lunes, 21 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 63




Elaine Mitchell se despertó y miró el reloj. Era la una menos cinco de la madrugada. Desde que Tamara había tenido aquel accidente, se despertaba a todas horas, y normalmente con dificultades para respirar. Aquella noche era diferente, gracias a la llamada que le había hecho un par de horas atrás el detective Alfonso, el hombre que había intentado matar a Tamara estaba detenido. La pesadilla había terminado. 


Su niña estaba a salvo.


Aunque en realidad ya no era una niña, sino una mujer fuerte y valiente.


La casa estaba en silencio. Brad roncaba a su lado. Y Tamara estaba a salvo en su dormitorio, al final del pasillo. Ella debería volver a dormirse, pero todavía le resultaba imposible.


Moviéndose sigilosamente, se levantó de la cama y recorrió el pasillo de puntillas, como hacía todas las noches cuando Tamara era pequeña.


Siempre la había tranquilizado verla dormir.


Aquella noche, la puerta de la habitación de Tamara estaba cerrada. Elaine giró el picaporte y la abrió. No quería despertarla, pero era su primera noche en casa después de los días en el hospital y quería asegurarse de que estaba durmiendo.


La cama estaba vacía.


Estuvo a punto de gritar, pero se obligó a mantener el control. No había ocurrido nada malo. Tamara estaba en casa. Habría ido al baño. O a comer algo a la cocina. Quizá estuviera en el jardín mirando las estrellas, como había hecho muchas noches durante aquel año en el que vivía fascinada por la astronomía.


Pero mientras intentaba evocar escenarios seguros, Elaine fijó la mirada en la ventana abierta del dormitorio. Y cuando encendió la luz, vio la sangre que empapaba la almohada.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 62





Después de hablar con Pedro, Paula volvió al documento en el que había estado trabajando antes de que Joaquin llamara. Pedro había dado orden de vigilar todos los aeropuertos de Alabama y las ciudades cercanas. Había intentado asegurarle a Paula que sería prácticamente imposible que Joaquin y Barbara tomaran un avión con aquellas medidas de seguridad.


Eso debería haberle hecho sentirse mucho mejor. Pero no lo hizo. Joaquin estaba delante de Barbara, escuchando todo lo que Barbara decía. Y si pensaba tomar un avión, quizá a esas alturas hubiera cambiado de planes.


¿Qué podría hacer entonces? ¿Ir por carretera hasta Canadá? ¿Hasta México? Eran dos viajes muy largos que multiplicaban las posibilidades de ser interceptados por la policía. ¿Pero cómo iban a poder salir del país sin tener que soportar las medidas de seguridad del aeropuerto? Por supuesto, no en un avión comercial.


—¡Sí!


Llamó inmediatamente a Pedro.


—Un avión alquilado. Seguro que salen del país en un avión alquilado. Para eso no hacen faltan pasaportes. Probablemente ni siquiera tengan que identificarse si llevan suficiente dinero.


—¿Es posible que Barbara lleve tanto dinero encima?


—No lo sé. Pero es posible, si pensaban fugarse. Es inmensamente rica, Pedro. Ésa es la razón por la que Joaquin la eligió.


—Y tú, mi guapísima periodista, eres un genio. Volveré a ponerme en contacto contigo.


Paula rezaba para que lo hiciera pronto. Fue a prepararse un café. Necesitaba cafeína para estar alerta en el caso de que Joaquin o Barbara volvieran a llamarla.


Joaquin Smith. Había matado a dos mujeres, y temiendo que Tamara pudiera relacionarlo con la primera víctima, había intentado matarla también a ella. Paula no sabía de qué manera encajaba la segunda víctima, era imposible saber a cuántas mujeres había enredado en su red.


Pero después había conocido a Barbara. Y su dinero se había convertido en una tentación imposible de resistir.


—Esta noche te has quedado hasta muy tarde…


—Me has asustado —dijo Paula. Se volvió y descubrió a Ron en el marco de la puerta, detrás de ella—. No te he oído llegar.


—Estos zapatos son muy silenciosos —le explicó Ron, alzando el pie para mostrarle la suela de goma—. ¿Qué le pasa a la periodista más guapa del Prentice Times?


—Ten cuidado. Después del día que he tenido hoy, esos halagos podrían llevarte a cualquier parte.


—Lo dudo. Pero me conformaré con una taza de café.


Paula se alegraba de poder compartir aquel café, pero estaba demasiado nerviosa para mantener una conversación con Ron. Los minutos continuaban pasando y no era capaz de pensar en otra cosa que en Barbara.


—Hoy he hablado con mi amigo —le dijo Ron—, con ese que estuvo en Meyers Bickham. Le he hablado de ti.


—¿Qué le has dicho?


—Que tú también viviste allí. Que tu madre tampoco te quería y te dejó en un cubo de basura.


Paula no estaba en condiciones de soportar una conversación como aquella.


—Me encantaría poder seguir hablando contigo, Ron, pero estoy muy ocupada. Tengo que terminar de escribir un artículo.


—¿Tu amigo el detective ya ha encontrado al hombre que asesinó a esas dos mujeres?


Su amigo el detective. ¿Habría alguna parcela de su vida que no sirviera para alimentar los cotilleos de la oficina?


—No ha arrestado a nadie todavía.


—Espero que lo agarren pronto. Si no, volverá a matar otra vez. Los hombres como él siempre lo hacen.


Y Paula no tenía ninguna gana de pensar en ello. Tomó su taza y regresó a su mesa. Pero no escribió una palabra más. Tenía los nervios demasiado destrozados para pensar.


De hecho, estaba harta de continuar en la oficina. Y no tenía ningún motivo para esperar a que Pedro o alguno de sus hombres fueran a buscarla. El asesino estaba en alguna parte, a punto de subir a un avión. Y si se lo pedía a Ron, estaba segura de que la llevaría a casa.


Se enderezó y metió algunas cosas en su maletín. Y estaba a punto de ir a buscar a Ron cuando Pedro la llamó.


—Ya los tenemos.


—¿Barbara está bien?


—Sí, solamente un poco nerviosa.


—¿Dónde estaban?


—En un pequeño aeródromo, al norte de Georgia, casi en Chattanooga. Habían alquilado un avión para volar a Cancún.


—¡Gracias a Dios!


—Y gracias a tu rapidez mental.


—Probablemente se te habría ocurrido a ti. Pero eres demasiado amable como para no concederme el mérito.


—Somos un equipo. Periodista y detective.


—¿Joaquin ya está en manos de la policía?


—Tanto Barbara como Joaquin están en manos de la policía, de camino hacia Prentice.


—Pero Barbara no está arrestada, ¿verdad?


—No. La soltarán en cuanto lleguen.


—¡Oh, Pedro, te quiero!


—Continúa pensando en ello hasta que nos veamos.


—¿Y eso será pronto?


—Me temo que no podremos vernos hasta dentro de unas horas. Tengo que ocuparme de todo el papeleo de la operación, y quiero estar aquí cuando traigan a Joaquin.


—¿Alguien ha avisado a los padres de Barbara?


—La propia Barbara los ha llamado desde el coche patrulla. Probablemente también te llamará a ti.


—Estoy deseando hablar con ella.


—Dime cuándo piensas salir del periódico para que mande a uno de mis hombres a buscarte.


—Supongo que me quedaré hasta tarde. Estoy a punto de escribir el mejor reportaje de mi carrera.


—No vayas tan rápido. Legalmente, sólo hemos detenido a Joaquin para interrogarlo.


—¿Y después qué? ¿Pensáis soltarlo?


—No. Puedo retenerlo durante veinticuatro horas sin que esté detenido. Después, si no tengo pruebas suficientes para acusarlo de asesinato, puedo dejarle dentro por el intento de violación de Tamara, si es que ella está dispuesta a denunciarlo.


—No me lo puedo creer. ¡Pero si tú sabes que es culpable!


—Así es cómo funciona el sistema, Paula.


—Pues no me gusta cómo funciona.


—Entonces intenta cambiarlo, pequeña. La pluma es más poderosa que la espada.


Muy bien. De modo que no podía informar de que habían detenido a un sospechoso de haber cometido los asesinatos. Pero por lo menos podría contar que habían detenido a un sospechoso para interrogarlo.


Cuando Barbara la llamó varios minutos después, Paula gritó de alegría. Con tanta fuerza que los periodistas que estaban en la parte de atrás de la oficina corrieron para ver lo que ocurría.


Era una celebración. Barbara estaba a salvo y volviendo a casa.


Una hora después, Paula terminó el artículo y se lo llevó a Juan. Éste lo leyó y por una sola vez, no hizo ninguna sugerencia para mejorarlo.


—Un magnífico trabajo.


—Gracias.


—¿Alguien ha visto por aquí a Ron? Iba a pedirle que me llevara a casa.


—Llévate mi coche —le ofreció Juan—. Déjalo aparcado enfrente de tu casa y le diré a alguien que me acerque hasta allí cuando salga.


Sacó las llaves del coche y se las tendió.


—¿Estás seguro de que no te importa?


—Después de las dos semanas que llevas, no. Vete a casa y descansa. Te lo mereces.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 61



El asesino de los parques de Prentice estaba sentado en su estudio. Un estudio desde el que se veía la sede del Prentice Times. Era un apartamento viejo y húmedo y los muebles y las cortinas apestaban a humo.


Pero por la vista merecía la pena conservarlo.


Tanto desde el estudio como desde la ventana de la cocina, podía saber si el coche de Paula estaba o no en el aparcamiento. A veces incluso la veía cuando se marchaba. Y si usaba los prismáticos, podía distinguir incluso sus facciones. Sus largas piernas. La plenitud de sus senos. Y sus labios seductores.


Pero la verdad era que no le había prestado mucha atención, hasta que aquella noche se había presentado en el parque con el vestido rojo. Estaba deseando verla con él otra vez. Y lo haría. Le pediría que se lo pusiera cuando fueran a matar a su próxima víctima.


Después, harían el amor. Y entonces Paula, comprendería que él era el hombre con el que debería haber estado siempre. Pero había cometido un error. Se había acostado con Pedro Alfonso. Y eso significaba que tendría que morir.