martes, 24 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 64




Pedro condujo como un loco rumbo hacia el Norte, hasta que al fin llegó al condado del Noroeste de Georgia donde Nicolas Wesley era sheriff. No sabía por qué había ido allí. La policía del estado llevaba tres horas peinando la zona y el sheriff no había aparecido por ninguna parte.


Aparcó en una gasolinera para rellenar el depósito. Estaba a punto de volver a subir a la moto cuando sonó su móvil.


—¿Diga?


—Ella está en Meyers Bickham.


—¿Wesley?


—Sí. Será mejor que lleves cuidado. Dudo que salgas vivo, pero la elección es tuya.


—¿Quién…?


Pero la llamada se cortó. Meyers Bickham. 


Probablemente se trataba de alguna especie de juego sádico, de consecuencias mortales. Pero no tenía otro remedio. Y estaba cerca. Muy cerca. Era casi como si el destino lo hubiera atraído hasta aquel lugar.


Sólo que hacía hora y media que la policía del estado había revisado precisamente la zona de Meyers Bickham. Deberían haber visto algo si Paula o Kiara habían estado allí… Aun así, llamó a Bob Eggars para darle el aviso. Su antiguo jefe prometió mandarle refuerzos. Sin perder el tiempo arrancó de nuevo y salió disparado hacia el antiguo orfanato. Sabía que se dirigía hacia una trampa. Pero no le importaba si eso significaba alguna posibilidad, por mínima que fuera, de salvar a Paula y a Kiara.


Nada más llegar, apagó el motor y continuó a pie entre los árboles. De repente distinguió el capó de un coche, iluminado por la luna. Había una furgoneta negra al lado. Ambos vehículos se encontraban a unos treinta metros de distancia. 


Aceleró el paso, maldiciendo su cojera. Fue entonces cuando oyó el grito. Un chillido que le desgarró el corazón como si le hubieran clavado cien cuchillos en el pecho.


El grito no procedía del lugar donde estaban aparcados los vehículos, sino de la dirección opuesta. A unos veinte metros descubrió el resplandor de una luz. Ocultándose entre los árboles, se acercó lo suficiente para distinguir a dos hombres en la ladera de una colina, provistos de linternas y pistolas.


Caminaban hacia él. Antes de que continuaran avanzando, Pedro salió de entre las sombras:
—Levantad las manos y soltad las armas si no queréis morir ahora mismo.


Uno de ellos se negó a obedecer. De un certero disparo, Pedro lo obligó a soltar la pistola antes de que tuviera posibilidad de apuntarle. El hombre aulló y se puso a dar pequeños saltos, agarrándose la mano herida y maldiciendo a voz en grito. El otro dejó caer su arma al suelo y se la acercó a Pedro con el pie.


—Bien hecho. Ahora tenéis dos segundos para decirme dónde está Paula antes de que apriete el gatillo.


—Está en la vieja bodega —masculló uno de ellos—. Colina arriba.


Pedro recogió las dos pistolas y salió corriendo hacia allí mientras un segundo grito cortaba el aire de la noche. Agarró la puerta y tiró con fuerza. Estaba cerrada con llave. Y probablemente la llave la tendrían aquellos tipos, que a punto estarían de subir a sus vehículos.


No esperó a escuchar otro grito. Disparó en ángulo contra la cerradura, evitando que la bala atravesase la puerta. Nada más abrirla, golpeó a una enorme rata que se había encaramado al hombro de Paula y la sacó a toda prisa de la bodega.


—No he vuelto a ver a Kiara desde que me secuestraron en el hospital —le informó, apresurada—. Tenemos que encontrarla, Pedro. ¡Tenemos que encontrarla ahora! ¡Ya!


—¿Tienes alguna idea de dónde puede estar?


—No.


—Entonces salgamos de aquí.


—No lo creo.


Pedro se giró en redondo para encontrarse de bruces con el cañón de una pistola plateada.


—Bienvenido a la fiesta, señor Alfonso. Es una pena que no se fijara en mí cuando llegó hasta aquí y desarmó a mis hombres. Estaba haciendo mis necesidades. Qué oportuno por mi parte, ¿no le parece?


—Desde luego. Ahora… ¿Por qué no baja esa pistola y se rinde, dado que sus dos subordinados han salido corriendo dejándola sola?


—Me temo que eso no redundaría en mi interés. Veo que ha destrozado la cerradura de la puerta de la bodega, señor Alfonso. Ahora no tendré más opción que matarlo de un tiro. Aunque creo que tú deberías ser la primera, Paula. De esa manera tu amante tullido te verá morir…


«Ahora o nunca», se dijo Pedro. De ninguna manera podía quedarse de brazos cruzados, esperando a que los mataran. La miró a los ojos.


Evidentemente quería matarlos, pero también distinguió un brillo de incertidumbre. Tenía que hacer que siguiera hablando. Luego empujaría a Paula al suelo y echaría mano de su pistola.


—¿Por qué mató al juez Arnold?


—Porque era un maldito cobarde incapaz de mantener la boca cerrada.


Por el rabillo del ojo, Pedro captó el movimiento de una gran rata gris. Había escapado de la bodega y se estaba acercando al pie de Paula.


—Ni se te ocurra moverte. Al menor movimiento, te mato.


Pero Paula negó con la cabeza, justo en el instante en que la rata trepaba a su pie.


—Lo dudo, Abigail.


Lanzó una patada y la rata salió volando hasta caer en la cara de Abigail. Pedro se lanzó delante de Paula justo en el instante en que la mujer hacía fuego. Por suerte no pudo apuntar bien, ocupada como estaba en quitarse el animal de encima. La bala se estrelló en la puerta de la bodega.


Abigail soltó la pistola, que se apresuró a recoger Paula. Levantándose de un salto, le apuntó a la cabeza. Para entonces la rata ya la había soltado y se alejaba corriendo.


—Esta es mi chica —pronunció Pedro, admirado.


—Yo no soy una asesina… Pero si no quieres que apriete ahora mismo el gatillo, será mejor que hables, y rápido. ¿Dónde está mi hija?


—Hay una niña pelirroja que se parece mucho a usted durmiendo en la parte trasera del coche que está aparcado más abajo.


Los tres se volvieron al escuchar la voz.


—Ya era hora de que vinieras, Bob.


—¿Ha visto a Kiara? ¿Se encuentra bien?


Paula le entregó el arma a Pedro antes de salir corriendo hacia el coche.


—Déjala —le dijo Bob a Pedro al ver que se disponía a seguirla—. He revisado el pulso de la niña. Se encuentra perfectamente, sólo está dormida. Además, los refuerzos ya están llegando.


Pedro distinguió las luces entre los árboles.


—Parece que has estado muy ocupado por aquí… —comentó su antiguo jefe en tono de broma, mientras sacaba sus esposas.


—He tenido algunos problemas con las ratas. Ésta que camina a dos patas es culpable del asesinato de un juez y de un número indefinido de niños. No sé qué más ha hecho, pero ya con esto basta para que se pase el resto de su vida en la cárcel.


—Su amigo el sheriff probablemente le hará compañía durante unos cuantos años.


—Si es que lo encuentras…


—Me llamó justo después que tú. Está arrepentido y dispuesto a contarlo todo a cambio de una sentencia más benévola. Mira, ahí llega Bilks. Anda, vete de aquí, que ya nos ocupamos nosotros… —le sugirió, mientras esposaba a Abigail.


La mujer soltó una retahíla de insultos.


—Toda tuya —pronunció Pedro antes de alejarse.





ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 63




—Espera un momento. He vuelto a oír ese ruido —dijo Jesica—. Y no es una rata.


—Yo también lo he oído. Viene de aquella pared.


—Es un bebé. Un bebé fantasma.


—Tomémonos de las manos —dijo Paula.


Se tomaron de las manos, pero el bebé seguía llorando. Y no parecía ningún fantasma.


—Es un bebé de verdad.


—Tengo miedo. Quiero volver a mi habitación.


—Tomémonos de las manos con fuerza —insistió Paula—. Con mucha fuerza, formando un círculo. Los fantasmas no pueden romper un círculo de amigas.


Los recuerdos volvieron, tan claros como si todo aquello estuviera sucediendo en aquel preciso instante. Jesica y Daphne estaban a su lado. 


Las tres habían bajado al sótano después de que se apagaran las luces, y había sido justo en aquel momento cuando oyeron el llanto del bebé fantasma. Si lo hubiera recordado antes, tanto Pedro como ella habrían buscado a sus amigas para preguntarles al respecto…


Pero aún recordó más. Jesica y Daphne no habían visto la procesión. Eso había ocurrido otra noche…


—Es nuestra última noche juntas —dijo Jesica—. No quiero marcharme. No quiero irme a una casa de acogida. Quiero quedarme con vosotras.


—No puedes quedarte conmigo —objetó Daphne—. Yo no estaré aquí. Ellos no quieren que siga. Me iré a la Casa de las Niñas de la Gracia, que no sé dónde está. Allí probablemente me odiarán. No tendré amigas.


—Y yo me marcharé de aquí —terció Paula—. Me fugaré.


—No lo hagas, Paula. Te agarrarán y te lo harán pasar muy mal. Prométeme que no lo harás.


—Yo no les tengo miedo a esas viejas guardianas. No le tengo miedo a nada.


—Pero tenías miedo aquella noche, cuando oíste llorar al bebé fantasma —le recordó Jesica.


—Pero no huyó —apuntó Daphne—. Consiguió que nos quedáramos allí y nos tomáramos de las manos, y tenía razón. Nada puede romper un círculo de amigas. Prometamos ahora mismo ser amigas para siempre.


—¡Atención, oigo algo! —exclamó Daphne—. Y no es un bebé fantasma.


Paula escuchó unas voces hablando por lo bajo, y el paso de una rata correteando por el suelo.


—Son fantasmas. Sé que son fantasmas. Vienen a por nosotras porque hemos infringido las reglas…


—Yo me vuelvo —dijo Daphne—. Yo no soy tan valiente como tú, Paula. Tengo miedo.


—Vuelve con nosotras —le suplicó Jessica—. ¡Vuelve con nosotras!


Pero Paula no se movió. Se quedó donde estaba, viendo alejarse a sus amigas. Porque sus amigas se marcharían, dejándola atrás. 


Porque ella tendría que quedarse en Meyers Bickham.


No le importaban los fantasmas. No le importaba que se la llevaran. Cualquier cosa sería mejor que quedarse en Meyers Bickham sin sus amigas. Cualquier cosa sería mejor que quedarse tan horriblemente sola… Otra vez.


Aunque ya estaba sola. Y los fantasmas se estaban acercando. En fila de a uno. Tres parecían llevar su ropa para lavar, aunque eso era absurdo. Se quedó allí, agazapada entre las sombras, observando, esperando a que la agarrasen y le hiciesen lo que solían hacer a los vivos cuando los sorprendían en su mundo.


Una rata le rozó un pie y la ahuyentó de una patada. Uno de los fantasmas se volvió hacia ella y la enfocó con su linterna. La habían visto. 


Ahora sí que se la iban a llevar.


Corrió sin detenerse hasta que subió las escaleras y se encontró de nuevo en su cama. 


Pero era demasiado tarde. Los fantasmas la habían visto y un día volverían a por ella… Para arrastrarla para siempre a aquel frío y oscuro sótano. Aquel día había llegado.



****

—Sacadla de allí —ordenó Abigail—. A Paula le tengo reservado un destino mucho mejor.


Uno de los hombres bajó por la pendiente y la obligó a subir a empujones.


—Así que eras tú… —pronunció Paula, acercándose a ella—. Tú me descubriste aquella noche y luego me convenciste de que todo había sido una pesadilla.


—Debiste haber dejado el asunto tal cual, Paula. Lo único que tenías que hacer era callar.


—No te saldrás con la tuya. Pedro Alfonso te descubrirá. Él te las hará pagar todas juntas.


—Eso es lo mejor de todo, Paula. Él también morirá. Nicolas Wesley se encargará de él.


Paula tropezó con un ladrillo suelto y cayó de rodillas. Abigail se cernía sobre ella, con una pistola plateada en la mano. Sus sicarios también iban armados. El falso policía se acercó a ella y le puso el cañón de su arma en la nuca. Iban a asesinarla, a no ser que encontrara alguna forma de escapar. Eran tres contra uno. 


Tenía todas las apuestas en contra.


De repente, el haz de una linterna enfocó la puerta de una antigua bodega tradicionalmente utilizada como almacén, colina arriba. Ya la conocía. Era negra como la noche y olía a tierra putrefacta. Si la encerraban allí, tardaría días en morir. Sin comida, ni agua, sólo… Grandes ratas grises.


Se abalanzarían sobre ella. Le morderían, le arrancarían la carne… Y agonizaría durante días, llorando, llorando…


De repente fue como si todo se aclarara de golpe.


—No había un bebé fantasma llorando detrás de aquellos muros, ¿verdad, Abigail? Era un bebé… Emparedado vivo.


Y ahora iban a matarla a ella de la misma manera. Nunca volvería a ver a Kiara. Ni a Pedro. Jamás llegaría a confesarle que lo amaba.


—Abrid la puerta —ordenó Abigail.


Uno de sus ayudantes así lo hizo, mientras el otro empujaba a Paula escalones abajo. Cuando las enfocó con la linterna, las ratas se apartaron, corriendo en círculos.


Sin duda alguna Abigail las había colocado allí como castigo. Pedro había tenido razón todo el tiempo. Aquel asunto había sido mucho más que un problema de desvío de dinero público y tumbas anónimas.


—Tú no solamente enterraste a esos niños, Abigail. Los asesinaste. ¿Qué clase de monstruo repugnante eres?


—Yo no los maté. Simplemente los dejé morir. Era lo mejor para ellos.


—¿Cómo puedes decir eso? Tú eres médico.


—Tú precisamente deberías comprenderlo mejor que nadie, Paula. Estaban condenados. Nadie quería adoptarlos. Nadie los quería.


—Tampoco nadie me quería a mí, Abigail. Pero yo quería vivir.


—Nadie nos quería a los dos, cierto, pero ni tú ni yo estábamos condenadas. No teníamos lesiones, ni minusvalías. Pero ahora nada de eso importa. Baja esos escalones, Paula. Tu tumba está esperando. ¿O prefieres que te metamos a la fuerza?


—A Kiara no le hagas nada, Abigail, te lo suplico. Ella no sabe nada que pueda perjudicarte, así que no le hagas nada… Por favor, no le hagas nada…


—Baja los escalones.


No tuvo tiempo de dar ni un paso, porque la arrojaron a la bodega de un violento empujón. 


Las ratas empezaron a rondarla. No tardarían en saltar sobre ella, acosándola…


Sintió la primera mordedura en una pierna.


Y chilló. Chilló tan alto que apenas oyó el estruendo de la puerta al cerrarse, dejándola en la más absoluta oscuridad.


Pedro la encontraría. Estaba seguro de ello. Nicolas Wesley no acabaría con él. La encontraría, desde luego… Sólo que para entonces ya sería demasiado tarde.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 62




Paula abrió los ojos intentando eludir la niebla que aturdía su cerebro. Al final su vista se aclaró lo suficiente como para descubrir que se encontraba en el asiento trasero de un coche de cuatro puertas. Tenía los pies y las manos atados con lo que parecía esparadrapo.


—¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está Kiara? —preguntó con la boca pastosa, como si estuviera mascando algodón.


—Tu hija está bien, Paula. Se encuentra en buenas manos.


—¿Por qué me hacen esto?


—Nosotros sólo cumplimos órdenes.


—Usted no es policía, ¿verdad?


—Puedo ser lo que necesite ser en cada, momento —el hombre se quitó la gorra y se arrancó una peluca de color castaño. Era rubio—. Y agente del FBI también.


—Pero usted no es el hombre que fue a buscarme a la cabaña…


—Claro que sí —lo siguiente que se quitó fue las cejas. No era un maquillaje muy elaborado, pero sí convincente—. Para ti puedo ser el agente Romeo Trotter, si quieres. Por supuesto, también entonces iba un poco maquillado.


El conductor la miró por el espejo retrovisor. Era el enfermero del hospital. Los mismos hombres que habían ido a visitarla a la cabaña. Debió haberlo adivinado, pero todo era tan extraño, y tan grotesco…


La niebla se abatió de nuevo sobre ella, y se recostó en su asiento. Era el efecto de la inyección. Tenía que combatirlo, que resistirse.


—¿Cómo sabían que esta tarde iba a estar en el hospital?


—No podemos develarte nuestros secretos —respondió el falso enfermero—. Pero tú misma nos lo pusiste fácil. Esperábamos sorprenderos a los tres cuando volvierais a tu furgoneta. Pero te arrojaste directamente en nuestros brazos.


—Desde luego —añadió el otro—. Por cierto, qué niña tan bonita y simpática que tienes. Es una lástima que no puedas vivir lo suficiente para verla crecer.


Si Paula hubiera podido, le habría golpeado en la cabeza con los pies, pero era como si sus miembros se hubieran vuelto pesados como el cemento. Además, se estaba mareando.


—Paren el coche. Voy a vomitar.


—No nos vas a engañar con ese truco tan viejo, corazón.


De repente dejó de oír. Se estaba alejando.


Estaba hundiéndose de nuevo en aquel frío y oscuro sótano.



****

Pedro condujo sin cesar por Columbus, recorriendo callejones, aparcamientos de moteles, explorando los barrios bajos. No estaba solo. Lo acompañaban en la tarea policías y agentes del FBI, y no solamente en Columbus, sino en toda Georgia y en los estados vecinos. Y sin embargo, nadie había visto la furgoneta de Paula.


Se había detenido en una zona desierta, detrás de un viejo edificio abandonado, cuando sonó su móvil. Pulsó el botón de llamada, rezando para que fuera ella.


Pedro Alfonso.


—Macos Billings, de la policía del estado.


Por su tono, comprendió que no eran buenas noticias.


—¿Han encontrado a Paula y a Kiara?


—No, pero hemos localizado la furgoneta, y un…


—Dígalo de una vez.


—Un zapato de niña al lado de la puerta. Hay muchas huellas dactilares. Unas son de la mujer. Y rodadas de neumáticos pertenecientes a otros dos coches.


—¿Dónde?


—Al fondo del aparcamiento de un centro comercial, al norte de Atlanta.


—Quiero la localización exacta —Pedro apuntó la dirección, aunque sabía que era una pérdida de tiempo. Tardaría bastante en llegar. Habían transcurrido ya dos horas desde su desaparición. A esas alturas, podían estar en cualquier parte. Vivas o…


No. Si empezaba a pensar así, terminaría rindiéndose. Y dejándose morir. Había pasado poco más de una semana y no podía concebir su vida sin Paula. Aceleró y se dirigió hacia el Norte. Necesitaba una pista. 


Desesperadamente.



****

Paula se vio impulsada hacia delante cuando el vehículo frenó de golpe. Seguía aturdida por el efecto de la droga y no tenía la menor idea de dónde se encontraban. De repente se abrió la puerta trasera y entró una ráfaga de aire frío y húmedo.


—Me alegro de verte otra vez, Paula.


—¡Doctora Harrington!


—¿Sorprendida de verme?


—No lo entiendo.


—¡Oh, vamos, Paula! Después de las investigaciones que has estado haciendo con Pedro Alfonso, ya deberías saberlo todo sobre mí.


—Pues no. ¿Por qué? ¿Qué es lo que le he hecho yo a usted?


—No me has dejado otro remedio.


Una pesadilla. Aquello era una pesadilla. Se dijo que se despertaría al cabo de unos minutos, en la cómoda casa de Pedro… Pero no.


—Quitadle la cinta de manos y pies —ordenó Abigail—. Si intenta algo, disparadle sin miramientos.


—¿Dónde está mi hija?


—A salvo, por ahora. No tengo motivos para hacerle daño alguno.


—¿Tiene miedo? ¿Está llorando?


—Está durmiendo.


—La han drogado.


—¿Preferirías que estuviera llorando por ti? ¿Qué clase de madre eres, Paula Chaves?


Paula intentó propinar una patada al hombre que le estaba arrancando la cinta de los pies, pero sus músculos se negaron a cooperar.


—No nos pongas las cosas más difíciles, Paula.
Intentó luchar contra la niebla que la envolvía. 


Las cosas que la rodeaban parecían hincharse y encogerse, cambiar de forma y de tamaño, incluso de color. Los dos hombres la estaban arrastrando por una colina rocosa pendiente abajo. La luna estaba llena. Un enorme círculo de plata que se iba agrandando cada vez más.


El haz de una linterna bailaba frente a sus ojos, iluminando agujeros en el suelo. Fue entonces cuando vio el orfanato. La vieja iglesia. Las grandes dobles puertas que parecían tragársela cada vez que entraba. La aguja del campanario que apuntaba al cielo cuando el infierno se hallaba justo debajo, en el sótano infestado de ratas.


Pero el orfanato se desvaneció tan rápidamente como había aparecido, sustituido por un profundo agujero en el suelo rodeado de escombros.


—Éste es tu sótano, Paula. Todavía lleno de ratas. Ratas muy hambrientas…


Alguien la empujó y Paula bajó unos metros por la pendiente, tambaleándose. De pronto volvió a ser una niña de diez años, sola y asustada, temerosa de la oscuridad…