lunes, 20 de septiembre de 2021

NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 60

 


Las emociones intensas te influyen poderosamente


 –¿Por qué no vas a verlo?


–¿A quién?


Samantha miró a Paula mientras hacía un ejercicio de estiramiento.


–A Pedro. Lleva toda la semana yendo al bar con aspecto abatido.


–Espero que no le hayas dicho que estoy aquí –dijo Paula, fingiendo desinterés.


Sabía que debía marcharse del apartamento de Samantha, pero no se decidía hacerlo. Aun así, decidió salir a explorar e incluso pasó por delante del bar y se le encogió el corazón al ver que el cartel de se vende había sido sustituido por otro: vendido.


Tendría que mudarse a otra ciudad, ganar dinero y quizá algún día abrir su propio local. Lo que no haría jamás era enamorarse, porque no podía arriesgarse a que le rompieran de nuevo el corazón.


Buscó entre sus cintas y puso una a todo volumen mientras conducía. Su coche era tan viejo que amenazaba con romperse en cada cuesta y cada curva, así que decidió apagar la música para que toda la fuerza se concentrara en el motor. Cuando llegó a la zona de viñedos de Martinborough se contagió de la calma del paisaje ordenado y uniforme. Allí podría encontrar trabajo como camarera o en una de las bodegas.


Aparcó el coche en la calle principal de Beinhem. Aunque sólo eran las once, estaba exhausta. No tenía fuerzas para fingir una animación que no sentía y ofrecerse como trabajadora, así que compró algunas cosas en un supermercado y fue al parque, donde la gente tomaba su almuerzo bajo la sombra de los árboles. Encontró un lugar libre, puso la chaqueta sobre la hierba y picó algo antes de echarse para intentar descansar. Cada vez que cerraba los ojos, sentía aún con más intensidad la presencia de Pedro, su aroma, su sonrisa, su humor… Y prefería aquel estado de sueño ligero en el que podía inventarse una realidad paralela en la que todo iba bien.


Ahuyentó una mosca que le hacía cosquillas en la mejilla. Volvió a posarse y se la intentó quitar de nuevo a la vez que abría los ojos. Unos ojos dorados la observaban. Pedro, en cuclillas, le pasaba una brizna de hierba por la cara con expresión sombría.


–Se ve que ya no me necesitas para dormir.


Paula se incorporó de un salto pensando que soñaba despierta.


–¿Cómo demonios me has localizado?


–Tengo amigos en la policía a los que les he dado la matricula de tu coche.


–No tenías derecho a…


–Has tenido suerte de que no te multaran por contaminar.


–Debería darte vergüenza usar así tu poder. 


Pedro suspiró.


–No he venido a discutir contigo, Paula.


–Es lo que hacemos mejor.


–Mentira. Lo que hacemos mejor es esto –dijo Pedro. Y la besó delicada, tentativamente.


Paula lo empujó con suavidad.


–¿Por qué has venido? –preguntó, esforzándose por dominar su deseo.


–Quiero hacerte una propuesta.


–¿Cuál? –preguntó ella con el corazón latiéndole con tanta fuerza que temió que Pedro pudiera oírlo.


–Necesito alguien para llevar el bar –dijo él tras una pausa.


Paula sintió que el corazón se le contraía. Así que se trataba de trabajo.


–Que yo sepa, ya se ha vendido.


Pedro sonrió con picardía.


–Lo he comprado yo.


Paula lo miró boquiabierta.


–¿Por qué?


–Porque me gusta. Y ya sabes que me gustan los retos.



NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 59

 

Paula se fue sin saludar a sus compañeros. Bajó la cabeza y bajó la escalera de dos en dos mientras Pedro se quedaba en el despacho, inmóvil, mirando las botas vaqueras que habían quedado sobre la mesa. Miró a su alrededor y pensó en lo distinto que estaba todo desde el primer día que entró y descubrió al encargado borracho, entre papeles revueltos. Paula no sólo había conseguido que el bar fuera bien, sino que había ordenado los estantes y archivado los papeles. Pedro tomó el papel que había sobre el teclado del ordenador y leyó por encima un informe sobre el bar y proyectos futuros.


El dolor que sentía en la mano fue un reflejo del que le despertó la lectura. Paula había hecho un buen trabajo, había deseado conservaría. Era él quien se había equivocada. No se había marchado por la inminente venta del local, sino porque creía que él buscaba una sustituta porque no confiaba en su trabajo.


Pedro había intuido que bajo su exterior desafiante había un dolor y fragilidad que él mismo había causado. De hecho, había sentido el impulso de quitarle la máscara y confortarla hasta hacer desaparecer el dolor.


A Paula le importaba el trabajo… La cuestión era si la emoción que sentía era sólo porque le gustaba el trabajo o porque lo amaba a él. Pedro no osaba albergar esperanzas en ese sentido. No había hecho nada para merecerlo.


Jamás se había sentido tan inseguro y odiaba ese sentimiento. Peor aún era que Paula creyera que no creía en ella. ¿Por qué pensaba que no confiaba en ella si le había dado las llaves de su casa, del local y de su corazón… aunque no se lo hubiera dicho? De hecho, él no lo había adivinado hasta hacía poco. Y siendo Paula como era, no sabía cómo lograría convencerla.


Pero estaba decidido a ganar aquel caso. Le demostraría sin que le cupiera la menor duda hasta qué punto creía en ella.




NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 58

 

Te gusta decir la última palabra


Paula no pudo resistirse a ir una última vez para despedirse, así que llamó a Isabel para asegurarse de que Pedro no estaba.


Llevaba cuatro noches durmiendo en un sofá, pero si le dolían todos los músculos no era por la incomodidad, sino porque el dolor que irradiaba desde su corazón hacia el resto de su cuerpo.


Al entrar sonrió a Isabel y a Camilo. Al ver a éste mandando un mensaje de texto, no pudo evitar arquear las cejas en un gesto de desaprobación. Él sonrió.


–Ya no eres la jefa.


Tenía razón. Paula lazó la barbilla.


–Sólo he venido a recoger unas cosas.


–Tranquila. Tómate tu tiempo.


Paula fue al despacho, recogió unas carpetas e imprimió el documento que había escrito pensando en el futuro del local y lo dejó sobre el escritorio por si podía interesarle a alguien. Después de todo, le había dedicado un montón de horas. Luego, se irguió y salió tras lanzar una última mirada al que había sido su pequeño imperio.


Pedro estaba en el bar, delante de la puerta del despacho con las botas vaqueras que Paula se había dejado en su casa. Al verla salir, se miraron fijamente hasta que ella no pudo soportar más la expresión acusadora de Pedro y desvió la mirada hacia Camilo, que sonreía de oreja a oreja.


–Quiero hablar contigo –dijo él, pasando a su lado hacia el interior del despacho.


Para evitar hacer una escena, ella lo siguió.


–Sabes que el bar está a la venta –dijo él, sin soltar las botas–. Has pasado de estar contenta aquí y en mi casa, a desaparecer. Sólo después de que te fueras me di cuenta de que tenía que haber una razón, pero en su momento estaba demasiado enfadado como para preguntarte –dejó las botas sobre la mesa que los separaba–. Pero sí pasó algo, ¿verdad?


–Puede ser. ¿Tiene alguna importancia?


–Claro que la tiene. Sobre todo para ti.


–Te equivocas. Lo único que pasa es que ha llegado el momento de irme.


–¿Y qué pasa con nosotros?


Paula se quedó paralizada.


–Que yo sepa, no ha sido más que un acuerdo conveniente para los dos por un tiempo limitado.


Pedro la miró con dureza.


–Claro. Te enteraste de que el bar estaba a la venta y decidiste marcharte.


–No, lo que averigüé fue que buscabas una encargada y decidí irme.


Se produjo un profundo silencio.


–¿Cómo lo sabes? –preguntó Pedro.


–Porque llamaron aquí –Paula se cruzó de brazos–. ¿Cuándo ibas a decírmelo? ¿Después de un poco más de sexo?


–Paula –dijo él, más enfadado que reconciliador.


–¿Por qué no me has dicho que estabas descontento con mi trabajo? ¿Qué he hecho mal?


–Paula, ya es hora de que pierdas el complejo de inferioridad. Vales mucho más que todo eso.


Sí, especialmente en lo relacionado con el sexo. Pero eso no era bastante. Pedro la sustituiría sin problemas, y la sola idea le daba ganas de vomitar.


Era doloroso comprobar que su esfuerzo no había valido de nada, que Pedro no creía en ella.


–Creo que haces muy bien tu trabajo –dijo él.


–¿Por eso buscas otra encargada?


–Me preocupaba que trabajaras demasiado.


–¡Por favor, Pedro, no digas tonterías! Sabes perfectamente que podía llevarlo a cabo sin ningún problema. Sé sincero y admite que querías otra persona.


–Reconozco que pensé que necesitaba una sustituta, ¿sabes por qué? –Pedro dio un paso hacia ella–. Porque estaba seguro de que te marcharías en cuanto supieras que el bar estaba en venta. Porque en cuanto las cosas se complican, huyes –alzó la voz–. Y ahora dime si tenía o no razón.


–Te equivocas. Esta vez no lo hubiera hecho. Adoro este trabajo y no quiero ir a ninguna parte. Pensé que podría convencer al nuevo dueño de que me mantuviera en el puesto –Paula se detuvo para tomar aire–. Pero ahora ya sé lo que piensas de mí, y no te culpo.


–Paula.


–Déjalo –dijo ella, esquivando su mirada–. Es mejor que me marche.


–¿Dónde vas?


Al ver que Pedro ni siquiera intentaba convencerla, el corazón de Paula se encogió.


–No lo sé. Quizá hacia el norte. A algún lugar caliente –para compensar el frío que sentía en su interior.


Pedro hizo ademán de alargar la mano hacia ella, pero Paula retrocedió y abrió la puerta.


–Lo hemos pasado bien, Pedro. Siempre supimos que sólo era eso.