miércoles, 13 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 12





Era medianoche y estaba agotado, pero necesitaba alejarse de Paula. Así que se subió a la camioneta, arrancó, condujo a toda prisa por el polvoriento y bacheado camino y, cuando divisó la carretera principal, se dispuso a girar hacia el norte, hacia casa.


Hacia la cordura.


Hacia la seguridad.


El último bache era tan profundo que pegó un bote en el asiento y se recordó que tenía que arreglar el maldito camino antes de que Paula sufriera un accidente. Pero ¿por qué se preocupaba por ella? Era una mujer libre. No lo necesitaba. 


Ni siquiera lo quería en su casa, de donde lo acababa de echar. Y, desde luego, tampoco necesitaba que le hiciera el amor.


Lamentablemente, no se la podía quitar de la cabeza. 


Incluso había estado a punto de seducirla, a pesar de saber que era un error. Él no mantenía relaciones con mujeres que buscaban el amor eterno. Solo las mantenía con mujeres que jugaban a lo mismo que él. Y Paula ni siquiera conocía el nombre del juego.


Encendió la radio, puso una emisora de música y subió el volumen con la esperanza de que ahogara sus pensamientos.


Pero era una emisora de música country, infestada de canciones románticas que hablaban de amores no correspondidos.


En lugar de cambiar de emisora, que habría sido lo más lógico, Pedro pensó que merecía aquel tormento y la dejó puesta. El resultado fue inevitable: a mitad de camino, ya estaba considerando la posibilidad de dejar el trabajo de Marathon en manos de Tobias. O de asesinar a su amigo y a Lisa por haberlo enviado a ese lugar.


Cuando llegó a su casa de Miami, se metió en la cama con intención de dormir unas cuantas horas. Pero Tobias se presentó a las diez y lo despertó, así que no tuvo más remedio que levantarse y meterse en la ducha.


Minutos más tarde, entró en la cocina. Tobias le ofreció una taza de café que él aceptó con un gruñido, sin darle siquiera las gracias. Luego, echó un buen trago, se apoyó en la encimera y se puso a abrir y cerrar armarios con estruendo, esperando que su amigo se diera por aludido y se marchara de allí.


Sin embargo, Tobias hizo caso omiso y preguntó:
–¿Qué tal todo?


–Si te refieres a la obra, bien.


–¿No hay ningún problema?


–Desde que solventamos el asunto del proveedor, no.


–¿Y qué tal está Paula?


Pedro no se dejó engañar por la aparente inocencia de la pregunta de Tobias. Pero disimuló y se encogió de hombros.


–Supongo que bien.


–¿Solo lo supones? Os veis todos los días.


–Sí, pero Paula es una mujer difícil. Nunca sabes lo que está pensando.


–¿En serio? Siempre he pensado que es una persona directa y clara, que no se anda con juegos y subterfugios.


–Tobias, no nos dedicamos a charlar sobre su estado anímico. A mí me parece que está tan bien como cuando llegué, pero no te sabría decir.


Tobias soltó una carcajada.


–Vaya, vaya… No sabía que te gustara tanto.


–Oh, sí, me gusta tanto como el veneno –ironizó.


–Ya.


Pedro entrecerró los ojos.


–Será mejor que dejes de fastidiarme, o renunciaré al trabajo de Marathon y tendrás que hacerlo tú. De hecho, estoy de tan mal humor que deberías tener cuidado con lo que dices. Te arriesgas a no salir con vida de aquí.


–Oh, oh… ¿Tan mal te va?


–No me va mal; me va peor. Pero tampoco es para tanto.


–¿Quieres que hablemos de ello?


–No hay nada que decir.


–¿Te has enamorado?


–No.


–¿En serio? –dijo con escepticismo.


–Deja de presionarme, Tobias –le advirtió.


–Pues no lo entiendo, la verdad. ¿Dónde está el problema? 
Paula es inteligente y atractiva, sin mencionar el hecho de que los dos sois adultos y estáis libres de compromisos. Me extraña que no aproveches la oportunidad.


–Paula Chaves no es mi tipo.


–¿Cómo que no? Es una mujer.


–Muy gracioso –protestó.


–Oh, vamos. Es imposible que no te guste.


–Mira, Paula es encantadora en todos los sentidos. Pero eso no significa que estemos hechos el uno para el otro.


Tobias asintió.


–Creo que empiezo a entender lo que sucede. Te intenta reformar, ¿verdad?


–No lo sabes tú bien. Ha llegado al extremo de comerse todos mis bollos.


Tobias volvió a reír.


–Dios mío…


–Y se empeña en que desayune fruta o cereales. ¿Te lo puedes creer? Me ha obligado a comer tanta verdura que me siento un conejo. Hace dos semanas que no me como un filete. Y cada vez que me compro una hamburguesa, se pone tan fundamentalista que solo le falta pedirme que me arrodille y rece.


–Pues dile lo que pasa. Es una mujer razonable. Te escuchará.


Pedro lo miró con incredulidad.


–Creo que no estamos hablando de la misma mujer. La Paula que yo conozco se pone histérica cada vez que ve una simple bolsa de patatas fritas.


–¿No crees que estás exagerando?


–¿Exagerando? En todo caso, me estoy quedando corto – afirmó Pedro–. Esa mujer es una dictadora.


–Solo se preocupa por tu salud…


–Paula no es mi médico, Tobias.


–Y es una suerte que no lo sea. Si tu médico supiera que te atiborras de comida basura, llamaría a la policía para que te internaran en un hospital durante un mes.


–Empiezas a hablar como ella…


–Porque tiene parte de razón. Estás en una edad muy mala.


–Lo dices como si fuera un adolescente, pero te recuerdo que tengo treinta y siete años y que mi forma física es perfecta. De hecho, ninguna de las mujeres con las que salgo se ha quejado nunca de mi físico.


–¿Esta noche tienes una cita?


–¿Una cita? ¿A qué viene eso? –preguntó con extrañeza.


–¿La tienes?


–No.


Tobias lo miró con asombro.


–¿Me estás diciendo que el gran Pedro Alfonso está en Miami y no tiene intención de salir con ninguna mujer? Es bastante extraño, ¿no te parece?


Pedro entrecerró los ojos, pero no dijo nada.


–¿Qué estás haciendo aquí, por cierto? –continuó Tobias–. Te he llamado a la obra, pero Teo me ha dicho que no sabía nada de ti. Menos mal que he hablado con Paula.


–¿Has hablado con Paula?


–Claro. Me ha dicho que te habías ido y he supuesto que estarías en tu casa.


–¿Y se encontraba bien?


–No sé… me ha parecido la Paula de siempre –contestó–. Pero ¿qué diablos ha pasado entre vosotros?


–Nada.


–Te advierto que, si le has hecho daño, Lisa te matará. Y si no te mata ella, te mataré yo.


–¿Quién ha dicho que le he hecho daño? ¿Ella?


–Ella no ha dicho nada. Por si no lo habías notado, Paula es la quintaesencia de la discreción. Pero aún no has contestado a mi pregunta. ¿Qué estás haciendo aquí?


Pedro no había tenido tiempo de inventar una excusa, así que dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.


–Tengo que hacer unas cosas en la oficina.


–¿Qué cosas?


–Cosas. Nada más.


–Umm. Qué interesante.


–Deja de hacerte el listo, Tobias. Estoy demasiado cansado para aguantar tus tonterías.


Tobias sonrió.


–Bueno, ya que estás en Miami, espero que cenes con nosotros.


Pedro sacudió la cabeza.


–No, de ninguna manera.


–¿Cómo que de ninguna manera? ¿Es que no echas de menos a tu ahijado? Quiere que juegues con él al béisbol para que le ayudes a mejorar sus lanzamientos –declaró Tobias–. Y seguro que querrás ver a mi hija, que ya ha empezado a gatear… 


–Llevo dos semanas en una casa llena de niños y adolescentes. Te aseguro que estoy hasta la coronilla de menores.


–Haremos una parrillada… 


Pedro dudó.


–Y tengo una botella de vino que es perfecta para la carne – añadió Tobias.


Pedro se rindió al instante.


–Está bien. ¿A qué hora?


–A las ocho.


–Que sean las siete. Estoy tan cansado que, si no me acuesto pronto, soy capaz de quedarme dormido en mitad de la cena.


–Como prefieras –dijo Tobias–. Por cierto, ¿cuándo vas a pasar por el despacho?


–¿Por el despacho? –preguntó, desconcertado.


–Acabas de decir que has venido a Miami porque tienes cosas que hacer en la oficina –le recordó su amigo. 


–Ah, sí… No sé. Supongo que pasaré más tarde.


–Más tarde –repitió Tobias con sorna–. Bueno… Espero que te diviertas.


Tobias se marchó y Pedro se puso a fregar el suelo de la cocina. Estaba limpio y reluciente porque pagaba a una mujer para que le limpiara la casa todas las semanas. Pero necesitaba hacer algo, así que restregó y restregó mientras se dedicaba a enumerar los defectos de Paula, en un intento por convencerse de que no le gustaba.


Pensó en su pelo, en su falta de gusto con la ropa y en su manía de meterse en la vida de los demás. Pensó que era dogmática, inflexible y mandona. Pensó todo lo que podía pensar al respecto.


Y no sirvió de nada.








DESTINO: CAPITULO 11





Algo había cambiado entre ellos. Paula se dio cuenta a la mañana siguiente. Esperaba que, tras su conversación nocturna, Pedro se mostrara más reservado. De hecho, necesitaba desesperadamente que mantuviera las distancias y rompiera el vínculo que había surgido entre ellos. Pero no lo rompió. Y se puso nerviosa al notar que el ambiente estaba tan cargado como si hubieran hecho el amor.


Sin embargo, su nerviosismo no impidió que se comiera todos los bollos que Pedro había dejado encima de la mesa. Estaba harta de que se atiborrara de bollería industrial, y le pareció una buena forma de impedirlo. Pero Pedro se aferró al refresco que había sacado de la nevera cuando ella se lo quiso quitar.


–De ninguna manera –dijo él–. Necesito el refresco.


–Está bien, tómatelo… ¿Te apetece un poco de fruta?


–Preferiría comer papel.


Los chicos rompieron a reír, encantados con el enfrentamiento de los dos adultos.


–En ese caso, te puedo ofrecer unos copos de avena… 


Pedro frunció el ceño.


–¿Qué demonios es esto? ¿Una especie de castigo?


–Si yo fuera tú, aceptaría los copos de avena –intervino David–. Cuando se pone saludable, no hay nada que hacer. Pero, si le sigues la corriente, es posible que el fin de semana esté más tolerante y prepare unas crepes.


–Serás traidor… –dijo Paula con una sonrisa–. Por cierto, ¿alguien sabe dónde está Joaquin? ¿Aún no se ha levantado?


Joaquin apareció en ese preciso momento y se sentó a la mesa, tan lejos de Pedro como le fue posible. Era obvio que estaba enfadado con él.


–Buenos días, Joaquin –dijo Pedro.


El adolescente respondió al saludo en voz baja, sin apartar la vista de su cuenco de cereales, y guardó silencio hasta que terminó de desayunar. Entonces, se levantó de la mesa con la evidente intención de marcharse.


–Espera –volvió a hablar Pedro.


–Me tengo que ir.


–Aún tienes unos minutos. Pero, si se hace tarde, te llevaré yo mismo al instituto.


Joaquin miró a Ann, que declaró:
–Siéntate y escucha lo que te quiere decir.


El joven se sentó a regañadientes.


–He estado pensando y se me ha ocurrido una idea – empezó Pedro–. Sospecho que a un chico de tu edad le vendría bien un poco de dinero…


Los ojos de Joaquin brillaron con interés, pero se limitó a encogerse de hombros.


–He pensado que podrías trabajar en la obra por las tardes, cuando salgas de clase.


Joaquin lo miró con hostilidad.


–¿Yo? ¿Trabajar para ti? Ni lo sueñes –bramó.


–Joaquin, esa no es forma de hablar a Pedro –protestó Paula–. Deberías prestarle atención.


–¿Por qué? No es más que un soborno para ganarse mi confianza.


Pedro hizo caso omiso del comentario y habló como si el adolescente no hubiera dicho nada.


–Tendrías un salario decente y aprenderías algo nuevo. Hasta es posible que te guste y te ayude a tomar una decisión sobre lo que quieres hacer en la vida.


Joaquin volvió a mirar a Paula.


–¿Tengo que hacerlo? –le preguntó.


Paula suspiró.


–No, no tienes que hacerlo si no quieres. Pero piénsalo con detenimiento. Muchos chicos de tu edad darían cualquier cosa por una oportunidad como la que Pedro te ha ofrecido. Es una forma de ganar experiencia, antes de decidir si quieres hacer una carrera.


–¿Una carrera? –dijo con desprecio–. Ninguna universidad me aceptaría.


–¿Por qué no? Tienes buenas notas –dijo Paula con paciencia–. Además, trabajar con Pedro sería una forma de conseguir el dinero que necesitas. Piénsalo bien.


–Eso es todo lo que te pido. Que te lo pienses –intervino
Pedro–. Háblalo con tus amigos y pregúntales qué les parece… Seguro que algunos ya tienen experiencia laboral. Me puedes dar tu respuesta esta noche.


Joaquin asintió.


–Está bien. ¿Ya me puedo ir?


–Por supuesto –dijo Paula, que empezaba a estar cansada de su actitud.


Cuando el adolescente se fue, ella se giró hacia Pedro y dijo:
–Empiezo a pensar que tienes razón. Cada vez se muestra más hostil. Puede que me haya equivocado con él.


–No te preocupes por Joaquin. Ahora es asunto mío.


Pedro se levantó de la mesa.


–No quiero que te molestes. Joaquin es responsabilidad mía – dijo Paula.


Él le puso una mano en el hombro.


–No, ya no es responsabilidad tuya. Tiene edad suficiente para empezar a hacerse cargo de sus cosas –dijo–. En fin… Que tengas un buen día, Paula.


Pedro se marchó y Paula se quedó pensando en Joaquin, más preocupada que nunca. Ya no estaba tan segura de que pudieran hacer algo por ayudarlo. Pero, evidentemente, lo tenían que intentar.


Pedro estaba esperando a Joaquin cuando el chico salió del instituto, en compañía de una jovencita esbelta y de pelo oscuro. Parecía muy contento; pero, al ver a Pedro, se puso serio al instante.


–¿Qué estás haciendo aquí?


–He pensado que podíamos terminar nuestra conversación.


–No tengo nada que decirte.


Pedro sonrió.


–No lo dudo, pero yo tengo algo que decirte a ti.


–Pues déjalo para más tarde. Ahora estoy ocupado.


–No importa, Joaquin –intervino la chica, que sonrió a Pedro–. De todas formas, me tengo que ir a casa.


–Está bien. Te llamaré más tarde.


–Genial…


En cuanto la joven se fue, Joaquin miró a Pedro con dureza.


–¿A qué viene esto? No quiero que mis amigos piensen que estoy bajo vigilancia de una especie de policía.


–No creo que tu amiga piense eso. Y, si lo pensara, estoy seguro de que la sacarías de su error –dijo Pedro–. Entre tanto, quiero hablar contigo. Sobre Paula.


Joaquin dudó.


–¿Paula? ¿Es que le ha pasado algo?


–No le ha pasado nada, pero está muy preocupada por ti.


–Está preocupada porque tú te has dedicado a emponzoñar nuestra relación. Todo iba bien hasta que llegaste.


–No. A ti te iba bien –puntualizó.


–¿Y no es lo mismo?


–En absoluto –dijo–. Anda, sube a la camioneta. Hablaremos de camino.


–¿De camino adónde?


–A tu nuevo trabajo.


–Ya te he dicho que no quiero trabajar contigo.


Pedro intentó no perder la paciencia.


–Joaquin, solo quiero que no desaproveches tu potencial. Eres un chico inteligente y podrías hacer grandes cosas. Además, Paula se ha esforzado mucho por ayudarte… ¿No crees que estás en deuda con ella?


–Paula no se ha quejado nunca de mí –le recordó.


–Porque te quiere. Incluso es posible que te quiera demasiado.


–¿Qué significa eso?


–Que no se queja porque no te quiere presionar. Pero yo creo que ya no eres un niño, que eres perfectamente capaz de soportar más presión.


–Puedo soportar lo que sea –dijo con orgullo.


–Pues demuéstralo. Acepta el trabajo que te he ofrecido. Y no te preocupes por mí… no estarás a mis órdenes.


Joaquin comprendió que le había tendido una trampa y que no tenía escapatoria, salvo que quisiera dar la impresión de que no estaba a la altura del desafío.


–De acuerdo. Lo intentaré. Pero, si no me gusta, lo dejaré de inmediato.


–Me parece justo.


Pedro lo llevó a la obra y le presentó a Teo, el capataz, quien le puso a trabajar rápidamente. A las seis de la tarde, Joaquin estaba agotado y cubierto de polvo, pero su beligerancia había disminuido tanto que, cuando Pedro se ofreció a llevarlo a casa, dijo:
–Por qué no. A fin de cuentas, vamos al mismo sitio.


Al llegar a casa, Joaquin cruzó la cocina sin detenerse.Paula intentó pararlo, pero Pedro se lo impidió.


–Deja que se vaya. Se sentirá mejor cuando se haya dado una ducha. Ya cenará después.


–¿Ha aceptado el trabajo?


–Con algunas reticencias.


–No lo habrás presionado, ¿verdad?


–Solo un poco.


–Pero…


–Deja de preocuparte, Paula –la interrumpió–. Hemos quedado en que, si no le gusta el trabajo, lo puede dejar cuando quiera.


Ella asintió y Pedro se fue a hacer lo mismo que el adolescente, darse una ducha.


Cuando ya se había refrescado y cambiado de ropa, entró en el salón y descubrió que Paula se había sentado en el suelo con Tomas y Melisa. Estaban haciendo un rascacielos con piezas de colores, aunque no parecía muy estable.


Pedro los observó durante unos minutos, entretenido con el gesto de concentración de Melisa y la sonrisa encantada de Paula.


–Será mejor que reforcéis la esquina sudoeste –aconsejó a Tomas.


–Este edificio es nuestro. Si quieres uno, constrúyete uno – dijo Paula con humor.


–Ya tengo uno, y es mucho más grande.


–Que sea más grande no significa que sea mejor.


–Puede que no, pero el mío durará veinte años por lo menos, y el vuestro no se sostendrá más de veinte segundos.


Justo entonces, el pequeño edificio se tambaleó bajo el peso de una pieza roja que Tomas acababa de poner en la parte superior. Por fortuna, Pedro reaccionó con rapidez y puso una pieza extra en la base de la torre, que dejó de temblar.


–Ya está. Tan firme como el Empire State Building.


–¿El Empire State Building es tan alto? –preguntó Tomas.


–Es altísimo.


–Yo quiero verlo –dijo Melisa.


–Bueno, puede que algún día vayamos a Nueva York… 


–Yo quiero verlo –insistió la niña.


–Algún día –repitió Pedro con firmeza–. Por cierto, ¿alguien sabe qué hay de cenar?


–¡Dios mío! ¡La cena! –exclamó Paula.


Paula se levantó tan deprisa que dio un golpe a la torre y la derribó. Melisa se puso a gimotear al instante, pero Tomas se lo tomó con tranquilidad y empezó a recoger las piezas.


–Te ayudaré a recogerlas mientras Paula sirve la cena –dijo Pedro.


–Si no me aterrorizara la idea de que te encargues tú de la comida, te enviaría a la cocina ahora mismo –afirmó ella–. Hay que ser verdaderamente machista para dar por sentado que las mujeres tenemos que servir la mesa mientras los hombres se dedican a construir rascacielos.


Pedro rompió a reír.


–Eh, yo no he insinuado eso… A decir verdad, creo que Melisa podría llegar a ser una gran profesional de la arquitectura. Incluso es posible que le dé unas cuantas lecciones, para que siga mis pasos en el futuro.


Paula lo miró con desconcierto, y Pedro se dio cuenta de que sus apelaciones a un futuro lejano la incomodaban más que sus caricias. Y quizá tuviera motivos para sentirse incómoda. Al fin y al cabo, su presencia en la casa era temporal. Aquello no era el principio de una relación duradera. Pero Pedro se preguntó cómo serían las cosas si terminaban juntos; qué se sentiría al saber que Paula Chaves estaría siempre a su lado.


Sin embargo, a Pedro le extrañó que Paula recelara tanto del futuro. ¿Habría sufrido alguna experiencia amarga en tal sentido? No tenía forma de saberlo, porque ella conocía muchos de sus secretos, pero él desconocía los suyos.


Después de cenar, Paula se fue a acostar a los chicos y Pedro salió al porche y se sentó en la hamaca. Llevaba un rato allí, contemplando las estrellas, cuando oyó que la puerta crujía.


–¿Pau?


–Sí.


–Ven a sentarte conmigo.


Ella dudó.


–Oh, vamos. Hay sitio parar los dos.


–No lo creo. Además, debería limpiar los platos.


–Los platos pueden esperar; pero el cielo, no. Puede que no vuelva a ser el mismo. Puede que alguna de las estrellas se caiga…


–Me sorprendes, Pedro Alfonso. No sabía que tuvieras alma de poeta.


–Ya te he dicho que estoy lleno de sorpresas. Pero ven, siéntate conmigo… –insistió–. No me digas que tienes miedo de un poeta.


Paula soltó una carcajada y se acercó a él. Pedro la agarró de la muñeca y tiró de ella de tal forma que se cayó encima y terminó con los senos apretados contra su pecho. Paula se asustó y retrocedió a toda prisa.


–No te vayas –le rogó él–. Siéntate a mi lado.


Ella volvió a dudar, pero se sentó a su lado y apoyó la cabeza en su hombro.


–Mira, Pau, una estrella fugaz… Pide un deseo.


–No me digas que crees en esas cosas –declaró con sarcasmo.


–Bueno, nunca se sabe. Y, en cualquier caso, prefiero no despreciar los guiños de la diosa Fortuna.


–¿De la diosa Fortuna? ¿Te gusta el juego?


Pedro lo pensó un momento y dijo:
–Sí, supongo que sí.


–¿Y cuál es tu juego preferido? ¿El póquer? ¿El blackjack?
¿Las carreras de caballos? –se interesó.


–El amor.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta.


–El amor no es un juego.


–Pues siempre he amado como si lo fuera –afirmó él–. ¿Y tú? ¿Has estado enamorada alguna vez?


–Una. Hace mucho.


–¿Qué pasó?


–Que me abandonó.


Pedro frunció el ceño.


–No lo entiendo. ¿Cómo es posible que un hombre en su sano juicio abandone a una mujer tan maravillosa como tú?


–No hay mucho que entender. Solo era un jovencito de veintidós años. No estaba preparado para vivir con una mujer que estaba esperando un hijo.


La voz de Paula no había cambiado sustancialmente, pero Pedro se dio cuenta de que estaba llorando y se emocionó. Si no hubiera sido consciente de que necesitaba hablar, la habría tomado entre sus brazos.


–Estábamos comprometidos –continuó ella–, pero se asustó cuando le dije que me había quedado embarazada. Él tenía muchos planes. Quería ir a la universidad y estudiar Medicina. Yo le intenté convencer de que saldríamos adelante en cualquier caso, pero rompió nuestra relación y se marchó esa misma noche.


Paula soltó una carcajada cargada de amargura.


–No lo volví a ver. ¿Y sabes qué es lo más terrible de todo? Que, al día siguiente, perdí al bebé. Si se hubiera quedado veinticuatro horas más, habríamos seguido juntos.


–Y habrías sido terriblemente infeliz. Ese chico era un idiota.


–Es posible, pero yo estaba tan enamorada que me hundí por completo


–Y decidiste que ningún hombre te volvería a causar tanto dolor.


Paula sacudió la cabeza.


–No mientas, Pau. Si no fuera verdad lo que he dicho, habrías mantenido más relaciones amorosas. Pero, en lugar de eso, llenaste tu vida de niños abandonados.


–¿Quién está haciendo ahora de psicólogo?


–Supongo que yo –admitió–. ¿Lo hago muy mal?


–No, no demasiado.


–Pau…


Ella le puso un dedo en los labios y lo acalló.


–No sigas,Pedro. Ahora sabes más de mi pasado, pero eso no cambia nada entre nosotros.


–¿Estás segura de ello?


Pedro le dio un beso cariñoso y repitió:
–¿Estás segura?


Los grandes y azules ojos de Paula, enmarcados en pestañas de color azabache, se clavaron en él de tal modo que el hilo de lo que iba a decir se perdió entre las provocativas imágenes que asaltaron su imaginación.


Nervioso, tragó saliva y dijo:
–Será mejor que te acuestes y duermas un poco.


Ella asintió.


–Sí, será mejor.


Durante un momento, Pedro tuvo la sensación de que Paula no se quería ir. Pero entonces, ella se levantó y desapareció en el interior de la casa.


Una hora después, él entró en la cocina con la esperanza de que ya se hubiera acostado, y se sorprendió al ver que estaba limpiando el fregadero y que se había cambiado de ropa. Ahora llevaba una camiseta tan grande que le tapaba los muslos, y unos calcetines amarillos que ocultaban sus pantorrillas.


Pedro pensó que admirar sus piernas era demasiado peligroso, así que desvió la vista hacia sus manos. Pero fue un error. Se imaginó sometido a las caricias de aquellos dedos y se excitó de tal forma que tuvo miedo de lo que pudiera pasar. Si Paula no se marchaba en menos de cinco minutos, renunciaría a sus buenas intenciones y le haría el amor allí mismo.


Paula se dio la vuelta de repente y lo miró con inseguridad, como si hubiera adivinado sus pensamientos.



–Pensé que te habías ido a la cama –dijo ella.


Pedro se acercó como atraído por un imán y le acarició el cabello.


–¿Sabes lo que me estás haciendo, Pau?


Ella asintió.
–Te deseo –siguió él–. Quiero que seas mía. Ahora. Esta noche.


Ella asintió de nuevo y él perdió el control. Se inclinó, le acarició el cuello y la besó con apasionamiento, arrancándole suaves gemidos de placer que destrozaron sus últimas defensas con la fuerza de un maremoto.


–Será maravilloso, Pau. Te lo prometo… –Lo sé –susurró contra sus labios.


Pedro llevó una mano a sus senos y le frotó un pezón, que se endureció enseguida. Después, se lo mordió con dulzura y la acarició entre las piernas, rítmicamente. Paula gimió y se arqueó contra sus dedos.


Entonces, él alzó la mirada. Ella había echado la cabeza hacia atrás, ofreciéndole su cuello desnudo, y respiraba con la boca abierta, casi jadeando. Consciente de su excitación, Pedro insistió de nuevo en las caricias; pero, esta vez, por debajo de la camiseta y sin más barrera que la seda de las braguitas.


Al sentir su humedad, se estremeció y supo que, si no se detenían, harían el amor en la cocina de la casa. Y quizás fue eso lo que le detuvo. O quizás, la breve expresión de pánico de Paula, que desapareció enseguida.


Apartó la mano y le bajó la camiseta.


–¿Pedro? –preguntó ella con perplejidad.


Él suspiró y le dio un beso en la frente, arrepintiéndose de haber roto la magia.


–No te preocupes, Pau. No pasa nada.


–Pero quiero hacer el amor contigo… 


–Lo sé. Y quiero lo mismo que tú.


–Si eso es cierto, ¿por qué has parado?


–Porque sería un error. Sé que no estás buscando una aventura amorosa. Buscas una relación larga, y yo no te la puedo dar.


–Soy una mujer adulta –le recordó con firmeza–. Soy perfectamente capaz de tomar mis propias decisiones, y te aseguro que no espero nada de ti. Solo quiero tu afecto.


Él sonrió.


–Puede que lo creas ahora, pero sospecho que mañana por la mañana te arrepentirías de haber hecho el amor conmigo. Los dos nos sentiríamos culpables –dijo–. Anda, acuéstate antes de que cambie de opinión.


Ella se giró hacia el fregadero como si tuviera intención de seguir limpiando.


–Acuéstate de una vez, Pau. Yo terminaré de limpiar.


–Esta es mi casa, Pedro.


–¿Y qué quieres decir con eso?


–Que las órdenes las doy yo. Si alguien se tiene que ir a la cama, tendrás que ser tú –declaró, orgullosa.


Él la miró un momento y asintió.


–Está bien. Si quieres que me vaya, me iré.