sábado, 7 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 21




Paula había retrasado su llamada a Pedro hasta terminar el trabajo. Aunque no había sido más que una excusa, porque lo cierto era que le asustaba que él no quisiera hablar con ella, después de cómo le había hablado en el restaurante.


Tal vez, él había decidido que no necesitaba soportar a una mujer que dijera lo que pensaba.


Cuando, por fin, tomó el teléfono y lo llamó, estaba tan nerviosa que sentía náuseas.


–El señor Alfonso no ha venido hoy a la oficina – le informó su antipática secretaria.


–Bueno, si no está en la oficina, ¿puede decirme dónde encontrarlo? No responde al móvil.


–No, me temo que no.


–¡Pero es importante!


–Si el señor Alfonso hubiera querido que usted lo contactara, me habría dejado instrucciones, señorita Chaves. Solo puedo decirle que no quiere que nadie lo moleste hoy.


–Pero…


–Adiós, señorita Chaves.


Paula empezó a preocuparse. Solo de pensar que no iba a tener la oportunidad de arreglar las cosas con Pedro se le encogía el estómago. ¿Por qué había esperado tanto para llamarlo? ¿Y si él estaba de viaje de negocios y no volvía hasta días o semanas después?


Incapaz de sentarse, se fue a preparar té, tratando de pensar qué hacer. Justo cuando iba a darle un sorbo, se le ocurrió la respuesta. Sabía exactamente qué hacer.


Llena de determinación, se bebió el resto de la taza de té, agarró el abrigo y el bolso y apagó las luces. Después de cerrar la puerta de la tienda con llave, tomó un taxi y le pidió que la llevara a la estación


Mojada y salpicada por las olas en el turbulento viaje en barco, Paula se atusó el pelo y se subió las solapas del impermeable con dedos helados. Era imposible hablar con Ramon con el ruido del viento y el barco sobre las olas.


–Hoy el mar está embravecido, Paula. ¿Seguro que quieres cruzar? – le había advertido el barquero antes de partir.


–Si tú estás dispuesto a arriesgarte, yo también – había respondido ella– . Pero no quiero que lo hagas si de veras crees que es peligroso


–He surcado mares peores y vivo para contarlo – había respondido el muchacho con una sonrisa– . Pero lo que quieres decirle al señor Alfonso debe de ser muy importante si estás dispuesta a arriesgar la vida para hacerlo. ¿Sabe él que llegas?


Así que había acertado cuando su intuición le había dicho que Pedro estaría en la isla, se dijo Paula con un suspiro de alivio.


–No. Digamos que quiero darle una sorpresa.


–No creo que sea la clase de hombre al que le gusten las sorpresas, pero seguro que hará una excepción contigo. Es un hombre, a pesar de las mentiras que cuenta la prensa.


Tal y como había prometido, el barquero llevó a Paula a la isla sana y salva. Incluso esperó a que subiera el primer tramo más escarpado de la colina y se ofreció a volver a pasarse por allí esa tarde, «por si acaso».


Aunque estaba helada y calada hasta los huesos, Paula no se paró ni siquiera a pensar. Estaba demasiado nerviosa.


Al acercarse al singular edificio de cristal, una extraña sensación de bienvenida la invadió.


Mirándose a sí misma, deseó tener mejor aspecto. Pero eso poco importaba, siempre que Pedro se alegrara de verla. 


Porque, si no le gustaba la sorpresa…


Paula no quería ni pensarlo.


Al llegar a la entrada, llevó la mano al sensor y, para su alivio, la puerta se abrió. Cuando entró en el vestíbulo, la puerta automática volvió a cerrarse. ¿Cómo podía avisar a Pedro de que había llegado? ¿Debería llamarlo? ¿O entrar y buscarlo sin más?


Insegura, se quitó los zapatos y se dirigió hacia el salón. Al acercarse, la envolvió el tentador aroma del francés.


–Vaya, vaya, vaya. Mira lo que nos ha traído la marea.


Pedro estaba parado ante los ventanales. Despacio, se giró hacia ella. Sus ojos azules no mostraban ni un ápice de sorpresa, como si la hubiera estado esperando.


A Paula se le cayó el bolso del hombro, pero no se molestó en recogerlo.


–Es la segunda vez que me dices eso – observó ella, tiritando de frío.


–¿Ah, sí? – dijo él, acercándose con una sonrisa– . Tendré que buscarme nuevas frases.


–No pareces sorprendido. ¿Cómo sabías que iba a venir a buscarte?


–Algunas cosas son difíciles de explicar, pero dejemos eso para después. Ahora necesitas quitarte la ropa mojada y darte una ducha caliente.


–Sí… – admitió ella– . Pero ¿y tú, Pedro? ¿Qué necesitas tú?


–Lo que yo necesito es acompañarte – repuso él, gratamente sorprendido por su pregunta– . Si te parece bien.


En silencio, Paula asintió.


Cuando Pedro la rodeó con un brazo con gesto protector por la cintura, ella se dejó llevar al dormitorio, sintiéndose como en una nube.


El baño del dormitorio principal tenía el suelo de baldosas azules y espejos de cuerpo entero en todas las paredes. Pedro abrió el grifo del agua caliente y, al momento, todo se empañó de vapor perfumado.


Sin tener tiempo para pensar, Paula se entregó a lo que su cuerpo sentía y no opuso resistencia alguna cuando él se acercó para quitarle el impermeable.


Después, prenda por prenda, la fue desnudando, observándola con intensa concentración. Ella todavía temblaba, pero no era de frío.


Después de quitarle la ropa interior, la atrajo contra su cuerpo.


–Bésame – ordenó él.


Paula obedeció sin dudar. Sus bocas se unieron con pasión, convirtiéndose al instante en un fuego de urgencia y deseo. 


Mientras él la devoraba, ella le quitaba la ropa con ansiedad.


Cuando estuvo desnudo, Paula se paró un momento a contemplar su masculina belleza. Su poderosa erección delataba su estado de excitación. Apenas podía esperar para poseerla… y ella, tampoco.


–Hazme el amor en la ducha, por favor – susurró ella, lanzándole los brazos al cuello.


Pedro tomó un paquete de preservativos de los pantalones que estaban en el suelo y la levantó en el aire, haciendo que lo rodeara con los muslos por la cintura.


–No quiero que vuelvas a preocuparte por quedarte embarazada.


–¿Te sorprendería saber que consideré la posibilidad de no tomar la píldora del día después? – reconoció ella en voz baja.


–¿Por qué?


–Es mejor que lo hablemos después.


–Bien – susurró él– . Ahora solo quiero que pienses en el placer que voy a darte, cariño.


Pedro la derritió con otro beso incendiario y la llevó a la ducha caliente.


La primera vez, la penetró con fuerza y ella gritó de placer mientras el agua caía a raudales por su pelo y sus pechos. 


Enseguida, ella fue incapaz de contenerse y llegó al clímax entre sus brazos. Abrumada por la sensual marea que poseía su cuerpo, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas de alegría. Acto seguido, con un gemido gutural, su amante se quedó paralizado con el orgasmo.


Durante un rato, ambos se quedaron sin palabras. Luego, él la miró a los ojos y la colocó con cuidado sobre sus pies. Incluso en el vaho que los envolvía, Paula vio que sus ojos brillaban como nunca los había visto brillar antes.


–Llevamos media hora juntos, ángel mío, y todavía no te he dicho lo hermosa que eres.


Suspirando de satisfacción, Pedro la abrazó con fuerza y la besó en los labios con infinita ternura.


–Te prometo que voy a compensarte por eso, cariño. Para empezar, quiero que sepas que eres una mujer sexy y preciosa. No sé qué te ha traído a mí, pero estoy muy agradecido por ello.


Con una cálida sonrisa, ella le quitó un mechón mojado de pelo de la frente.


–No podría haberme mantenido apartada, Pedro. ¿Acaso no lo sabes?


Moviendo la cabeza, él la besó en la mano.


–Cuando me dejaste en el restaurante, después de decirme esas cosas, me quedé hundido – reconoció él– . Pero estaba furioso solo porque eras la única persona que se había atrevido a decirme la verdad.


–No era mi intención herirte.


–Lo sé. Pero tenías que hacerlo, Paula. Estaba viviendo un infierno y tú has venido a liberarme. Quizá, ahora tenga la oportunidad de redimirme.


–Sequémonos y vamos a la cama – propuso ella– . Cuando te tenga entre mis brazos, te diré lo que siento por ti, Pedro Alfonso – añadió con una seductora sonrisa.






EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 20






Lo primero que Pedro vio cuando abrió los ojos a la mañana siguiente fue la cajita roja de la joyería. La noche anterior, la había dejado sobre la cómoda de su dormitorio.


¿Tenía Paula idea de lo mucho que le había humillado al juzgarlo por la vida que llevaba? ¿Sabía lo mucho que lo ofendía que le hubiera tirado su regalo a la cara? ¿Acaso el mensaje que le había escrito en la tarjeta no había significado nada para ella?


Al volver de su encuentro del día anterior, se había dedicado a llamar a los mejores reformistas de interiores que conocía para hacer planes para su nueva adquisición junto al río. 


Como había previsto, todos habían estado deseando trabajar para él.


Al final, cuando había estado agotado, se había dejado caer en la cama y había dormido con la ropa puesta.


Sin embargo, ni siquiera en sueños había podido quitarse a Paula de la cabeza, ni su hermoso rostro, ni sus increíbles ojos violetas.


Estaba enamorado de ella sin remedio, por primera vez en su vida. Pero, en vez de alegrarle, le llenaba de angustia que el objeto de su afecto fuera una mujer que ni lo quería ni lo valoraba.


A Paula no le impresionaban ni su riqueza, ni su poder. De hecho, para ella eran cualidades negativas.


Era completamente distinta de las demás mujeres que él había conocido. Lo único que quería de él era que mirara a su alrededor y reconociera lo que de verdad era importante, las cosas que podían adquirirse sin precio, como la naturaleza, la belleza o la posibilidad de estar junto a alguien especial.


Nada que Pedro hiciera podía convencerla de que, tras su fachada de riqueza y poder, era en el fondo un buen hombre que había tomado decisiones equivocadas.


Tras la muerte de su hermana, había sentido la urgencia insaciable de hacer dinero para asegurar el futuro de sus padres y el suyo propio. Aunque había empezado a hacerlo por una buena causa, su ambición se había convertido en una adicción. No conocía la paz. Lo único que hacía era trabajar. Tenía que invertir demasiada energía en mantener su posición y, por eso, no tenía tiempo para mantener relaciones.


Se había hecho construir un refugio con la esperanza de poder afrontar a solas su dolor y, algún día, poder curar su insaciable ansia de tener siempre más.


Si, al menos, pudiera confiar en Paula y explicarle el porqué de su adicción… Si pudiera contarle que su ambición había sido solo una manera de sobrevivir a la pérdida de su hermana, que había muerto con solo tres años… Había sido la niña mimada de la familia y nadie había podido olvidarla.


Hundiendo la cabeza entre las manos, Pedro intentó pensar en algo. La única solución que se le ocurría para recuperar la ilusión era conquistar a Paula. Porque la mera idea de vivir sin ella le resultaba demasiado insoportable






EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 19




Cuando Paula llegó al hospital a ver a Philip, ya era tarde y solo quedaba media hora para las visitas. Al acercarse a la cama, lo vio ojeando un catálogo de antigüedades.


Todavía tenía el corazón agitado por lo que había pasado en el restaurante. Pedro tenía que haber sido de piedra para no dejarse afectar por las verdades que le había echado en cara. Ella no había querido ser cruel. Pero había querido dejarle claro que no pensaba mantener una relación insustancial con él.


Por eso le había regalado el brazalete. Tal vez, él estaba acostumbrado a hacer regalos caros para pagar a las mujeres por tener sexo con ellas. Paula sentía algo demasiado profundo por él y, de ninguna manera, estaba dispuesta a comportarse como si su relación fuera algo que se pudiera comprar con bienes materiales.


–Paula… ¡qué alegría verte!


–Lo mismo digo – contestó ella, y se inclinó para besar a Philip en la mejilla– . Siento no haber llegado antes, pero perdí la noción del tiempo. He estado hablando con mis contactos para vender el resto de las antigüedades. Esta tarde, no me ha ido tan mal, por lo menos.


Sin mucho entusiasmo, Paula se sentó en una silla junto a la cama. No tenía ganas de sonreír, aunque se esforzó en hacerlo. Del bolso, sacó la bolsa de uvas que le había comprado a su jefe.


–Sé que te gusta más el chocolate, pero esto es más sano. La próxima vez, intentaré pasar algo de chocolate sin que me vean los médicos, ¿de acuerdo? ¿Qué te han dicho hoy?


El tiempo pasó volando y ya era casi la hora de marcharse cuando Paula decidió compartir con su jefe lo que más le preocupaba.


–¿Philip? ¿Puedo contarte algo? Es personal.


–Claro que sí. ¿Tiene que ver con la tienda? ¿Te resulta demasiado difícil vender las antigüedades y ocuparte de todo antes de que Alfonso tome posesión del edificio?


Solo de oír mencionarlo, a Paula se le encogió el corazón. 


Se preguntó si, después de lo que había pasado, volvería a verlo. ¿Y si Pedro decidía mandar a su secretaria a darle los recados para no tener que reunirse con ella nunca más?


Se le partía el corazón de pensar que él pudiera olvidar con tanta facilidad el apasionado encuentro que habían tenido en el despacho de Philip.


Sin embargo, Pedro le había confesado en el restaurante que no podía arriesgarse a amar a nadie. Y eso la llenaba de tristeza. Si había albergado la secreta esperanza de que pudiera llegar a quererla, él la había hecho trizas.


–No, eso no es ningún problema. Quería hablarte de algo mucho más personal.


En silencio, Philip esperó a que la hija de su mejor amigo continuara. Mirándolo a los ojos, ella se dijo que podía confiar en él, que la comprendería y no la juzgaría.


–Yo… me he enamorado de alguien.


–¿Estás enamorada, Paula?


Ella asintió con labios temblorosos y el alma en los pies.


Philip sonrió feliz.


–Eso es maravilloso. ¿Quién es el afortunado?


–No es necesario que te diga su nombre. Es mejor que lo mantenga en secreto por ahora, si no te importa. Solo puedo decirte que es alguien que no me conviene en absoluto.


–Pero eso no te ha impedido sentir algo por él – señaló Philip con suavidad.


–No – admitió ella, sorprendida por su comentario– . Aunque es totalmente opuesto a mí. Yo misma no entiendo por qué me gusta.


Philip se quedó pensativo.


–Algunas personas se enamoran poco a poco, según se van conociendo. Para otras, es algo instantáneo y nada más ver a alguien por primera vez saben que quieren pasar con él el resto de su vida. Y hay a quien le toma por sorpresa, justo cuando piensa que nada puede desviarle de su camino. A mí me da la sensación de que tú perteneces al tercer tipo, Paula.


–Es verdad. Yo nunca quise enamorarme, sobre todo, después del desengaño con Joel. ¿Lo recuerdas? Pero ahora ya no sé qué hacer, ni sé lo que está bien o mal. Amar a este hombre no puede ser lo correcto. Me hace sentir tan culpable… como si estuviera decepcionando a todo el mundo.


–¿Sí? ¿A quién crees que estás decepcionando?


–A ti, Philip. Has hecho mucho por mí y yo…


–Tesoro… – dijo el anciano, tomándole las manos– . Actúas como si hubieras cometido algún terrible crimen. ¿Desde cuándo enamorarse es un delito? Tus sentimientos son solo asunto tuyo. Sí, la gente que te quiere solo desea lo mejor para ti, pero eso ya lo sabes tú. Creo que es mejor arriesgarse a amar que huir por miedo a decepcionar a los demás y pasar el resto de tu vida lamentándote por lo que no te atreviste a hacer.


–Hablas como si lo hubieras experimentado tú mismo – observó ella, perpleja– . ¿Alguna vez te apartaste de alguien por miedo a lo que la gente pensara?


El anciano asintió despacio, lleno de tristeza.


–No fue solo por eso. Fue también porque preferí centrarme en mi carrera, antes que lanzarme con ella a lo desconocido. Era pintora, bastante notable. Era diez años menor que yo y quería viajar por el mundo para inspirarse con todo tipo de paisajes. Decía que no tenía tiempo para dedicarse a un trabajo estable, casarse y vivir de una manera convencional. Era un espíritu libre.


Philip tosió y apartó la vista un momento con los ojos empañados por la emoción.


–Se llamaba Elizabeth y la amaba más que a la vida.


–¿Esa es la razón por la que nunca te casaste?


El anciano asintió.


–Nunca quise a nadie más que a ella. Por eso, tú debes seguir los dictados de tu corazón, Paula. No tienes que sentirte culpable. No seas como yo o te pasarás toda la vida sufriendo por lo que podía haber sido y no fue. Estoy seguro de que, si tu padre estuviera aquí, te aconsejaría lo mismo.


–¿Y qué pasó con Elizabeth? ¿Volviste a verla?


–Por desgracia, no. Me dijo que era mejor que no siguiéramos en contacto. Solo rezo por que siga disfrutando de sus pinturas y de sus viajes. Me hace feliz imaginármela haciendo lo que le gusta.


Con cariño, Paula le dio un beso en la mejilla.


–Gracias, Philip. Me has ayudado mucho con tus palabras. Siento como si me hubiera quitado un peso de encima. Ahora tengo más esperanza de que las cosas salgan bien. Aunque todavía me asusta que él no sienta lo mismo que yo.


–No creo que debas tener miedo por eso.


–Gracias. Eres genial para subir la autoestima, ¿lo sabías?


En la puerta, una enfermera con gesto severo le indicó que había terminado la hora de las visitas.


–Es mejor que me vaya – dijo Paula, mirando a su jefe– Te llamaré y te contaré cómo va todo. Avísame cuando sepas cuándo te van a dar el alta, ¿de acuerdo?


–Claro. Ahora ve con tu hombre misterioso. Quizá, algún día quieras decirme su nombre. Mientras tanto, dile de mi parte que la fortuna le sonrió el día que puso los ojos en ti.









EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 18





Mientras devoraba la boca de su acompañante con voracidad, Pedro se asustó de la fuerza de su propio deseo. 


Le daba miedo necesitar a una mujer de esa manera. Le hacía sentirse vulnerable e indefenso.


Aun así, no podía apartarse de ella.


Sería como negarse el oxígeno que respiraba.


Mientras sus lenguas se entrelazaban, ella gimió de placer. 


Pedro la tomó entre sus brazos y se excitó todavía más al notar su cuerpo esbelto junto al pecho. Tenían que haber quedado en su casa en vez de en el restaurante, se dijo. Al menos, así podía haberla arrastrado a la cama para continuar lo que habían empezado en la isla.


Poseer a Paula en la tienda de antigüedades había sido una de las experiencias más eróticas que él había experimentado y su recuerdo no hacía más que incendiar sus ganas de ella todavía más. Ni siquiera le amedrentaba pensar que habían tenido sexo sin usar protección.


Pero no quería hablar de ese tema.


–Ahora, ¿te das cuenta de por qué no es posible que mantengamos las distancias? – preguntó él, mirando el bello rostro sonrojado de su amante– . Nos gustamos demasiado.


Aunque los ojos de ella estaban llenos de deseo, también reflejaban incomodidad. De inmediato, se apartó de sus brazos y se sentó un poco más alejada.


–Bueno, entonces es mejor que no nos veamos en absoluto. No deberíamos habernos acostado. El sexo no hace más que confundir las cosas. Siempre trae problemas.


Sus palabras le recordaron a Pedro que ella había sufrido a causa de su última relación. No era raro que desconfiara tanto de los hombres.


–Ya te he dicho que eso no nos va a pasar a nosotros. Es cierto que he salido con muchas mujeres, pero nunca he mentido a ninguna respecto a mis intenciones. Por eso he querido ser franco contigo y confesarte lo que siento. No soy como tu exnovio y no te dejaré en la estacada como hizo él. ¿Puedes confiar en lo que sentimos a ver adónde nos conduce?


Paula apartó la vista un momento.


–Podría, pero es difícil, porque te pareces en muchas cosas a mi ex. Él también daba prioridad a su trabajo y su ambición y también hacía lo que le apetecía, porque se sentía con derecho a ello. Cuando descubrí que me había estado siendo infiel, me sentí muy estúpida. Por eso, no puedo confiar en mis sentimientos y no puedo confiar en los hombres como tú, Pedro.


–Solo porque se parecía a mí y te hizo daño, no significa que yo vaya a comportarme igual. Al menos, dame la oportunidad de demostrártelo.


–Es un riesgo que no quiero correr. En cualquier caso, tengo que centrar mi atención en buscarme un nuevo empleo y tú tienes que…


A pesar de su frustración y su excitación, Pedro tenía curiosidad porque ella terminara la frase.


–Continúa. ¿Qué tengo que hacer?


–Olvídalo. Yo no sé nada de ti. Nuestras vidas son muy distintas.


–Es obvio que tienes una opinión, así que por qué no me la cuentas.


Atrapada, Paula soltó un suspiro.


–De acuerdo, pero no te va a gustar. Lo nuestro no puede funcionar. La forma en que vives la vida es completamente extraña para mí y creo que te sentaría bien poner los pies en el mundo real de vez en cuando.


Pedro adivinó que no iba a ser agradable lo que le quedaba por escuchar, pero la animó a seguir de todos modos.


–¿Y qué más?


–Bueno… dicen que puedes conseguir todo lo que quieras y a ti te gusta el poder que eso te da. Me di cuenta desde el primer momento en que te conocí. Había belleza por todas partes a tu alrededor, pero fuiste incapaz de apreciarla. Lo único que veías era un edificio bien situado que querías adquirir a cualquier precio. Pero deja que te pregunte algo. ¿No tienes ya bastantes propiedades? Ni siquiera disfrutas lo que tienes porque siempre estás buscando más. Debe de ser difícil para la gente que te quiere, porque no puedes centrarte en cuidar esas relaciones… pues nunca estás satisfecho con lo que tienes. Me has dicho tú mismo que llevas meses sin ver a tus padres y comprendo que eso te duele. Quizá, deberías tratar de arreglar esa relación primero, antes de intentar estar con una mujer. La verdad es que siento lástima por ti… porque tu riqueza te ha impedido reconocer las cosas que realmente importan en la vida.


Pedro nunca se había quedado tan perplejo como en ese momento. Las apasionadas palabras de Paula le habían calado hondo… y le molestaban. Le dolían y… estaba furioso.


–¿Qué significa eso de que debería poner los pies en el mundo real? – preguntó él, tratando de controlar su rabia– . ¿Crees que he nacido rico y no sé lo que es trabajar duro para poder comer? Mis padres eran inmigrantes y provenían de familias muy pobres. Llegaron aquí, se mataron a trabajar y pudieron fundar su propio restaurante, sin ayuda de nadie. Cuando tuve edad suficiente, comencé a ayudarlos y me enseñaron a cocinar. Cuando me di cuenta de que se me daba bien, decidí que quería triunfar en la vida. He trabajado mucho para realizar mis sueños, por eso mi familia y yo nunca volveremos a pasar hambre. ¿Crees que debo disculparme por eso? ¡Ni hablar!


Ella frunció el ceño.


–Es encomiable que hayas hecho tus sueños realidad y, por supuesto, no creo que debas disculparte por tus logros. Estoy segura de que tus padres están orgullosos de ti. Pero ¿nunca has pensado que también importan algunas cosas de la vida que no se compran con dinero?


–¿Como qué? – le espetó él, irritado– . Que yo sepa, no hay nada gratis. Por suerte, siempre he comprendido que sin dinero no se llega a ninguna parte.


–¿Y qué me dices de la capacidad de mantener relaciones y experimentar el amor? ¿Crees que también hay que pagar por eso?


–El amor es de tontos – repuso él– . Es demasiado fácil perder. A mí me gustan las cosas que se pueden tocar.


Nada más hablar, por la mirada de Paula, Pedro supo que acabaría lamentando su cínica respuesta.


–¿Significa eso que nunca te vas a arriesgar a amar a nadie?


–Deja que te haga yo una pregunta, Paula. ¿Es tu madre bonita? Seguro que sí. Tu rico padrastro debió de verla como otra propiedad que adquirir y ella pensó que él la cuidaría mejor porque era rico. El amor no tiene nada que ver con eso. Quizá desprecias a ese hombre, pero fue un acuerdo de satisfacción mutua entre ambos y los dos salieron ganando.


Herida, Paula se puso en pie, tomó el bolso y lo apretó contra su pecho como si fuera un escudo.


–No lo desprecio. Odio que usara su riqueza para robarle mi madre a mi padre. Sí, sé que ella no fue del todo inocente. Pero nunca admiraré a nadie que use su dinero para una cosa así… sin importarle a quién dañe por el camino – le espetó ella– . Aunque me da igual lo que pienses. Apenas me conoces a mí… y menos a mi familia.


Pedro se levantó también, cruzándose de brazos.


–Tienes razón. ¿Cómo voy a conocerte cuando no confías en mí y no dejas que me acerque?


A ella le temblaron los labios. Parecía a punto de romper a llorar. Aunque deseó consolarla y abrazarla, Pedro se contuvo.


En esa ocasión, los comentarios de Paula lo habían herido en lo más hondo. Le había dolido que lo acusara de dar prioridad a su ambición por encima de las personas que lo querían. Le dolía porque sabía que era verdad. Le había hecho entender lo que había sucedido con sus padres y cómo su ansia de tener éxito había creado un abismo entre ellos, que cada día se hacía más insalvable.


–Creo que es mejor que me vaya – murmuró ella.


–¿Por qué? No pensaba que fueras una cobarde.


–No lo soy. Pero creo que no tiene sentido. Ninguno de los dos nos sentimos bien.


–Es verdad – repuso él, incapaz de poner en orden sus pensamientos.


–Una cosa más, antes de irme…


Invadido por el dolor y una terrible sensación de vacío, Pedro se quedó mirando cómo sacaba la cajita de la joyería del bolso y la ponía sobre la mesa.


–Estoy segura de que tus intenciones eran buenas, pero no puedo aceptarlo – dijo ella con suavidad.


Luego, con sus ojos violetas brillantes por la emoción, se dio media vuelta y se fue