domingo, 14 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 34




Con un suspiro, abrió los ojos y descubrió que estaba sola en la cama. Decepcionada, se puso boca arriba y miró el techo, dejando que sus recuerdos le hicieran compañía. Al amanecer había despertado con la boca de él en un pezón, succionándole la cumbre sensible. Las manos lentas sobre sus pechos, y luego los dedos explorando ese sitio caliente y húmedo entre sus piernas hasta volverla loca de necesidad. 


Cuando la había cubierto con el cuerpo, no había tenido reparo alguno en abrirle las piernas para acomodarle las caderas mientras se hundía en ella y comenzaba a embestirla.


El acto lento y conmovedor de esa mañana fue diferente del sexo veloz e intenso de la noche anterior. Besándole el cuello y acariciándole el pelo, se había pegado a ella para que el pene presionara con fuerza y perfección su zona erógena. Le había capturado la mirada para absorber cada matiz de placer que había pasado por su rostro.


Pedro había orquestado su orgasmo, desarrollándolo lentamente, intensificándolo hasta que se convirtió en una sensación eléctrica y magnífica que creció como una marejada de éxtasis.


Él alcanzó el climax con ella con un gemido largo y bajo que le permitió sentir las vibraciones de su torso.


Qué manera gloriosa de comenzar el día.


Y no había sido capaz de resistir su sugerencia dulce y cariñosa de que descansara un poco más. Lo oyó levantarse y ducharse, pero se hallaba demasiado cansada y saciada como para empezar el día y había vuelto a quedarse dormida.


Y en ese momento miró el despertador digital que había en la mesilla y vio que eran las ocho y cuarto, cuando por lo general su día comenzaba a las seis de la mañana.


No la preocupaba su tía, pues ya se habría ido a trabajar, pero Naomi la estaría buscando tal como había prometido.


Apartó el edredón y se sentó, estirándose y temblando un poco con el aire fresco de la mañana sobre su piel desnuda. Para su sorpresa, encontró un par de vaqueros, una blusa de seda de mangas largas y color amatista y una cazadora vaquera junto con un sujetador y braguitas a juego con la blusa. Matt Pedrotambién había incluido un par de sus preciosas sandalias Jimmy Choo. Era demasiado considerado, un rasgo que siempre había faltado en todos los chicos con los que había salido.


Al regresar del cuarto de baño, se vistió y sintió un nudo en la garganta y un anhelo profundo en el corazón. El afecto y el deseo se intensificaban con cada encuentro con Pedro. Era como si cada vez que estaban juntos, le diera una pequeña parte de sí misma.


La noche anterior había sido una exhibición encendida y desinhibida de sexo descontrolado. 


Pero el estado de ánimo esa mañana había sido de ternura y calidez… haciendo el amor de un modo muy profundo.


Sin embargo, lo que sintiera por Pedro no cambiaba nada… ni su trato de negocios ni su relación temporal.


Los sentimientos eran como baches en el camino… simplemente la frenaban.


Con eso en mente, se recobró y fue hacia las escaleras.




SUGERENTE: CAPITULO 33




Unos momentos antes, la idea lo había apabullado, pero al mirarla a la cara, con esa sonrisa deslumbrante, supo que jamás le negaría algo.


¿Qué le estaba pasando? En el fondo entendía lo que le sucedía y comenzaba a comprender que no podía luchar contra los sentimientos poderosos que ella evocaba… sin importar cuánto lo asustaran.


—Veo que aún tienes tu telescopio, aunque has cambiado de habitación —comentó ella, estudiando el espacio.


—En cuanto mis padres se fueron a Arizona, convertí mi cuarto en una habitación de invitados y trasladé mis cosas al dormitorio principal.


Se acercó a la cómoda.


—Necesito algo para ponerme, Pedro.


—Deja que te ayude —ofreció.


Sacó una camiseta térmica que había encogido y se la pasó junto con los pantalones a juego que ya le quedaban demasiado cortos.


—¿Bromeas? No quiero parecer que llevo puestos retales.


—Vas a estar durmiendo.


—Eso no significa que deba perder el estilo.


Lo apartó del camino y eligió una camiseta blanca y unos calzoncillos del mismo color. 


Tembló al desprenderse de la toalla, haciendo que Pedro se moviera sobre los talones al ver esa gloriosa belleza. Incluso mojada, se la veía maravillosa.


Se puso las prendas y pareció un anuncio caro de ropa interior para hombres. Le hormigueó la piel y la boca se le hizo agua.


Ella le enmarcó la cara entre las manos.


—Gracias —dijo—. ¿Tienes un peine que pueda usar?


—En el cuarto de baño.


Desapareció un momento y cuando volvió a salir, cada pelo de su cabeza estaba en su sitio, las puntas aún mojadas por la bañera de hidromasaje.


El deseo comenzó a arder despacio en su interior, pero no sólo un deseo físico. Era el deseo de mantener a esa mujer en su vida, porque la iluminaba como las estrellas el cielo. 


Sin Paula, su mundo, parecía oscuro.


La vio temblar. Se colocó detrás de ella y la rodeó con los brazos. Ella se apoyó contra su calor y suspiró.


Al rato, se dio la vuelta y lo miró.


—Estoy que me caigo. ¿Tienes un cepillo de dientes que pueda usar?


Pedro se quedó quieto. Era una petición sencilla, pero parecía muy íntima.


—Lo siento, sólo tengo el mío en el cuarto de baño.


—Es una pena.


Cuando ella regresó al cuarto de baño y cerró a su espalda, se acercó a la cómoda y sacó unos calzoncillos negros. Dejó caer la toalla, se los puso y luego apartó el edredón de la cama.


Oyó el agua correr y se dio cuenta de que se estaba dando una ducha. Su primer pensamiento fue unirse a ella, pero se hacía tarde y al día siguiente tenía una jornada ajetreada. Suspiró, se metió en la cama y acercó el ordenador portátil. Debía terminar un artículo en el que había estado trabajando antes de acercarse a la ventana y ver a Paula en el hidromasaje.


Se reclinó en la almohada, se concentró en la pantalla y la oyó cantar. No pudo distinguir las palabras.


Lo siguiente que supo fue que se había quedado dormido. Paula le quitaba el ordenador de las manos y lo dejaba en la mesilla, salvando su trabajo antes de apagarlo.


Lo tapó y fue al otro lado. Al acostarse, se acurrucó contra él, invadiendo por completo su espació personal como una gata que no sabe nada de eso. Instintivamente, Pedro se volvió hacia ella. La abrazó y le besó la boca dulce.


Ella profundizó el beso y él respondió. A los pocos segundos, estaba completamente excitado y su unión fue ardiente y exigente.



SUGERENTE: CAPITULO 32




—A todo el mundo le gustan los ganadores, Pedro —dijo al acercarse—. Reconócelo. A nadie le gustan los perdedores.


Él cerró los ojos, tratando de mantener la compostura.


—No. A nadie le gustan, pero ser capaz de reconocer que no se puede ganar en todo momento… no significa el fin del mundo.


—Sshhh —susurró, acariciándole el labio con el dedo pulgar—. Sé lo que quieres, incluso cuando quieres negarlo.


—¿Y qué es?


—A mí, en cualquier posición en que puedas conseguirme.


—Yo no…


—¿No estás aquí para tener sexo conmigo, Pedro? ¿No lo deseas?


—No soy inmune a ti.


—Lo deseas, ¿no?


—Sí.


—Lo ves, ¿tanto ha costado reconocerlo?


—Pero no es…


—¿Sólo sexo? Puede que no —el viento se incrementó, recorriéndole la piel con una ráfaga. 


La noche de comienzos de junio era cálida.


Automáticamente los pezones se le endurecieron y oscurecieron hasta adquirir una profunda tonalidad frambuesa, y sus luminosos ojos se agrandaron por el placer.


Le tembló todo el cuerpo y la respiración se le hizo más profunda mientras él le miraba el cuerpo mojado, fascinado por el modo en que las gotas resbalaban lentamente como gotas de rocío.


Pedro nunca había visto algo tan sexy, tan deliciosamente tentador como el festín que Paula presentaba. Aunque también ayudaba que fuera la primera chica a la que le confiara sus secretos y su corazón. Y eso era al mismo tiempo aterrador y excitante para él.


Ansiando acariciar toda esa piel lustrosa y resbaladiza, apoyó la palma de la mano alrededor de la curva de su cuello y descendió hasta sentir una generosa porción de senos. Le capturó los pechos con las manos y los rodeó con dedos posesivos mientras le acariciaba los pezones con los dedos pulgares antes de continuar con ese perezoso trayecto. Pasando las palmas por el estómago trémulo hasta llegar a los suaves muslos, deseó tenerlos cerrados alrededor de la cintura.


Paula gimió.


Pedro, por favor, pon tu boca en mí.


—¿Dónde? —preguntó con voz ronca.


—En cualquier parte —jadeó—. En cualquier parte que quieras.


Cedió a la necesidad de deslizar la boca por sus curvas femeninas, tan vibrante y que lo excitaba hasta el punto de un tormento que lo mareaba. 


Le acarició los costados, los lados de los pechos, y al final las manos se detuvieron en el borde de la bañera detrás de ella, rodeándola así con su aroma masculino, con el poder viril y el calor que emanaba de él, el deseo de marcarla.


De forma lentamente agónica, él cerró la escasa distancia que separaba sus cuerpos hasta que los duros contornos masculinos de su torso aplastaron los pechos sensibles. Los vientres desnudos se tocaron, quemando la piel, mientras él le inmovilizaba las caderas y los muslos contra el asiento de la bañera, sin dejarle escapatoria.


Sus ojos se encontraron en la penumbra y no hubo manera de confundir la dura y sólida extensión de su erección contra el monte de Paula. Él movió las caderas, dejándole sentir el efecto pleno de esa inhiesta lanza, y ella reaccionó con un ronroneo bajo que a Pedro le causó escalofríos.


—¿Te gusta? —la provocó.


Ella abrió las piernas y se arqueó hacia él, buscando más en silencio.


—Oh, sí.


La necesidad oscura que bullía dentro de Pedro era algo que siempre había atemperado con una mujer.


El profundo anhelo de hacer cosas que llenaban sus fantasías, como la excitación de encontrarse al aire libre y expuestos en la noche, le disparó el deseo hasta alturas nunca antes alcanzadas.


Con ella no tenía que esconderse. Bajó la cabeza y le rozó la boca con los labios. Al deslizar la lengua por el sedoso labio inferior, Paula abrió la boca y con ansiedad lo dejó entrar. Él profundizó el beso con voracidad y ella respondió frotando el cuerpo de forma sensual contra el suyo al ritmo de las embestidas de su lengua.


Con una mano le aferró una cadera y la otra la deslizó por el trasero duro y más allá del muslo hasta engancharla detrás de una rodilla. Le levantó la pierna hasta la cintura, encajó su propio muslo entre ella y le pegó la entrepierna al sexo, instándola a sentirlo todo.


Cada centímetro palpitante y duro.


La presión del pene al frotarse contra su parte íntima, junto con la fricción del agua, se combinaron para empujarla hacia el exquisito viaje de su primer orgasmo. Pedro lo quería más que nada. Moverse contra ella le causaba sensaciones tan exquisitas como intensas, ondulando a lo largo del pene como ondas de pasión que lo instaban a empujar contra Paula con toda la fuerza que tuviera. Pero rechazó la llamada del cuerpo, esperándola.


Ella cerró los dedos en su pelo mientras seguía moviéndose de forma sinuosa sobre su muslo musculoso hasta que todo el cuerpo comenzó a temblarle. Separando la boca de la suya, finalmente recibió el placer con un grito suave de liberación.


—Sí —murmuró Pedro, mirándole la cara, el intenso placer que le había dado—. Estupendo.


—Te quiero dentro, Pedro, por favor.


—No, todavía no. Pronto.


Deslizó los muslos debajo de ella, le alzó las caderas del agua y la depositó en el borde del jacuzzi.


Introdujo las manos entre los muslos mojados hasta llegar al dulce trasero. Con suavidad la adelantó hasta que sus piernas le quedaron alrededor del torso. Subiendo las manos, arqueó la espalda y le provocó un gemido anticipado y expectante. Pegó la cara sobre la suavidad de cada pecho y le besó la piel tersa. Luego tomó la copa medio vacía del margarita y vertió parte de la bebida sobre esas apetitosas puntas. Paula jadeó al sentir el alcohol frío y los capullos se convirtieron en nudos duros. Él cerró la boca sobre una punta y le succionó el alcohol. Ella echó la cabeza atrás y Pedro se trasladó al otro seno, que lamió un rato antes de introducírselo en la boca para succionarlo.


Ella bajó la mano para tomarlo en su palma y el contacto le sacudió el cuerpo. Lo empujó por el pecho hasta que lo tuvo sentado en el borde que rodeaba el jacuzzi. Y antes de que Pedro pudiera decir una palabra, con la boca caliente comenzó a mordisquearle la clavícula y a bajar por el pecho. Encontró la tetilla rígida y mordió con gentileza el círculo sensible, y ese aguijonazo de sensación erótica descendió en espiral hasta la entrepierna de él.


Con los labios, bajó por el torso y el vientre dejando un rastro de fuego con los labios y los dientes sobre la piel sensible. Lo tomó en las manos resbaladizas mientras medía la extensión del pene con movimientos prolongados y encendidos que hicieron que Pedro apretara los dientes en una dolorosa especie de placer. Con cada pasada, los dedos pulgares rozaban la cabeza lubricada del pene, proyectando un climax intenso cada vez más a la superficie.


—Paula —gruñó con voz ronca.


Ella soslayó el tono de advertencia. Era evidente que no había terminado de atormentarlo. Bajó la cabeza y enroscó la lengua alrededor del glande ancho de su sexo, luego lamió y mordisqueó la extensión completa de esa lanza. Lenta y placenteramente, lamió y disfrutó de su sabor con suspiros y gemidos de aprecio que hicieron que él se retorciera contra el jacuzzi, tal como había hecho ella antes. Cuando tuvo la certeza de que se hallaba a punto de volverse loco, finalmente Paula abrió los labios y lo envolvió en el calor mojado de la boca.


La lujuria lo abarcó completamente a medida que ella se lo llevaba al fondo de la boca, trabajando el miembro sólido y grueso con labios y lengua y los dedos cerrados con fuerza en torno a su base. Lo llevó al borde del orgasmo, y luego se retiró para dejar que la oleada de tensión sexual bajara antes de reanudar el ejercicio.


Todo el cuerpo de Pedro tembló con una urgencia fiera y atronadora, aturdiéndolo con su intensidad. No recordaba haber sido nunca el receptor de una necesidad tan intensa y total.


Ella se tomó su tiempo, deleitándose con el acto y con la respuesta de él. Con destreza alargó el momento de culminación, como si el placer de él estuviera directamente unido al de ella.


La lengua remolineó una última vez, y succionó, al principio con suavidad, luego con más fuerza, devorándolo hasta el fondo de la garganta con movimientos largos y rítmicos de la boca. Él suspiró con los dientes apretados y alargó los brazos para meterle los dedos entre el cabello. 


Cuando le tocó la cabeza, sintió el pelo rubio tan suave que gimió.


Los músculos del estómago se le contrajeron y adelantó las caderas, incapaz de mantener el orgasmo a raya. No iba a durar mucho más.


—Paula, si no paras, voy a…


Ella no paró y él no pudo. El último atisbo de control se le quebró. Alzó las caderas en el momento en que ella lo empujaba a la culminación con las manos y la boca, lanzándolo en alas de un orgasmo asombroso y estremecedor que lo dejó debilitado y extenuado.


Los dos se hundieron en el agua, ahítos e incapaces de moverse. Pasados unos momentos, Paula se acabó su margarita de un trago.


Se acurrucó contra él.


—Eres extraordinaria, Paula —susurró, queriendo invitarla a su casa, meterla en la cama con él y dormir toda la noche abrazados, pero no pudo pronunciar las palabras. Lo asustaba mucho lo que podían significar—. Deberíamos salir de aquí. Estás temblando.


—Todavía no quiero. Quiero quedarme contigo.


—Estás fría. Vamos.


—Aguafiestas —gruñó, pero se dejó levantar.


Él agarró una toalla y la envolvió con ella; luego se aseguró la suya a la cintura. La llevó a la puerta de atrás y asió el pomo.


No giró.


—¿Qué sucede? —preguntó ella al verlo probar otra vez.


—No abre —respondió.


—No puede ser —ella misma probó el pomo y abrió mucho los ojos. Se puso a reír—. Debiste de cerrarla por accidente al salir con las copas.


—No es gracioso, Paula.


—Sí que lo es. Aquí estamos, casi desnudos, y mi tía y Naomi durmiendo. ¿Qué voy a hacer? —se volvió y lo miró—. Tendré que dormir contigo.


—¿Conmigo?


—¿Te parece bien?


—Claro —repuso, aunque la mente le daba vueltas.