lunes, 25 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 26




Era una de esas tardes, mediado el invierno, que parecía sugerir que la primavera estaba a punto de llegar. Soleada y con una temperatura de más de diez grados. Los pájaros estaban celebrando el cambio climático con una alegre algarabía.


Pedro estaba sentado en un banco cerca de la entrada del parque, con Lola a sus pies. Había dejado el coche más adentro y había regresado caminando a esperar a Paula. 


Movía la rodilla izquierda de lado a lado, manifestando sus nervios. Miró a Lola.


—Ella tiene razón —dijo—. Esto es una locura. ¿Qué voy a decirle?


Lola apoyó la cabeza entre las patas y miró hacia otro lado.


No necesitaba que una perra confirmara su audacia. Pero a lo largo de la mañana, lo que había leído en los informes que le había proporcionado Kevin no había dejado de rondarle la cabeza, y la sirena de alarma fue subiendo de volumen hasta que no pudo aguantarlo más.


El sonido se acalló después de llamar a Paula.


Un BMW negro entró al parque. Pedro se puso en pie, con el corazón a punto de saltarle del pecho. Lola hizo lo mismo, quedándose a su lado.


Paula lo vio y detuvo el coche. Bajó la ventanilla y él se acercó. Al verla, sintió que una creciente atracción lo envolvía como una telaraña.


—Aparca aquí y caminaremos, ¿de acuerdo?


Sin contestar, ella aparcó y paró el motor. Salió y, furiosa, caminó rápidamente hasta un sendero que estaba señalizado como Pista forestal.


Pedro la siguió.


Se internó en el bosque, sin bajar de ritmo hasta que estuvieron lejos de la carretera, rodeados de árboles. 


Entonces, paró y se volvió hacia él.


—¿Es esto lo que haces para divertirte? ¿Fijarte en mujeres casadas que no supongan ninguna amenaza para tu condición de soltero? —su voz temblaba de ira.


—¿Es eso lo que crees?


—No sé qué creer.


—¿Podemos sentarnos? —él señaló un banco de madera.


Ella lo miró un momento, luego fue hacia el banco y se sentó en un extremo. Él lo hizo dejando algo de distancia entre ellos. Lola se tumbó en el suelo, entre los dos.


El parque daba la impresión de estar desierto, sólo se oía una ardilla y el crujido de las hojas secas que movía la brisa. Podrían haber sido las únicas dos personas en kilómetros a la redonda.


Paula miró a la perra y su expresión se suavizó.


—¿Es tuya?


—Sí —contestó él—. Lola.


—No tenía la impresión de que fueras el tipo de hombre que tiene un perro.


—Yo tampoco la tenía, hasta hace unos días —comentó él, apoyando un codo en la rodilla.


Ella apretó los labios, como si se negase a hacer preguntas personales.


—Ella me encontró a mí —ofreció él, de todas formas.


Paula se inclinó y acarició a la perra debajo de la barbilla. Su rostro se relajó. Lola levantó la cabeza, con los ojos cerrados. Era la primera vez que Pedro la veía aceptar las caricias de una persona desconocida.


Después de rascarle detrás de la oreja, retiró la mano y la colocó con la otra, sobre el regazo.


—No puedo permitirme no ser honesta contigo —dijo, con voz grave y teñida de urgencia—. Así que hablaré claro. No tienes ni idea de qué estás haciendo peligrar.


La ira, que había percibido en ella antes, había desaparecido. Su voz expresaba algo distinto, más parecido a la desesperación. Pedro se preguntó qué clase de hombre era él, para ponerla en esa situación.


—Pensé que tal vez necesitaras un amigo, Paula.


Ella negó con la cabeza.


—Quiero que me dejes en paz.


Él se deslizó por el banco hasta que sólo los separaron unos centímetros. Entonces ella lo miró y el dolor que vio en sus ojos dejó a Pedro sin aliento.


Como si algo ajeno a él lo controlara, estiró el brazo y acarició su mejilla con el dorso de la mano. Los labios de ella se entreabrieron y emitió un ruidito de sorpresa.


Él bajó la mano hasta el cuello de su blusa y la apartó con gentileza. El cardenal había adquirido un tono amarillo apagado.


—Te maltrata, ¿verdad?


Paula tragó aire y levantó la mano para apartarlo. Pero él la sujetó con la suya.


—¿Lo hace? —insistió, suave, pero firme.


—¿Por qué estás haciendo esto? —se puso en pie de repente, poniendo distancia entre ellos.


—No lo sé —encogió los hombros—. Parece que no tengo otra opción. No puedo dejar de pensar en ti. Imagino lo que podría estar…


—No —interrumpió ella—. No lo digas.


Él se acercó lo suficiente para captar el aroma de su perfume.


—Deja que te ayude, Paula.


—No puedes ayudarme, Pedro—sus ojos verdes se agrandaron y se llenaron de lágrimas—. No puedes.


Él percibió que eso era lo más cercano a una admisión que iba a conseguir. Y reforzó su determinación de hacerle comprender que podía ayudarla. Era vital para él.


—Paula. Lo último que deseo es alardear de saber cosas sobre tu vida. Pero he visto suficientes cosas malas para que me resulte muy difícil mirar hacia otro lado.


—Tengo que irme —ella cruzó las manos sobre el pecho, como si intentara protegerse—. Tengo que irme. Por favor, no vuelvas a llamarme, Pedro.


Giró para alejarse y sintió una necesidad desesperada de obligarla a escucharlo. Lola se levantó, gimió una vez y miró a Pedro.


—Ninguna de las mujeres que acabó como expediente encima de mi mesa pensó que podría ocurrirle a ella —dijo, con voz teñida de urgencia.


Paula se detuvo, de espaldas a él. Sin esperar su respuesta, él siguió con su retahíla.


—Ashley Arrington. Veintitrés años. Apuñalada hasta la muerte en el salón de su casa. Sus tres hijos también fueron asesinados. Se culpó del crimen al marido de Ashley, padrastro de los niños. Nunca fue apresado.


Paula se tensó, pero no se movió. La brisa levantó su cabello. Pedro avanzó unos pasos.


—Betty Howell. Cuarenta y cinco años. Su marido la golpeó en la cabeza con una botella de cerveza porque la cena no estaba lista cuando regresó del trabajo. Cumple condena por homicidio involuntario. Estará libre dentro de unos años.


Pedro no había olvidado a ninguna de las mujeres cuyo destino había quedado capturado en fotos de archivo; el resultado final de las relaciones de maltrato en las que habían quedado atrapadas. Se obligó a seguir, con la esperanza de que sus palabras la librasen de ese mismo destino.


—Lori Sigmon. Treinta y cuatro. Su marido le pegó un tiro en la espalda cuando intentaba escapar de la casa con su hija de dos años. Arlene Smith. Veintinueve. Lleva en coma cuatro años, desde que su marido le propinó tal paliza que sus padres apenas pudieron reconocerla…


—¡Basta! —Paula se dio la vuelta y alzó una mano para acallar sus palabras—. Por favor. No más.


Las lágrimas manaban de sus ojos. A Pedro se le encogió el corazón, y se maldijo por causarle más dolor. Caminó hacia ella y se detuvo a unos pasos; metió las manos en los bolsillos para no tocarla.


—Sé lo que es no tener esperanza —dijo—. Pero hay luz al otro lado del túnel, si te permites creer que puedes llegar hasta allí.


Estaban entre las sombras de los árboles deshojados. El sol se filtraba entre las ramas. Lola llegó y se sentó junto a ellos. 


Pedro y Paula no hablaron. Se miraron el uno al otro. Era algo que Pedro había deseado hacer desde el momento en que se conocieron; admirar su bello rostro sin controlar el efecto que provocaba en él. No recordaba haber sentido nunca una atracción igual por una mujer, ni esa necesidad de acariciarla.


Estiró el brazo y acarició sus pestañas con el pulgar, sintiendo su humedad. Ella entreabrió los labios y tomó aire, sin dejar de mirarlo a los ojos.


Entonces, se inclinó hacia ella y la besó. Todos sus sentidos se amplificaron.


No lo había planeado, y le pareció algo inesperado y maravilloso, un regalo. Sus labios se ablandaron bajo los suyos, aceptándolo. Él percibió su sorpresa y también su respuesta.


Ella se apartó con la misma rapidez con la que se había entregado, con los ojos abiertos y cargados de sorpresa. 


Miró asustada a ambos lados, y se tapó la boca con el dorso de la mano.


—No hay nadie aquí —dijo él.


—No deberías haber hecho eso.


—Lo siento.


Paula iba a decir algo, pero apretó los labios.


—No. Eso es mentira, Paula. No lo siento. Llevo queriendo hacer eso desde el día de Nochevieja.


Pedro, no soy mujer para este tipo de cosas —cruzó los brazos y su mirada se perdió en la distancia. Él le puso una mano en el hombro y la hizo girar.


—Aunque no consigo explicármelo, desde el momento en que te vi he tenido esta sensación de inevitabilidad, como si fuera algo predestinado. Cuanto más intento olvidarme de ti, más difícil me resulta pensar en ninguna otra cosa.


Vio cómo ella daba vueltas a sus palabras. Aceptar la verdad implicaba confianza. Eso era casi imposible para un mujer cuya vida estaba controlada por un hombre que había prometido protegerla y después había roto su promesa.


Pero percibió en sus ojos que ella deseaba creerlo.


—Esto no puede ocurrir, Pedro —ella bajó la vista—. Tienes que entenderlo.


Él alzó su barbilla, obligándola a mirarlo.


—He visto los informes de las visitas policiales a tu casa. ¿Por qué te negaste a denunciar a Jorge?


—¿Eso es lo que dicen los informes? —preguntó ella, con expresión resignada.


—¿Qué deberían decir?


—Ya no importa —movió la cabeza.


—Sí importa. Déjame ayudarte, Paula.


Ella se inclinó y acarició la cabeza de Lola. Después se irguió.


—Otra mujer. Otra vida —se dio la vuelta y se fue.




LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 25





El jueves por la mañana, Paula dejó a Santy en el colegio y luego condujo hasta el Centro de Jardinería y aparcó delante.


Bajó del coche, abrió el maletero y dejó escapar un suspiro de alivio. Había envuelto cada maceta con plástico de burbujas y papel de periódico, pero un giro brusco podría haber hecho que se cascase alguna esquina. Retiró el papel de una de las macetas más grandes y pasó un dedo por el borde.


Esa última docena incluía algunas de sus mejores obras hasta el momento. Había renunciado a la pintura poco después de casarse. A Jorge le parecía una pérdida de tiempo que podría dedicar a algo activo, como jugar al tenis.


Un día, había decidido renovar un viejo tiesto cubriéndolo con una capa de pintura. Después, por curiosidad, preparó un color más diluido y lo añadió encima de la base. Esperó a que secara y terminó con sombra tostada, para darle un aspecto envejecido. Cuando estuvo acabado, lo contempló, encantada con el efecto de los colores superpuestos.


Era lo primero, en un largo periodo de tiempo, que le hacía recordar el tipo de persona que había deseado ser. Jorge vio los primeros ejemplares y dijo que no estaban mal como hobby, siempre y cuando no salieran del trastero del sótano.


Desde ese momento, le había ocultado su trabajo; de vez en cuando colocaba una maceta en algún rincón de la casa, para que él no sospechara de su hobby.


—¿Paula?


Se dio la vuelta y vio a Pedro Alfonso detrás de ella, con un enorme maletín en la mano. Se llevó la mano al pecho, sorprendida.


—¿Qué haces aquí?


—Tengo una cita con un cliente a unos bloques de aquí. La vi desde el otro lado de la carretera.


Ella lo miró un segundo, buscando qué decir.


—Empiezo a tener la sensación de que me sigue.


—Creo que sería más sutil si ése fuera el caso —dijo él sin alterarse.


Paula cerró el maletero rápidamente.


Justo entonces, Arthur Hughes salió de la tienda y trotó hacia ella, agitando la mano con delirio; su camisa verde lima libraba una dura batalla con el naranja chillón de sus pantalones.


—¡Paula, princesa! Acabo de vender la última de tus macetas. ¡No podrías llegar en mejor momento!


—Hola, Arthur —dijo ella, anhelando que Pedro se marchara.


—Te he visto llegar. Estaba al teléfono, o habría salido antes a echarte una mano. Hum, hola —miró a Pedro de arriba abajo, con admiración.


Pedro saludó cortésmente con la cabeza.


—Como no parece que Paula vaya a molestarse en presentarnos… —Arthur la miró con una mueca divertida— seré atrevido. Soy Arthur Hughes, propietario del Centro de Jardinería —señaló la tienda—. Donde, por cierto, se venden las maravillosas macetas de Paula. ¿Podría interesarle comprar una?


—Oh, no —intervino Paula—. El señor Alfonso tiene que marcharse.


—La verdad es que tengo unos minutos —dijo Pedro, tras mirar su reloj de pulsera—. Me encantaría echar un vistazo.


—Bueno, pues vamos a sacar esas macetas, Paula —dijo Arthur—. Puede que vendamos la primera aquí mismo.


—Yo creo que no… —empezó ella.


—No seas boba —discutió Arthur, interponiéndose entre ella y el coche—. La modestia no te hará ganar nuevos clientes.


Antes de que se le ocurriera una respuesta razonable, Arthur había sacado una maceta del maletero y la había desenvuelto.


—Oh, Paula —exclamó—. Es preciosa. Puede que la mejor que has hecho. ¿Qué opina, señor Alfonso? ¿No cree que tiene un maravilloso sentido del color?


Paula no se atrevía a mirar a Pedro. Apretó los labios y cruzó los brazos sobre el pecho, imaginando el tono desdeñoso que oiría en la respuesta de Jorge.


—¿Has pintado tú esto? —preguntó Pedro.


—Sí —contestó ella, buscando una razón, cualquiera, que le hiciera cambiar de opinión y marcharse.


—Es precioso.


Ella lo miró y vio respeto y admiración en sus ojos. Intentó contestar, pero no tenía voz.


—Entonces, ¿eres artista?


Nadie la había llamado así antes. Nunca había pensado en sí misma de esa manera. Le parecía una palabra destinada a personas que tenían planes y ambiciones, y las suyas hacía tiempo que habían dejado de existir.


—No —dijo ella—. Sólo es un hobby.


—Pues si lo es, empieza a ser muy rentable —intervino Arthur—. Tengo reservadas al menos seis de las que has traído hoy.


—Será mejor que las descarguemos —Paula, inquieta, sacó una del maletero—. Tengo otra cita.


—Y yo he de irme —dijo Pedro, tras mirar su reloj—. Encantado de conocerte, Arthur. Adiós, Paula.


Ella alzó la mano en señal despedida y le dio la espalda.


—Eres una chica con suerte —dijo Arthur, contemplando a Pedro alejarse. Sacudió los hombros y sacó otra maceta—. En fin. ¿Qué relación tienes con ese hombre tan adorable?


—Ninguna —Paula negó con la cabeza.


—Ah —Arthur apoyó una mano en la cadera—. Me he equivocado sobre muchas cosas en mi vida. Créeme. No me equivoco sobre la corriente magnética que circula entre vosotros. Ahora, vamos dentro, antes de que un cliente se escape con el contenido de la caja. ¿Quieres que te pague en metálico, como siempre?


—Sí, por favor —dijo Paula—. En metálico.



****


La reunión era una pérdida de tiempo.


Pedro estaba sentado alrededor de una mesa redonda, con la junta directiva de uno de los bancos más importantes de la ciudad, e intentaba concentrarse en lo que decían. Pero su mente estaba en otro lugar. Las preguntas bombardeaban su mente, pero no tenía respuestas.


Pensó en lo que Kevin le había dicho la noche anterior. No sabía en qué se estaba metiendo.


Seguía viendo el rostro de Paula, el brillo complacido de sus ojos cuando halagó su trabajo. Gratitud porque alguien se había fijado, que rápidamente se transformó en alarma, como si hubiera descubierto un secreto que ella no quería compartir.


Empezaba a pensar que Paula Chaves tenía más secretos de lo que había creído.



****


Después del Centro de Jardinería, Paula fue a otro centro comercial, esa vez en el extremo norte de Atlanta, y repitió la sesión de compras con diferentes tarjetas de crédito.


Llegó a casa justo después de la una. El teléfono estaba sonando. La pantalla indicaba que era un número oculto. El móvil de Jorge siempre aparecía como número oculto. 


Contestó el teléfono con calma, intentando que no se le notara que acababa de entrar corriendo.


—Paula. Soy Pedro. Por favor, no cuelgues. 


Le sorprendió tanto oírlo que se quedó sin habla.


—¿Paula?


—¿Sí? —dijo, intentando recuperar la compostura.


—¿Puedes encontrarte conmigo en algún sitio?


De nuevo, se quedó sin habla. Tomó aire y cerró los puños, para que no le temblaran las manos.


—No tienes idea de lo que estás haciendo.


—En eso estoy de acuerdo contigo. Aun así, ¿te reunirás conmigo?


—No puedo.


—Entonces iré allí.


—¡No! No.


—Si no accedes a que nos veamos en otro sitio, no tendré otra opción.


El tono de su voz la convenció de que hablaba en serio. No podía arriesgarse a que volviera a la casa. Ese día no. Un día más y toda su vida cambiaría. No podía permitir que su plan peligrara. Estaba segura de que era su última oportunidad.


—De acuerdo —aceptó—. De acuerdo. ¿Dónde?


—Parque Nolan. Toma la salida 260 de la autopista. Gira a la derecha en el semáforo y verás un cartel a tu izquierda. Te veré allí dentro de treinta minutos —sin darle tiempo a decir una palabra, colgó.






LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 24





Pedro volvió a soñar con Susana esa noche. Pero no estaba sola. Paula estaba con ella. Las vio a las dos caminando juntas. Intentó llamar su atención, pero no lo oían.


Empezó a correr tras ellas, tan rápido como podía, con los pulmones a punto de estallar. Pero no las alcanzaba. 


Siempre había la misma distancia entre ellos, por más que corriera. Por fin se detuvo, jadeando y aún intentando llamar su atención. «¡Parad! ¡Esperadme!». Pero apenas le quedaba voz y sabía que no había ninguna posibilidad de que lo oyeran.


Pedro se sentó de golpe en la cama. Estaba cubierto de sudor y su corazón latía como si hubiera estado corriendo de verdad.


Igual que la noche anterior, la perra estaba en el umbral de la puerta, con las orejas erguidas.


Pedro salió de la cama y se metió en la ducha, hasta que el repiqueteo del agua difuminó el sueño y su corazón recuperó el ritmo normal.


Cuando salió, ya vestido, la perra estaba tumbada en el cojín que había junto a la cama. Alzó la cabeza y lo miró una vez, con expresión de conformidad, como si por fin hubiera decidido confiar en él.


Susana, a los seis o siete años, había deseado un perro más que nada en el mundo. Sus padres le habían dicho que aún era demasiado pequeña, así que ella se inventó uno imaginario. Puso cacharros para el agua en la cocina y en el cuarto de baño de arriba y jugaba en el jardín trasero con un perro que nadie excepto ella podía ver.


Pedro recordaba su voz llamando al perro imaginario como si hubiera ocurrido el día anterior.


—Lola —dijo, agachándose a acariciar la cabeza de la perra—. ¿Te parece bien ese nombre?


La perra le lamió el dorso de la mano.


—Me tomaré eso como un «sí» —dijo él.



***


Pedro no le hacía falta que le dijeran que debía aceptar los deseos de Paula y dejarla en paz.


Pero no podía concentrarse en nada más. Era como si le hubieran inyectado una droga tan adictiva que sólo vivía pendiente de la siguiente dosis.


A las seis de la tarde de ese día, la oficina casi estaba vacía. 


Se levantó y cerró la puerta. Marcó el número directo de Kevin, que nunca dejaba el trabajo antes de las siete. 


Contestó al segundo timbrazo.


—Hola —saludó Pedro.


—Deja que adivine. Quieres recuperar tu puesto.


—Aún no he tirado la toalla.


—No puedo negar que eso me decepciona. Estoy empezando a darme cuenta de cuánto hacías aquí.


—Gracias, Kevin.


—Esto no es una llamada social, ¿verdad?


—No. Es para pedir un favor. Necesito saber si tienes algo en el ordenador referente a Jorge Chaves.


El teléfono sonó una hora después.


—He encontrado un par de cosas para ti —dijo Kevin—. Invítame a cenar y te las contaré.


—¿En Ernesto's?


—Sí, dentro de veinte minutos.


—Te veré allí —Pedro colgó.



****


Ernesto's era un tranquilo restaurante italiano situado en el corazón de Atlanta. No tenía mucho ambiente, pero la comida era insuperable.


Kevin ocupaba una mesa junto a la ventana.


—Eh, gracias por venir —saludó Pedro, sentándose frente a él.


—Cualquier cosa por una comida gratis.


El camarero tomó su pedido. En cuanto estuvieron solos, Kevin sacó una carpeta de su maletín y se la entregó.


—¿Dos incidentes? —comentó Pedro, tras echar un vistazo a las páginas que había dentro.


—Una vez llamaron los vecinos. La otra un médico de urgencias.


—¿Y por qué se retiraron los cargos?


—Porque la señora Chaves se negó a demandar —Kevin titubeó un momento—. La mujer que mencionaste en el club. Es ella, ¿verdad?


Pedro no dijo nada. Kevin se sirvió un panecillo.


—Ya veo.


—No sé —dijo Pedro, pasándose una mano por el rostro—. No consigo sacármela de la cabeza.


—¿Estás seguro de que sabes lo que haces? —preguntó Kevin con preocupación genuina.


—Mi intención no era buscar problemas.


—No he dicho que lo fuera.


Ambos se quedaron en silencio.


—¿Estás interesado en esa mujer? —preguntó Kevin por fin, recostándose en la silla y cruzando los brazos sobre el pecho.


—Está casada.


—Me alegra que lo hayas notado —Kevin suspiró y tomó un sorbo de su vaso de agua—. No eres el hombre más feo del mundo, ¿sabes? Hay un montón de mujeres sin compromiso que seguramente aceptarían una invitación a cenar. El problema es que no se lo pides a ninguna.


—Hablas como si nunca hubiera tenido una cita —Pedro frunció el ceño.


—Ya, sé que sales con mujeres —Kevin alzó una ceja—. Pero salir suele implicar una sucesión de citas, recalco la palabra «sucesión», cuyo resultado suele conocerse como «compromiso». Eso no te he visto hacerlo nunca.


—Puede que no haya conocido a la mujer adecuada —arguyó Pedro.


—¿Qué? ¿No te gusta que te analice?


—La verdad es que no.


—Mira, Pepe, no hablas mucho de eso pero sé que has tenido malas experiencias en tu vida. Perder a una hermana de esa manera… no hay palabras que puedan expresarlo.


—Kevin…


—Deja que termine. Creo que ése era el fuego que te alimentaba como fiscal. Y en algún momento dejaste de creer que tu trabajo suponía una diferencia. En eso te equivocas. Nunca he trabajado con nadie que haya cambiado tanto las cosas como tú.


—Gracias —Pedro miró hacia otro lado y tragó saliva.


—¿Es eso lo que estás haciendo por esta mujer? —preguntó Kevin con voz suave.


Pedro empezó a negarlo, pero calló.


—No lo sé —dijo.


—Quizá eso sea lo que debes analizar antes de seguir adelante con este asunto.


—Sí —aceptó él, deseando no tener que darle la razón.