lunes, 8 de junio de 2020

MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 40





—¡Eh, espérenme!


La visión de Paula corriendo por el muelle hacia el crucero hizo que Pedro sintiera una oleada de alivio.


Cuando llegó el momento de tener que irse al embarcadero, Pau seguía encerrada en su cuarto, de modo que Pedro llamó a la puerta y le expuso cuáles eran los planes para esa tarde. Él interpretó su falta de respuesta, aparte de un vehemente «¡Bien, espero que naufraguen y los devoren los tiburones!», como una negativa silenciosa a acompañarlo. Por primera vez en su carrera profesional estuvo a punto de anteponer los sentimientos personales a los negocios y cancelar la excursión náutica para intentar reparar los daños en una amistad que valoraba por encima de todas las demás; lo único que lo detuvo fue saber que no había modo de razonar con Paula hasta que se calmara... supuso que le quedaba una espera de dos décadas.


Miró de reojo a Rebeca cuando Pau saltó a la cubierta y vio que, a diferencia de él, distaba mucho de sentirse complacida por la inesperada llegada de su «esposa». Y tampoco fingió lo contrario cuando Paula la saludó.


—¿Qué haces aquí? —demandó.


—¿Perdón? —Paula llevaba unos pantalones cortos y la miró por debajo de una gorra de béisbol gastada; aun así su expresión y tono habrían puesto en su sitio a la realeza. Sorprendió a Rebeca, pero no hasta el punto de disculparse.


Pedro comentó que no vendrías —explicó con voz que sugería que eso le había gustado. Miró a Pedro con ojos acusadores y añadió—: Dijo que te sentías mal. Otra vez.


—Y así era —respaldó su mentira.


—Entonces, ¿qué haces aquí? —desafió Rebeca—. No me parece adecuado que te sometas al calor del sol y a los vaivenes de un barco. Es evidente que tienes una constitución poco robusta, siendo patéticamente delgada y todo eso.


—¡Oh, por lo general Pau tiene una salud de hierro! —intervino Pedro para evitar la demoledora respuesta de Pau—. Pero ya sabes cómo pueden ser los mareos por la mañana. Ella... —calló en cuanto notó que Rebeca ya no era el blanco de la mirada iracunda de Paula.


—¿Está embarazada? —la sorpresa de Rebeca fue tan aguda como las dagas visuales que le lanzó Pau.


—Bueno, eh... —intentó remediar el error cometido—, es decir, creemos que lo está. Hmm... podría estarlo. Bueno, podría ser. Eh... aún no ha sido confirmado. ¿No, cariño?


—No, cariño, razón por la que deseaba mantenerlo en secreto —le sonrió con expresión asesina.


—Cielos —intentó esbozar una sonrisa tímida—. Pero no hay motivo para molestarse, estoy seguro de que Rebeca no lo comentará. ¿Verdad, Rebeca?


—¡Dudo que alguna vez esté tan necesitada de conversación! —el tono despectivo se vio acompañado por un escalofrío y una mirada gélida—. Si me perdonas, Pedro, dejaré que ambos solucionen sus diferencias personales en privado. Y de verdad creo que sería mejor que convencieras a tu mujer de que no nos acompañara. No quiero que la tarde me la estropee una posible embarazada vomitando por la borda.


—Oh, no te preocupes, lady Mulligan —dijo Paula—. Creo que el hecho de que aún
no haya vomitado demuestra que tengo un estómago excepcionalmente fuerte.


Riendo con la vana esperanza de que Rebeca confundiera el comentario por una broma, Pedro sujetó el codo de Paula y se la llevó a popa.


—No dejes que te irrite —musitó—. Ella no merece la pena.


—No es ella quien me irrita. ¿Por qué demonios has dicho que estaba embarazada?


—Fue lo primero que se me ocurrió para justificar tus constantes indisposiciones.


—¡Pues deja de decir que estoy enferma!


—Mira, debía tener alguna explicación para tu ausencia. Decirle que habíamos discutido hubiera sido como regalarle un millón de dólares. Para ser sincero, no esperaba que aparecieras.


—Para ser sincera —imitó ella—, no esperaba aparecer; no estoy con ánimos de hacer favores...


—Pero has venido —sonrió, y alargó la mano, incapaz de contenerse de acariciarle la sedosa mejilla con los nudillos—. Gracias, Paula. Lo aprecio.


—¡No lo hagas! —se apartó y cruzó los brazos— Sólo he venido porque este trato es importante para Porter y en especial para Damian. Al padrino no le gustaría que lo estropeáramos por dejar que nuestras diferencias personales se interpusieran entre nosotros. Además —añadió con expresión renuente—, te debo una disculpa.


—¿Sí?


—No te entusiasmes —advirtió—. La doy a regañadientes. Pero la cuestión es que no fue justo echarte toda la culpa por lo que te pasó. Anoche me diste la oportunidad de retirarme. Y si hubiera prestado atención a mi cabeza y no a mis hormonas, lo habría hecho. Creo que me excedí en mi reacción porque en el pasado sólo me he acostado con dos chicos...


—¡Pau, para! No necesito oír eso —¡demonios, ni siquiera quería pensar en Paula en brazos de otro!


—No. Desde luego —se mordió el labio con cierto pudor, y se encogió de hombros—. En cualquier caso, quería que supieras... bueno, que me has hecho un gran favor.


—¿Sí?


—He estado tan obsesionada con el compromiso y la duración en mis relaciones pasadas que probablemente me he privado de algunos momentos de sexo estupendos, y...


—¡Paula!


—¿Qué? —abrió mucho los ojos, desconcertada.


—¿Qué quieres decir con qué? —la miró con ojos furiosos—. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?


—Digo que has tenido razón en todo momento, Pedro—respondió con calma—. La variedad es la sal de la vida. Y... —el guiño y la mueca que le hizo debían ser clasificados de «X»—, gracias a ti, a partir de ahora Paula Chaves va a buscar las comidas picantes.



MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 39





—Paula, una relación física entre nosotros no funcionará...


Desde el instante en que Pedro atravesó la puerta con aire tenso, pero decidido, con un saludo de «Tenemos que hablar», había estado repasando la escena que Paula había imaginado toda la mañana. Y, tal como había predicho ella, no le dio oportunidad de contradecirlo, ya que de inmediato se lanzó a un extenso monólogo sobre todos los motivos por el que tuvieron sexo.


Hasta ese momento le había echado la culpa al aislamiento, la proximidad, el estrés, la curiosidad e incluso al «exceso de identificación con su papel de pareja casada», como factores que contribuyeron a ello. Pero como Pau había esperado que citara todo, incluyendo los problemas en Oriente Medio, permaneció en silencio, dejando que se explayara a sus anchas.


—¿Y bien? —preguntó él al final con cara expectante—. Tendrás algo que decir...


—Sí —con una sonrisa se acercó a él y con gesto seductor le acarició el pecho. Bésame...


—¿No has oído ni una palabra de lo que dije? —se retiró con tanta precipitación que ella estuvo a punto de caer de bruces—. ¡Lo que pasó anoche pasado está!


Oh, Dios... Pedro no había intentado encontrar razones para justificar lo sucedido porque se negara a creer en el concepto del amor. ¡Le estaba diciendo que lo de la noche anterior había sido la primera y la última vez! En cuanto despertó sola en la cama había sabido que la próxima vez que lo viera estaría asustado, pero en ningún momento había imaginado que elegiría la negación total como un modo de enfrentarse a las cosas. Ella había pasado toda la mañana tratando de decidir cuánto tiempo necesitaba su relación antes de poder revelarle lo que sentía por él sin espantarlo... 


¡Y ahí estaba él, descalificándolos a los dos para cualquier futura competición!


—¿Pau?


—He oído lo que has dicho, Pedro. Pero al parecer no en el contexto que tú querías —su
voz no sonó tan firme como deseaba, pero nada lo era. Tenía las piernas como gelatina y el estómago revuelto. Santo cielo, no podía ser. 


No... no era justo.


—Los dos sabemos que lo que digo es verdad, Pau.


—¿Sí? —clavó con fuerza las uñas en las palmas de las manos para mantener la calma y no llorar delante de él.


—La cuestión es que sin importar lo estupendo que fuera el sexo... hmm... entre nosotros, no queremos lo mismo en una relación. Tu sueñas con un compromiso y a mí me espanta. Ninguno cambiará, sin importar lo mucho que deseemos creer lo contrario. Intentar llevar esto más lejos sólo sería...


—¡Un error impulsivo! —espetó ella—. Sí, de acuerdo, Pedro, ya lo he entendido. Pero, contéstame a esto: ¿este particular error impulsivo ocurrió la primera, la segunda, la tercera o la cuarta vez que hicimos el amor?


—Pau, cariño...


—¡No me toques! —jadeó, apartándose del alcance de su mano—. Sólo contesta la pregunta. ¿Cuándo crees que tuvo lugar este error impulsivo?


—Pasó —soltó un suspiro— cuando mezclé el valor a largo plazo de la amistad con la satisfacción a corto plazo del sexo; en cuanto recogí esa caja de preservativos y entré en tu habitación.


—Entonces tú eres el único que cometió ese error impulsivo, Pedro. Porque yo... —se clavó un dedo en el pecho—... dormí contigo sabiendo exactamente lo que hacía. No fui lo bastante estúpida como para visualizar que eso conduciría a una proposición de matrimonio, aunque imaginé que nuestra amistad podría sobrevivir a una aventura. Pen...


—¡Una aventura! —mostró una expresión de atontada incredulidad— ¡No podemos tener una aventura! ¡Tú no tienes aventuras! —le informó—. Para ti el matrimonio siempre ha sido el fin. Siempre has jurado que jamás te rebajarías a ser la amante de un hombre.


—Es cierto. Y la buena noticia es que no rompí ese juramento. Pero gracias a ti mi elevada posición moral en contra de un revolcón de una noche ha perdido toda credibilidad —la satisfacción de verlo palidecer ante la acusación no bastó para derrotar la amenaza de las lágrimas; sólo el orgullo lo consiguió.


—No... no sé qué decir...


—¿No? Pues no te preocupes, porque no estoy interesada en escucharte —giró en redondo y salió de la habitación.


—¡Pau, espera!


No lo hizo, ni miró atrás para mandarlo al infierno ni cerró de un portazo, aunque Pedro sintió que jamás había quedado tan aislado de alguien.


Bajó la vista a la impecable mesa con el mantel blanco de algodón, una bandeja con fruta, copas de cristal y una cubitera con una botella de champán. No supo si era el idiota, el bastardo o el mártir más grande del mundo.





MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 38




Pedro se esforzó por dar la impresión de que analizaba lo que sir Frank acababa de proponerle.


—Me gustaría poder pensar en lo que me acabas de decir —dijo, dudando seriamente de haber retenido algo de las dos horas que llevaban hablando, aparte de los buenos días. Mientras observaba los números sobre los beneficios del hotel durante los últimos cinco años no había parado de ver la imagen de Paula tal como la dejó dos horas atrás, su desnudez semicubierta por una sábana mientras yacía dormida.


—No espero otra cosa —repuso el hombre mayor con tono de aprobación, antes de que sus ojos se desviaran hacia la puerta, donde Rebeca había aparecido de repente.


Como siempre, la morena estaba vestida con ropa de marca, y entró en la estancia con un paso que resaltaba la extensión y firmeza de sus piernas. Plantó un beso en la frente de su marido y por primera vez a Pedro se le ocurrió que la sexualidad de Rebeca era tan sintética como su rutina de esposa amante. No le sorprendió tanto el hecho como haberlo observado. En el pasado se había esforzado en no pasar de la fachada con las mujeres. En cuanto un hombre empezaba a mirar debajo de la superficie, corría el riesgo de encontrar rasgos atractivos e involucrarse emocionalmente, y lo siguiente que sabía era que bailaba el vals nupcial y asistía a clases de parto sin dolor.


—¡Maldición! —no se dio cuenta de que había hablado en voz alta hasta que los Mulligan lo miraron con ojos curiosos—. Lo siento. Acabo de pensar en algo que tendría que haber hecho.


—¿No habrás aceptado mi propuesta ya? —bromeó sir Frank.


—Jamás salto sin mirar, sir Frank —sonrió. «Bueno, no hasta la noche anterior», corrigió—. Le plantearé a la junta lo que hemos hablado y te haré saber su opinión.


—Por supuesto. De ti, Pedro, no espero otra cosa. Y, para ser totalmente sincero, prefiero ver que Illusion termina en Porter Corporation que en una de las otras cadenas menos rigurosas.


Pedro no mordió el cebo y no preguntó que otros grupos pujaban por las instalaciones, aunque era de esperar que hubiera por lo menos media docena; el tono de Mulligan bastó para transmitir que su rival más serio era Mario Kingston.


—Como dije antes —continuó el hombre mayor—, me encantaría ver que la isla pasa a manos de alguien a quien de verdad le importe la industria turística de este país. Aunque en el pasado hemos sido competidores, tengo un respeto enorme por Damian Porter como hombre de negocios —emitió lo que parecía una auténtica sonrisa melancólica—. Por desgracia, Pedro, ambos sabemos que al ser yo también un hombre de negocios, no puedo permitir que los sentimientos nublen mi decisión para la venta, de modo que si quieres aclarar algún punto, estaré en mi despacho toda la tarde...


—¡Oh, cariño! —gimió Rebeca—. ¿Toda la tarde? Quería salir a navegar unas horas. Incluso iba a sugerir que lleváramos a Pedro y a... hmmm... hmmm.


—Paula —aportó Pedro, conteniendo una sonrisa.


—Oh, Frank, cariño, ¿no puedes postergar tus planes para esta tarde?


—Lo siento, Rebeca, pero por desgracia no puedo. No obstante, no hay motivo para que no puedan ir ustedes tres. ¿Quién sabe? —sonrió—. Quizá unas horas de ver la belleza de Illusion desde el mar ayude a Pedro a llegar a una decisión.


Pedro apenas pudo ahogar un gemido. Lo último que necesitaba era pasar una tarde con la vampiresa de Rebeca. Pero su intento de declinar la invitación no fue aceptado con ecuanimidad por lady Mulligan, y cuando se mantuvo firme en su negativa ella recurrió a los mohines y las súplicas. Fue un ardid que le proporcionó una mirada furiosa de sir Frank, a quien no le gustaba que nadie irritara a su malcriada y mimada esposa.


Mentalmente los mandó a los dos al infierno. A pesar de las afirmaciones de Mulligan de que en primer lugar era un hombre de negocios, sus excentricidades, cuando se trataba de su esposa, eran bien conocidas; Pedro no podía arriesgarse a descubrir si una negativa pondría en peligro las negociaciones.


—¡Estupendo! —irradió Rebeca cuando al final aceptó—. Dame unos minutos para cambiarme y luego bajaremos al embarcadero.


—Me temo que tendrá que ser más tarde. Estoy seguro de que Pau tendrá el almuerzo preparado cuando vuelva. Que sea a... ¿la una y media?


—Oh, de acuerdo —pareció tan abatida como podía estarlo alguien con sus bien dotadas dimensiones—. Me había olvidado de ella.


Era una mentira patética, pero Pedro deseó poder decir lo mismo con la mitad de convicción.