jueves, 29 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 12

 


Paula habría querido salir corriendo al ver su cara de ogro. Pero entonces recordó que el único sitio al que podía ir era a su cabaña. Su aburrida y triste cabaña. De modo que entró tras él.


Pero arrugó la nariz mientras miraba alrededor. Desde luego, era la casa de un hombre soltero; ni una nota de color, ningún objeto de decoración, prácticamente ningún confort. Una mujer no soportaría aquello.


Pero tenía la impresión de que a Pedro Alfonso le importaría un bledo lo que dijera una mujer sobre la decoración.


Una mesa grande de madera dominaba la cocina. Eso era lo único que había visto el día anterior, cuando entró para llamar por teléfono. Se preguntó entonces si habría un comedor, pero luego pensó que no. No había sitio suficiente.


Parecía una antigua cabaña de mineros. La siguiente habitación sería un cuarto de estar, luego habría un dormitorio y un cuarto de baño. Y nada más.


Pero ella no quería que le enseñase el dormitorio. No podía imaginar a Pedro Alfonso borrando esa expresión antipática de su cara para besar a una mujer y mucho menos para…


«¿Estás segura?», le preguntó una vocecita interior.


Decidida a no seguir pensando en eso, se dio la vuelta… y se encontró con la espalda de Pedro, y con el trasero de Pedro, mientras sacaba dos tazas del armario.


Pero ella no quería admirar su trasero. De hecho, seguramente no sería buena idea admirar el trasero de ningún hombre hasta que decidiera qué iba a hacer durante el resto de su vida.


¿El resto de su vida? ¿Qué iba a hacer durante los próximos diez minutos?


¡Agggg! Paula miró alrededor buscando una distracción y vio un tablero de ajedrez. Un precioso tablero de ajedrez hecho a mano.


—¡Pero bueno…!


—¿Qué? —preguntó Pedro, mirando alrededor como esperando ver un lagarto o una araña.


—¿Tú has hecho eso?


—Sí.


—Es precioso —Paula intentaba conciliar al creador de aquella obra de arte con el hombre que tenía delante—. Es la cosa más bonita que he visto nunca.


—Entonces tienes que salir más.


Cada una de las piezas estaba tallada en forma de árbol. La habilidad y la artesanía del trabajo eran increíbles. Los reyes estaban hechos de roble, las reinas de madera de sauce y los caballos de álamo. Y ella pensando en hacer alguna manualidad…


Paula tomó un peón, una banksia en miniatura, maravillándose de la atención por el detalle. Hasta podía ver las flores cilíndricas en las delicadas ramas. ¿Cómo había podido hacer eso?


—¿Juegas al ajedrez?


Ella dio un paso atrás, sorprendida por su proximidad.


—Pues… no —Paula dejó la pieza en el tablero—. Mi padre estaba enseñándome a jugar antes de ponerse enfermo.


El resto de Pedro Alfonso podía parecer duro como una piedra, pero sus ojos podían pasar de una tormenta de invierno a una brisa primaveral. Y el corazón de Paula empezó a palpitar como loco.


—Siento lo de tu padre, Paula.


—Gracias.


La había llamado Paula.


—Siento que no tuviera tiempo de enseñarte a jugar al ajedrez.


—Yo también.


—Yo te enseñaré, si quieres.


Paula se preguntó si parecería tan sorprendida por la oferta como él. Pero no tenía intención de ponérselo fácil.


—¡Me encantaría!


Pedro dio un paso atrás. Y, en un pestañeo, sus ojos volvieron a ser los del hombre duro como una piedra.


—¿Cuándo? ¿Ahora mismo? —sonrió ella, esperanzada.


—No, el lunes por la tarde. A esta misma hora.


Aquel día era martes. Faltaba una semana entera para el lunes. Lo había hecho a propósito para fastidiarla, estaba segura. Pero se obligó a sí misma a sonreír porque no quería que se retractase.


—Estupendo.


Se preguntaba si podría convencerlo para que le diera clases dos tardes a la semana. Pero, al ver su expresión, decidió dejar la pregunta para otro momento.


—¿Por qué no tomamos el té en el porche?


—Muy bien.


Paula cortó la tarta mientras él servía el té. Pedro no intentó entablar conversación y, curiosamente, no le importó. Lo observaba, en cambio, mientras devoraba su trozo de tarta con un apetito que despertó algo en su interior.


Algo cálido.


Pero tuvo que apartar la mirada cuando empezó a chuparse los dedos. Unos dedos largos, muy masculinos.


Paula carraspeó.


—¿Creciste por aquí?


—No.


Pedro se echó hacia atrás en la silla, con expresión sombría. Paula se sintió decepcionada. No quería contarle nada de su vida, pero al menos sabía que su fortaleza no se debía al paisaje de Eagle's Reach. De modo que aún había esperanza para ella.


—Puedo hacer una tarta mucho mejor en casa. Aquí sólo tenía la mezcla…


—Está muy buena.


Sus maneras estaban mejorando, pero esa expresión desconfiada no desaparecía de sus ojos. ¿Por qué desconfiaba de ella? Eso la hacía sentirse mal y no sabía qué decir.


—Es una pena que no tuviese guindas para ponerlas encima. Pero luego he pensado que a ti no te gustarían las guindas. La tarta de chocolate a lo mejor, pero las guindas…


Pedro la miró. Y entonces, de repente, echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. Una carcajada que lo cambió por completo y dejó a Paula sin aliento.


Una cosa quedó totalmente clara entonces: podía imaginar a Pedro Alfonso besando a una mujer. Lo veía prácticamente en tecnicolor.


Pero que lo viera no significaba que quisiera experimentarlo.


No, no.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 11

 

Pedro se frotaba las manos mientras esperaba que se calentase el agua para el té. Con las tareas hechas, podía sentarse en el sofá y disfrutar del atardecer, su momento favorito del día.


No tenía muchas cabezas de ganado, pero entre eso y las cabañas se mantenía ocupado todo el día.


Pero por las noches…


Las noches eran un asco.


Entonces sonó un golpecito en la puerta. ¿Paula?


Tenía que ser ella. ¿Quién si no? Nadie pasaba por allí, que era lo que le gustaba. Él no era un hombre sociable y esperaba haberlo dejado claro aquella mañana.


A lo mejor había ido a decirle que se iba. Y le daba igual. No le importaba lo más mínimo.


—¿Pedro? —oyó su voz en el porche.


Mascullando una palabrota, Pedro fue a abrir la puerta. Pero se quedó helado al verla con una tarta de chocolate en las manos y un brillo de esperanza en los ojos.


Maldición.


—Hola —sonrió Paula.


Él gruñó como respuesta. Parecía recién duchada y su pelo mojado brillaba con la última luz del atardecer. Y le pareció ver más tonos de castaño de los que era posible en un ser humano. Había de todo, desde el color miel hasta el castaño rojizo.


Olía a fruta. Pero no a manzana sino a algo más exótico. Algo como piña o… ¿pepino? Olía a una noche de verano en la playa.


No recordaba la última vez que él había estado en la playa. O cuándo había querido ir a la playa. Y tampoco recordaba la última vez que había comido una tarta de chocolate.


—Esto es para ti.


Pedro no tuvo más remedio que aceptar el plato.


—¿Por qué? —preguntó. No confiaba en lo que sentía cuando la miraba y tampoco confiaba en ella.


—Pues…


—¿Quieres volver a usar el teléfono?


Típicamente femenino. No podía vivir sin…


—No, es para darte las gracias por la botella de vino.


Sabía que iba a acabar lamentando haberle dado esa botella, pensó Pedro, observándola. Tenía la barbilla puntiaguda como un duendecillo. Le habría gustado alargar la mano y tocarla…


¡Pero no pensaba hacerlo! De modo que le devolvió la tarta.


—No la quiero.


Ella dio un paso atrás y luego, curiosamente, soltó una risita.


—Ésa es una respuesta equivocada. Se supone que debes dar las gracias.


Pedro se sintió avergonzado. Había un mundo de diferencia entre ser insociable y ser grosero.


—Sí, tienes razón. Lo siento —se disculpó—. Y llámame Pedro—dijo luego, sabiendo que también iba a lamentar la siguiente frase—. Acabo de hacer té. ¿Quieres?


Los puntitos dorados de los ojos de Paula Chaves se iluminaron.


—Sí, por favor.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 10

 


Paula estaba de vuelta en su cabaña a las diez. Bueno, ahora sólo tenía diez horas más por delante.


Ojalá hubiera aprendido a coser o a pintar. O a hacer punto.


Un proyecto, eso era lo que necesitaba. Iría a una tienda de manualidades en Gloucester. Al día siguiente.


¿Y si iba aquel mismo día…?


Paula recordó el gesto desdeñoso de Pedro. ¡No! Se quedaría allí todo el día. Aguantaría como fuera.


Libros. Compraría un par de libros. Y una radio. Al día siguiente.


Suspirando, volvió a colocar en la cocina la comida que había llevado. Tardó diez minutos. Luego hizo una lista de la compra. Para el día siguiente. Tardó otros diez minutos, pero sólo porque se lo pensó mucho. Después miró alrededor, preguntándose qué podría hacer.


—¡Por favor! —exclamó, impaciente. Tras tomar papel y bolígrafo, se dejó caer sobre el sofá. Si se ponía a pensar qué podía hacer con el resto de su vida en lugar de esperar, seguramente podría vivir esa vida y dejar atrás aquel sitio horrible. Martin y Francisco le perdonarían que hubiese acortado sus vacaciones si se le ocurría un buen plan.


Al principio de la página escribió: ¿Qué quiero hacer con mi vida?


Se le quedó la mente en blanco, de modo que añadió un signo de exclamación. Y un paréntesis.


Nada, no se le ocurría nada. Pero intentó no asustarse. Estaba mirando aquello desde una perspectiva equivocada. Capacidades, tenía que anotar para qué cosas estaba capacitada.


Tenía un certificado como auxiliar de enfermería; sabía bañar enfermos; era capaz de medir y controlar la medicación; podía convencer a un paciente difícil para que comiese.


No. No. No.


Paula tiró el bolígrafo sobre la mesa. No quería volver a hacer ninguna de esas cosas. Tenía que haber algo nuevo, algo más emocionante. Debía de tener algún talento que la empujase hacia su nueva vocación. Como sus hermanos, por ejemplo. Francisco tenía cabeza para los números y por eso era contable. Martin tenía habilidades espaciales y por eso era arquitecto. ¿Y ella…?


Nada.


Paula dejó caer los hombros. No se le ocurría nada para lo que tuviese talento. Salvo para cuidar de gente enferma, gente moribunda. El miedo se agarró a su garganta. No podía hacer eso. Ya no. Había querido mucho a su padre y no lamentaba ni un solo día de los que había pasado cuidando de él, pero…


No podía cuidar de otro paciente con demencia senil. No podía ver morir a otra persona.


Angustiada, se levantó del sofá y empezó a pasearse por la habitación. La grisura de la cabaña la ahogaba por completo. El único color eran las etiquetas de los alimentos que había llevado. Entonces vio un paquete de mezcla para hacer tartas…


¿Qué? ¿Pensaba organizar una fiesta? Quizá no, pero podría hacer una tarta de chocolate… ¿para quién? Paula se mordió los labios. Pedro.


Como agradecimiento por la botella de vino. A lo mejor la invitaba a quedarse y compartirla con él. Además, quería conocerlo un poco mejor, saber cómo podía soportar la soledad de aquel sitio.


Paula dejó a un lado la lista y tomó un bol de la cocina.