viernes, 5 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 35





Pedro se abalanzó sobre el fregadero, tosiendo y parpadeando furiosamente. El humo hacía que le picaran los ojos y la garganta. A través de la densa humareda vio que todos los habitantes de la casa se habían congregado en la cocina.


—Guardemos un minuto de silencio por el pájaro que iba a ser nuestra cena —dijo Flasher sin dejar de disparar la cámara.


Pedro preguntó a qué temperatura podía quemarse la película de las fotos. Tendría que comprobarlo con los carretes que aún quedaban, en cuanto tuviera un poco de tiempo. 


De momento, ya tenía suficientes problemas, y para empezar, otra habitación que limpiar de arriba abajo.


Las preciosas cortinas de encaje de Ana, habitualmente impecables, estaban negras como el carbón. Una densa capa de espuma cubría la encimera y el fregadero, y el agua sucia había salpicado por todas partes.


—¿Y qué vamos a comer ahora? —preguntó Simon.


Otro problema para añadir a su lista.


—¿Qué tal una pizza? —dijo Paula, propuesta que fue acogida con entusiasmo por los chiquillos.


—Soy una serpiente —anunció Kevin—. ¿Las serpientes comen pizza?


—No puedo consentirlo. Yo he destrozado la cena, así que debo ser yo el que se encargue de conseguir otra cosa —intervino Pedro.


Los niños gruñeron decepcionados.


—No parece que tu propuesta tenga demasiado éxito. Además, de repente, me han entrado ganas de salir a cenar, y como las hamburguesas nunca me han gustado, creo que la única opción que nos queda es la pizza. Así que, ¿dónde está el problema? ¿No te gusta la pizza, o no te gusta que sea yo la que os invite?


—Creo que da lo mismo: ahora mismo estoy desvalido, no soy más que la víctima de una catástrofe.


—¡Qué pena! Tienes suerte de que me haya propuesto no dar nunca la espalda a un hombre hambriento —rió Paula, y su cálida risa fue un bálsamo para el atribulado corazón de Pedro.


Y tenía hambre, sí, pero se trataba de un ansia que no podría saciar con comida.


—Soy una serpiente. ¿Comen pizza las serpientes? —insistió Kevin.


Pedro levantó al niño por los aires y lo apretó luego contra su pecho.


—Les encanta.


—Genial, porque eso no me apetece nada —dijo el pequeño señalando al pollo carbonizado.


Paula se quedó en la cocina, escuchando la conversación que se desarrollaba en el recibidor. 


Oía a Pedro darle indicaciones a Flasher, y las voces excitadas de los niños.


Todavía no sabía muy bien cómo se las había arreglado Flasher para engatusar a Pedro y que le permitiera marcharse con los niños. No había sido más que una maniobra descarada para que ellos dos se quedaran a solas. Le parecía mentira que Pedro fuera tan ingenuo como para no darse cuenta.


Por fin el fotógrafo y los chicos salieron de la casa, al poco se oyó el ruido del coche y un segundo más tarde cayó el silencio.


Y fue precisamente entonces cuando Paula tuvo un atisbo de lo que le esperaba en el futuro: soledad. ¿Acaso estaba condenada a pasar la vida entera sola? Por un momento le inundó un sentimiento de melancolía casi doloroso que solo se disipó cuando oyó los pasos de Pedro, recordándole que no estaba tan sola como creía.


Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Nervios? 


No, ella ya no era una adolescente, como Belen. Era nada menos que P.E. Chaves, en las antípodas de Paula Esther, La Insegura. Ya había crecido y madurado lo suficiente como para dejarse arrastrar por lo que no era mas que un caso claro de tonto enamoramiento.


Sin embargo, el nudo no se deshizo, y cuando Pedro apareció en el umbral, todo su cuerpo se tensó como un arco. Para colmo, él esbozó aquella sonrisa adolescente irresistible.


«Eres una profesional: compórtate como tal». 


Decidió que lo mejor sería emplear el sentido del humor.


—La soldado Chaves está dispuesta para la Operación Cocina, señor.


Pedro sonrió de oreja a oreja. Paula se quedó muy rígida, temiendo derretirse.


—No sabía que la limpieza de la cocina entrara dentro de tus obligaciones profesionales. ¿De qué se trata? ¿Es una nueva forma de conseguir el ascenso?


—Bueno, lo que pasa es que he decidido emular al Buen Samaritano. Lo que tienes que hacer es darme las gracias y decirme dónde está la fregona.


Pedro abrió el armario de las escobas y sacó unos cuantos productos de limpieza.


—Empezaremos con los armarios y el fregadero.


—Sí, señor —dijo Paula aunque un poco más desanimada que cinco minutos antes. «Sé una profesional»: se recordó que debía esforzarse al máximo, aunque la tarea que tuviera por delante fuera tan desagradecida como la de Técnico en Limpieza.


Diez minutos más tarde estaba completamente concentrada en su tarea, frotando enérgicamente con el estropajo.


Labores domésticas. Las odiaba. Hacía tan solo una semana se hubiera quedado asombrada si alguien le hubiese dicho que iba a disfrutar con semejante trabajo. Tal vez fuera que entonces no sabía que la experiencia mejoraba mucho cuando se compartía con alguien que te gusta.


Paula se detuvo un momento y se quedó mirando a Pedro. Notaba perfectamente cada músculo de su antebrazo, tenso por el esfuerzo: se moría por acariciarlo. No podía evitar pensar qué se sentiría al hacerlo, cómo se sentiría si él la rodeara con sus brazos.


Y tampoco podía evitar fantasear con la idea de estar en su propia cocina, con un marido y unos hijos. A pesar de sí misma, de sus prevenciones y temores, aquel hombre tenía la cara de Pedro y aquellos niños los rostros de sus tres hijos.


Y aquella imagen la hizo sentirse a gusto, relajada. Eso era lo que se sentía, así era como se sentía. Con un suspiro, empuñó la fregona; estaba tan distraída que, sin darse cuenta, resbaló, y acabó aterrizando en el húmedo suelo.


—No se permiten distracciones en el trabajo, soldado. Tenga cuidado o puede caerle una semana de calabozo —bromeó Pedro.


Ella intentó incorporarse, pero, cuando ya estaba medio levantada, volvió a resbalar sobre las baldosas.


—¿Necesitas ayuda?


Paula miró hacia arriba y vio a Pedro, justo a su lado, tendiéndole la mano. Un intenso rubor se extendió por su rostro. No podía ni moverse. 


Pedro reaccionó rápidamente: le asió por el brazo y la ayudó a levantarse.


—¿Te has roto algo?


«El orgullo», pensó, mientras negaba con un gesto.


—Vamos a cerciorarnos: a ver, mueve la cabeza, los hombros, estira la espalda ¡pero con cuidado!


Ella le obedeció dócilmente.


—¿Algo más, doctor?


—Date la vuelta y…


—¿Para qué? —preguntó, poniéndose muy tensa.


Pedro señaló a un punto detrás de ella.


—Para asir la fregona otra vez. Ahora, que si tienes otro método para hacerlo…


Ella hizo lo que le mandaba, poniéndose colorada como un tomate.


—Muchas gracias —murmuró.


Sin decir nada más, Pedro volvió a concentrarse en su tarea. Paula metió la fregona en el cubo, y la sacudió con tanto ímpetu al sacarla que, sin querer, dejó empapados los pantalones de Pedro por detrás.


Él se volvió muy lentamente, con un extraño brillo en la mirada.


—Seguro que no crees que ha sido un accidente —empezó Paula a disculparse, al tiempo que retrocedía para escapar.


Pedro no contestó, se limitó a seguir avanzando.


—¿No me creerás tampoco si te digo que lo siento mucho?


—Sí, lo vas a sentir, y mucho más de lo que tú crees —dijo Pedro plantándose delante de ella.


—Ya lo sé, ya lo sé.


Pedro le quitó la fregona de las manos y la dejó a un lado. De sus ojos se había borrado hasta la mínima chispa de humor. La miraba con tal intensidad que ella no podía apartar los ojos, y no lo hizo ni siquiera cuando él le acarició la mandíbula con el pulgar. Ni tampoco cuando de ahí pasó al labio superior. Estaba como hipnotizada.


Entreabrió los labios, respirando entrecortadamente.


Pedro se agachó por fin para besarla, permitiéndole deleitarse en su sabor, entrelazando su lengua con la de ella. Pedro olía a una extraña mezcla de humo y spray limpiador de limón, pero no le importaba, no le importaba nada, ni siquiera se detuvo cuando oyó un timbrazo. Simplemente decidió ignorarlo.


Sin embargo, de repente se dio cuenta de lo que era: el teléfono. Tras un segundo de vacilación, Pedro se separó de ella y corrió a contestar.


—¿Sí? —dijo al descolgar el auricular. Estaba completamente sin resuello. Al oír quién llamaba, se puso muy tenso y le dio la espalda. 


Fue como si a Paula una ráfaga de viento helado le azotara en el rostro. ¿Sería su novia? ¿Era la misma chica que había llamado antes?


Otra vez se le puso el corazón en un puño, pero ahora le dolía de verdad.



EN APUROS: CAPITULO 34




Paula se quedó mirando a Flasher. Por una vez, su amigo estaba tan sorprendido como ella, con la boca abierta y la cámara colgando del cuello. 


Se volvió entonces hacia Belen. La pequeña se estremeció.


—Siempre hace lo mismo cuando sacamos las fotos —agachó la cabeza y murmuró algo que Paula no pudo entender. Estaba a punto de pedirle que hablara más alto cuando Simon entró en la habitación, casi sin resuello y con las ropas en desorden y llenas de polvo.


—¿Dónde estabas? —preguntó Paula.


—Jugando con el cuadro eléctrico, supongo —dijo Flasher.


El chico se puso colorado hasta la raíz del pelo.


—Muy bien chicos: ¿qué ha pasado exactamente? —insistió Paula con severidad.


—Es que eran fotos de mamá.


—No le gusta verlas, y tampoco que las veamos nosotros —confesó Belen cabizbaja.


¡Pobre hombre! Se había portado como una torturadora, pensó, sintiéndose horriblemente culpable.


—¿Y por qué no nos ha dicho nada? —preguntó Paula pero enseguida se dio cuenta de que, menos decirle lo que le pasaba directamente, había intentado por todos los medios evitar que se pusieran a ver fotos.


Sentía un enorme nudo en la garganta y terribles pinchazos en el estómago: los mismos que le daban cuando iba en avión. Tan fuerte era su angustia que no pudo reprimir un gemido.


—No te preocupes, estará bien enseguida —dijo Belen; Simon asintió con la cabeza.


Antes de que pudiera hacerles alguna otra pregunta, los niños se marcharon de la sala.


Flasher se acercó a ella y apretó cariñosamente su hombro.


—Tú no podías saberlo —le consoló, antes de salir también en dirección a su cuarto.


Paula se quedó sola, sintiéndose acongojada y culpable a la vez. Estaba en la misma postura cuando volvió a entrar Pedro.


Pedro tenía una expresión tensa y el rostro muy pálido, con los ojos hundidos en las cuencas… aunque seguían siendo del más profundo y cálido color castaño que ella había visto en toda su vida; no pudo evitar quedarse prendada de ellos.


No se había sentido tan ligera, tan feliz, desde la última fiesta de Año Nuevo, cuando bebió un sorbito de la copa de todos y cada uno de los invitados a la fiesta donde había ido. Aunque no se podía decir que estuviera borracha, en cierto modo estaba flotando… muy lejos.


Pedro dio un paso dentro de la estancia y después otro. ¿Eran imaginaciones suyas, o Paula parecía de verdad más receptiva y amable? Le miraba con expresión indescifrable, sonriéndole… no, no era exactamente una sonrisa: hacía una mueca indefinible con los labios, algo que no podía definir, pero que provocó que deseara de inmediato tocar aquellos labios. Besarlos.


No. No podía hacerlo. Podía mirar e imaginar… y eso fue precisamente lo que empezó a hacer: toda clase de fantasías estallaron en su mente cuando vio la forma en que se mordía el labio inferior.


Se dirigió hacia ella, pero justo cuando estaba a punto de llegar a su altura, sonó el teléfono. El sonoro timbrazo tuvo el efecto de un cubo de agua fría. Se quedó clavado, a menos de treinta centímetros de ella. Podía oler su perfume: ligero como una pluma y tan suave como el aroma de un pétalo de rosa.


El teléfono no dejaba de sonar. Como los niños no parecían dispuestos a contestar, no le quedó más remedio que asir el inalámbrico que estaba encima de la mesita.


—¡Ya era hora! Estaba empezando a pensar que os habían secuestrado los extraterrestres —empezó su hermana al otro extremo de la línea.


—¡Ana! —Pedro lanzó una aprensiva mirada en dirección a Paula, después se volvió de espaldas y se dirigió al recibidor—. ¿Por qué has llamado? —susurró.


—¿Es que no puedo llamar a mi propia casa? ¿A cuento de qué viene este tercer grado absurdo? Oh, oh… Algo va mal, ¿no? ¿Quién se ha puesto enfermo, Kevin?


—No hay nadie enfermo, todos están perfectamente.


—Entonces, ¿por qué estás susurrando? —preguntó Ana, también voz baja si darse cuenta
Pedro miró hacia Paula De repente, su rostro parecía haberse ensombrecido. Apretaba la mandíbula, su sonrisa apenas era una falsa mueca y en sus ojos solo había dolor y amarga decepción.


¿Acaso pensaba que le estaba llamando su novia? ¿O simplemente era que le molestaba la interrupción? Fuera lo que fuese, solo quería acercarse a ella y darle un fuerte abrazo.


—¿Qué pasa, Pedro? —insistió Ana sacándole de su ensimismamiento.


—Nada, de verdad… Es solo que… Oye, mejor que me llames más tarde.


—No, espera: llamaba solo para decirte que ya me he acordado de lo que quería decirte cuando me iba. Se me había olvidado comentarte que el domingo, los niños…


Empezó a sonar una chillona sirena en el otro extremo de la casa. Sorprendida, Paula lanzó un gritito. Del susto, Pedro dejó caer el teléfono para taparse los oídos con las manos.


—¿Qué es ese ruido? —preguntó Paula.


—¡Fuego! —gritó Flasher pasando como una exhalación hacia la cocina.


Mierda. La cocina.


—¡Pedro! ¡Oye, Pedro…! —oyó gritar a Ana antes incluso de levantar el auricular.


—No te preocupes, todo está bajo control. Te llamaré más tarde —colgó sin contemplaciones y se dirigió a la cocina.




EN APUROS: CAPITULO 33




Pedro le tendió un cheque por 97 dólares a la mujer que encabezaba la cuadrilla de limpieza que había contratado. En menos de tres horas, ella y otras tres mujeres habían dejado impecable el salón. Ya habían acabado de guardar sus productos de limpieza y de cargarlos en el camión.


—No dude en llamarnos si nos vuelve a necesitar.


—Espero no tener que hacerlo —bromeó Pedro Estaba seguro que de ahí en adelante las cosas irían mucho mejor. Tenía que impresionar a Paula o, mejor dicho, impresionar a su editora. Si ocurrían más desastres, perdería su título de padre perfecto y, probablemente, hasta su puesto. Para empezar, todas las comidas tenían que ser perfectas.


Por suerte, gracias a los platos preparados que aun guardaba en el congelador, esa sería una prueba sencilla. La única dificultad estribaba en elegir lo que iban a comer. Entró en la cocina, abrió el congelador y se quedó mirando los bien ordenados estantes, repletos de los más exquisitos guisos.


Pasó de los postres directamente al estante donde estaban los platos fuertes: lasaña vegetal, sopa de verduras, berenjenas y calabacines en rodajas. No esta mal, pero él buscaba otra cosa.


Por fin vio algo que le convencía más: pollo asado.


Perfecto. Tal vez el pollo frito hubiera resultado más típico, pero asado no estaría tampoco nada mal. Lo desenvolvió con cuidado y lo puso en el fregadero, donde cayó sonoramente. Estaba completamente congelado.


Pensaba servir la cena a eso de las seis y media, a las siete como mucho. ¿Cuánto tiempo hacía falta para asar aquel pájaro? Pedro buscó una tabla de cocción en un libro de cocina; se tardaban dos horas y media, a 350 grados para cocinar un pollo de aquel tamaño. Eran las seis menos cuarto, no tenía tanto tiempo, así que se le ocurrió una idea genial: puso el termostato a 450, puso el pollo en una fuente y lo metió en el horno.


—Hay que tener recursos para todo —murmuró, mientras se frotaba las manos satisfecho. Sí, había conseguido tenerlo todo bajo control.


Aquel pensamiento se le borró de la mente en cuanto pasó al hall y oyó las voces que venían de la salita donde estaba la televisión. Con una mezcla de curiosidad y temor, se encaminó en esa dirección: la estancia en cuestión era pequeña y sin ventanas, y normalmente solo iluminada por la pantalla de la televisión. En aquel momento el aparato estaba apagado, y solo una lamparita iluminaba con luz tenue la tierna escena que tenía delante.


Paula y los niños estaban sentados muy juntos en el sofá, ella les leía una de las historias de Harry Potter y los pequeños la escuchaban extasiados. La belleza de aquella escena casi hizo que se le saltaran las lágrimas. Parecían tan felices como los protagonistas de un cuadro de Norman Rockwell. Paula le pareció más hermosa que nunca: no había duda de que le encantaba la vida hogareña, y que le sentaba mucho mejor que aquellos trajes de diseño. No solo era guapa, sino también dulce y cariñosa, y él se moría por ella.


Entonces se dio cuenta de que Flasher estaba también en un rincón, cámara en ristre. 


Cauteloso, recompuso su expresión y anunció su presencia con un ligero carraspeo.


Todos se volvieron a mirarlo, Paula especialmente risueña. O mucho se equivocaba, o la joven estaba complacida de volver a verlo.


—A Paula le gustan las gominolas —anunció Kevin con la boca llena de golosinas.


—¿Paula?


Ella sonrió.


—Señorita Chaves me parece demasiado formal, ¿no?


—Sí —convinieron los tres a coro…


—Por cierto, ya me han explicado lo de la colada y lo del accidente con el aspirador —continuó.


Pedro se sobresaltó: ¿le habrían revelado también sus planes de casamenteros? Y, si lo habían hecho, ¿qué pensaría Paula?


—Le hemos contado cómo lo enredamos todo —le explicó Belen.


—Sí, hemos confesado que queríamos que parecieras un tipo normal, de esos que lo lían todo —añadió Simon.


—Los pobrecitos pensaban que te quitaría la columna si eras demasiado perfecto —dijo Paula.


—No hay miedo de eso —si de algo estaba convencido, después de todos los desastres de los últimos días, era de que tenía un gran talento como escritor, porque como actor… Por mucho que lo intentara, no podía fingir que Paula no le interesaba.


Belen carraspeó y lanzó a Paula una tímida mirada.


—Menos mal que se ha arreglado, porque papi es fantástico, ¿sabes?


¡Había dicho eso por propia voluntad, sin pedir un soborno a cambio! Suspicaz, miró la cara de los tres «angelitos».


—Eres afortunado por tener unos hijos que te quieren tanto. Eso dice mucho en tu favor.


Pedro acogió aquel cumplido con una modesta sonrisa, deseando dejar aquel tema cuanto antes.


—Lo hago lo mejor que puedo.


—Pues si hacemos caso a los niños, debes ser una especie de superhéroe.


—Sí, dinos dónde tienes escondidas la capa y las mallas —intervino Flasher.


Pedro volvió a mirar a los niños, muñéndose por saber qué era lo que le habían contado exactamente a Paula


—No les hagáis caso, seguro que han exagerado.


—Nos han contado cómo ayudaste a la policía a detener al ladrón del banco, y cómo salvaste la vida a tu vecina cuando le dio el ataque al corazón. ¿Han exagerado quizá? —preguntó Paula


—Te rogaría que no pusieras eso en el artículo —replicó Pedro muy serio.


—¡Qué modesto eres! Ya nos han dicho los niños que ibas a quitarle importancia a tus logros. No entraremos en detalles, si no quieres, pero me gustaría mencionar lo del premio.


—¿Premio? —Pedro apenas pudo disimular su estupor.


—Sí, el premio al Buen Samaritano que te dio el alcalde —dijo Belen asintiendo vigorosamente con la cabeza, temerosa de que los desmintiera.


—No, no quiero que pongas nada, ni la menor alusión, por favor —sudaba como si se hubiera pasado tres horas en el gimnasio.


—¿Y por qué no? —preguntaron Flasher y Paula al unísono.


—Los premios no tienen demasiada importancia en esta ciudad. El alcalde los reparte a diestro y siniestro, como si fueran apretones de mano en época de campaña electoral. Le dan mucha popularidad, por lo visto. Y así tiene la oportunidad de salir en la foto.


—Eso me recuerda que me encantaría que nos enseñaras algún álbum de fotos.


—¿Al… álbum, dices? —Pedro se quedó mortalmente pálido.


—Están guardados en el sótano —improvisó Belen.


—Sí, no sabemos muy bien dónde —añadió Simon.


—Deben haberse perdido —aventuró Pedro.


—No, nada de eso: yo sé donde están —Kevin se bajó de la silla tan rápido que nadie pudo detenerlo.


Se hizo un silencio de muerte durante unos segundos. Por más que se devanaba los sesos, Pedro no tenía la menor idea de cómo salir de aquel aprieto. Miró a Brittany y Sean en busca de ayuda, pero los niños estaban tan perplejos como él.


—Id a ayudar a vuestro hermano —se le ocurrió al fin.


—Muy bien. Lo pillaré, quiero decir, lo ayudaré —dijo Simon casi sin dejarle acabar.


Pero antes de que los niños pudieran hacer el menor movimiento, Kevin regresó al salón cargado con un álbum casi tan grande como él. 


A juzgar por su tamaño, se diría que contenía el reportaje completo de la historia de la humanidad.


—¡Aquí está! —anunció alegremente.


—Dámelo —le urgieron Pedro, Simon y Belen lanzándose al mismo tiempo sobre aquel volumen.


Klunk. Las tres cabezas chocaron con un ruido sordo. Por un momento, Pedro solo fue consciente del dolor de aquel impacto.


—¡Lo tengo! —Paula colocó el álbum en su regazo mientras Kevin se sentaba a su lado—. Ahora tendréis que explicarme quién es quién.


Abrió por la primera página: era una foto tomada en el hospital, el día que nació Belen, que aparecía en el centro de la foto con sus padres. Pedro lo sabía perfectamente porque él había sido el fotógrafo.


—¿Quién es este? —preguntó Paula


—Nadie —contestó Kevin—. Anda, pasa.


«Gracias, Dios mío, gracias», murmuró Pedro para sus adentros.


El pequeño empezó a hojear el álbum con un ímpetu que le hubiera puesto los pelos de punta a su madre. Sin embargo, y a pesar de que sabía de sobra que aquella era una de las posesiones más preciadas de Ana, Pedro no lo detuvo. El niño no se detuvo hasta llegar a las últimas hojas.


—Este soy yo —anunció.


En la doble página estaba el principio del reportaje del día que Pedro había llevado a los niños al zoo. En algunas de las fotos aparecía abrazando a los pequeños… eran las que había pedido que les hicieran a algún otro visitante. 


Pedro no pudo reprimir un suspiro de alivio. Le dieron ganas de besar en aquel mismo instante al pequeño por haber elegido precisamente esas páginas.


—Y aquí estoy yo también, y aquí, y aquí…


Pedro empezó a relajarse incluso. En las páginas siguientes había más fotos del zoo; detrás venían las del circo y después las de la feria… Pedro aparecía en casi todas porque era el que había organizado aquellas salidas.


Sin embargo, más adelante estaban las del último cumpleaños de Kevin; en ellas, aparecía el pequeño apagando las velas… y Ana estaba a su lado. No podía dejar que Paula las viera.


—Vamos a dejar ya el álbum —dijo Pedro en un tono un poco más agudo de lo normal en el que no era difícil detectar una nota de temor. Intentó asir el álbum pero el pequeño lo aferró con todas sus fuerzas.


—¡Venga, Kevin! Esto es un rollo… no nos aburras más —dijo Belen.


—Yo no estoy aburrida en absoluto —protestó Paula


—Ni yo tampoco —se sumó Flasher—. Estas fotos familiares tienen un aire tan… tan parecido a los cuadros de Grandma Moses.


Pedro estaba atrapado. No podía arrancar el álbum de las manos del chiquillo… no si no quería aparecer ante sus huéspedes como un loco de remate. Se quedó muy quieto, esperando lo inevitable, casi sin atreverse a respirar. Kevin pasó con decisión la página maldita.


—Y aquí salgo yo… ¡Hey!


La habitación quedó a oscuras.


Sin dudarlo, Pedro se puso en acción: se abalanzó sobre el álbum, pero con tal ímpetu que también levantó en brazos al niño. No importaba, así tenía dos pájaros de un tiro, se dijo, mientras emprendía la retirada.


Cuando llegó a la puerta, las luces parpadearon, así que pudo vislumbrar la cara de Paula, muda de asombro, con los ojos casi fuera de las órbitas, tan atónita estaba. Eso le hizo dudar, pero solo fue un segundo, después, salió como alma que lleva el diablo.