jueves, 14 de mayo de 2015

EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 25




Cuando Pedro apareció ante la puerta de Paula unos días más tarde con una cesta de picnic, ella frunció el ceño con curiosidad.


—Supongo que no cenaremos en casa.


—No. Es una noche tan bonita que pensé que podíamos dar una vuelta a caballo. ¿Te apetece?


—Nunca he montado —informó—. En los complejos de apartamentos en los que viví de pequeña, no había sitio para nada más grande que un chihuahua.


—En el fondo lo esperaba —sonrió—. Tenía visiones de llevarte en el mío para enseñarte.


—¿Acaso has imaginado fantasías eróticas, Alfonso? —observó su sonrisa.


—Muy eróticas, Rubita —casi ronroneó—. Y en todas aparecemos tú y yo en un rincón apartado de los pastizales, haciéndonos todo tipo de cosas interesantes —le tomó la mano y la acercó—. El caballo está ensillado y esperando.


Paula lo siguió sin titubear. La semana anterior, con Pedro apareciendo al anochecer para quedarse hasta el amanecer, había volado a velocidad supersónica. 


Anhelaba llegar a casa porque sabía que él estaría allí. No podía imaginarse más enamorada, pero no dejaba de quererlo cada día más. Había alcanzado un punto en el que no era capaz de recordar el momento en que Pedro no formaba parte vital de su vida. Le daba motivos para ir a trabajar, para volver al rancho, llenaba su hogar de risas, humor y un acto sexual maravilloso.


—La Tierra a Pau. Responde —murmuró, sacándola de sus cavilaciones—. ¿Dónde estás?


Alzó la vista para verlo apoyado contra un caballo de tonalidad rojiza. El corazón le dio un vuelco al contemplarlo en su elemento natural. La robusta montura detrás de él, las colinas verdes fundiéndose con el horizonte y un cielo azul sin nubes.


Impulsivamente, se tiró a sus brazos y le rodeó la cintura, se puso de puntillas y pegó los labios a los suyos.


—Estoy aquí contigo, socio. Es el sitio que más me gusta.


Él emitió un gemido ronco y la besó con ardor. Paula sintió la dura extensión de su erección pegada a su abdomen y se maravilló de su capacidad para excitarlo con la misma celeridad que él la excitaba a ella.


Después de varios besos encendidos, Pedro suspiró y la apartó.


—Maldita sea, me estás convirtiendo en una hormona andante. Si no nos vamos, cambiaré de idea sobre este picnic y me daré aquí mismo un festín contigo.


—No me has oído objetar, ¿verdad?


—No me ayudas, Rubita —gimió—. Sube a este caballo.


Pedro la ayudó a montar, luego se situó detrás de ella. Tener el trasero generoso de Paula entre las piernas era todo lo que él había imaginado. Otra oleada de deseo lo golpeó con dureza al sur de su cinturón. Le rodeó la cintura para tomar las riendas y se las pasó.


—Somos tuyos, cariño. Conduce.


Paul intentó concentrarse en conducir al animal colina abajo. 


No fue fácil, ya que su mente y su cuerpo se hallaban centrados en la fuerza de Pedro que la rodeaba. El paso del caballo tampoco la ayudó. Pedro y ella se juntaban y se separaban y le costaba respirar con normalidad.


Sus pensamientos se dispersaron cuando él introdujo la mano en la cesta de picnic que llevaba sobre el regazo. Para su sorpresa, sacó un estuche de terciopelo.


—¿Qué es? —preguntó Paula.


—Un regalo —susurró contra su cuello, provocándole piel de gallina—. Se me ocurrió que al no tener familia, probablemente no habrás recibido nada en tu cumpleaños y en navidad. Quería regalarte algo.


Ella parpadeó cuando las lágrimas le nublaron la vista. Hacía años que no lloraba. Pero la consideración de Pedro le dio de lleno en el corazón.


—Ábrelo —pidió él.


Con manos temblorosas, obedeció y contempló fijamente una esmeralda con forma de lágrima que colgaba de una cadena de oro.


—Oh, Pepe, es tan hermosa, pero yo no merezco… —se le quebró la voz y tragó saliva—. No tengo nada para darte a ti…


Calló cuando él le dio la vuelta para que lo mirara, con las piernas apoyadas sobre sus muslos. Su mirada intensa la inmovilizó. No lo había visto tan serio en toda la semana.


—¿Que no lo mereces? —repitió—. ¿Qué es todo eso, Pau? ¿Se debe a la inseguridad de ir de un hogar a otro? —bufó ante la percepción que tenía de sí misma—. Eso fue por el resultado de padres irresponsables y de un sistema falible en el que los niños se pierden por sus grietas y terminan pensando que solo son personas adicionales en el mundo. 
Tonterías, cariño. Mírate. Eres inteligente, ingeniosa, atractiva y tienes éxito. Eres lo que eres gracias a tu autodisciplina y a tu determinación. Y en cuanto a eso de que no tienes nada para mí, te equivocas. Me has dado felicidad, como la que no he experimentado en años, décadas posiblemente. Es lo único que necesito de ti. ¿Entendido?


Las lágrimas cayeron por sus mejillas. Paula anhelaba creer que ese regalo caro era una expresión de su afecto, que de verdad le importaba. Al notar la expresión solemne en su cara, lo creyó. A pesar de las dudas persistentes de que él era demasiado bueno para ser verdad, sintió que la última barrera se desmoronaba.


—Me encanta el collar —musitó antes de no poder contenerse y decirle que lo amaba—. Gracias.


—Deja que te lo ponga.


Mientras el caballo continuaba colina abajo, con las riendas sujetas al pomo de la silla, Pedro se lo colocó. Una sonrisa traviesa jugó en sus labios al mirarla.


—¿Y ahora qué? —inquirió ella.


—Se me acaba de ocurrir otra de esas fantasías clasificadas X. Me gustaría verte sin otra cosa que el colgante… y yo…


La besó con una pasión que hablaba de un hambre insaciable y de una necesidad urgente. Paula sintió que su cuerpo respondía de forma instantánea y se pegó a su sólida calidez. Los brazos de él la apoyaron contra su excitación y se fundieron juntos.


Decididamente ese era el hombre que había estado esperando. Era el motivo por el que había entregado su inocencia en un momento fugaz de experimentación sexual. 


Pedro hacía que se sintiera feliz por haber tenido el buen juicio de esperar a alguien especial.


Distraído e inmerso en el beso ardiente, Pedro no se dio cuenta de que habían llegado a su destino hasta que el caballo se detuvo. Se apartó de Paula para inspeccionar el entorno, luego le sonrió con aprobación al animal, que se había parado junto al estanque aislado que había junto a un prado, rodeado de árboles.


De pronto comprendió que realmente estaba hambriento por esa mujer y no por el picnic. Quería hacerle el amor en esos espacios abiertos. Quería perderse por completo en ella, como hacía siempre.


—Hemos llegado —jadeó al recoger la cesta y desmontar. 


Sin apartar los ojos de Pau, la bajó y dejó que su cuerpo exuberante se deslizara sensualmente por el suyo hasta que la tuvo de pie.


—¿Dónde estamos?


Le sonrió con ternura mientras pasaba el dedo pulgar por sus labios.


—A mí me parece el cielo.


Cuando ella lo besó con ternura y dulzura,Pedro olvidó la manta doblada en la cesta. Después de quitarle la ropa a ella y de desprenderse de la suya, la usó como manta improvisada. De repente Paula pareció tan impaciente como él. Sus caricias mutuas no dejaron ni un rincón sin explorar.


Pedro no recordó cuándo ni cómo se fundieron sobre la ropa descartada. Tampoco le importó. El deseo se elevó y estalló en su interior. La necesidad que tenía de Pau se había convertido en algo tangible y espontáneo.


Después de una semana de encendida pasión, que por lo general duraba hasta el amanecer, por error había creído que podría aprender a controlar la intensa necesidad que despertaba en él. Pero cuando se tocaban perdía su capacidad de raciocinio. Simplemente respondía a la urgencia que lo bombardeaba desde todas las direcciones a la vez.


La oyó jadear, entregada a sus caricias atrevidas y besos íntimos. Alargó las manos hacia él para instarlo a mitigar el ansia que había creado.


—¡Por favor! —jadeó cuando Pedro se situó sobre su cuerpo que se retorcía.


Al penetrarla con embestidas veloces y profundas, experimentó las maravillosas sensaciones que recorrían a Paula y vibraban hasta él. Ella se aferró a Pedro mientras el mundo giraba y el suelo se sacudía. La pasión los elevó más y más.


Pedro se tambaleó al borde del olvido como un cometa en su camino hacia la destrucción en las llamas. Las sensaciones crepitaron por su cuerpo y lo hicieron temblar, luego se derrumbó sobre ella, temiendo que el mundo desapareciera si no lo hacía.


—¿Crees que esto es normal? —susurró Paula.


Pedro se apoyó en los antebrazos y rio entre dientes al ver su expresión desconcertada.


—No lo creo. Lo que tenemos aquí es una asombrosa capacidad de expresarnos y comunicarnos.


—¿Cuánto crees que va a continuar?


—¿Te refieres a si no me matas de pasión para mañana? —ella asintió con sonrisa picara—. Yo diría unos cien años, más o menos.


Pensó que quizá sería mejor si olvidaba el tacto y le decía que quería pasar el siguiente siglo con ella, que estaba loco por ella y no quería que se acabara. Nunca.


Sin embargo, se negaba a meterle prisas o a asustarla. 


Quería que estuviera segura de él, de sí misma. ¿Cuánto tiempo necesitaría para darse cuenta de que lo que había entre los dos era real y que jamás la traicionaría como el otro imbécil?


Se apartó de ella y la observó. No le cupo duda de que era una fantasía hecha realidad. Era tan hermosa que le quitaba el aliento. Se inclinó para darle un beso suave en los labios, luego acalló la necesidad de expresarle su afecto. «Es demasiado pronto», se advirtió. Ella no estaba preparada para oír las palabras que se había negado a pronunciar en siete años. Las había dicho y a Sandi no le habían importado. ¿Le importarían a Pau? ¿O simplemente Pau se había dejado atrapar por la increíble pasión que estallaba entre ellos y no era capaz de ver más allá después de que Raul la hubiera traicionado y decepcionado?


Quizá esperara un poco más para manifestarle lo que sentía por ella. Tal vez aguardara que Pablo dejara de dar largas y le formulara la pregunta vital a Cathy. Entonces podría abrir su corazón, explicar por qué había hecho el viaje misterioso. 


Sabía que Paula se lo preguntaba y se sentía culpable por no poder contárselo.


—¿Tienes hambre? —inquirió, poniéndose de costado—. He traído pollo frito, ensalada de patatas y bollos de Cathy’s Place.


—Mmm, parece estupendo.


Cuando Pedro alargó la mano hacia los calzoncillos y los vaqueros, Paula se adelantó.


—Oh, no, amigo. Yo tengo mis propias fantasías X.


—¿Y cuáles podrán ser? —rio entre dientes mientras se ponía de pie—. ¿Un esclavo desnudo que te da de cenar?


Adoptó una pose que la misma Cleopatra envidiaría y movió la mano.


—La cena, esclavo —ordenó con altivez.


—Como desees —murmuró con una inclinación de cabeza.


Desnudo, oyendo los silbidos de Pau, fue a recoger la cesta. 


Cada vez que la miraba, veía que ella lo observaba sin perder detalle, devorándolo con los ojos. Esperaba que lo que sentía por él llegara a transformarse en amor, porque estaba seguro de que era eso lo que sentía por ella. Lo que aún no sabía era qué hacer con esas criaturas ruidosas que, en ese momento, les daban una serenata desde la distancia.


Hasta el momento, las vacas, las ovejas y los animales salvajes habían mantenido una convivencia desastrosa. 


Pedro se había mordido la lengua y guardado silencio varias veces después de reagrupar a su ganado y reparar las vallas. Había intentado mantener la paz con Pau para que pudieran concentrarse solo en conocerse y disfrutar de momentos robados como ese. Pero estaba claro que había que hacer algo sobre el zoo. Se acercaba el momento de la siembra del trigo y ni Pablo ni él tendrían tiempo para reparar vallas.


Desterró esos pensamientos y regresó junto a ella con la cesta.


—La cena está servida, señora —anunció.


Paula le quitó la cesta, la dejó a un lado y alzó la mano para acariciarlo. El cuerpo de él respondió en el acto, como de costumbre.


—La cena —murmuró al ponerse de rodillas ante él— puede esperar…


Cuando sus labios húmedos se deslizaron por su palpitante extensión y jugueteó con la lengua, Pedro olvidó respirar. 


Un silencioso ronroneo de deseo recorrió su cuerpo. Cuando el crepúsculo se rindió a la oscuridad, él se rindió al placer indescriptible que creció y palpitó en él, para luego estallar como una explosión termonuclear.


Comprendió que era un devoto esclavo del amor que le inspiraba esa mujer única. Podía hacer lo que quisiera con él.


Y entonces, uno a uno, Paula satisfizo cada necesidad que había creado en Pedro. Alcanzaron juntos el clímax bajo una cúpula de estrellas para penetrar en una galaxia de éxtasis salvaje y dulce.





EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 24





En cuanto Pedro abandonó la habitación, la sonrisa de Paula se evaporó. Aunque aún sentía que era perfecto lo que hacía con él, el hecho de que se negara a revelarle adonde había ido y con quién la perturbaba. Se preguntó si habría ido a buscar un nuevo emplazamiento para sus animales, o si habría visto a otra mujer.


Después de haber pasado por las docenas de excusas que le había planteado Raul, había aprendido a no ser tan ingenua ni confiada. Hasta no tener la absoluta certeza de que podía confiar en que Pedro no la traicionaba, debía ser cauta con su corazón.


Miró el despertador y se obligó a levantarse. Tenía una reunión con un cliente potencial a las nueve y media. No era un buen día para llegar tarde.


Durante el trayecto al trabajo, pensó en posibles escenarios que pudieran justificar el viaje misterioso de Pedro, que se había prolongado más de lo planeado. Ninguno la consoló.


Aparcó sintiendo dolor de cabeza. Metió la mano en el bolso para sacar el frasco de aspirinas, luego se dijo que debía centrarse en el trabajo, relegando la relación con Pedro hasta que hubiera terminado el día.


Pero al bajar pensó que si la había traicionado o mentido, lo iba a estrangular, porque por primera vez en su vida estaba enamorada. Lo sabía, lo sentía. Era mucho más satisfactorio e intenso que su relación con Raul. Lo que sentía por Pedro, la necesidad que tenía de él, estaba más allá de cualquier cosa que hubiera imaginado o intentado controlar. No sabía cómo luchar contra ello.


Esperaba que él sintiera lo mismo. De lo contrario, le había proporcionado el poder de infligirle la peor clase de dolor, destrozar su corazón y demoler lo que quedaba de su orgullo femenino.






EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 23





«Tienes que levantarte ya», se reprendió con firmeza. Había cosas que hacer en el rancho, entre ellas comprobar que el ganado no rompiera las vallas.


Abrió un ojo y miró el reloj. «Maldición, son las ocho» Se dijo que no podía ser. Nunca había dormido hasta tan tarde. 


Aunque tampoco había dormido mucho durante la noche. En algún momento, pasada la medianoche, Paula había vencido su pudor para anunciar que quería llegar a conocerlo mejor… como si ya no se conocieran de arriba abajo después de perder la cordura haciendo el amor.


Era un milagro que los dos siguieran con vida.


Fueran cuales fueren las inhibiciones con las que se había ido a la cama, las había desterrado pasada la medianoche, entregada por completo a su cruzada de complacerlo y excitarlo… algo que había hecho un millón de veces. Resultó que Paula Chaves era una estudiante rápida y ansiosa en el arte de la intimidad. También consiguió que le rogara que pusiera fin al dulce tormento de tener sus manos y labios por todo su cuerpo…


Solo pensar en ello lo excitaba, pero sabía que debía levantarse o el Rocking C se quedaría estancado.


Se apoyó en un codo y observó la mata de pelo rubio sobre la almohada. El cuerpo se le puso tenso al recordar su vientre, sus muslos… ¡Las cosas que le había hecho en mitad de la noche!


Y le había encantado cada segundo.


«Levántate y ponte en marcha, Alfonso», se dijo otra vez. 


«Volverás esta noche, y la siguiente, porque esto es real y Paula dispondrá de tiempo para descubrir que eres fiel y estás comprometido con lo que pasa entre los dos».


Alargó la mano para apartarle el pelo de la cara.


—He de irme, cariño.


—¿Ya es por la mañana? —musitó sin abrir los ojos.


Volvió a reconocer que podría acostumbrarse a despertar a su lado, a besarla después de hacer el amor hasta que ambos quedaran satisfechos, saciados y extenuados.


—Sí. Vas a llegar tarde al trabajo si no te levantas.


Levantó la cabeza y miró alrededor para orientarse.


—Santo cielo, Alfonso, creo que no tengo fuerzas para moverme.


—¿Estás irritada? —preguntó. Ella se puso colorada—. ¿Quieres que te prepare el baño antes de irme? ¿O preferirías esperar hasta esta noche… cuando vuelva? —se felicitó por el tacto mostrado.


—¿Desde cuándo eres diplomático? —lo miró de reojo.


—He querido esforzarme y ver cómo funcionaba —le pasó el dedo por los labios carnosos—. Quiero volver, si a ti te parece bien. Pero si te apetece ver una película en la ciudad o que cenemos fuera, podemos hacerlo. Ya sabes, esas cosas que hace la gente cuando sale junta. Aunque yo preferiría venir aquí. Todavía no quiero compartirte con nadie. Quiero que durante un tiempo seamos solo nosotros… Y antes de que empieces a pensar que deseo mantenerlo en secreto, como si fuera algo sórdido o barato, olvídalo. Solo soy egoísta y posesivo —explicó.


—¿Estamos juntos? —preguntó, sin atreverse a mirarlo.


—Yo diría que sí. ¿Y tú, Rubita?


Ella asintió, luego le lanzó una sonrisa traviesa que le paralizó el corazón.


—Tengo ganas de hacer las cosas que hicimos anoche. Ya sabes, para mejorar mis recién descubiertas habilidades y técnicas. He empezado tarde y…


Le plantó un beso y se preguntó qué había hecho para merecer la confianza y el afecto de una mujer como Paula. 


Antes de dejarse llevar, lo cual era una amenaza constante cuando estaba con ella, se obligó a levantarse de la cama.


—He de irme de verdad antes de que el rancho se desmorone a mi alrededor. Vendré esta noche, con la cena.


—No, cocinaré yo —se ofreció—. ¿Adonde has ido en tu viaje?


Pedro hizo una mueca interior ante la pregunta que no podía responder sin traicionar el secreto de Pablo.


—No importa adonde he ido ni lo que hice. Lo que importa es que he vuelto para quedarme.


Ella lo observó unos momentos, luego asintió.


—Entonces nos veremos a las seis.


—Estaré ansioso.


—Vaya. Me gustaría verlo —sonrió con diablura.


Mientras iba hacia el porche, se aseguró que no solo era sexo. Poseía cierta experiencia al respecto como para saberlo. Era obvio que tenían algo estupendo en marcha, y no pensaba estropearlo. Ella le había concedido el regalo de su inocencia y su confianza, y no iba a fallarle.