misma persona que viste hace una semana, ¿verdad?


‐No ‐replicó Dario.


‐Sin embargo es la persona que me he encontrado esta mañana.


—No hables con él ‐Paula tomó del brazo a Pedro—. No tienes nada en común con él y no se puede confiar en su palabra.


—Está bien, Pau.


‐No, no lo está. Intentará deshacerse de ti. Hará algo para asegurarse de que te mantiene alejado...


‐Calla, chica ‐Pedro acarició su mejilla con el pulgar‐. Está bien. Sube a tu habitación y espérame. Yo me ocuparé de todo.


‐¿Y no me abandonarás? ‐preguntó, aferrada a su brazo.


‐No. Es una promesa.


Más tranquila, Paula subió las escaleras. Pero se detuvo a mitad de camino, se inclinó sobre la barandilla y lanzó una mirada desdeñosa a su hermano.


‐Te conozco ‐retó a su hermano‐. Sé lo que piensas.


Pedro ya había tenido más que suficiente. Subió las escaleras y levantó en brazos a Paula.


Ya no soportaba más tensión.


‐Escapémonos ‐susurró a su oído, rodeándolo con los brazos mientras su aliento cosquilleaba su piel—. Vamonos esta noche mientras todos duermen.


Pedro no dijo nada. Dejó que ella hablase mientras subía las escaleras. El mundo en que vivía lo desconcertaba. ¿Dónde estaba? ¿Qué pasaba por su cabeza?


‐Te harán daño, Pedro ‐dijo Paula, aferrándose a su cuello‐. He oído sus conversaciones. Quieren separarnos. Quieren asegurarse de que no volvamos a reunirnos. Hagas lo que hagas, no confíes en Dario. No es tu amigo y no será justo.


Pedro rechinó los dientes, deseoso de que terminase con esa chachara. Todo ese parloteo sin sentido estaba martilleándole la cabeza. Estaba sacando a la luz viejos recuerdos desdichados, recuerdos de la noche en que había recibido una paliza tan brutal que había tardado semanas en restablecerse y meses en tenerse en pie.


‐Paula, nadie puede separarme de tu lado ‐dijo con brusquedad mientras entraba en el baño del dormitorio y sentaba a Paula encima del mostrador de mármol negro‐. Ahora estamos juntos. Y tú me perteneces.


‐¡Dario no lo cree! ‐se echó hacia atrás hasta que su espalda golpeó el espejo de la pared y fijó sus ojos humedecidos en Pedro‐. Dario nunca aceptará que puedo tomar mis propias decisiones.


Parecía empequeñecida sobre el mostrador y, al mismo tiempo, llena de vida. Era como una fiera enjaulada.


Alargó la mano y acarició la sien. ¿Qué recordaba del pasado? ¿Cuánto sabía?


 ‐Paula, ¿dónde estás?


—Estoy aquí, Pedro —respondió con manos temblorosas, los ojos verdes brillantes.


Pedro pensó que todo era muy extraño. Era como una película de ciencia‐ficción. Vivía dos vidas a un tiempo y resultaba muy incómodo.


‐No tienes nada que temer de Dario ‐dijo con calma‐. Y no tienes que preocuparte por mí. Ya no soy tan ingenuo como antes.


Ella se deslizó hacia delante y rodeó su cuerpo con las piernas, igual que un felino. Recorrió con la mano su muslo.


‐Intentará comprarte. Te ofrecerá cualquier cosa porque quiere que te alejes de mí.


Pedro se tensó mientras sus dedos trazaban las líneas de sus músculos. Estaba estimulando su cuerpo y se excitó ante esa caricia tan leve. 


‐Todo eso pertenece al pasado ‐dijo. Intentó zafarse del contacto en su pierna sin herirla. Una cosa consistía en instalarse nuevamente en la hacienda para proporcionarle estabilidad emocional. Y otra, muy distinta, era que actuasen como si todavía fueran... íntimos.


Pero ella no apartaba la mano y clavó las uñas en el pantalón, de modo que Pedro sintió la presión a través del tejido.


‐Pero ¿me crees? 


‐Sí.


‐Bien. Si no fuera así, tendría que castigarte —suavizó el tono, más burlón, y sonrió con esa felicidad que había embargado su vida años atrás cuando habían disfrutado tanto en mutua compañía‐. Quizá te castigue de todos modos.


El tono burlón y la presión de las uñas en el muslo eran una tortura. Había pasado una eternidad desde la última vez que habían hecho el amor. Y Paula era la única mujer que deseaba y que siempre había deseado.


‐Estos placeres tendrán que esperar ‐dijo mientras reprimía la urgencia de tocarla, de atraerla hacia él, de separarle las piernas y juntarse con ella.


No debía sorprenderlo que ella pudiera encenderlo de ese modo. Era incorregible y nadie podía hacerle frente. Y nunca había querido resistirse a sus encantos.


 —¿Cómo está tu cabeza?


—Mejor. Ya no me duele —arrastró las uñas hasta sus nalgas antes de enganchar el cinturón con los dedos—. Ya ves, sólo necesitaba que volvieras a mi lado. Tienes que quedarte conmigo. Nos pertenecemos.


Pedro asintió en silencio mientras estudiaba sus ojos claros y la piel aceitunada, apenas rosada en las mejillas. Se pertenecían y experimentó un repentino impulso, desesperado, por recuperar su esplendoroso pasado. 


Entonces la vida había resultado muy sencilla y había tenido
sentido.


‐¿Por qué no te duchas y te vistes para la cena? —sugirió, reticente ante el deseo de ponerle la mano en la cadera y dejarse tentar por sus curvas.


—Claro, la cena —se inclinó hacia delante y rozó con los pechos el torso de Pedro—. Me parece bien. Estoy muerta de hambre.


Pero Pedro asumió que el destello perverso que iluminó sus ojos verdes no anhelaba únicamente un bistec con patatas fritas.


La excitación creció exponencialmente mientras sentía la rotundidad de esos pechos sobre su cuerpo.


‐Genial. Yo tampoco he comido demasiado a lo largo del día ‐dijo con voz ronca, exhausto a causa del esfuerzo‐. Dúchate. Vístete y tómate tu tiempo. Después disfrutaremos de una agradable cena en el comedor. 


Se inclinó para besarla en la frente, pero ella lo rodeó con un brazo y se deslizó hacia delante hasta que su cuerpo entró en pleno contacto con su erección. Pedro tomó aire al sentirla contra su cuerpo.


Ella levantó la vista, los ojos verdes llenos de vida, y buscó con una mano el lazo que retenía su melena a la altura de la nuca. Notó los dedos entre su pelo y el roce frío de sus yemas en el cuello. Esa caricia lanzó una descarga llena de deseo que recorrió todo su cuerpo. Estaba al límite y se notó al borde del climax.


—No... —suspiró orgullosa, si bien sus ojos verdes reflejaban ironía y buen humor— me beses como si fueras mi abuela.


Pedro se ahogó en una carcajada. Acarició con lo labios la frente de Paula, apartó su cuerpo con firmeza y retrocedió.


‐Me las pagarás ‐dijo ella, sentada erguida en el mostrador.


Pedro rió de nuevo. No podía evitarlo. Era un comportamiento tan propio de Paula que experimentó un tremendo alivio. Estaba seguro de que se recuperaría.


‐Estoy ansioso —replicó antes de volverse y dirigirse al piso principal.


Dario no se había marchado. Caminaba impaciente de una esquina a otra del salón cuando Pedro bajó las escaleras.


‐Está loca ‐dijo Dario al pie de la escalera‐. Ha perdido la cabeza.


‐No está loca ‐contestó Pedro con alegría mientras se anudaba el pelo.


Todo su cuerpo bullía. Estaba hambriento, excitado y aliviado. Empezaba a comprender lo que había ocurrido. Había tardado un poco, pero ya empezaba a unir todos los cabos.


No había perdido la cabeza. Había perdido la memoria.


‐Paula ha vuelto al pasado ‐dijo mientras repasaba todas las conversaciones que había mantenido con ella desde su llegada‐. Y creo que lo está reviviendo.


‐¿Ha regresado al pasado? ‐Dario parecía horrorizado‐. Pero ¿dónde? ¿Cuándo?


‐Todavía no estoy seguro.


‐Pero ¿crees que ha retrocedido varios años?


‐Está claro que se instalado en un punto en el que se sentía oprimida por ti...


‐¡Nunca he sido opresivo!


Pedro rió sin el menor rasgo de humor. Dario estaba burlándose.


‐Llamaste a la policía para que nos siguiera. Y tu madre contrató a unos matones que estuvieron a punto de matarme.


‐Mi madre sólo quería que Paula volviese a casa.


‐Ya es suficiente.


Dario suspiró. Se mesó el cabello de la nuca en un gesto de derrota. Nada resultaba fácil. Y nada tenía demasiado sentido.


—¿Así que no crees que haya perdido la cabeza?


‐No. Sólo requiere tiempo y menos presión. Y, francamente, creo que tus visitas resultan más perjudiciales que otra cosa. Tienes que concederle un poco de espacio. Tiene que recuperarse poco a poco, a su ritmo.


‐Creo que su médico está más capacitado para decidirlo.


‐Olvidas que el doctor trabaja para mí, Dario. Quizá Paula sea tu hermana, pero es mi esposa ‐apuntó Pedro.


‐¿Tu esposa? ‐levantó la cabeza‐. ¡Está divorciada!


‐El divorcio no es definitivo.


‐Pero, según la ley...


‐Todavía estamos casados ‐concluyó Pedro


‐Así que vuelves a estar al mando, ¿no? ‐dijo Dario tras una larga pausa.


Pedro odiaba la violencia de sus emociones. Deseaba golpearlo. Respiró hondo, contuvo la respiración y mantuvo el control.


Soltó el aire lentamente. Necesitaba calmarse. Un enfrentamiento verbal con Dario no ayudaría en nada a Paula. Estaba en el piso de arriba y podría enterarse de cosas que no convenía que escuchara.


‐Esta situación me gusta tan poco como a ti, Dario. Tampoco me resulta fácil. Yo nunca quise el divorcio. Paula tomó esa decisión. Y quizá haya olvidado el presente, pero yo no. Sé que sus sentimientos cambiaron y que se sintió muy desgraciada a mi lado.


‐Sin embargo no recuerda nada de eso en estos momentos ‐Dario amusgó la mirada. 


‐Pero lo recordará.


‐¿Y qué pasará hasta ese día? Por lo que he visto, Paula imagina que estáis perdidamente enamorados.


‐En ese caso, supongo que tendrás que seguirnos el juego ‐su sonrisa se borró.


‐¿Y puedes hacerlo? ‐Dario ocultó sus intenciones‐. ¿Puedes quedarte aquí y situarte en mitad de su fantasía?


‐No tengo otra alternativa ‐contestó. 


‐¡Claro que sí! Tienes otra casa, otra vida. Puedes quedarte allí ‐el conde se giró y se frotó los ojos‐. Pretendes aprovecharte de su enfermedad. Intentarás ganarte su confianza otra vez. 


‐¿Y eso sería un crimen?


Dario alzó la vista y su mirada cínica chocó con Pedro, pero éste no parpadeó. Se había comprometido con Paula cinco años atrás, tres años antes de su boda. Su amor no descansaba en una ceremonia y un contrato.


Amaba a Paula por la sencilla razón de que existía en el mundo.


‐Nunca ha sido feliz mientras vivía contigo ‐dijo Dario‐. Está enamorada de la imagen que proyectas, de un ideal romántico. Pero ésa no es la realidad.


Esas palabras se repitieron en la cabeza de Pedro. Se quedó muy quieto, dolido en lo más profundo mientras la frase se asentaba en su memoria.


La afirmación de Dario había sido dura, hiriente y esas palabras le habían dolido. Pero Pedro no permitió que el dolor se reflejase en su expresión.


‐Te llamaré si hay novedades ‐dijo en tono neutral—. Prometo que te avisaré en cuanto su salud mejore un poco.


—Pero, mientras tanto, ¿me pides que me quede en mi casa?


‐Sólo te pido que le concedas un poco de tiempo ‐explicó con una sonrisa mínima.




EL SECRETO: CAPITULO 8





Pedro seguía en el despacho cuando María llamó nuevamente a la puerta, dos horas más tarde. Se había quedado dormido, recostado en la silla, y el golpe lo sobresaltó.


‐¿Sí? ‐contestó de mala gana, los ojos legañosos, mientras se sacudía el sueño del cuerpo a duras penas.


—El conde Chaves está aquí —anunció María, que entró en el despacho y retiró la bandeja vacía—. Está esperándolo en el salón.


Pedro se pasó la mano por la cara. Así que el gran hermano ya había llegado. Estaba claro que Dario Galvan no perdía el tiempo.


Tuvo la tentación de decirle a María que lo recibiría en el despacho, pero las fotos enmarcadas de Paula sobre la mesa y las estanterías repletas de los libros de cuentas conferían a la estancia un sabor demasiado íntimo. Sería más sensato reunirse en un terreno neutral. Entró en el salón y encontró a su cuñado de pie en la estancia de altos travesaños pintados, paredes enlucidas en color crema y suelo de terracota importado de Italia. Los cuadros se remontaban al siglo XVIII y las exquisitas antigüedades hablaban de riqueza, clase y prestigio.


Pedro observó cómo Dario estudiaba el salón y se detenía brevemente en un cuadro italiano. Era un paisaje donde unos querubines y unas doncellas brincaban a la sombra de un árbol, junto a un lago.


‐Conoces el valor de estas pinturas, ¿verdad? ‐dijo Dario y señaló el cuadro‐. Éste, en particular.


Pedro habría sonreído si hubiera reunido el coraje necesario. Ahora que se hundía su mundo, ¿Dario estaba interesado en sopesar su fortuna? 


‐Sí ‐contestó. 


‐¿Cuándo lo compraste? ‐insistió con la mirada fija en el lienzo.


‐Antes de casarme con tu hermana ‐dijo, dejando; claro que lo había adquirido con su dinero en vez de hacerlo con la fortuna de su familia política.


Dario levantó la cabeza y ambos, argentinos de origen bien distinto, se miraron con abierta hostilidad.


‐Compré la hacienda al completo ‐Pedro rompió la tensión del silencio‐. El propietario atravesó una mala racha. Compré el terreno, la hacienda y el mobiliario al contado.


‐Nunca has comentado cómo has ganado tu dinero ‐Dario pestañeó y Pedro apreció un atisbo de duda en su mirada.


‐Hice mi fortuna en el juego...


‐¿Jugando?


‐Y después tomé todas mis ganancias y lo invertí aquí ‐concluyó Pedro.


‐¿Has pasado de ser un jugador a convertirte en viticultor? ‐lanzó un gemido desaprobatorio‐. Resulta bastante inverosímil.


‐No te debo ninguna explicación, conde. Pero siempre he sido un jugador. Tendrías que saberlo. No estaría aquí si no me gustase el riesgo.


‐Quieres decir que no habrías seducido a mi hermana...


‐No ‐Pedro notó cómo se encendía su carácter, pero mantuvo la calma con una sonrisa‐. No estaría aquí ahora, esta tarde, si no creyera que sea una buena oportunidad para nosotros.


‐¿Una oportunidad? ‐lo miró con recelo‐. ¿No creerás seriamente que tienes alguna esperanza de volver con ella, verdad?


‐¿Qué puedo decir? ‐se encogió de hombros‐. Soy un optimista. Nunca me rendiré. Apostaré siempre por nosotros.


Pedro lo había dicho para insultarlo, pero tan pronto como esas palabras salieron de sus labios comprendió que creía en ellas. Deseaba una segunda oportunidad. Quizá Dios le hubiera ofrecido una segunda oportunidad para que Paula se enamorase de él.


Dario entrecerró los ojos y su expresión se tornó más lúgubre. Avanzó hacia la ventana y miró al exterior, la mirada clavada en los viñedos que ondulaban en la distancia. Pedro guardó silencio un momento. Observó a Dario y aguardó su siguiente movimiento. Podía permitírselo. 


Era lo único que había hecho en las últimas semanas, los últimos meses, los últimos años. Finalmente se volvió e inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.


‐Supongo que debería darte las gracias por haberte presentado —Pedro se mordió la lengua—. El médico comentó que estabas en California.


‐Has tardado muchísimo en avisarme ‐apuntó Pedro.


‐Esperé hasta que Paula reclamó tu presencia ‐la mirada dorada de Dario se opuso a la mirada oscura de Pedro‐. De lo contrario, nunca te habría llamado.


Pedro contuvo su carácter con dificultad. Sabía que una pelea con su cuñado no ayudaría en nada a Paula. Necesitaba concentrarse en los hechos objetivos. Tenía que reunir todas las piezas del puzzle.


‐¿Fue así como salió del coma?


‐Sufría alucinaciones antes de que el doctor Domínguez le indujera el coma. El diagnóstico pudo hacerse gracias a esas alucinaciones. Hasta ese momento todos creíamos que era un simple catarro.


‐¿Viniste a visitarla entonces?


‐El ama de llaves me llamó y vine en avión. Llamé una ambulancia en cuanto llegué. Sabía que se trataba de algo serio. Estaba febril y muy enferma.


‐¿Y cuándo fue eso? ¿Hace un mes?


Pese a sus mejores intenciones, Pedro no pudo contener la amargura. Quería mantenerse frío, en calma. Pero nunca le había perdonado a Dario que lo hubiera mantenido al margen.


‐Sí, más o menos ‐Dario vaciló un instante mientras buscaba las palabras idóneas‐. Ahora está muy recuperada. Quizá no sea como la recuerdas, pero está mucho mejor que hace algunas semanas.


Pedro apreció la honda preocupación del conde. Sabía que Dario quería a Paula y recordó el otoño, cinco años atrás, en que había conocido a Paula y su familia. A sus diecisiete años, en su último año de instituto, era una rebelde y no se sometía a la autoridad de su hermano.


Dario y Paula. Habían pasado por todo, pero seguían siendo familia.


‐Siento curiosidad por saber en qué consiste exactamente esa mejoría ‐preguntó Pedro tras exhalar el aire despacio entre los dientes.


‐Está recobrando el tono muscular ‐explicó el conde, desconcertado‐. Cada vez está más fuerte. Pero todavía sufre lagunas en la memoria. Ya te habrás dado cuenta.


‐Sí, desde luego ‐asintió, incapaz de decidir si debía reírse o echarse a llorar.


Hubo un silencio tras su respuesta y la expresión de Dario se volvió cautelosa.


‐¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha reaccionado cuando has llegado...?


Un grito en el piso de arriba interrumpió a Dario y el sonido rebotó en tos altos muros del salón. Dario se sobresaltó, pero Pedro se mantuvo sereno, impasible. En las pocas horas que llevaba en la casa había escuchado toda clase de ruidos.


‐¿Qué demonios ha sido eso? ‐preguntó Dario, la mirada fija en los travesaños de madera pintados en crema, rojo y verde.


‐Ha sido Paula —dijo Pedro con calma mientras se dirigía a la escalera.