jueves, 27 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 32





–¿Pau no ha llegado aún? –preguntó Pedro, aceptando la cerveza que le ofrecía una mujer… ¿Sofia? ¿Silvia?


–No –dijo Sofia/Silvia con una sonrisa–. ¿Quieres esperarla en el salón?


–Se supone que salía de trabajar a la siete –dijo Mariza–. Llegará enseguida, no te preocupes.


–¿Ha trabajado anoche y esta mañana? Estará agotada –dijo Pedro, sorprendido de que el hospital permitiera eso y mirando hacia la puerta para ver si llegaba Benjamin o algún otro hombre.


Como si su deseo le hubiera sido concedido, Benja apareció en ese momento.


–¿Te encuentras bien, cariño? ¿No has tenido más contracciones?


–No, estoy bien –respondió Marizaa–. No te preocupes por mí.


–Hola, Pedro. Ven conmigo.


Pedro, que estaba deseando salir de allí, siguió a Ben hasta el jardín.


–Muy bonito –comentó, mirando los árboles frutales y los eucaliptos.


–Será estupendo para los niños –dijo Benjamin.


–¿Piensas tener más de uno? –le preguntó Pedro, sorprendido. Benjamin Jamieson había sido una leyenda de la música rock y no lo imaginaba como un hombre familiar.


–Desde luego que sí. Queremos tener al menos tres.


–Vaya –Pedro tuvo que disimular un escalofrío al imaginar a Paula embarazada.


Sacudió la cabeza mientras tomaba un trago de cerveza para mojar su reseca garganta. Pero Paula no era precisamente maternal. Era soltera y estaba encantada, ella misma lo había dicho. ¿Y no se lo había demostrado siempre?


–¿Cómo puedes soportarlo?


–¿A qué te refieres? –preguntó Benjamin.


–Ver a tu mujer así y saber lo que va a pasar.


Benjamin se puso serio de repente.


–No estaba a su lado cuando perdió a nuestro primer hijo, así que es la primera vez para mí, pero verlo crecer dentro de ella, ver los progresos del bebé… de verdad es una experiencia que no me perdería por nada del mundo.


Pedro asintió con la cabeza, aunque todo aquello era territorio extraño para él.


–Mariza está encantada –siguió Benja–. Bueno, casi todo el tiempo. Ahora que solo quedan dos semanas es más difícil, porque le cuesta moverse, pero las mujeres lo aguantan todo. Están hechas para eso y nunca la había visto más guapa. No puedo dejar de tocarla, ¿sabes?


No, Pedro no lo sabía y no quería saberlo.


–A mí me da pánico.


–Cuando encuentres una mujer con la que quieras pasar el resto de tu vida cambiarás de opinión. El miedo es algo natural, como es natural que no quieras ver a la mujer de tu vida sufriendo, pero querrás compartir a ese hijo, querrás esa conexión.


–Tendré que aceptar tu palabra –intentó bromear Pedro–. Bueno, cuéntame, ¿qué es eso? –le preguntó, señalando una construcción de madera en medio del jardín.


–Algún día será una casita en el árbol para el niño.


–Un poco pronto, ¿no?


–Eso me han dicho –Benjamin tomó un trago de cerveza–. De niño siempre quise tener una, pero a mi padre le daba igual. En fin, seguramente me hará más ilusión a mí que al niño.


Pedro miró a Benja con interés. A juzgar por su tono amargo, no se había llevado bien con su padre.


–Bueno, si Mariza te echa de casa siempre podrías dormir allí.


Benjamin soltó una carcajada.


–Espero que no. Tengo la intención de ser un buen padre.


¿Qué era ser un buen padre?, se preguntó Pedro a sí mismo. ¿Estaba juzgando al suyo de manera injusta? ¿Las presiones de su padre serían solo por motivos egoístas?


–¿Pau y tú tenéis planes? –le preguntó Benjamin.


¿Planes? Pau vivía el momento, no hacía planes. Pedro se encogió de hombros, extrañamente incómodo con una pregunta que lo hacía sentir… dolido, solo.


–Ya conoces a Pau.


–Sí, desde luego. Es divertida, pero adicta al hospital. Trabaja tantas horas que no tiene tiempo para pasarlo bien.


–Bueno, encontramos algún rato para hacerlo.


Pedro recordó la última vez, en la biblioteca de sus padres. 


Oh, sí, claro que lo pasaban bien.


¿Pero era eso suficiente?


No tuvo tiempo de seguir pensando porque Pau apareció de repente con un plato de magdalenas.


Su corazón dio un vuelco al verla con unas botas rojas, una falda vaquera y un jersey rojo con lunares amarillos. Era como un rayo de sol en un día de invierno.


–Has venido.


–Por supuesto. No iba a perderme la fiesta de tu hermana.


–Qué bien. Acabo de hacer magdalenas y si no os traigo unas cuantos esos buitres las devorarán todas. Paula le ofreció la bandeja.


–Estábamos hablando de pasarlo bien –dijo Pedro, tomando una magdalena–. Benja y yo estamos de acuerdo en que tú nunca tienes tiempo libre.


–Podemos pasarlo bien más tarde –dijo Paula–. Ahora tengo que ofrecer magdalenas a las demás.


–¿Era así cuando os conocisteis? –le preguntó Benja cuando se quedaron solos.


–Sí –respondió Pedro–. Llena de energía hasta que cae al suelo de agotamiento.


–¿Seguro que no quieres más vino? –Benja le ofreció una botella de Merlot, pero Pedro tapó su copa con la mano.


–No, gracias. Tengo que conducir.


La fiesta había terminado una hora antes. Solo quedaban Paula y Pedro y no pensaba irse sin ella.


–¿Tú tampoco quieres, Pau?


–No, gracias.


–El vino es estupendo y me ha costado un dineral, no me digáis que voy a tener que tirarlo.


–Lo siento, si bebo más no llegaré a casa –dijo Pau.


Pedro quería llegar a casa para meterse en la cama con ella.


–Yo conduciré.


–Estupendo –Paul esbozó una sonrisa cargada de promesas.


Su casa o la de ella, daba igual. La dejaría dormir el tiempo que quisiera porque cuando despertase la quería ansiosa por él. De hecho, estaba prácticamente salivando.


–¿Mary, cómo estás?


–Bien –Mariza sonrió mientras miraba el reloj.


–¿Por qué miras tanto el reloj?


–No es nada, unas contracciones…


–¿Contracciones? –Pedro sintió que el pulso se le aceleraba.


Benjamin llegó a su lado en un segundo para ponerle una mano en el abdomen a su mujer.


–Cariño, ¿necesitas algo?


–Estoy bien, de verdad. No pasa nada, no te asustes. Las contracciones no son dolorosas y no significan que me haya puesto de parto.


–Por favor, no digas esa palabra –Pedro tuvo que apartar la mirada.


–No sabía que fueses tan cobarde.


–¿Cada cuánto tiempo tienes esas contracciones? –preguntó Paula.


–Cada… no sé, ocho minutos.


–Si empiezan a ser más frecuentes, dímelo. ¿Quieres que llamemos al hospital?


–No me pondré de parto hasta dentro de doce días.


–Eso es lo que te ha dicho el médico, cariño, pero es habitual que los partos se adelanten. Ven, siéntate en el sofá, ponte cómoda.


–Si me siento no podré volver a levantarme.


–Benjamin te ayudará, los hombres tienen que servir para algo. Además, esto es culpa suya.


Mariza sonrió a su marido mientras se dejaba caer en el sofá.


–Levanta los pies.


Pedro vio a Paula dándole un masaje a su hermana en las piernas.


–¿Has visto lo que Paula le ha comprado al bebé, Benja? –Mariza señaló una cesta encima del piano–. Es el trajecito más bonito que he visto nunca. Y el koala de peluche es precioso.


–Rojo, por supuesto –Benjamin sonrió.


–Mi color favorito… ¿Mary, qué pasa?


–Necesito… Benja, ayúdame, creo que…


–¡Mary!


–Creo que acabo de romper aguas –Mariza dejó escapar un gemido mientras apretaba la mano de su hermana.


Pedro sintió que se quedaba sin sangre.


–Benja, llama al hospital y diles que vamos para allá. ¿Cada cuánto son las contracciones, Mariza?


–Dos minutos… un minuto. Antes no me dolían y pensé que… ¡ay!


–Benja, cambio de planes. Llama a una ambulancia.



****


Unos minutos después, por fin, llegó la ambulancia. Paula podría haber llorado de alivio. Benja subió con su mujer y, de repente, después de la conmoción, todo quedó en silencio.


–Bueno… –Paula se volvió hacia Pedro, apoyado en la pared, pálido–. Pobrecito, lo estás pasando fatal.


Él hizo una mueca, herido en su orgullo, con un gesto que la enterneció.


–Vamos al hospital.


Pasaron varias horas antes de que Pedro y ella pudiesen entrar en la habitación de Mariza.


Paula vio a su hermana sentada en la cama, con un recién nacido en los brazos y los ojos llenos de lágrimas de felicidad. Y ella también se sentía feliz, a pesar del poso de tristeza al que ya se había acostumbrado.


–Hola –susurró.


Mariza la miró con los ojos brillantes.


–Hola, cariño.


Benja no dejaba de mirar a su mujer y a su hijo.


–¿Cómo estás?


–Ven aquí ahora mismo –dijo su hermana.


Paula se acercó para abrazar a su hermana y mirar a aquel pequeño milagro en sus brazos.


–Has estado a punto de nacer en casa, precioso.


–Pero todo ha salido bien.


–Tenemos un hijo –dijo Benja, con voz ronca, acariciando el pelito oscuro del bebé.


Ver a un hombre tan grande derritiéndose por una cosita tan pequeña hizo que a Paula se le encogiese el corazón. Y pensar en Pedro abrazando a un bebé la dejó sin aliento.


–Te presento a Roberto Jamieson.


Pedro, ven.


Estaba en la puerta de la habitación y, por un momento, le pareció ver algo en su expresión… ¿felicidad, esperanza, tristeza?


Las mismas emociones que ella experimentaba. Le gustaría hablarle de sus penas, de sus esperanzas de futuro… un futuro con él. Pero la alegría de aquel nacimiento haría más triste para él saber de su propia pérdida.


Pedro vaciló.


–Este es un momento para la familia.


–Tú eres parte de esto –dijo Paula–. Ven a conocer a mi sobrino.


–Enhorabuena, chicos –dijo Pedro con voz ronca mientras tocaba la diminuta cabecita.


–¿A que tiene unos ojos preciosos?


–Y dedos de pianista –bromeó Paula.


La celebración duró cinco minutos, hasta que entró una enfermera para comprobar si todo iba bien; esa fue la señal para que Paula y Pedro salieran de la habitación.


En cuanto entraron en casa, Paula se dejó caer en el sofá. 


Su cerebro no parecía funcionar. No había dormido en veinticuatro horas y estaba flotando en una especie de euforia. Era tía y, lo más maravilloso, Mariza era madre por fin.


–Vamos, Pau, es hora de dormir.


Pedro estaba apoyado en la puerta, pero no era deseo lo que había en sus ojos. Aunque estaba agotada, seguramente no habría podido negarle nada porque esa noche lo necesitaba desesperadamente. Pero en sus ojos había algo profundo, respeto tal vez. ¿Por las madres, por las enfermeras o era sencillamente por ella, Paula Chaves?


–¿No es maravilloso? Un hijo.


–No sé cómo lo hacen las mujeres. ¿Por qué sufrís de ese modo? Es como si no os importara.


–Por amor, Pedro.


–Yo no creo que pudiera soportar verte a ti… si alguna vez te dejase embarazada.


Sus palabras fueron como un puñal en el corazón. ¿Por qué había tenido que decir eso?


Sin embargo, entendió entonces que lo amaba con todo su corazón. Por fin admitía la verdad, lo que siempre había sabido, por qué nunca había habido nadie para ella más que ese hombre que buscaba sus ojos con tanta ternura.


No había sido sincera con él. Debería haber insistido, haber vuelto a escribir. Debería haber sabido que Pedro no era la clase de hombre que abandonaría a un hijo suyo sin decir una palabra, aunque esa palabra fuera de rechazo.


Aunque hubiese rechazado una relación, la habría ayudado… al menos económicamente.


Lo había juzgado mal y, por eso, le había negado la oportunidad.


–Estás llorando –Pedro se secó las lágrimas con las yemas de los dedos.


–No estoy llorando


Pero maldita fuera, quería seguir haciéndolo.


–Estás agotada, tienes que irte a la cama –Pedro la tomó en brazos y buscó sus labios en un beso suave, comprensivo.


No, él no comprendía porque no sabía lo que había pasado. 


Tenía que contárselo, esa misma noche, pero antes tenía que demostrarle cuánto lo amaba.


La habitación estaba a oscuras mientras apartaba el edredón y la tumbaba sobre las sábanas, la luz de la luna entrando por la ventana, la brisa moviendo las cortinas de encaje.


Había luz suficiente para verlo mientras se quitaba la ropa sin decir nada. Los dos sabían sin decir una palabra que iba a quedarse.


Era tan hermoso, un hombre perfectamente proporcionado en todos los sentidos. A la luz de la luna sus duros contornos masculinos parecían los de una estatua griega.


–Paula–susurró mientras le quitaba el jersey y la falda–. ¿Morado? –Pedro sonrió mientras le quitaba el conjunto de ropa interior.


–Rojo –dijo ella.–Hazme el amor –susurró, deseando estar piel con piel, corazón con corazón, sabiendo que todo había cambiado y que pronto volvería a hacerlo.


Esa noche era diferente. Para él, para ella.


–¿No estás cansada?


–¿Después de ver ese milagro? –Paula negó con la cabeza–.No, no estoy cansada, estoy eufórica.


Pedro tomó sus manos, enredando los dedos con los suyos.


–Eres asombrosa. Lo he dicho otras veces, pero ahora más, mucho más –murmuró, besándole las muñecas–. Voy a besarte hasta que no quede un centímetro de tu piel que no haya probado.


Paula gimió mientras besaba su cuello, sus pechos. ¿Notaría que estaba temblando?


¿Podría oír cómo su corazón latía mientras trazaba sus hombros con los dedos?


Se le puso la piel de gallina mientras le besaba las rodillas, los tobillos, los dedos de los pies… para luego seguir hacia arriba.


Mientras se colocaba entre sus piernas Pedro la miró a los ojos y en ellos Paula vio algo profundo, real, sincero. El corazón se le hinchó de amor, temblando cuando él inclinó la cabeza casi con reverencia.


De rodillas sobre ella, con sus atributos iluminados por la luz de la luna, era la perfección que había admirado la primera mañana, cuando volvió a su vida. Pero en aquel momento podía tocarlo, amarlo.


Pedro se inclinó sobre ella para acariciarla con los labios y sus lenguas se encontraron en un tango de ricas texturas hasta que besarse no era suficiente.


Unos segundos después lo recibió en su interior, dejando escapar un suspiro de alivio, de placer. Se sentía completa y arqueó las caderas hacia arriba para recibirlo profundamente, tanto que parecía como si estuviera tocando cada célula de su cuerpo.


Nunca se habían amado así antes, disfrutando de cada caricia, absorbiendo cada suspiro, saboreando el momento como si fuera el último. El tiempo se detuvo, se volvió irrelevante.


–Mírame –murmuró Pedro–. Quiero ver esos ojos de plata hasta el final.


Paula abrió los ojos y se encontró con los suyos, oscuros, cargados de pasión. También Pedro experimentaba esa sensación maravillosa, la magia que hacían juntos.


Algo más fuerte que el magnetismo, que la atracción, los unía, pensó Pedro. Su piel brillaba bajo sus dedos. No era la luna, era Paula brillando por dentro.


La vio abrirse como una flor mientras se enterraba profundamente en su oscuro terciopelo y se apartaba despacio, deliberadamente, para volver a entrar con más fuerza.


Temblaba de deseo, pero contuvo el gemido que amenazaba con escapar de su garganta. Quería ir despacio, hacerla disfrutar.


Y eso le dio tiempo para descubrir cosas nuevas. Por ejemplo, cómo gemía de placer cuando le acariciaba las rodillas o cómo suspiraba cuando usaba los dedos o los labios sobre alguna de sus zonas erógenas.


Hasta que se hundió en ella por última vez, viendo cómo los ojos se le oscurecían mientras se dejaba ir.


Pedro –susurró.


–Nada de hablar. Duerme.


–Tenemos que hablar. Debo contarte algo.


Pedro le puso un dedo en los labios.


–Lo que quieras decirme puede esperar hasta mañana.


–Pero…


–No.


Un minuto después la oyó respirar suavemente. Y, sin embargo, cuando la había mirado a los ojos antes había visto una extraña vulnerabilidad, algo la perturbaba. Pero fuera lo que fuera, podía esperar hasta el día siguiente.


Fuera lo que fuera, él la ayudaría a superarlo.








SEDUCIDA: CAPITULO 31




Pedro le abrió la puerta del coche, notando su perfume e intentando no dejarse llevar.


–Deja que vaya a tu casa cuando termine aquí.


–No, esta noche no. Mi turno empieza a primera hora y tengo que dormir algo.


–Te dejaré dormir, lo prometo –le susurró Pedro al oído.


–No, imposible –dijo ella, riendo–. No confío en ti ni en mí misma.


–En ese caso, me quedaré aquí esta noche y empezaré a recoger mi habitación. Si cambias de opinión a las tres de la mañana…


Paula sonrió.


–Nos vemos el sábado por la tarde.


–En la fiesta maternal de Mariza.


–Tienes que hacerle compañía a Benja.


–Pero si apenas lo conozco –protestó Pedro.


–Pues entonces será una oportunidad para conocerlo.



****


El viernes, Pedro terminó ayudando a su madre a descolgar las cortinas y a quitar las alfombras. Tenían muchos empleados, pero a su madre le gustaba hacerlo personalmente. Su madre nunca había olvidado sus raíces y, de vez en cuando, volvía a ser la que había sido antes de casarse con su padre.


Al día siguiente tendría que acudir a la fiesta que Paula había organizado para su hermana Mariza, que estaba a punto de tener un bebé.


Normalmente no le importaba ser el único hombre en una habitación llena de mujeres, pero no cuando esas mujeres parecían peligrosamente a punto de ponerse de parto…






SEDUCIDA: CAPITULO 30




–¿Huelo a café recién hecho?


A Paula se le encogió el corazón. Ese tono arrogante solo podía ser de un hombre: Claudio Alfonso.


–Sí, ¿te apetece? Pedro ha ido un momento al baño, pero volverá enseguida.


Claudio asintió con la cabeza.


–Si no te molesta…


–No, claro que no.


–¿Cómo lo tomas, con azúcar, con leche?


–Solo, sin azúcar.


Claudio se apoyó en la pared, mirándola fijamente, tan cerca que casi le daba miedo y Paula tuvo que tragar saliva. 


Parecía estar midiéndola, observándola y encontrando todos sus defectos.


–Bueno, Paula Chaves, así que ya no eres camarera.


Lo decía como si ser camarera no fuese un trabajo honesto y eso dejaba claro lo que ella ya sabía: que tenía prejuicios sociales. ¿O ella no le gustaba particularmente?


–No, ya no –respondió.


–Tomaré unos rollitos de pescado –Claudio señaló una bandeja– y un par de esos de cangrejo. Los platos están en ese armario. Entre tú y yo, no confío en el servicio de catering.


–¿Ah, no? –Paula tuvo que morderse los labios para no decirle lo que pensaba–. Esta empresa es estupenda, yo lo sé muy bien porque trabajé con ellos hace unos años.


–Paula –Elisa estaba en la puerta de la cocina y, por su expresión, llevaba allí un rato–. Espero que mi marido te esté tratando bien.


–Sí, claro.


–¿Dónde está Pedro?


–Estoy aquí, mamá.


Paula dejó escapar un suspiro de alivio.


–Te he comprado algo para el apartamento…


–Spencer Overton está aquí para discutir los planes de la nueva promoción –la interrumpió Claudio–. Se marcha a Estados Unidos mañana y me gustaría que hablases con él cuando tengas un momento.


–Muy bien, iré enseguida –Pedro miró a Paula antes de inclinarse para besar a su madre–. Gracias, mamá.


–¿No vas a abrirlo?


–Sí, claro –Pedro abrió el paquete y soltó una carcajada–. Ah, vaya, copas.


No eran simples copas, pensó Paula, sino copas de un famoso cristal que dejaban las suyas a la altura del betún. Y un sacacorchos de plata.


¿Cómo iba a competir ella con una familia millonaria?


–Nunca se tienen demasiadas copas –dijo Pedro, con una sonrisa conspiradora–. ¿Estás bien, Paula?


–Sí, claro.


Aunque no era verdad. Se sentía tensa y notaba frío bajo la falda. Habían jugado con fuego.


–Sera mejor que vaya a ver qué quiere mi padre –Pedro le dio un rápido beso antes de desaparecer.


–¿Te gusta leer, Paula? –le preguntó Elisa en cuanto su hijo desapareció.


–Sí, mucho, cuando tengo tiempo.


La madre de Pedro la llevó a la biblioteca.


–Tenemos una gran colección de libros. Si quieres llevarte alguno prestado, no hay ningún problema.


Todos eran ediciones fabulosas, forrados en piel.


–¿Poesía?


¿Blake, Browning? Paula negó con la cabeza.


–Me temo que no.


–¿Algún autor en particular? ¿Algún género?


Paula negó con la cabeza.


–Cualquier cosa que tenga una trama original para olvidar lo que veo en el hospital a diario.


La madre de Pedro asintió con la cabeza, mirando las estanterías.


–Estos son libros de Claudio o de su familia, a mí me gustan las novelas románticas –Elisa se dirigió a un antiguo escritorio y sacó un montón de viejas novelas.


Paula estudió las portadas: paisajes de ensueño, mujeres guapas con ropa interior sexy sobre sabanas de satén. 


Hombres guapos de anchos hombros y ojos brillantes.


–Esta es una de mis autoras favoritas.


–También a ti te gustan los finales felices.


–Sí –respondió Paula, con un nudo en el estómago porque sabía que no habría un final feliz en su futuro. No había sitio allí para ella entre primeras ediciones y copas de cristal francés–. Pero es una fantasía. La vida real no es así.


–No, es verdad –asintió Elisa–. Y Pedro… en fin, parece muy duro, pero en el fondo no lo es.


Un hombre dulce envuelto en chocolate oscuro, Paula lo sabía.


–Lo sé.


–Se ha convertido en un experto en esconder sus emociones –siguió Elisa– pero contigo… es evidente lo que siente por ti. Puede que no me haya dicho nada, pero sé que temía que no vinieras y yo… en fin, soy su madre y no quiero que nadie le haga daño.


Una leona defendiendo a su cachorro.


–Lo entiendo. Tampoco yo –dijo Paula.


¿Y tu marido?, le gustaría preguntar. ¿Qué pensaría Pedro si supiera que su padre se había negado a ponerlos en contacto cinco años antes, que le había robado la oportunidad de saber de su embarazo?


Pedro y yo somos buenos amigos, los dos entendemos y valoramos nuestra relación.


Elisa asintió, como satisfecha con la respuesta.


–¿Y tú, Paula? Entiendo lo duro que debió ser perder a tus padres.


–Lo fue, sí.


–Tu madre era una empleada leal y tú también has trabajado mucho para llegar donde estás.


–Así es.


«¿Y tú cómo vas a entender eso?».


Elisa pareció leer sus pensamientos porque sus ojos azules se nublaron.


–Mi padre era empleado de una fábrica, mi madre planchaba para una empresa –su voz era firme, seria, como si estuviera orgullosa de ello–. Trabajaron mucho durante toda su vida hasta que mi padre murió de un infarto, dejando a mi madre con dos hijos.


Paula se quedó completamente sorprendida.


–Lo siento, no lo sabía –murmuró. Porque Pedro no se lo había contado–. ¿Cómo conociste a tu marido?


–Trabajaba como cajera en su primer restaurante y luego, cuando empezó a tener éxito, me llevó a la oficina como ayudante personal –los recuerdos suavizaron el tono de Elisa–. En fin, todo eso fue hace mucho tiempo. ¿Qué tal si salvamos a mi hijo de esa aburrida reunión?