miércoles, 14 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: CAPITULO 23




Pedro seguía sin estar seguro de cómo había dejado que Paula lo convenciera para acompañarla a aquella fiesta. 


¿Qué diablos hacía él entablando amistad con un genio de la informática como Joaquin Davis? Desgraciadamente, sus protestas habían caído en oídos sordos. Estaba empezando a darse cuenta de que una vez que a Paula se le metía algo en la cabeza, no había manera de convencerla de lo contrario.


—¿Por qué te resistes? ¿Es que no quieres que te vean conmigo en público?


—No seas ridícula.


—Entonces, debe de ser porque la fiesta es en casa de Joaquin. ¿Lo conoces?


—No, no creo que sea muy probable que nos movamos en los mismos círculos.


—¿De verdad? Entonces, ¿quién te sirve la cena en el restaurante de Stella casi siempre?



—¿Estás hablando de Carla?


—Sí. De Carla Davis, la esposa de Joaquin.


—¿Qué Carla está casada con un tipo como Joaquin Davis y está sirviendo mesas en un restaurante? Tienes que estar bromeando. ¿Qué clase de hombre…?


—No te atrevas a decir eso. A Joaquin lo vuelve loco, pero a Carla le encanta su trabajo. Más o menos le dijo que podía quejarse todo lo que quisiera, pero que no lo iba a dejar. ¿De verdad sigues creyendo que no encajarás en esa fiesta? Esteban y Karen también van a ir.


—De acuerdo…


Días después, cuando aparcó su furgoneta frente al enorme rancho de Joaquin y Carla, le pareció que aquello no había sido una buena idea. La casa era tan grande que la pequeña casita en la que él había crecido cabría en uno de los salones. Incluso el rancho de Esteban era pequeño en comparación. Antes de que Pedro pudiera echarse atrás, Paula tiró de él y empezó a presentarle a sus amigas. Ya conocía a Carla y a Karen. Para su sorpresa, Gina Petrillo, la que se encargaba del restaurante de Tony, era otra de ellas, y la abogada que había conocido una mañana en casa de los Blackhawk era la otra.


Entonces, se dio cuenta de que Paula lo miraba muy divertida.


—¿Qué pasa? —le preguntó.


—¿Te sientes mejor? Ya conoces a la mitad de los invitados. No dan tanto miedo, ¿verdad? Ahora, vamos a conocer a los hombres.


Pedro los estudió a todos y admitió que era imposible saber cuáles de ellos tenían mucho dinero y cuáles no. Todos iban vestidos con vaqueros y camisas y botas muy usadas. Si hubiera tenido que adivinar sin saber, habría dicho que todos ganaban el mismo dinero que él. Todos excepto uno. Parecía que este llevaba los pantalones vaqueros planchados y la camisa almidonada. Seguramente, sería el acaudalado Joaquin Davis.


Para su sorpresa, se había equivocado por completo. Se trataba de Rafael O'Donnell, el prometido de Gina.


—Tendrás que perdonarlo —le dijo Gina—. Rafael es un importante abogado de Nueva York. Esta es la idea que él tiene de vestirse informalmente. Estamos trabajando en él para que cambie. Creo que antes de que acabe el día me lo voy a llevar al establo para retozar con él en el heno y así ensuciarlo un poco.


—Eso es algo que le gustará, ¿verdad, Pedro? —comentó Paula, guiñándole un ojo.


—No creo que quieran saber nada de eso —susurró él, sonrojándose.


—Pues yo sí —le aseguró Gina.


—Y yo también —afirmó Rafael, fascinado.


—Bueno, mi madre me dijo que no es cortés ser indiscreto, así que lo siento, pero yo no seré el que satisfaga vuestra curiosidad —dijo Pedro.


—Bueno, no importa —dijo Gina—. Yo puedo hacer que Paula me hable casi de cualquier cosa.


—¿De verdad? —le preguntó él, frunciendo el ceño.


—Bueno, no de todo —respondió Paula—. Una mujer inteligente siempre tiene sus secretos.


—Tal vez deberíamos hablar sobre eso —dijo Pedro, llevándola a un lado.


Ella lo miró con expresión inocente.


—¿Ocurre algo?


—Me gustaría saber qué porcentaje de lo ocurrido en nuestra relación has compartido con el resto del universo.


—Yo no comparto nada con el universo, pero sí lo hago con mis amigas. Ellas se preocupan por mí y quieren saber lo que ocurre en mi vida, así que sí, saben lo que siento por ti. ¿Te importa?


—¿Esto es todo? —preguntó él, más tranquilo.


—¿Por qué te incomoda esto tanto?


—No me gusta que la gente sepa mis cosas…


—Te aseguro que a mí tampoco me gusta. Probablemente tengo más experiencia en ese sentido que tú.


—Lo dudo. La mitad del estado de Montana creía que mi madre y yo éramos personas de las que se podía chismorrear constantemente.


Paula se dispuso a contestar, pero decidió guardar silencio. 


Entonces, se marchó, dejando a Pedro mirándola fijamente. 


Como él tampoco estaba de humor para continuar con aquella conversación, se marchó al corral para echarles un vistazo a los caballos. Casi sin que se diera cuenta, descubrió que se había unido a él un muchacho de unos diez años. A pesar de que llevaba gafas, era la viva imagen de Joaquin Davis.


—Hola, me llamo Jake —dijo el muchacho—. Esteban dice que tú te ocupas de los caballos en su rancho.


—Sí. ¿Te gustan los caballos?


—Claro. Mi abuelo me enseñó a montar cuando mi madre y yo vinimos a vivir aquí hace un año. Eso fue antes de que ella se casara con mi padre.


—¿Tu padre?


—Joaquin Davis. Probablemente sea el tipo más listo del mundo en lo que se refiere al mundo de la informática y todo eso. Yo no le conocía antes, pero cuando regresamos y se casó con mi madre, resultó que él era de verdad mi padre.


Pedro oyó la explicación del muchacho con sorpresa e indignación. Le recordaba demasiado a su propia situación, aunque en aquel caso, la historia había tenido un final feliz. 


No obstante, aquello confirmó su teoría de que los ricos tienen su propio modo de hacer las cosas y con muy poco sentido de la decencia.


—Me imagino que te alegraste de conocer a tu padre.


—Claro. Ya lo sabía todo sobre él, porque me gusta mucho la informática. Cuando resultó que éramos padre e hijo, fue lo mejor que me pudo pasar.


Pedro sabía que no podía preguntarle por qué él hombre lo había abandonado años antes. A pesar de que sabía que la situación podría haber sido diferente a la suya, sentía que no podría pasar ni cinco minutos en compañía de Joaquin sin querer estrangularlo.


—Me alegro de haber hablado contigo —dijo, a pesar de todo—. Tal vez uno de estos días puedas venir al rancho de los Blackhawk para que puedas mostrarme lo bien que montas. Puedo darte algunos consejos.


—¿De verdad? Eso sería estupendo.


—En ese caso, debemos hacerlo cuando antes. Bueno, creo que ahora es mejor que vaya a ver dónde está mi pareja.


—Paula está en la parte de atrás de la casa, al lado de la piscina—. Es muy guapa, ¿verdad? —añadió, tímidamente.


—Así es —respondió Pedro, con una sonrisa.


—Esperaba que se casara conmigo cuando yo creciera, pero dado que está contigo, es mejor que me vaya olvidando. A menos, claro está, que las cosas no os vayan bien.


—Bueno, por el momento nos van perfectamente, pero estoy seguro que a Paula le encantará saber que tú estás esperando por si yo estropeo las cosas.


—No, no, por favor. No se lo digas. Seguro que se reiría de mí.


—No tiene por qué reírse de que te guste una mujer hermosa —respondió él, acariciando el cabello del muchacho.


Tras dedicarle una sonrisa al muchacho, se marchó en busca de Paula. Tal y como Jake le había dicho, la encontró en la piscina. Llevaba puesto un biquini que lo dejó boquiabierto, tanto que estuvo a punto de agarrar una toalla para taparla.


En vez de eso, se tumbó en una hamaca a su lado.


—Hola, preciosa. Sé de buena tinta que tengo un rival entre los asistentes a la barbacoa.


—¿Cómo? —preguntó ella, deslizándose las gafas hasta la punta de la nariz.


—Jake está enamorado. Dice que si me sale mal contigo, te estará esperando.


—¿Jake? Es un chico muy listo. En ese sentido, se parece a su padre.


—¿Es que hubo algo entre Joaquin y tú? —preguntó él, muy tenso.


—No seas ridículo. Él nunca tuvo ojos para nadie más que para Carla.


—Entonces, ¿por qué la abandonó a ella y a su hijo? —le espetó, sin poder contenerse.


—Entiendo —dijo ella—. Estás comparando la situación de Jake con la tuya, ¿verdad? Pues te aseguro que no fue así. Joaquin nunca supo que Carla estaba embarazada. Es una historia algo complicada, pero los padres de ambos se las arreglaron para mantenerlos separados. Cuando Carla regresó aquí y Joaquin descubrió lo de Jake, se puso furioso. Insistió en que Carla se casara con él para que pudiera ser un padre de verdad para su hijo. Las cosas estuvieron muy tensas durante un tiempo, pero estaban hechos el uno para el otro y ahora todo va bien. Lo siento —añadió, al ver el gesto de tristeza de Pedro—. Sé que oír esta historia debe de traerte muchos malos recuerdos.



—Sí, en eso tienes razón. ¿Te importa que nos vayamos de aquí?


—¿Ahora? Pero si no hemos comido.


—De repente se me ha quitado el apetito. Si tú quieres quedarte, estoy seguro de que a Karen y a Esteban no les importaría llevarte…


—No —replicó ella, poniéndose de pie enseguida—. Si tú te marchas, yo también. Se lo explicaré a Carla. Estoy segura de que podré hacerle entender lo mucho que queremos estar solos.


Sin estar del todo seguro de si hablaba en serio, Pedro la miró lleno de alarma. Entonces, Paula levantó la mano y le acarició la mejilla.


—Le diré que me duele la cabeza —afirmó ella.


—Gracias.


—Sin embargo, estoy segura de que me curaré milagrosamente para cuando lleguemos a casa. Te lo digo por si quieres compensarme por apartarme de mis amigos.


—Creo que podremos llegar a algún acuerdo…


—Entonces, ¿a qué estamos esperando? Arranca la furgoneta.


Paula había hablado con tanta ansia que Pedro sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. De algún modo, en los últimos dos meses, su suerte había cambiado. La experiencia le había enseñado que la buena suerte casi nunca duraba. Por eso, pensaba aprovechar aquella racha durante todo el tiempo que pudiera.





EL ANONIMATO: CAPITULO 22




Satisfecha, Paula se duchó y se marchó al establo antes de que amaneciera. Cuando estaba animando a Medianoche para que saliera al corral, Pedro llegó a su lado con una taza de café en la mano.


—Te has levantado muy temprano —dijo, mientras le entregaba el café.


—Me imaginé que, si no lo hacía, había muchas posibilidades de que ninguno de los dos fuéramos a trabajar hoy.


—Bueno, Esteban me debe unos días libres. Hoy podría haberme tomado uno —añadió, con todo sugerente.


—Eso me habría encantado…


—Todavía hay tiempo. Puedo llamar ahora a Esteban y podemos estar otra vez en la cama dentro de cinco minutos.


—Me temo que no. Tengo una cita con otro macho. No estarás celoso de un caballo —añadió, al ver que el gesto de Pedro se ensombrecía.


—Podría ser. No me pongas a prueba.


—Cuando te des cuenta de que soy toda tuya, lo superarás. Podríamos hacerlo sobre el heno…


—¿De verdad quieres eso, Paula?


—Sí —susurró ella, pronunciando las palabras que sabía que él deseaba escuchar.





EL ANONIMATO: CAPITULO 21





Pedro llevaba muy inquieto toda la noche. Había ido a la casa y había descubierto que tanto Paula como Karen se habían ido a Winding River para reunirse con sus amigas. 


Esteban estaba trabajando en el papeleo del rancho, pero Pedro no sabía qué hacer. Por primera vez en muchos años, no le gustaba tener tiempo en sus manos.


Llevaba sentado en el porche de su casa desde hacía una hora, con las llaves de la furgoneta en la mano, pensándose si ir o no al Heartbreak a tomar una copa. Al final, decidió sacar una cerveza del frigorífico.


Se había bebido aquella y dos más, tratando de no admitir que lo que estaba haciendo era vigilar la entrada del rancho para ver si veía llegar el coche de Karen Blackhawk.


Cuando finalmente la luz de los faros cortó la negra oscuridad, se sintió muy aliviado. Sabía que Paula iba con ella.


El vehículo se detuvo frente a la casa principal. Las risas de mujer llenaron el aire. Al distinguir la de Paula, sintió que un escalofrío le recorría la espalda.


Tenía dos elecciones: seguir allí sentado o encontrar cualquier excusa para ir a la casa y verla antes de que se fuera a la cama, pero, ¿y si ella se daba cuenta de que la había estado espiando? Sin embargo, antes de que pudiera decidir lo que iba a hacer, oyó un ligero sonido. Entonces, se dio cuenta de que Paula se dirigía hacia su casa. Quedaba por ver lo que aquello significaba.


—¿Te queda algo de vino de la otra noche? —le preguntó ella, al llegar al porche.


—Sí. Tengo la botella en el frigorífico. Iré a traerte una copa. ¿Qué es eso? —añadió, señalando el paquete que ella llevaba entre las manos.


—Ya lo verás. ¿Qué te parece si voy yo por el vino? ¿Te apetece a ti otra cerveza?


—No, estoy bien —respondió Pedro, mostrándole la botella casi llena.


—Muy bien —murmuró ella, mientras se deslizaba al interior de la casa.


Pedro la miró muy intrigado. Estaba seguro de que Paula estaba tramando algo y que tenía que ver con el paquete que llevaba en las manos. El deseo de descubrirlo lo llenó de anticipación.


Cuando ella tardó en regresar, las sospechas de Pedro se incrementaron.


Por fin, oyó un ligero sonido y se volvió hacia la puerta.


El deseo se abrió paso a través de él con celeridad.


—Dios santo… —murmuró.


Paula estaba enmarcada por la puerta, con algo… bueno, suponía que se trataba de una prenda de vestir. Cada pálida curva de su cuerpo, incluso las aureolas de sus senos, resultaba plenamente visible a través de una delicada y transparente tela de color melocotón. Tenía un profundo escote en pico y casi ni le cubría los cremosos muslos. Estos eran tan hermosos como siempre había imaginado y, en cuanto al resto, las redondeadas caderas, los generosos pechos… Todo era la fantasía de un hombre. Tenía una erección firme como una roca y se sentía ardiendo. Tuvo que resistir la necesidad de limpiarse el sudor de la frente.


—¿Y bien? —susurró ella.


—Estoy sin palabras —musitó él por fin, con un hilo de voz.


—Espero que estés sin palabras en el mejor sentido de la expresión.


—¿De verdad tienes que preguntar?


—Dado que ni siquiera te has movido, creo que sí.


—Es mejor así. Si me muevo no respondo de mis actos.


—De eso se trata…


—No hasta que sepa a qué se debe esto —dijo él, resistiendo la tentación.


—Tú mismo lo has dicho. Llevamos dirigiéndonos hasta este punto desde el día en que nos conocimos. Acabo de decidir que es hora de ver lo que hay al otro lado de la carretera.


—¿Por qué ahora? ¿Por qué esta noche? ¿Qué ocurrió mientras estabas en Winding River?


Paula se encogió de hombros y dejó que la ligera hombrera del camisón se le deslizara por el hombro, permitiendo que se viera aún más carne. Ella no le prestó atención, pero parecía que Pedro no podía apartar la mirada. Sabía que le iba a ser imposible resistirse, pero quería presentar batalla.


Ella salió al porche. Pedro miró hacia la casa principal, rezando por que ni Esteban ni Karen vieran lo mismo que él veía.


—Tal vez deberíamos entrar…


Paula sonrió, sabiendo que había ganado la batalla.


—Durante un minuto, me tuviste muy preocupada —respondió, mientras atravesaba el umbral.


—Lo dudo. Tenías la situación bajo control desde el momento en que llegaste aquí.


En el interior, con solo una lámpara encendida, Pedro se atrevió por fin a acercarse a ella. Entonces, extendió la mano y la tocó, para ver si era tan cálida como parecía. Fue como tocar una llama.


—Todavía no me has respondido…


—¿A qué?


—A lo de por qué ahora.


—Me pareció el momento adecuado. Si seguimos esperando, estaremos analizándolo hasta el día del juicio final. Yo creo firmemente en la espontaneidad.


—Así que te decidiste por actuar…


—¿Te importa?


—Claro que no —le aseguró, bajando la cabeza para besarla.


Aquella vez ya no hubo marcha atrás. Los dos sabían que el beso era un preludio a algo más. A mucho más. Pedro se tomó su tiempo, saboreando, aunque, deliberadamente, no la tocaba. Cuando volviera a sentir la cálida piel de Paula, cuando las caricias empezaran a apartar la ligera gasa que lo separaba de ella, ya no habría marcha atrás. Era mejor tomarse las cosas con calma, concentrarse en conseguir que aquel, beso fuera memorable.


Por el momento, solo el beso…


El tiempo pareció detenerse. Era sorprendente que en lo único que él pudiera pensar fuera en los muchos matices que podía tener un beso. Dulce y apasionado. Oscuro y peligroso. Lánguido y ardiente… Los descubrieron todos y ninguno de ellos les pareció mejor que el resto. Todos juntos hicieron que el corazón latiera de pasión.


Paula gemía suavemente, lo que lo volvía loco. La tomó con fuerza entre sus brazos, acariciando suavemente su sedosa piel. Entonces, el freno que había puesto hasta entonces se perdió para siempre.


Empezó a acariciarla por todas partes, explorando curvas, buscando lugares secretos, llenos de calor y humedad, convirtiendo así sus suaves gemidos en imperiosas órdenes. 


Era la amante más apasionada que había conocido nunca. 


Se abría ansiosamente para él, compartía su placer con gozo y lo tentaba con caricias desesperadas que llegaban a Pedro hasta el centro de su deseo.


Seguían en el salón, de pie, aunque Paula se había rendido sobre él. Pedro hizo que se incorporara y la miró tiernamente a los ojos.


—Supongo que esta vez no lo vamos a dejar en tablas, ¿verdad? —le preguntó.


—Si lo haces, tendré que matarte —replicó ella, con tan ferviente desesperación que a Pedro no le quedó más remedio que sonreír.


—Eso no puedo consentirlo.


Entonces, la tomó en brazos y la llevó al pequeño dormitorio que había en la casa. Era muy pequeño, con poco más de lo imprescindible: una cama, una cómoda, una silla, una lámpara y poco más. A él le venía bien, pero no era el lugar más apropiado para un encuentro romántico. Sin embargo, ya no podía echarse atrás.


Delicadamente, colocó a Paula encima de la cama. Sobre la colcha azul, parecía una diosa. La delicada tela que le cubría la piel hacía más tentador aún un cuerpo que estaba completamente hecho para amar. Era toda suya.


Pedro se desnudó y se tumbó a su lado. La pasión que había entre ellos se vio incrementada por las caricias que compartieron. Poco a poco, entre gemidos de placer y movimientos urgentes, fue apartando la delicada tela y la dejó caer sobre el suelo. Por fin, se arrodilló delante de ella y la penetró.


La humedad aterciopelada que lo rodeó era exquisita. 


Aquello no tenía nada que ver con las uniones aceleradas de las que había disfrutado en el pasado.


La besó y capturó así un grito de placer cuando el cuerpo de Paula se convulsionó con un violento orgasmo que provocó el de él. Abrazados juntos, dejaron que la marea de placer fuera desapareciendo lentamente.


Pedro permaneció inmóvil hasta que sintió que volvía a experimentar una erección dentro de ella. El deseo era tan fuerte como la primera vez. El clímax, cuando lo alcanzaron, fue igual de satisfactorio. La sorpresa y el gozo que vio en los ojos de Paula resultó tan delicioso como cualquier regalo que acabara de recibir.


Se puso de espaldas, con ella encima y sonrió.


—Creo que lo has conseguido de todas maneras.


—¿El qué?


—Matarme.


—No —susurró ella. Entonces, le tiró de un pelo del pecho, lo que provocó un agudo grito de Pedro—. ¿Ves? Sigues vivo.


—Me alegro de saberlo. Supongo que estarás muy satisfecha de ti misma al ver que has venido aquí esta noche y que te has salido con la tuya.


—¿Es eso lo que crees que ha ocurrido?


—Lo sé.


—¿Y te quejas?


—Aunque tuviera aliento para hacerlo, no lo haría nunca —le aseguró —Fuiste todo lo que había imaginado y mucho más.


—¿Significa eso que podemos seguir haciendo esto?


—No veo por qué no —susurró él, con una sonrisa en los labios—. ¿Ahora?


Pedro fingió un gemido.


—¿Me estás rechazando? —preguntó ella, haciéndole cosquillas.


Al ver que su cuerpo volvía a responder, se echó a reír.


—Supongo que no…