jueves, 30 de mayo de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 3




Paula se encontraba perfectamente y le habían entrado ganas de explorar el nuevo entorno en el que vivía, así que había decidido ir a visitar a su vecino. En parte, para disculparse por cómo se había comportado unos días atrás, pero también porque le intrigaba saber algo más de él. No solamente le había gustado físicamente sino que, además, le interesaba saber por qué quería comprar su casa.


La casa de Pedro se encontraba a menos de cinco minutos andando de la suya y a Paula le había sentado de maravilla salir a estirar las piernas después de haber estado recluida en casa durante semanas por culpa del resfriado.


Aunque no se acordaba de su nombre, al tenerlo ahora delante se daba cuenta de que su memoria no le había hecho justicia porque Pedro Alfonso era un hombre más alto, fuerte y guapo de lo que ella recordaba.


Desde luego, aquel hombre era grande. Paula se quedó impresionada, no sólo por su tamaño sino también por una presencia física que parecía invadir su espacio vital, lo que le daba ganas de dar un paso atrás.


Sorprendida, Paula se quedó mirándolo, pero Pedro no hizo ninguna señal que le indicara que era bienvenida.


—Fue todo un detalle por su parte pasarse por casa el otro día para ver qué tal estaba.


Pedro ladeó la cabeza y se quedó mirándola en silencio.


Paula se mordió el labio.


—Le pido perdón si el otro día no me mostré muy amable.


—No se mostró usted amable en absoluto —murmuró Pedro.


Paula se quedó mirando una arruga que tenía en los vaqueros, sin saber muy bien qué contestar. Normalmente, la gente se alegraba de verla y a todo el mundo le gustaba conversar con ella. No era que a ella le encantara ser una celebridad, pero tampoco estaba acostumbrada a que la trataran así.


—Bueno, le pido perdón por lo de la otra noche. ¿Podríamos empezar de nuevo desde el principio?


Pedro se masajeó la mandíbula.


—Me temo que he perdido su tarjeta de visita. Ni siquiera sé cómo se llama —continuó Paula.


Pedro —contestó sin alargar la mano—. Alfonso.


Paula tuvo de nuevo la impresión de que ya había oído ese nombre antes.


—Tiene usted una casa preciosa —comentó mirando a su alrededor.


La casa que había estado admirando antes de que el dueño llegara era un edificio construido al borde de un acantilado, compuesto por una sola planta, hecho de madera, hormigón y cristal y en forma de media luna. De los tres materiales, el que dominaba era el cristal y no era de extrañar porque debía de haber unas vistas excepcionales desde allí.


—¿Quiere pasar?


Paula volvió a girarse hacia él.


—No me gustaría molestarlo.


Pedro condujo a su invitada al interior de la casa a través del garaje y Paula se sintió eclipsada por la amplitud del vestíbulo de entrada. Se fijó en que, al entrar, Pedro había estado a pocos centímetros de darse con el marco de la puerta y pensó que aquélla era una casa grande para un hombre grande.


A continuación, entraron en una inmensa cocina que hacía las veces de comedor y salón y que tenía ventanales desde el techo hasta el suelo, que era de madera pulida, lo que confería a toda la estancia una maravillosa sensación de amplitud.


Daba la impresión de que la estancia estaba dividida en varias habitaciones, pero no era así.


Se trataba de un solo espacio, pero, combinando hábilmente colores neutros y echando mano de tabiques de papel, se había conseguido el efecto deseado.


Las luces no estaban encendidas. Parecía que no hubiera ni cortinas ni persianas. A lo lejos, más allá del puerto, se veían los altos edificios y las torres de la ciudad y, entre ellos, parches de oscuridad, que eran colinas y parques.


También se veía la curva de la isla, salpicada de lucecitas procedentes de las minúsculas poblaciones en las que vivían las cinco mil personas que componían su población. A la derecha, en el mar, se vislumbraban las sombras de las demás islas que componían las islas del Golfo de Hauraki.


Pedro Alfonso dejó su maletín sobre la mesa y comenzó a desabrocharse el abrigo.


—¿Le apetece tomar un café o prefiere algo más fuerte? —le preguntó a su invitada yendo hacia la cocina y encendiendo un par de luces.


—Un café está bien —contestó Paula todavía impresionada por las vistas—. ¿Lo ayudo?


Al ver que Pedro no contestaba, se giró hacia él. 

Lo encontró de espaldas a ella. Se había quitado la chaqueta y se estaba arremangando la camisa, lo que dejaba al descubierto unos brazos musculados y fuertes.


—¿Esta casa la ha construido usted?


Pedro se giró con dos tazas en la mano. Tras asentir, llenó la cafetera de agua.


—¿Es usted constructor? —le preguntó Paula apoyándose en la mesa de madera que ocupaba buena parte de la cocina.


—Sí, me dedico a la construcción.


De repente, las piezas del rompecabezas encajaron.


—Presidente de Alfonso Inc. Es usted el del estadio de rugby Alfonso.


—Es el estadio de rugby Gulf Harbor —la corrigió Pedro dejando sobre la mesa leche, azúcar y cucharas.


Paula recordaba perfectamente la euforia que se había apoderado del país cuando el Consejo Internacional de Rugby había anunciado que la próxima Copa del Mundo se celebraría en Nueva Zelanda.


La construcción del estadio era un tema del que se hablaba continuamente, pero ella no lo había seguido muy de cerca.


Desde luego, lo habría hecho de haber sabido que el hombre que estaba detrás de la construcción de dicho estadio era tan guapo.


Paula se quedó mirándolo y pensó que tenía un perfil duro y fuerte, perfectamente proporcionado, y que daría muy bien en cámara…


Su vecino parecía muy a gusto en la cocina, en la que se movía con naturalidad y eficacia. Paula estaba segura de que jamás se le habría caído una cucharilla o una taza, todo lo contrario que ella.


¿Aquello de que se moviera a sus anchas por la cocina querría decir que no había señora Alfonso?


—¿Nos sentamos?


Paula aceptó la taza de café y se dirigieron a la mesa. En uno de los extremos había varios documentos, papeles y un ordenador portátil.


Además, en una bandeja había un montón de llaves. A Paula le encantó que aquel hombre no fuera tan ordenado como parecía en un principio.


—A veces, trabajo desde casa —le explicó Pedro al ver que miraba el espacio en el que había estado trabajando—. Tengo un despacho, pero me gusta trabajar aquí.


—No me extraña.


Se quedaron tomando el café en silencio durante unos instantes. A Paula se le antojó que el silencio era sofocante pues no estaba acostumbrada. Ella siempre tenía encendida la televisión o ponía música.


—Mi casa entera debe de ser como esta habitación —comentó.


Pedro se quedó mirándola con interés.


—¿Ha pensado lo de mi oferta?


—Cuando me la hizo, tenía la cabeza en otras cosas y no me pareció que hablara usted en serio.


—Le aseguro que la oferta iba en serio —insistió Pedro sin dejar de mirarla.


Paula pensó que aquel hombre tenía unos ojos verdes que resultaban impresionantes, de una mirada controlada e imperturbable.
Inolvidables.


Al instante, se acordó de la canción Inolvidable y se puso a tararearla ausentemente… hasta que se dio cuenta de que Pedro la miraba sorprendido y dejó de hacerlo. Era una costumbre suya que a otros ponía nerviosos.


Pedro se recuperó y se quedó mirándola expectante. Paula miró a su alrededor y abrió los brazos.


—¿Por qué quiere usted mi casa teniendo ésta?


—¿Por qué quiere una estrella de la televisión venirse a vivir a este lado de la isla?


Por cómo lo había dicho, Paula se puso a la defensiva inmediatamente.


—No sé si Baxter se lo comentaría, pero, por si acaso, se lo voy a decir yo. Toda la tierra de los alrededores es mía excepto el pequeño pedazo en la que está su casa.


—Menudo acaparador —murmuró Paula.


Pedro levantó el mentón y señaló a través del ventanal. Paula siguió la dirección que marcaba y vio… su casa. Desde allí, se veían las luces del porche encendidas.


Al instante, sintió un tremendo amor por aquella casa que había comprado a pesar de que tenía humedades, la moqueta hecha un asco y los suelos destrozados.


Se giró con una gran sonrisa en el rostro hacia Pedro, pero, al ver su expresión, se le borró rápidamente. De repente, comprendió todo.


—Mi casa le estropea la vista.


—Si fuera la vista que hay desde otra habitación, no me importaría, pero desde ésta me resulta intolerable —contestó Pedro.


Paula frunció el ceño y recordó retazos de la conversación que había mantenido con el antiguo propietario. Al señor Baxter no le había caído bien su vecino en absoluto y había aceptado la oferta de Paula encantado de que el señor Todopoderoso, así lo había llamado, no pudiera hacerse con su casa.


¿Acaso Pedro Alfonso quería demolerla?


—No es por nada, pero mi casa tiene sesenta o setenta años.


Pedro no dijo nada.


—Si no le gustaba verla, ¿por qué construyó usted esta habitación precisamente aquí?


—Porque pensé que, obviamente, el viejo no iba a vivir para siempre —contestó Pedro encogiéndose de hombros.


—No ha muerto, está en una residencia.


—Ya lo sé, señora Summers. En cualquier caso, eso no viene a cuento ahora, ¿no?


Paula prefirió ignorar que se dirigiera a ella de nuevo por su apellido de casada.


—Además, todo el mundo tiene un precio, ¿no? —lo desafió.


—Efectivamente. ¿Cuál es el suyo? —contestó Pedro.


Paula intentó controlar el enfado que pugnaba por apoderarse de ella. La arrogancia de aquel hombre era tal que la atracción que había sentido por él unos minutos atrás quedó completamente borrada.


Paula había decidido ir a vivir allí para pensar qué quería hacer con su vida. Tenía veintiocho años, jamás había faltado un solo día al trabajo, pero ahora estaba en paro, divorciada y sin hijos. Tenía muy claro que necesitaba echar raíces en algún sitio, hacer repaso de su vida, saber exactamente qué había dejado atrás que, tal vez, quisiera recuperar.


Había un montón de cosas que habían surgido en ella desde que había dejado el trabajo y lo cierto era que se sentía profundamente agradecida de haber dejado la loca existencia de una presentadora de televisión.


Aquélla nunca había sido la Paula Chaves de verdad.


No iba a tolerar bajo ningún concepto que nadie la presionara.


—Señor Alfonso… —le dijo intentando fingir una dulce sonrisa.


Pedro —contestó él.


—Siento mucho que mi casa le resulte desagradable a la vista, pero los adultos tienen que aprender que no siempre pueden tener todo lo que quieren.


—Los adultos sabemos también el valor del dinero, sobre todo cuando estamos hablando de dinero que no requiere un trabajo a cambio.


—Aunque en estos momentos no estoy trabajando, mi casa no está en venta —insistió Paula con firmeza—. No me puedo creer que quiera tirar abajo mi preciosa casita por algo tan… caprichoso.


Pedro se inclinó hacia delante. Ya no había rastro alguno de sonrisa en su rostro. A Paula se le antojó de repente que aquel hombre era un egoísta.


—Yo me puedo permitir perfectamente ser caprichoso. ¿Usted se lo puede permitir, Paula?


—Podríamos decir que no me falta el dinero.


—Dígame cuánto quiere.


Paula sintió que la furia se apoderaba de ella.


—No podría pagarlo.


Pedro la miró furioso. Estaba intentando controlarse, pero era obvio que aquel hombre estaba acostumbrado a tener todo lo que quería en la vida.


Paula sintió que el corazón se le aceleraba, pero no era miedo ni aprensión. Era excitación en su forma más pura y aquello le preocupaba.


—Tengo pensado reformarla, pero, mientras tanto, le aconsejo que ponga unas persianas —le dijo poniéndose en pie—. Gracias por el café.


Su vecino se puso también en pie.


—No ha contestado usted a la primera pregunta que le he hecho. ¿Por qué una gran estrella de la televisión se viene a vivir a este lado de la isla?


Paula lo miró con desdén y se dirigió a la puerta. 


Aquello no había salido bien en absoluto. De espaldas a él, contestó:
—Yo no soy una gran estrella de la televisión, sólo soy una persona normal y corriente que quiere vivir en paz.


Dicho aquello, miró por encima del hombro y se sintió más fuerte ante la distancia que había entre ellos. Sin embargo, la distancia que vio en los ojos de Pedro la deprimió.


—Siento mucho haberlo molestado. Había pensado que, al ser vecinos y no haber nadie más en varios kilómetros a la redonda… bueno, habría sido bonito tener a alguien a quien poder acudir en caso de emergencia.


—Los artistas de moda del pueblo seguro que la reciben con los brazos abiertos. Los que vivimos aquí arriba no somos tan amables —contestó Pedro levantando el mentón—. En cualquier caso, tener una emergencia es aceptable y hablar de la oferta que le he hecho por su casa también es aceptable, pero presentarse en mi casa sin avisar no lo es.


Paula tuvo que hacer un gran esfuerzo para no cerrarle la puerta en las narices. Mientras bajaba la colina a oscuras, se le ocurrió que su vecino ni siquiera se había ofrecido a llevarla a casa en coche.


Por supuesto, no habría aceptado.


—Debo olvidarme de él —murmuró.


En cualquier caso, tenía cosas mucho más importantes en la cabeza. Por ejemplo, tenía que desbaratar unas elecciones y vencer a su enemigo de toda la vida.



MELTING DE ICE: CAPITULO 2




—Mantenme informado.


Pedro salió del contenedor que hacía las veces de oficina y de cafetería en la obra y se despidió de su capataz.


Apesadumbrado, se dirigió a través del barro y de la gravilla hacia el BMW que lo estaba esperando.


¡Maldito ayuntamiento! Iban con mucho retraso. 


Pedro le entraron ganas de pasarse por las oficinas municipales a cortar unas cuantas cabezas.


Pedro Alfonso llevaba más de diez años en el negocio de la construcción. Más bien, era el constructor por excelencia de Nueva Zelanda, dos estados de Australia y buena parte del Pacífico Sur. No había casi nada que no supiera sobre el negocio de la construcción.


El ayuntamiento lo estaba mareando, haciéndole perder el tiempo. Era un secreto a voces que el actual alcalde se oponía a la construcción del nuevo estadio de rugby porque creía que el dinero de la ciudad se podía invertir en otras cosas y Pedro no podía hacer nada hasta que se celebraran elecciones, pero para aquello todavía quedaba un mes.


Pedro llegó junto a su coche y se montó.


—¿A la terminal de ferrys, señor Alfonso?


Pedro asintió y se sacó el teléfono móvil del bolsillo de la chaqueta. Tras consultar los mensajes recibidos, llamó a la oficina.


—Mario Scanlon ha llamado para preguntarle si va a ir a la fiesta del día veinticinco de recaudación de fondos para su candidatura.


—Envíale mis más sentidas disculpas —le contestó Pedro a su secretaria.


—Se lo dije la semana pasada, pero quiere que haga usted algún tipo de presentación ya que está patrocinado su campaña.


Pedro hizo una mueca de disgusto.


—Le he dicho que muchas gracias, pero que tenía usted otro compromiso.


—Gracias, Patricia —contestó Pedro—. Nos vemos el lunes.


—No olvide…


—La videoconferencia de mañana desde Melbourne.


—A las diez —le recordó la siempre eficiente Patricia.


Pedro se preguntó qué haría sin aquella maravillosa secretaria. Si no fuera por ella, pasaría en el despacho siete días a la semana en lugar de tener la libertad de la que gozaba ahora trabajando desde casa cuando así le apetecía.


Pedro se guardó el teléfono móvil de nuevo en el bolsillo. De buena gana hubiera estado dispuesto a trabajar los siete días de la semana si con ello hubiera conseguido sacar adelante el proyecto más grande de su vida, pero no era ésa la solución.


Mario Scanlon era su única esperanza. Por eso, Alfonso Inc. apoyaba su campaña.


—Nos vemos el lunes a las nueve, Mikey —se despidió Pedro de su conductor al llegar a su destino.


A continuación, tras haber bajado del coche, se abrochó bien el abrigo y se dirigió a la terminal de los ferrys. Una vez allí, se puso a la cola. 


Mientras esperaba para sacar su billete, se fijó en una revista que había en una mesa.


Al ver el rostro que se asomaba al mundo desde la portada, se preguntó por qué cada vez que veía aquella cara no podía parar de mirarla.


Aquella mujer no era de una belleza despampanante. Más bien, era la típica vecina mona que te gusta, pero nada más. Gracioso, ¿eh? Además, Pedro había descubierto que no resultaba tan atractiva en persona, ni tampoco tan amable como en la televisión.


Por otra parte, era injusto decir aquello porque, cuando la había visto, no estaba en buen estado de salud.


En aquella ocasión, le había parecido que tenía el rostro más redondeado que en pantalla y algo de papada, lo que le confería cierto encanto. El fotógrafo de la revista había capturado perfectamente sus ojos, del color del puerto en mitad de la bruma.


Pedro leyó el titular.


Por qué lo he dejado.


Pedro solía trabajar tanto que no tenía tiempo para leer la prensa rosa, pero el revuelo que se había formado cuando la presentadora de televisión más famosa del país había abandonado el plato en mitad de una grabación había sido tan increíble que hasta él se había enterado.


Pedro Alfonso tenía muchas razones para odiar a los medios de comunicación y no tenía pelos en la lengua a la hora de afirmar que todos los periodistas, reporteros y presentadores de Nueva Zelanda eran escoria.


Antes de haberla conocido, la única que le parecía que se salvaba un poco era Paula Summers porque le parecía que su programa nocturno de sucesos tenía seriedad. Era el único momento del día en el que Pedro encendía la televisión. A menos, claro, que hubiera un partido de rugby.


Pedro abrió la revista, hojeó el contenido del artículo y leyó… Cansada… rédente divorcio… Pedro sacudió la cabeza. Una cosa era que los famosos quisieran airear su vida privada y otra que los medios de comunicación se empeñaran en comentar la vida privada de gente que no quería que los demás supieran nada de ellos.


Pedro se dio cuenta de que el cliente que iba delante de él se movía.


—¿Lo de siempre, señor Alfonso?


Pedro asintió y siguió leyendo.


Su padre murió… era la primera vez que hacía televisión… sin pareja…


Pedro leyó el artículo en diagonal, buscando las palabras clave. A continuación, cerró la revista y, para su asombro, le indicó al vendedor que, además de su acostumbrada revista de negocios, le cobrara también aquélla.


¿Qué demonios le había sucedido?


Normalmente, pasaba el trayecto de treinta y cinco minutos desde la ciudad leyendo periódicos de economía o trabajando, pero aquel día algo le debía de haber nublado la razón.
Incluso el vendedor, que había doblado con cuidado la revista femenina dentro de la de economía, lo había mirado estupefacto.


Pedro se había percatado de aquella mirada y, tras haber pagado, se había alejado sintiéndose ridículo.


Para cuando llegó a casa, sin embargo, ya se había olvidado.


Claro que volvió a recordarlo inmediatamente cuando se encontró al objeto de su disgusto llamando al timbre de su casa. Pedro apagó el motor del coche, metió la prensa en el maletín y salió.


Se sentía molesto e intrigado. No le gustaban las sorpresas y le parecía que ya había perdido suficiente tiempo pensando en aquella mujer.


En cualquier caso, no podía negar que le interesaba. ¿Sería porque era famosa? ¿Le interesaría igual si no fuera conocida?


Haciendo un rápido examen de su cuerpo, Pedro decidió que le interesaría de todas maneras. Paula Summers era más delgada de lo que parecía en televisión, pero tenía bonitas curvas y caminaba como si supiera que los hombres la miraban.


Pedro se fijó en que llevaba unos vaqueros ajustados, que marcaban sus largas piernas, y la saludó con la cabeza cuando ella hizo un ademán elegante con la mano y avanzó hacia él.


Desde luego, parecía que se encontraba mucho mejor que la última vez que se habían visto. 


Estaba oscureciendo y las luces de seguridad del camino de entrada de casa de Pedro arrancaban reflejos preciosos de su pelo.


A juzgar por su apariencia perfecta, debía de haber encontrado su equipo de maquillaje. 


Además, lucía una practicada sonrisa en el rostro.


Al instante, Pedro se dijo a sí mismo que debía recordar que tenía ante sí a una periodista y que aquellas personas no sabía lo que significaba «extraoficial».


En cuanto la tuvo cerca, aquel pensamiento abandonó su mente y fue sustituido por un poderoso deseo que lo tomó completamente desprevenido y con fuerza.


Sí, era cierto que había transcurrido ya algún tiempo desde el último encuentro sexual que había habido en su vida, pero debería haber podido controlar su libido. Parecía un adolescente.


Pedro dio gracias al cielo por llevar un abrigo bien grueso.


—Buenas noches, vecino —lo saludó Paula sonriendo con precaución.


Pedro se le ocurrió que parecía algo nerviosa y aquello le pareció encantador. También peligroso. ¿Por qué una mujer que se ganaba la vida entrevistando personas y tranquilizándolas podía estar nerviosa?


—Hola, señora Summers —le contestó.


—Paula —le dijo ella—. He venido porque había pensado que podríamos volver a intentar eso de actuar como buenos vecinos. Esta vez, sin medicamentos de por medio.