lunes, 19 de marzo de 2018

CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 11





Paula pudo preparar el almuerzo sin pensar en Pedro, hasta el miércoles por la mañana. Cuando abrió el armario y se dio cuenta de que no tenía qué ponerse.


O al menos nada apropiado para pasar la noche en un club nocturno.


¿Cómo serían sus amigos?, se preguntó.


¿Se sentaría al lado de alguna rubia explosiva llena de silicona?


¿Tendría que soportar a algún viejo verde productor de cine invitándola a un casting privado?


No era justo. No tenía que estereotipar a gente que no conocía.


Al fin y al cabo, si a ella le hubieran hablado del dueño de un club nocturno, nunca se hubiera imaginado a un hombre como Pedro. Tan agradable y… dulce.


Así que tal vez las cosas no fueran como parecían. Al menos, en relación a Pedro.


Pero no podía decirle la verdad. Porque tal vez entonces no se interesara por ella, ni quisiera compartir su tiempo con ella.


A ella le gustaba estar con él, y tener la oportunidad de poder volver a verlo.


Se estremecía al pensar que había estado con él tan íntimamente, aunque sólo fuera físicamente.


Pero esperaba conocerlo más a otro nivel.


Lo que quería decir que tenía que ir nuevamente a la boutique a comprar algo apropiado para ir a la fiesta.


Fue a la tienda directamente del trabajo y pasó dos horas probándose vestidos de fiesta de todos los colores. Cuando salió del probador por centésima vez, la dueña de la boutique la aplaudió y le dijo:
—Oh, muy guapa. Ése es.


Latifa, la mujer negra que la había ayudado a escoger el atuendo de la noche del club y algunas otras prendas, se acercó a Paula y le alisó el vestido.


Era un vestido rojo, con la falda hasta medio muslo, que marcaba sus formas, y no tenía tirantes. El cuerpo tenía un trabajo de filigrana. Una chaqueta corta de manga larga hacía juego con él.


Se miró al espejo y pensó que se parecía a una modelo de catálogo. No recordaba haber usado nada tan femenino en su vida.


El precio que tenía la etiqueta casi la hace caer redonda, pero respiró profundamente e intentó calcular mentalmente si podía comprárselo o no.


Tal vez si trabajaba algunas horas extras en la biblioteca y comía bocadillos de mantequilla de cacahuete a la hora del almuerzo…


—¿Está segura de que el color es el adecuado para una fiesta de noche? —preguntó Paula.


Latifa sonrió y se apartó, poniendo los brazos en jarras.


—Los hombres podrían ir al infierno por sus malos pensamientos al verte, pero eso no es problema tuyo.


El tono hacía resaltar el color de sus ojos y su cabello. Y además realzaba sus curvas, pensó Paula.


Daba la impresión de tener un tamaño de pechos normal por una vez en su vida.


Por un lado el atuendo le parecía demasiado atrevido. 


Pero… ¿No era lo que buscaba? El día que había estado con Pedro también había llevado ropa demasiado atrevida y había aparecido él sin ni siquiera proponérselo.


Además, la mujer del vestido rojo que veía en el espejo, era exactamente la que Pedro esperaba.


—Espero que tenga razón —dijo Paula.


—Oh, querida, tengo razón. En cuanto te vea ese hombre tuyo, va a tener que hacer un esfuerzo para no decirte nada.


—Él no es mi hombre —la corrigió Paula, bajando la mirada.


—Todavía, no, quieres decir. Pero ven mañana y dile a la señorita Latifa si no ha cambiado eso.


La sonrisa de la mujer era contagiosa, ¡y estaba tan segura de que aquél era «el vestido»!


—De acuerdo —dijo Paula—. Pero también necesitaré zapatos y accesorios… Acepta tarjeta de crédito, ¿verdad?



CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 10




Sentado en un banco, Pedro observó a Marcos, su mejor amigo, levantar un peso de cincuenta kilos.


—No puedo creer que me lo estés haciendo pasar tan mal. ¿Qué problema hay en meter a Lucia en el coche y llevarla al club?


—¡Eh, oye! ¡Hablas de mi esposa como si se tratase de una cabeza de ganado! No es tan grande, y además, a mí me parece que está muy bien…


—No lo he dicho en ese sentido. Por supuesto que está muy bien. Parece que se hubiera tragado una pelota de baloncesto, pero eso es mejor que haberse tragado varias.


Con un gruñido, Marcos levantó las pesas una vez más, y luego Pedro lo ayudó a ponerlas en su sitio.


—No te entiendo —dijo Marcos luego—. Te burlas del embarazo de Lucia, y de vernos juntos tan felices, pero luego vienes a pedirme un favor para impresionar a una mujer. Una mujer que, si no me equivoco, te ha hecho pensar en el matrimonio y la familia.


—He estado casado —respondió Pedro—. Y no funcionó.


—Eso fue porque Susana era una lagarta y quería tu dinero. Ahora eres mayor y tienes más experiencia —su amigo lo miró con ironía—. O así debería ser. Aunque no se nota teniendo en cuenta a los pimpollos de cabeza hueca que te llevas a tu casa.


Pedro apretó los puños. Si Marcos no hubiera sido su mejor amigo, le habría dado un puñetazo.


—¿Qué quieres decir?


—Que es la primera vez que nos invitas a cenar a Lucia y a mí para que conozcamos a una de tus chicas. De hecho, salvo cuando te haces el playboy y alardeas de tu última conquista de una noche, casi nunca sueles hablar de las mujeres que te interesan.


Marcos achicó los ojos y siguió:
—Y ahora, de repente, quieres preparar esta cena en el Hot Spot, y que Lucia y yo estemos contigo. ¿Por qué? ¿Tanto te gusta esta chica? ¿O quieres quitártela de encima y necesitas a mi esposa para que la exprima? —Marcos sonrió.


Pedro no pudo evitar sonreír en respuesta.


—No quiero quitarme a ésta de encima. Y quisiera que mantuvieras controlada a Lucia, si puedes.


—¡Eh! Lucia tiene ideas propias. Yo sólo la acompaño —dijo encogiéndose de hombros—. Entonces, supongo que ésta te gusta, ¿eh?


Pedro sintió una punzada de temor en el estómago. No, todavía no estaba preparado para admitirlo. Pero había algo en Paula…


Recordó el aspecto que tenía cuando la había dejado en la acera el día anterior. Le había dicho docenas de veces que no tenía que molestarse en buscar un aparcamiento o acompañarla hasta su apartamento.


Él había comprendido la indirecta. Pero la había observado alejarse. Habría tenido que ser un santo para no fijarse en sus vaqueros blancos apretados contra su trasero. Y él no era un santo.


También se había dado cuenta de cómo se había dado la vuelta varias veces, como si esperase que él ya no estuviera allí.


—Yo no diría tanto —le dijo a su amigo—. Pero me gustaría conocerla mejor, que es por lo que necesito que Lucia y tú vengáis el miércoles por la noche. Le caeréis bien. Y estoy seguro de que a vosotros os gustará ella también. No tendrás que preocuparte por nada. Ya he pedido un servicio de catering. Está todo arreglado.


Marcos se puso de pie y se dirigió a la ducha.


—Hablaré con Lucia, pero no te prometo nada.


—Genial. Gracias. Dile a Lucia que se lo agradeceré siempre. Y que le debo una, si acepta. Quizás pueda cuidar al gato la próxima vez que os vayáis fuera.


—Quizás puedas cuidar al niño.


Pedro puso cara de incomodidad. Le costaba imaginarse con un niño chillón, rodeado de pañales y biberones, y los hombros cubiertos de las babitas del niño.


—Si ése es el precio, supongo que tendré que hacerlo, a condición de que confiéis en mí para que cuide de vuestro hijo.


Marcos se detuvo a medio camino de las duchas y miró a Pedro.


—Sí, tienes razón. Ya lo pensaremos. Seguro que encontramos algo que puedas hacer. Ah, y si vamos el miércoles por la noche, prepara un poco de remolacha casera.


—¿Remolacha?


—Es el último antojo de Lucia. Si no hay, es capaz de morderte.


—Remolacha… —pensó Pedro en voz alta, y se rascó la mejilla—. De acuerdo. Le diré al servicio de catering que traiga remolacha.




CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 9




Pedro la llevó a la Taberna de Martin. Allí estaban comiendo casi todos los empleados de las oficinas de Georgetown, así que el local estaba lleno. Pero la comida era muy buena y en diez minutos la gente iría menguando.


Cuando la camarera les ofreció un sitio, Pedro le pidió una mesa donde pudieran tener un poco de intimidad. Siguieron a la mujer hasta un reservado. Una lámpara de color verde claro colgaba del techo e iluminaba la mesa de madera oscura. La luz del día que entraba por las ventanas no iluminaba la parte trasera de la taberna.


A los pocos minutos, un camarero muy joven fue a tomarles nota de las bebidas. Luego los dejó solos para que mirasen la carta.


Pedro miró a la mujer que tenía frente a él, inmersa en la lectura del menú. No podía creer que fuese Paula. Que la hubiera encontrado por sí mismo, así de repente, cuando hacía doce horas que había contratado a un detective para buscarla, le parecía increíble.


Tenía un aspecto diferente al de aquella noche en su apartamento, pero el cambio era positivo. Tenía el cabello con un peinado más natural, sin laca. Su ropa parecía más cómoda también; más acorde con su personalidad, al menos con la personalidad que le parecía atisbar. Aunque debía admitir que él tenía cierta debilidad por aquel diminuto vestido negro que había llevado el día de su cumpleaños.


Afortunadamente, sus ojos no habían cambiado. Eran del mismo color chocolate con leche que recordaba. Y su sonrisa seguía siendo la de una niña, aunque apenas la había visto sonreír desde que la había sorprendido al aparecer en la puerta de su apartamento hacía veinte minutos.


No sabía muy bien si tenía motivos lógicos para hacerlo, pero desde que la había vuelto a ver se sentía de buen humor y contento.


¿Qué diablos le pasaba? ¿Qué tenía de especial aquella mujer que parecía ocupar cada célula de su cerebro?


No era el tipo de mujer que solía gustarle. Sin embargo, su cara se le aparecía en la memoria desde que se levantaba hasta que se iba a dormir. Se pasaba el día pensando dónde estaría, quién era, qué estaría haciendo, y si la volvería a ver.


Ahora la tenía al otro lado de la mesa. Y no se le ocurría nada que decirle. Ni una sola de las preguntas que habían rondado su mente y sus entrañas desde hacía días. Se encontraba simplemente agradecido de haberla encontrado, y de que hubiera aceptado ir a comer con él.


Apareció el camarero y pidieron sándwiches variados. 


Cuando se fue el camarero bebieron té helado y charlaron sobre cosas intrascendentes hasta que llegó la comida.


—Tienes razón. La comida es deliciosa —dijo Paula probando el sándwich de pavo trinchado con pan integral. 


Una gota de mostaza le ensució la comisura de los labios y se la limpió con la servilleta.


Pedro miró su sándwich y las patatas fritas que lo acompañaban.


—Me alegro de que te guste.


Comieron en silencio hasta que Pedro no pudo resistirlo más. Jamás había sido tímido, y no comprendía por qué iba a empezar a serlo.


—Oye, Paula —dijo finalmente—. Hay algo que me he estado preguntando, así que voy a preguntártelo.


La vio ponerse pálida, mientras tragaba una patata que estaba masticando.


—La noche que estuvimos juntos, ¿por qué te fuiste por la mañana sin decirme nada? Quiero decir, vi tu nota, pero no hacía falta que huyeras de ese modo.


¿Y por qué diablos, por primera vez en su vida, le molestaba aquello?, se preguntó Pedro.


Paula abrió la boca para hablar, pero al parecer una patata se metió por el lugar equivocado, y tosió. Bebió un sorbo de té helado, respiró profundamente y lo miró.


Él había pensado que ella desviaría la vista. Pero lo sorprendió sosteniéndole la mirada.


—Supongo que me sentí incómoda, y pensé que sería más fácil para ambos si me iba antes de que te despertases. Es posible que no creas lo que voy a decirte, pero no tengo por costumbre irme a la cama con el primer hombre que se me cruza en el camino.


En aquel momento sí desvió la mirada. 


Pedro la vio hacer ochos con la uña pintada de color melocotón sobre el mantel.


—Te creo. De hecho, eso es algo que también me he estado preguntando, por qué te fuiste a mi casa conmigo, un desconocido, y me pediste que te hiciera el amor —Pedro hizo una pausa para beber un poco de té, antes de agregar algo que él sabía que era verdad pero que no sabía si ella quería que supiera—. Eso no es algo muy normal en alguien que no ha estado nunca con un hombre.


Si antes parecía incómoda, al oír aquello, no supo dónde meterse. El dedo que jugaba con el mantel dejó de moverse. 


Y ella cruzó las manos fuertemente encima de su regazo.


—¿Cómo te diste cuenta? —preguntó en una especie de susurro tenso.


—Hubo algunas pistas. Parecías un poco nerviosa al principio, y te llevó un rato animarte. Además tus músculos estaban más apretados de lo normal, y sentí cierta resistencia cuando entré dentro de ti completamente.


Paula se puso roja. Él se arrepintió de haberla puesto en una situación incómoda, y le palmeó el brazo.


—Lo siento. No he querido ponerte en una situación incómoda. Y no deberías sentirte así. El ser virgen no es una situación de la que debas avergonzarte.


—No me siento avergonzada —respondió ella.


Pero bajó la mirada y él intuyó que no decía la verdad.


—Bien. De hecho, es algo así como refrescante. Como dueño de un club estoy en contacto con muchas mujeres todos los días. E incluso me he acostado con algunas de ellas. Pero ya no me acuerdo cuándo fue la última vez que fui el primer amante de alguna… Si es que lo fui alguna vez.


Paula alzó la vista. Y Pedro vio sus ojos de Bambi llenos de angustia. Entonces le sonrió para hacerla sentir mejor.


—¿Puedes decirme, por lo menos, por qué?


—¿Por qué? —repitió ella.


—Por qué me elegiste, entre todos los hombres de Georgetown, y todos los lugares.


—¿Me creerías si te digo que fuiste un regalo de cumpleaños que me hice? —preguntó ella suavemente.


Pedro se quedó mirándola un momento, tratando de asimilar lo que ella acababa de decirle. Él sabía que ese día había sido su cumpleaños. Pero no se había dado cuenta de que él había sido su mayor regalo.


¿Se debería sentir utilizado o halagado? No lo sabía. Pero suponía que no podía estar muy enfadado, teniendo en cuenta el regalo que ella le había hecho aquella noche.



—¿Estás enfadado conmigo?


Pedro agitó la cabeza automáticamente. Sentía muchas cosas. Pero no estaba enfadado.


—No, no estoy enfadado.


Tenía una corriente de emociones mezcladas en su interior, y recordaba muchos proverbios que podrían haber descrito su situación, pero no estaba enfadado.


Sí, él había vivido mucho tiempo frívolamente, libremente. Y ahora aquella mujer aparecía para revolverle todo y hacerle dudar de toda su existencia.


Pero en lugar de hacerlo sentir mejor, la admisión de Paula sólo dio lugar a más preguntas.


—¿Te molesta si te pregunto cuántos años cumpliste?


No parecía tener más de veinticinco años, pero él no era muy bueno calculando la edad de la gente.


—O tal vez debiera preguntarte cómo es que una joven hermosa y cautivadora como tú ha podido evitar irse a la cama con un hombre durante tanto tiempo, al margen de la edad que tengas. Yo pensaría que perdiste la virginidad en la adolescencia, quizás en el asiento de atrás de un viejo coche, con el capitán de un equipo de fútbol. O en un baile del instituto con algún chico con el que salieras, a pesar de ser muy joven.


Paula casi se atraganta al oír las suposiciones tan equivocadas de Pedro.


Le resultaba difícil estar allí hablando con Pedro sobre lo que habían hecho aquella noche, y más aún hablar sobre el tema de su virginidad como quien habla del tiempo. U oírlo hablar de su éxito en la época del instituto como para haber tenido un novio… Y que con éste además hubiera hecho…


La verdad era que el capitán del equipo de fútbol no había sabido ni siquiera que ella existía, como para haber estado interesado en llevarla al asiento de atrás de un viejo coche. 


Y no había habido bailes de instituto para ella. Sólo noches en su casa, leyendo, estudiando, como de costumbre.


La mayoría de su promoción ni siquiera recordaría su nombre. Como mucho, algunos recordarían a una chica delgada y desgarbada de pelo castaño y grandes gafas. 


Pero de todas formas, todos habían estado demasiado ocupados con su vida social como para acordarse de ella.


No se parecía en nada a la persona que evidentemente él creía que era. Y ni la ropa nueva ni el peinado iba a poder cambiarla.


La cuestión era cómo iba a poder decirle que se había acostado con un absoluto fraude, sin estropear el excitante recuerdo de una noche de diversión.


—He crecido en un ambiente muy protector —dijo ella—. Y después de eso, supongo que he sido un poco… melindrosa.


—Melindrosa —repitió él, como si tratase de discernir el verdadero significado de aquella palabra—. Y no obstante fuiste a mi club un viernes por la noche y decidiste irte con el primer hombre que encontrases.


Ella tragó saliva.


—Técnicamente, tú fuiste el segundo hombre que encontré.


Pedro alzó una ceja, y a ella le pareció ver un brillo oscuro de humor en sus ojos.


—Supongo que tienes razón. Y deberías estar contenta de no haberte ido con ese primer hombre. Va al Hot Spot todas las noches, a ligar con mujeres a las que sorprende desprevenidas, al parecer.


—¿Y tú no?


Pedro sonrió.


—Yo soy el dueño del bar. Tengo que estar allí. Además, las mujeres ligan más conmigo de lo que ligo yo con ellas.


Ella no lo dudaba. Pedro era el hombre más atractivo que había conocido.


El más atractivo que había habido en el bar aquella noche. Incluso en aquel momento, ella no creía que hubiera otro hombre tan apuesto como él en todo el restaurante. Tenía un aura de seguridad, una forma de conducirse que seguramente atraería a las mujeres como moscas.


—Pero eso no responde a mi pregunta, ¿no? —dijo él—. ¿Por qué yo? ¿Por qué después de veintitantos años, te despiertas un día y decides irte a la cama con un extraño?


Paula sintió una punzada de pánico en el estómago. Se acomodó, incómoda, en el asiento. «Veintitantos años», pensó.


—¿Y eso qué importa? —preguntó Paula con un tono levemente irritado—. ¿Les haces tantas preguntas a todas las mujeres con las que te acuestas o yo estoy recibiendo un trato especial?


Pedro la miró un momento. El corazón de Paula estaba acelerado. Lo miró deseando que no se ofendiera y se marchase.


Pedro le gustaba tanto… Pero era un lío volver a verlo. Y todo porque tenía pánico de confesarle que normalmente ella usaba algodón y no lycra, se cepillaba el cabello en lugar de usar laca para que le quedara voluminoso, y no iba a clubes nocturnos.


—Tienes razón —dijo él finalmente—. No es asunto mío con quién te acuestas y por qué… Si es la primera vez o la centésima. Aunque me alegro de no haber sido tu número cuatrocientos —sonrió.


—¿Con cuántas mujeres has estado? —preguntó Paula antes de que pudiera reprimirse—. Lo siento —se disculpó enseguida—. No he debido preguntarte eso…


—¡Eh!, no es una pregunta peor que las que yo te estaba haciendo.


Pedro se quedó callado un momento, removiendo el té distraídamente, derritiendo terrones de azúcar.


—Supongo que lo mejor en este caso es ser sincero y decir que no tengo ni idea. Sé que no suena muy bien, y que no da una buena imagen de mí, pero es la verdad.


—¿Tantas?


Él se encogió de hombros.


—Soy dueño de un club nocturno muy popular donde acuden muchas mujeres hermosas y solteras a pasar un buen rato, y yo nunca me he considerado un monje. Pero lo curioso es… —Pedro hizo una pausa y repiqueteó con los dedos sobre la mesa. Luego la miró con los ojos borrosos y gesto serio y agregó—: Que fui absolutamente fiel a mi esposa. Desde que empezamos a salir, jamás miré a otra mujer.


Paula se quedó con la boca abierta. De todas las cosas que había imaginado de Pedro, la de que había estado casado no se le había ocurrido en absoluto. Se habría sorprendido menos de saber que usaba ropa interior femenina.


—¿Estuviste casado?


—Casi cinco años —asintió él.


—¿Qué sucedió?


—Ella se casó por mi dinero —respondió Pedro con amargura—. O más bien, por el dinero de mi familia. Por supuesto, yo no lo supe hasta que decidí abrirme camino solo poniendo un club nocturno. Cuando la situación económica se hizo más precaria y yo no tuve el dinero de mi familia para que ella mantuviera el estilo de vida al que se había acostumbrado, se divorció de mí y fue en busca de un mejor partido.


Pedro se llevó el té a los labios antes de continuar:
—Ella se lo perdió. El club fue un éxito, y ahora es un negocio muy próspero. Tanto, que estoy buscando otro local.


—Te felicito. Debes estar orgulloso de ti. Hacerlo todo tú solo, aunque tus padres sean ricos…


—Gracias. Lo estoy.


Se notaba que todavía estaba herido por la traición de su exmujer. Paula lo había notado en su voz y en su expresión.


—Probablemente esté un poco fuera de lugar que te lo diga, pero también deberías estar contento de que tu esposa te haya dejado cuando lo hizo. Habría sido terrible estar casado con alguien a quien sólo le interesaba tu dinero, y enterarte cuando fuese demasiado tarde.


Pedro pestañeó y reflexionó sobre sus palabras.


—Nunca lo he pensado de ese modo —murmuró—. Supongo que tienes razón.


Paula bajó la mirada, y jugó con el tenedor revolviendo unas patatas en su plato.


—¿Y qué me dices de ti? —preguntó él—. ¿No te impresiona mi dinero y mi éxito?


—Por supuesto —respondió ella inmediatamente—. Pienso que es maravilloso que hayas tenido un sueño y que hayas intentado hacerlo realidad, aunque haya supuesto dejar la seguridad que te daba tu familia.


Pedro achicó los ojos y dijo:
—Me refiero a mi dinero. ¿No te ha hecho querer coquetear conmigo, ligar conmigo y ver si puedes sacarme algunas joyas, o quizás un coche deportivo, antes de que nos vayamos cada uno por su lado?


Paula apretó los labios, disgustada.


—No sé qué tipo de mujeres estás acostumbrado a tratar en ese club tuyo, pero yo no estoy interesada en tu dinero. Tú has venido a mi apartamento hoy, ¿no lo recuerdas? Si no lo hubieras hecho, probablemente no habríamos vuelto a vernos nunca. Yo tengo un sueldo aceptable, y no necesito que nadie me mantenga. Ciertamente, no necesito a un hombre para que me compre cosas. Si hay algo que quiero, o me lo compro yo misma o me arreglo sin ello.


Después de su ferviente discurso, Pedro se echó hacia atrás y se rio.


Al principio ella creyó que se reía irónicamente. Pero al ver que se seguía riendo, se dio cuenta de que realmente le hacía gracia.


La gente se dio la vuelta a mirarlos para ver qué era lo que le causaba tanta gracia. Pero en lugar de sentirse incómoda por que los mirasen, Paula se alegró de que Pedro se estuviera divirtiendo.


No debía de haber sido fácil aceptar que la mujer con la que se había casado y a la que amaba, la mujer que pensaba que lo amaba también, sólo estaba interesada en el dinero de su familia y todo lo que podía comprarse con él.


—¿Sabes una cosa, Paula? —dijo Pedro cuando dejó de reírse.


—¿Qué?


—Me alegro de que me eligieras como regalo de cumpleaños.


Paula se sintió encantada de oír aquello. Y una oleada de deseo se apoderó de ella, poniéndole la piel de gallina. Y aflojándole las piernas.


Ella también se alegraba, pero no iba a confesarle cuánto.


El camarero volvió a retirar los platos y les ofreció un postre. 


Paula no quiso postre, pero Pedro pidió tarta de limón y una taza de café.


—¿Me harías un favor? —preguntó Pedro mientras esperaba el postre.


Ella lo miró.


—¿Qué clase de favor? —preguntó.


—Voy a dar una pequeña fiesta la semana que viene en el club, y me gustaría que vinieses.


—No creo que sea buena idea —respondió ella, después de pensarlo un momento.


—Por favor… No te sentirás fuera de lugar, te lo prometo. Mi mejor amigo y su esposa van a venir ese día. Necesito que estés conmigo para amortiguar los golpes. Los quiero como si fueran de mi familia, pero desde que se han casado, cada vez que nos vemos, Lucia intenta convencerme de que busque una relación seria. Antes de descorchar el vino incluso, se pone a darme sermones. Y me habla de todas las mujeres solteras que conoce, para ver si pico. Si estoy con una chica, me dejará un poco tranquilo.


—Déjame que lo adivine. Te dejará en paz, pero piensa que tal vez crea que yo puedo ser «la relación seria», y que es posible que se pase la noche haciendo preguntas para ver cuáles han sido mis métodos para lograr que cambies.


Pedro sonrió y empezó a probar el trozo de tarta en cuanto el camarero lo puso en la mesa.


—Tienes razón. Lucia es como un bulldog en esos temas. Pero yo te protegeré y no dejaré que te interrogue demasiado. Si la convenzo de que tú sólo eres la chica de este mes, y Marcos está de mi parte, es posible que impidamos que Lucia se entusiasme demasiado.


—¿Es eso lo que soy, entonces? —preguntó Paula—. ¿La chica de este mes?


Pedro comió el último bocado de tarta y dejó el tenedor sobre la mesa cuidadosamente. Luego la miró.


—No, en realidad, me gustaría pensar que nos estamos haciendo amigos.


Con un suspiro, Paula se echó hacia atrás en la silla y agitó la cabeza.


Hasta aquel día en que Pedro había ido a llamar a su puerta, su relación había sido una aventura de una noche, y ahora él pensaba que estaban entablando una amistad.


—Sé que es posible que me arrepienta de esto, pero… ¿a qué hora vendrás a buscarme?